el federalismo
Juan Felipe Ibarra y el federalismo del Norte
Luis C. Alen Lascano
Las luchas por la confederación en el interior

Sumario: Nuevos tratados interprovinciales — Carta de Ibarra a Rosas — Asesinato del Gral. Quiroga — Pronunciamientos en favor de Ibarra — La Ley de Aduanas.



La restauración federal santiagueña, fue casi en los mismos días del advenimiento del Gral. Alejandro Heredia como Gobernador de la Provincia de Tucumán, en Enero de 1832. Los dos estados más fuertes de! interior norteño, consolidaban así el federalismo mediterráneo. Ibarra se apresuró a gestionar la adhesión tucumana al Pacto Federal, entablando negociaciones para la firma de un nuevo Tratado interprovincial, a fin de restablecer la paz entre ambos estados vecinos, restañando las heridas del pasado inmediato. El Tratado de Amistad fue suscripto en Tucumán en 28 de Febrero de 1832 por los ministros de dichas provincias, el Dr. Adeodato de Gondra en nombre de Santiago y el Dr. Juan Bautista Paz, de Tucumán. En su Art. 10 se obligaba Tucumán a incorporarse a la Liga Litoral, comprometiéndose a prestar recíprocos auxilios en caso de invasión, amenaza o necesidad 1. Como en 1821, era otra vez Santiago la que impulsaba las adhesiones al orden federal, reiterando una primacía indiscutida en el interior.


Desde su retorno al gobierno, Ibarra llevaba consigo como Ministro General al joven intelectual Adeodato de Gondra. Afincado en tierra santiagueña, habría de acompañarle durante diez años en el ministerio, siendo dúctil emisario y negociador político, luego de su conversión al federalismo. Como antes Saravia, Dorrego e Iriondo, el caudillo santiagueño nunca desdeñó rodearse de las mejores cabezas del país, en su gobierno.


Uno de los primeros actos ministeriales fue redactar, siguiendo la inspiración del gobernador, una denuncia ante la Comisión Representativa de Santa Fe, el 24 de abril de 1832. La nota de Gondra acusaba las actividades conspiratorias de los emigrados en Bolivia, con la complicidad de aquel Gobierno. Ponía de resalto, los peligros que ellas significaban para la integridad territorial argentina y exigía una reclamación diplomática 2.


A pesar de estar confiadas las relaciones exteriores al Gobernador de Buenos Aires, era sintomático que Santiago se dirigiese a la Comisión. Quizá había el intento de revitalizar su actuación, estando constituida con más amplio sentido nacional. Es indudable, sin embargo, que Santiago inspiraba un sector importante del federalismo provinciano, determinándose con toda libertad. El mismo sentido debe atribuirse a la famosa carta que en esos días don Juan Felipe Ibarra dirigía a don Juan Manuel de Rosas, sobre los problemas de la organización institucional.


No eran ideas nacidas en ese instante. Son los mismos principios que Santiago venía anticipando desde años atrás, y que Ibarra encarnaba en el interior. Los días que ahora se vivían, con el territorio pacificado, y las provincias unidas por el Pacto Federal, tornaban actuales esas ideas. Había llegado la hora de reunir definitivamente el Congreso que dictara la Ley Fundamental argentina. Fracasadas las reuniones de la Comisión de Santa Fe; retirado el representante porteño, y con fuertes oposiciones de Corrientes y Córdoba por las urgencias económicas expuestas por el Gobernador Ferré, Ibarra tuvo el mérito de saber aprovechar su momento histórico.


En el estudio de nuestra evolución política, este documento prevé cuanto ocurriría y demuestra que Ibarra insistía, así como Quiroga y López, en un sincero anhelo constitutivo federal.


Decía el Gobernador de Santiago a su compatriota y amigo Rosas, que quería hablarle “sobre un asunto que desde el año 10, ha sido el objeto de nuestros sacrificios y ahora llama preferentemente la atención de los gobiernos de la Repúblicaâ€. Temía que su voz fuese confundida con la de tantos intrigantes y falsarios, porque estos sentimientos “sólo pueden ser escuchados lejos del tumulto de las pasiones y del estrépito de las armasâ€. He ahí pues, el dolor que le impedía pronunciar la palabra Constitución, desvirtuada por las apostasías hechas en su nombre y para cuya realización en el país, “no me consideraba con suficientes aptitudes e influjoâ€. Describía luego, el estado del interior con realismo: “Jamás gozaremos de una tranquilidad sólida y duradera, mientras las provincias permanezcan en el estado de aislamiento que hasta aquí ha causado todas las guerras civiles... Si carecemos de un centro común que uniforme nuestra política e intereses, si no activamos la reunión de una asamblea constituyente para tener las leyes nacionales... ¿cómo podremos llenar aquel sagrado compromiso de descansar un momento, de no poder colgar la espada hasta que el país tenga leyes fijas e invariables que afiancen su felicidad presente y futura?â€3.


Los federales demostraban anteponer el bienestar social, a los privilegios de los que impropiamente fueron llamados sus “feudosâ€. El país debía tener su gobierno y sus leyes nacionales, sin perturbar con ello, las autonomías provinciales. Ese era el grande ensueño de la organización deseada. El “haber arrojado a los feroces decembristas de este suelo que han manchadoâ€, no era garantía suficiente de paz mientras subsistieran los daños dejados por la guerra. Los fracasos anteriores, según Ibarra, no fueron culpa “de la Nación que siempre ha estado de buena fe y deferente a todos los llamamientos†sino de “aquellos malos representantes que acostumbraron venderse a un poder corruptorâ€. El desprestigio de los Congresos fracasados, se debía a que trataron asuntos ajenos a sus objetivos y al espíritu nacional, “chocando directamente y sin provecho a nuestras costumbres, y si se quiere, a nuestras preocupacionesâ€.


No se ofrecía otra alternativa futura, que la sugerida al final por Ibarra: la reunión de un definitivo y último Congreso Constituyente. “Se le puede fijar un término perentorio para que durante él, nos dé una Constitución y nada más; quítesele el poder de causar males, dejándole el que necesita para llenar el objeto de su misión. Si de éste no se consolida un sistema permanente de gobierno, creeremos que el cielo nos ha condenado a vivir en perpetuas disencionesâ€. Y finalizaba su carta, con sencillas palabras, donde se decía no obstante, la mayor verdad de su tiempo: “Me queda el consuelo de haber expresado una gran necesidad nacional, al hombre de quien esperamos la salud del país†4.


El pensamiento de Ibarra, resumía sin alardes, todos los anhelos postergados de los pueblos argentinos. El fue su intérprete, en el momento que más se prestaba a la construcción definitiva. Haber expresado para la posteridad esa “necesidad nacional†es honor suyo, elevándolo en pensamiento y acción, a la columna de los grandes fundadores federales.


Don Juan Manuel consideraba a Ibarra, uno de los más firmes puntales del Norte y quiso conservar por todos los medios de persuasión, la amistad con el caudillo santiagueño. Cuando don Pedro F. Cavia pasó a Bolivia en misión diplomática, se esforzó en conversar con Ibarra, trasmitiéndole los argumentos de Rosas. Pero por otro lado, queríase prevenir como un contagio peligroso, la expansión de las ideas de Ibarra. Rosas escribió a Quiroga comunicándole éstas, y ante futuras disyuntivas confiaba “en que contribuirá por su parte a que haya prudencia y espera, para no correr el riesgo de nuevos trastornos†5.


Es que, como afirma Ibarguren, “Rosas se enteró contrariado de la importante proposición política que le hacía el Gobernador de Santiago. Tal propuesta estaba en abierta oposición al punto de vista con que él contemplaba la situación del país†6. Mas, como no se podía desdeñar juicio tan importante, se apresuró Rosas a contestar el 16 de Diciembre de 1832. Marcaba con su conocida habilidad dialéctica, los puntos en que “la experiencia y los repetidos desengaños†desaconsejaban la reunión de un nuevo Congreso. A la observación del aislamiento provincial, le oponía: “los compromisos mutuos fundados en pactos expresos y tan obligatorios como los que podría exponer una carta constitucionalâ€. Consideraba equivocada la idea de que una Constitución sería bastante para refrenar las pasiones turbulentas. Creía previo, “destruir antes por la energía, por la unión y la acción uniforme de los pueblos, todos los medios de que puede servirse el partido que hemos combatido... preparar los resortes en que debe montarse la nueva máquina políticaâ€7. Así se fundaba el realismo de Rosas, constructor práctico de una Confederación empírica, frente al idealismo esperanzado del interior.


El Gral. Quiroga habría de recoger más tarde las exigencias de Ibarra. Sería nuevo portador de ellas ante Rosas, como representante de una fuerte influencia regional dentro del Partido Federal. Su gestión mediadora en el conflicto del Norte de 1835, dio oportunidad a que desde Santiago, se esbozaran las nuevas formas organizativas.


La misión mediadora entre Tucumán y Salta hizo detenerse más de un mes a Quiroga, junto a Ibarra. Aquel reencuentro de los viejos luchadores, tendría ahora melancólicos matices. Postrado por el dolor físico, Facundo promueve y preside en Santiago, una conferencia entre el Gobernador Ibarra y el de Tucumán, Gral. Heredia, con el Ministro Moldes de Salta. Surge allí la concreción de ese movimiento interno, que aspiraba renovar los propósitos formativos del Pacto Federal, bajo la égida norteña. Ello se concreta en el Tratado de Paz y Alianza entre ambas provincias, protocolizado en Santiago ante Quiroga, el 6 de Febrero de 1835. Al mismo adhirieron después, Catamarca y La Rioja.


Por sus características e intenciones, el Tratado adquiría la trascendencia de un gran Pacto del Norte, promovido con los mismos objetos del de 1831 y reactualizados ahora, ante el retardo constitucional para, “predisponer los medios por donde estos pueblos puedan arribar al término deseado de una organización regular. Aparte de asegurar paz y ayuda mutua entre sus firmantes, se comprometían a una mediación amigable en casos de conflictos interprovinciales. El Art. 99 les obligaba a perseguir “de muerte toda idea relativa a la desmembración de la más pequeña parte del territorio de la Repúblicaâ€. Y el Art. 10° a dirigirse a las demás provincias “de la República, invitándoles a adherirse al presente Tratado, si lo reputan interesante al bien nacional†8.


El mismo día, luego de suscripto el Tratado, Ibarra, Heredia y Moldes se lo hacían entrega formal a Quiroga, diciéndole que se hallaban satisfechos de los medios encontrados, “por haber persuadido y acordado los que más segura y naturalmente hayan de preparar y conducir a todas las provincias, a la organización nacional, cuyo ardiente voto se escucha por todos los pueblos, cansados ya de permanecer más tiempo en la incertidumbre de sus destinosâ€. Y finalizaban esperando, “del acendrado patriotismo y eficaz interés por el bien del país, que animan al Exmo. Sr. Brigadier General, se dedique a emplear por todas partes sus respetos y mediaciones haciendo el último sacrificio, que imperiosamente le demanda la patria†9.


El Tratado del Norte era un bello e imposible intento, de hacer reconocimiento de la importancia mediterránea, promoviendo la organización del país. De ahí que Rosas lo hiciera fracasar con su oposición. Buenos Aires no aceptaba desplazar el centro del poder político que detentaba. Y la muerte de Quiroga, en esos días, truncando esa nueva posibilidad nacional, volvió ciertos los vaticinios hechos en Santiago, para que realizara aquello, como “un último sacrificioâ€. La sombra de Juan Facundo, como antes las de Borges y Dorrego, eran los grandes desgarrones que la tierra norteña evocaba con nostalgia y dolor.


Su amigo Ibarra, reconociendo la importancia de esa pérdida, se apresuró a decirle desafiante al Gobernador de Córdoba, en carta del 7 de Marzo de 1835, “que trabajará con infatigable celo hasta descubrir al verdadero culpableâ€. Y prevenía a los Reynafé que la trascendencia del crimen, exigía fuesen llevados sus autores “a un tribunal nacional cuyo fallo no será impotente†10. Con esa anticipación de valiosos precedentes, Ibarra imponía la necesidad de una justicia nacional para los delitos de ese carácter.


En esos días de 1835, Ibarra debía a la vez, hacer frente a la conspiración local, desatada so pretexto de un Proyecto de Constitución. Es que, por encima de las exteriorizaciones legales, se había entrevisto una cobertura propicia a la suplantación del Gobernador, maquinada por la Legislatura. El pueblo santiagueño seguía brindando su apoyo a Ibarra. Su autoridad se limitaba sólo por la representatividad y fidelidad, con que ejercía su mando ante las masas. Por eso, la intención organizativa en abstracto, fracasaba al igualar los poderes surgidos de un texto jurídico, con el real poder absoluto que ejercitaba el Caudillo.


En la eventualidad, Ibarra recurrió a las bases en que fincaba y sostenía su gobierno. Nuevamente se reunieron asambleas populares y municipales, en los curatos campesinos, elevando petitorios firmados por el pueblo. La decisión popular se ejemplificaba en esta Acta, suscripto el 6 de Abril de 1835 ante la posibilidad “de colocar en el gobierno a otra persona distinta del actual Señor Gobernador. El Departamento Loreto, conoce y declara que en las críticas circunstancias que se halla la República, el único Jefe que debe gobernar a la Provincia y puede conducirla con acierto mediante su notoria capacidad, experiencia y conocido influjo en los habitantes, es el General don Felipe Ibarra†11.


AI retirar los poderes conferidos a su Diputado, cada Departamento, hacía cesar la representación otorgada, retrovertíendo la suma de la autoridad sobre Ibarra, a quien se elegía Gobernador en el mismo acto. En posesión de tal plebiscito, el Gobernador se dirigió a la legislatura, el 24 de Abril de 1835, para “que en este mismo día haga comparecer a los representantes a quienes comprenden dichas actas, los haga saber su contenido para su puntual cumplimiento... con la prontitud que demanda la gravedad de este negocio en el que claramente, se halla expresado el decidido voto de la mayoría de la Provincia†12.


Paralelamente con estos acontecimientos del interior, desde Buenos Aires comenzaba a rectificarse el rumbo de la política económica. La extraordinaria Ley de Aduanas de 1835, suponía el abandono del liberalismo económico, para volver a las normas de producción que hicieron la grandeza pasada. “Por primera vez —dice el economista norteamericano Mirón Burgin— se reconocía oficialmente que la expansión del comercio exterior no siempre, ni necesariamente coincidía con los intereses económicos de la Nación. La industria manual de Buenos Aires recibió un grado de protección que nunca había tenido anteriormente. Lo mismo ocurrió con las industrias vinícola y licorera de las provincias de Cuyo y Tucumán; las textiles y de productos alimenticios de Córdoba y Santiago del Estero, y la ovina de las provincias del Litoral†13.


Estas eran algunas de las causas, según este imparcial investigador, por las que Rosas, desde entonces, “se convirtió para las provincias en el más argentino de todos los gobernantes porteños, en realidad el único gobernante que había interpuesto los intereses económicos de la Nación, al de los comerciantes extranjeros. El gobierno de Buenos Aires se había revelado como un gobierno nacional y Rosas se transformó en el jefe reconocido de la Nación†14.


Esta situación se explica, si recordamos las contradicciones económicas puestas de manifiesto con la adopción del comercio libre. Buenos Aires defendía la apertura del puerto, entre Europa y el Río de la Plata, mientras la economía interior dependía de la protección en el intercambio regional. La libertad comercial fortalecía las relaciones económicas con Inglaterra, mientras las industrias mediterráneas, no resistían la competencia. La técnica superior del capitalismo industrial en expansión, empobrecía nuestros pueblos, como lo denunciara agudamente el Gobernador Ferré de Corrientes y su Diputado Leiva ante la Comisión Representativa. “Buenos Aires no nos da otro destino más honroso que el de ganaderos o pastores†15 reclamaba otra voz provinciana, el Diputado Juan B. Marin en la Comisión de Santa Fe, tres años antes, al exigir una rectificación de la política económica seguida.


La política arancelaria de Ibarra, como ya hemos señalado, fue una constante de su gobierno desde el comienzo. Se debía, y respondía, a una lógica protección, instrumentada desde lo interno. Pero, con alcances interprovinciales e internacionales, para solucionar los problemas financieros, y contener la desvalorización de las producciones locales. Ahora, esa misma política, era aplicada en todo el país, con vistas a un reequipamiento económico provinciano. La ley de 1835, cuyo texto es conocido, desgravó la introducción de materias primas del interior en Buenos Aires. Pero aumentó los gravámenes para las importadas. Las manufacturas competitivas de las industrias nacional y provinciales, fueron prohibidas en su introducción. Incrementóse con todo ello, las fuentes de trabajo y de ingreso del interior, en perjuicio del monopolio industrial inglés 16.


La situación local, se agravaba con la absoluta carencia de numerario en el interior. Como necesidad imperiosa, Ibarra había lanzado antes una primera emisión de monedas de plata, en una liga de un 25 %, acuñándose 1 y 1/2 real, con un peso de 2,5 y 1,6 gramos respectivamente. Se recurría a un arbitrio común, en la dirección financiera y emisionaria que seguían los estados provinciales. Orientación precisa, para suplir, la escasez de los antiguos y respaldados valores de cambio que emigraban de la República, por las penurias de la guerra o del comercio exterior. En 1836 Ibarra realizaba una nueva acuñación, con los mismos valores, en una escasa proporción mayor de plata. Esta “plata ibarrista†circuló hasta 1846, en que el mismo gobierno la declaró moneda feble 17.