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1813 - Manifiesto inaugural de la Asamblea General Constituyente
 
 

Si hubiéramos de calcular los designios de la naturaleza por el resultado práctico de los sucesos humanos, sería preciso suponer que la esclavitud era el dogma más análogo a nuestro destino, y que él debía ser la única base de las primeras combinaciones de un legislador. Pero aunque el cuadro del universo no ofrece por todas partes, sino un grupo de esclavos envilecidos por la servidumbre, o acostumbrados ya a la tiranía: y aunque los esfuerzos de las almas libres, al fin, al fin solo han servido de trofeos al despotismo, presentando en la historia de los pueblos una constante alternativa de gloria y degradación; sin embargo, la libertad existe en los decretos de la naturaleza, y por su origen es independiente de todas las vicisitudes de los siglos.


Ni los peligros que ha sufrido hasta hoy la libertad, ni el progresivo envilecimiento de las repúblicas antiguas y modernas, ni la universal conjuración del más fuerte contra el más débil, prueban otra cosa que las leyes a que está sujeto al gran sistema de la naturaleza. Condenado el hombre a no encontrar la felicidad, si no al través de los peligros é infortunios, es forzoso que pase por la alternativa del bien y del mal, siendo a las veces victima de su propia debilidad, o de las pasiones de sus semejantes. Así es que lejos de mirar con sorpresa al despotismo sentado sobre el trono de sus crímenes, admire más la duración procelosa de la libertad, porque en ella vea la imagen de la virtud triunfante, y en aquel encuentro el cuadro natural de la degradación de los mortales.


A menos que se olviden estos principios, nadie extrañara que los esfuerzos del nuevo mundo por su independencia hayan sido combatidos, no solo por sus antiguos opresores, sino también por una gran parte de los mismos oprimidos. Era necesario que los anales de nuestra revolución no desmintiesen las verdades que justifica la historia de todos los pueblos; y aun era consiguiente que el fuego de la libertad encendiese primero las pasiones antes de inflamar el espíritu público.


Pero nada es sin duda tan favorable a los designios de un pueblo, que acaba de emprender la obra de su emancipación, como los desastres é infortunios que padece en sus primeros ensayos. El sería acaso la primera victima del furor revolucionario, si el fruto de sus errores y el temor de nuevas desgracias no rectificasen bien pronto los impulsos de su celo, fijando la norma invariable de su conducta. Las pasiones violentas son desde luego el resorte exclusivo de una empresa osada, pero esta no puede sostenerse, mientras el silencio de la ley no termine el estrépito de las convulsiones, concentrando el influjo de la opinión, y dando al interés de los particulares la dirección que convenga al interés público. Entretanto, ansioso el pueblo de mejorar su suerte, buscará en la novedad de las reformas el sello de su felicidad; y haciendo sistema de la inconstancia ofrecerá el espectáculo de una incertidumbre procelosa que agite los espíritus, prepare la insurrección y desengañe al fin la esperanza de los hombres libres.


Tales son los escollos de que nos preserva la experiencia de nuestras pasadas desgracias. Ellas han realizado la época en que el pueblo busque su felicidad, no en el atractivo de innovaciones seductoras, no en el desorden de sistemas ficticios, no en la expectación de sucesos equívocos, sino en la prudente confianza de sus mandatarios, en la unidad central de sus opiniones, en el cálculo probable de sus recursos.


Ellas han acelerado el momento en que el gobierno sofoque con vigor el germen de las oscilaciones políticas, demarque el imperio de la opinión pública, y adquiera un derecho a la confianza general por medio de la realidad de sus promesas. Los pueblos, dice un profundo razonador, se contentan con el sonido armonioso de las palabras, cuando recién salen de la esclavitud; pero bien presto mudan de carácter, y desconfían hasta de la misma realidad: entonces el examen precede a su obediencia y es forzoso que el gobierno autorice lo que manda con el cumplimiento de lo que ofrece. Esto es lo que reclama con imperio el estado actual de nuestros negocios, y si por desgracia aun no ponemos en práctica aquellos principios, confesemos a pesar nuestro, que en vano hemos publicado el prospecto lisonjero de nuestros nuevos anales: rasguemos más bien esta página de la historia universal, y volvamos al antiguo adormecimiento de la esclavitud.


Pero no, ya no existe una autoridad legitima cuyo celo dirigido por la experiencia de los tiempos pasados, y animado por la energía de su origen, conducirá al pueblo hacia el suspirado término de sus deseos, estableciendo la constitución mas digna de su voluntad, y más conforme a sus verdaderos intereses. Este es el voto irrevocable de la Asamblea general constituyente: acaso sus esfuerzos podrán ser ineficaces, ya sea por el influjo de las circunstancias, o por la combinación imprevista de los sucesos: pero ella jamás será responsable a los ojos del universo por la menor omisión, o divergencia del sufragio público; y cuando la posteridad registre con tierna gratitud las páginas elementales de nuestra historia, al paso que encuentre sobre el mismo volumen de las leyes, grabada la mano del hombre con los caracteres de su insuficiencia, también descubrirá hasta que grado puede suplir las cualidades del genio, un celoso y reflexivo patrimonio.


¡Habitantes de las provincias unidas del rió de la plata! Vosotros que habéis sido testigos y quizá victimas de los desastres de la revolución, vosotros que habéis visto a los tiranos jurar nuestra ruina en el pavor de su agonía, vosotros que por asegurar el destino de la prosperidad, renunciasteis vuestro sosiego para siempre, consagrasteis vuestros intereses particulares, ofrecisteis vuestra vida, y habéis preferido generosamente los peligros de la guerra y de la convulsión, los conflictos de una ciega incertidumbre, las congojas de una emigración aventurada, el llanto y orfandad de vuestras familias, y lo que es más, el combate muchas veces difícil de las opiniones domésticas; corred ahora a sostener con vuestros hombros el trono de la ley, renovad los juramentos que prestasteis en la memorable jornada del 25 de mayo de 1810, auxiliad los conatos del orden y de la justicia, cerrad ya el período de la revolución, abrid la época de la paz, y de la libertad, y sed firmes en combatir a los agresores del interés público. La Asamblea general espera por su parte, fiada en su celo, y en el vuestro, que en sus manos se salvará la patria, y de ellas recibiréis el sagrado depósito de las leyes, que van a sancionar vuestra seguridad, é independencia.



Buenos Aires, 31 de enero de 1813.




Publicado en El Redactor de la Asamblea, sábado 27 de febrero de 1813.