radicalismo
1890 - Relato de Alem sobre la Revolución de Julio
 
 

Relato del Doctor Leandro N. Alem sobre la organización, desarrollo y capitulación de la Revolución de Julio de 1890




Organizados los clubes parroquiales en la capital, disuelta a tiros la reunión de San Juan Evangelista, y constituida la coalición política de la Unión Cívica en el “meeting” del 13 de abril, pensé que había muchos elementos de importancia ya preparados para imprimir una dirección enérgica a la política opositora. Tenía la convicción de que los gobernantes sofocarían por la violencia cualquier movimiento electoral pacífico de la oposición, pues ése era su sistema y lo que pasaba en todas las provincias, ya daba comienzo también en la capital, con los abusos incalificables de la política durante la inscripción, y con el atentado de San Juan Evangelista. No había, pues, que esperar que nos dejaran libertad para votar; y entonces no quedaba otro remedio de hacer prevalecer la opinión pública, de una violencia en sentido contrario, en defensa de la Constitución, de las leyes y de todo cuanto más caro hay en un pueblo, que los gobernantes vilipendiaban con cinismo. ¿éramos ciudadanos de una República o siervos de una camarilla de explotadores? Tal era el problema que se planteaban los hombres de bien, y que nosotros debíamos solucionar pronto. Observé que el movimiento del 13 de abril había sido imponente; que el pueblo respondía a las exigencias supremas de la patria. Vi que la juventud independiente tenía el carácter y la entereza necesarios para cumplir con su deber y con el programa de resistencia y de combate que ella misma había trazado con mano firme. Hablé con los presidentes de los clubes parroquiales para cerciorarme de la consistencia de esos clubes y saber el ánimo en que se encontraban; resultando que el espíritu de resistencia revolucionaria era general, porque el malestar también era común. Conferencié con algunos hombres de las provincias, como los señores Santiago Gallo, de Tucumán; Delfín Leguizamón, de Salta, Guillermo Leguizamón, de Catamarca; los doctores Mariano N. Candioti, Agustín Landó y Lisandro de la Torre, del Rosario; los señores Ataida y H. Román, de Córdoba, y otros encontrando en ellos y en los pueblos de sus provincias, según me informaron, la posibilidad de secundar un movimiento revolucionario que se iniciara en la capital. Escribí con el mismo propósito al doctor Guillermo San Román, de la Rioja, y me contestó que esa provincia respondería al plan revolucionario.




El malogrado y valiente Julio Campos y álvaro Pintos, de La Plata, deseaban promover allí el movimiento simultáneamente. Yo era de esa opinión, pero tuve que desistir por consideraciones que presentaron los miembros de la Junta.


Hombres influyentes de la capital, con quienes hablé en el mismo sentido, encontraron que era una necesidad prepararnos para la lucha armada. Debe ser entendido que no a todos les hablaba claramente de una revolución, sino que averiguaba la disposición de su ánimo para resistir por la fuerza en caso necesario la opresión y la violencia del gobierno.


Encontrando tanta aceptación el plan revolucionario en el elemento civil, por estelado, no había más que proceder a la organización de los clubes, con el propósito indicado.


Siempre pensé que triunfante una revolución en Buenos Aires, las situaciones provinciales odiadas por el pueblo caerían solas cuando les faltara el brazo que las sostenía contra la opinión pública. Esta convicción que tenía de nuestro país fue confirmada por el movimiento revolucionario del Brasil, el cual se limitó a dominar la capital, y se adhirieron en seguida las provincias a pesar del prestigio que conservaba la monarquía, y de las cualidades personales del monarca, muy opuestas a las que adornaban a nuestro jefe de Estado. Pero, no obstante esta opinión arraigada, consideré conveniente que las provincias se preparan por secundar la revolución, sacudiendo con su propio esfuerzo los gobiernos que las oprimían y esquilmaban. Algunas provincias del centro y norte de la República estaban prontas para alzarse en armas, esperaban la voz del mando, que no les fue dada por el motivo que expondré más adelante. Por otra parte, debe advertirse que las provincias me pedían elementos que yo no podía proporcionarles, armas especialmente y por esto también fue necesario limitar la acción.



El Ejército


Desde que usted me vio para formar la coalición política que fue aclamada el 13 de abril, yo tenía la convicción de que con el pueblo solo sería difícil hacer triunfar un movimiento revolucionario, contra tantos elementos de fuerza con que contaba el gobierno. Pensaba que debíamos organizar vigorosamente el elemento civil en la capital y las provincias; pero creía en extremo necesario buscar la participación del ejército en esta gran obra regeneradora, contra la cual el gobierno esperaba lanzarlo. Tenía buenas relaciones en el ejército, conocía su espíritu y los sentimientos levantados de muchos jefes y oficiales. No podía convencerme de que un ejército que contaba con elementos tan sanos, sirviera de guardia pretoriana a gobernantes tan pequeños.


Mi idea, pues, desde un principio fue ésta: preparar el espíritu del pueblo para la revolución y buscar el apoyo del ejército. Así el movimiento conservaría su carácter popular, interviniendo el ejército en su auxilio; y la lucha armada sería menos sangrienta y más rápida. Llevada a cabo en esta forma, pueblo y ejército de mar y tierra habrían consumado una revolución imponente, en defensa de las instituciones y de cuanto mas caro tenemos los argentinos. La gloria de la jornada sería común, y quedaría este precedente histórico, que el ejército no era una máquina automática creada para provecho personal de gobernantes corrompidos, sino el guardián de las instituciones y del honor nacional. Con este sentimiento, el día mismo del “meeting” del 1º de septiembre, una persona caracterizada me indicó que un empleado de policía quería verme con mucha urgencia. Le observé que debía asistir al “meeting”, indefectiblemente y temiendo que quisiera revelarme algún atentado contra los jóvenes independientes, le insté que lo invitara a pasar por el Jardín Florida a la hora de la reunión. No pude verme con él hasta el día siguiente. Hablé con el empleado de policía, a quien yo conocía perfectamente, y me dijo que un grupo de oficiales del ejército con quienes estaban en relación deseaba ponerse al habla con los opositores al gobierno, pues ellos creían que había llegado la hora de probar que el ejército no era máquina de opresión sino milicia de libertad.


Después traté de ponerme en comunicación con estos oficiales, pero ya se habían desorganizado, no se valían del mismo intermediario. Recuerdo este ofrecimiento militar, porque fue el primero que recibí del ejército. Cuando hubo terminado la procesión cívica del 13 de abril, nos retiramos con el doctor Del Valle al Club del Progreso, y allí vino el comandante Joaquín Montaña a comunicarnos esta noticia importante; que acababan de comunicarle unos oficiales distinguidos del ejército que había un grupo de oficiales con mando de tropa, opositores al gobierno, quienes deseaban ponerse al habla con nosotros, representándolos los capitanes Castro Sunblad, Lamas, el teniente Berdier y el subteniente Uriburu. Muy contentos con noticia tan halagüeña, convinimos en que los citara para el día siguiente en casa del doctor Del Valle. No me fue posible concurrir a la cita, porque a esa hora tuve una reunión importante con la junta Ejecutiva para dar impulso vigoroso a los trabajos.


De la conferencia vinimos en conocimiento que había una agrupación de oficiales de los diversos cuerpos de guarnición, una especie de logia, formalmente juramentados y decididos a fusionar con el pueblo contra el gobierno vergonzoso que nos afrentaba.


El doctor Del Valle tuvo varias conferencias con esos oficiales que ensanchaban sus trabajos, y poco tiempo después me puse directamente en relación con ellos en casa del poeta Joaquín Castellanos, cerciorándome que eran jóvenes muy distinguidos y patriotas. La reunión fue animada; me comunicaron todos los datos que tenían referentes al espíritu de los cuerpos, a la cantidad de oficiales comprometidos, al mando que tenían, etc. les pedí que continuaran los trabajos con actividad porque los acontecimientos se iban a precipitar, y convenía no tener en suspenso una conspiración en la que jugaban con la vida. De esta entrevista salí muy satisfecho, y creo que a ellos les pasó lo mismo. Quedamos en que nos veríamos dentro de cuatro o cinco días en la misma casa. Recuerdo que a esta primera reunión concurrieron el mayor Drury, los capitanes Lamas, Castro Sunblad, Fernández, Facio, y los tenientes Berdier, Pereyra, Ruiz Díaz, Pinto y Uriburu, y otros más cuyos nombres no recuerdo.


Contemporáneamente había tenido una conferencia con el coronel Julio Figueroa, en casa del señor ángel Ugarriza, y allí, hablando de la posibilidad de un movimiento revolucionario contra el gobierno de Juárez, el coronel Figueroa me dijo por el conocimiento que tenía del ejército, era su opinión que más de un cuerpo vivaría al pueblo alzado contra ese gobierno bochornoso. Y tratando más detenidamente del estado de cada cuerpo de la guarnición, me dijo que creía con seguridad que el 9º de línea respondería al movimiento revolucionario, pues estaban mandadas las compañías por oficiales muy decentes y patriotas. Quedamos en que él se encargaría de ver a esos oficiales y comunicarme el resultado. A los pocos días me dijo que podíamos contar con el 9º, que ya había hablado con los oficiales, encontrando en ellos espíritu más decidió, que los capitanes de compañía eran muy queridos en el cuerpo, por sus condiciones y por haberse formado allí, unos llevaban catorce años y otros dieciocho de vida común con los soldados; que estuviera seguro que ese batallón secundaría el movimiento revolucionario, por lo cual él mismo lo mandaría. Me permití dudar de la confianza con que me aseguraba el concurso del cuerpo, y entonces me ofreció ponerme en relación directa con los comandantes de compañía. Tuvimos esa entrevista, a la cual asistieron los capitanes Sarmiento, Señorans y un teniente de la otra compañía, en representación del capitán que faltaba. Allí quedé convencido de la verdad de cuanto me había dicho el coronel y de la decisión patriótica de los oficiales del 9º de línea. Aun cuando el jefe y segundo jefe no habían sido vistos todavía, ya podíamos contar seguramente con este cuerpo, pues aparte de la decisión resuelta de los oficiales y de su influencia en el batallón, el coronel Figueroa tenía mucho prestigio, era muy querido, lo había mandado ocho años y respondía con toda seguridad del concurso del 9º. Era tal la confianza que tenía en ese batallón, que había visto para el movimiento revolucionario hasta cabos, sargentos y soldados.


Entre los oficiales con quienes hablé en casa de Castellanos había algunos del 1º de artillería; pero aquel cuerpo tenía ocho compañías, y era muy importante ver el mayor número de capitanes. El señor Natalio Roldán, me puso en comunicación con su malogrado hijo, el valiente y distinguido capitán Manuel Roldán, quien se adhirió con entusiasmo al movimiento revolucionario, y por su intermedio vi a otros oficiales más de artillería. Hablé también con el capitán Rojas, que se comprometió conmigo, asistió a varias reuniones, y luego faltó haciéndonos fuego en los combates de julio.


Tuvo lugar una segunda reunión de oficiales mas numerosa que la primera, en casa de Castellanos, y allí me convencí que ya podíamos contar seguramente con casi la totalidad de los oficiales del 1º de artillería, del 1º y 5º de infantería, de Ingenieros, con los cadetes de Palermo, concertados por Hermelo, aparte del 9º y de los capitanes Calandra y Ratto, con dos compañías del 4º, vistos por el coronel Figueroa. Todo esto sin contar con que estaban minados los cuerpos de la guarnición, que no eran revolucionarios. En esta conferencia comuniqué a los oficiales la resolución que formaba de lanzarnos al movimiento revolucionario, en vista de los poderosos elementos con que contábamos, pues ya disponíamos también de la escuadra, como se verá luego. Esa noche convine con los oficiales en la formación de grupos civiles para fortalecer la salida de los cuerpos y aprehender a los jefes, organizaciones civiles que ya había encargado yo con antelación. Hasta entonces se habían hecho trabajos para explorar la situación del ejército y ver con que elementos se contaba, pero me parecieron éstos tan poderosos ya, que anuncié a los oficiales la resolución trascendental, asegurándoles que los miembros de la junta, de los cuales sólo conocían al doctor Del Valle, estarían en la misma resolución. Ellos, lejos de mostrarse algo embarazados por el giro grave que tomaban los acontecimientos, rivalizaron en expansiones, su entusiasmo y satisfacción por que lleváramos adelante con mano firme el plan revolucionario. Quedaron los oficiales de cada cuerpo en nombrar sus respectivos representantes, y me hicieron presente la necesidad de que un jefe de alta graduación mandara el movimiento militar. Les contesté que había varios jefes de alta graduación en nuestra causa, y que oportunamente los conocerían.


Después, como ueste recordará hubieron dos o tres reuniones de oficiales revolucionarios en su casa, adoptándose resoluciones importantes.


El 10º de línea se obtuvo por trabajos del mayor Soler, capitán Rosas y Racedo, capitán Osorio y el teniente Misaglia. Una vez que fue trasladado preso al cuartel del 10º el general Campos, se hizo de todo punto necesario, imprescindible, conseguir este batallón. Convenía mucho para el plan revolucionario conseguir su apoyo, y esta necesidad se hizo más apremiante, desde que el cuartel del 10º era la prisión del jefe que debía mandar las fuerzas militares. Si el batallón no podía adherirse al movimiento saliendo sigilosamente, debía tratarse de sublevarlo para que quedara en libertad el general Campos. Felizmente el día 25 de julio el capitán Rosas Racedo, en una conferencia con Del Valle, Montaña, capitán Osorio y Missaglia, avisó que los trabajos entre los oficiales estaban muy adelantados, y que creía sacar el cuerpo para la revolución, lo que se puso en conocimiento del general Campos. El batallón de Cabos y Sargentos debía entrar también en la revolución, pero falló y no concurrió a la cita.


Deseando poner en relaciones a los oficiales de todos los cuerpos entre sí, y con el jefe superior que mandaría las fuerzas revolucionarias, las convoqué a una reunión en casa del doctor Copmartin, calle Belgrano, cerca de la policía. Allí concurrieron como cuarenta o cincuenta oficiales, los jefes superiores coronel Figueroa y el general Campos. A esta conferencia asistí con el doctor Del Valle, como a las subsiguientes, luego que se resolvió echarnos a la calle, según la frase que empleábamos. La reunión fue demasiado numerosa, pero no imprudente, por hacerse a las barbas de la policía, donde sus agentes jamás se imaginarían que se tramaba una revolución armada, pues para esta clase de entrevistas es costumbre buscar puntos solitarios y alejados, que la policía vigilaba mucho. Los oficiales se estrecharon las manos con efusión, con sinceridad, con esa sinceridad de los conspiradores que se coaligan para una obra grande y patriótica. Informaron al jefe de todos los elementos con que se contaba en cada cuerpo, y del plan para sacar los batallones de los cuarteles; oyeron las indicaciones de aquél; y todos se retiraron convencidos que eran impotentes los elementos del ejército que entraban en la revolución. Campos salió satisfecho de la entrevista.



La Escuadra


El joven Ricardo Oliver me puso en relación con el mayor Ramón Lira, quien se sentía movido también por este sentimiento patriótico de oposición radical hacia el régimen imperante. Hablamos de política, y no ocultó su antipatía al gobierno de Juárez; le pregunté cuál era el espíritu que animaba a la oficialidad de la armada, y me dijo que creía que habían de simpatizar, como el, con la causa de la Unión Cívica. Entonces le pedí que viera a sus compañeros de la escuadra, y se cerciorara de sus afecciones políticas, y que con habilidad inquiriese si estarían dispuestos a acompañar a la Unión Cívica “¿Para qué doctor?”, me preguntó. “Para secundar el programa de la Unión Cívica e ir hasta donde ella vaya”, le repuse. Nos miramos fijamente y quedamos entendidos.


A los pocos días vino y me presentó al alférez de fragata Leopoldo Pérez, anunciándome que ya contaba con varios oficiales de la escuadra, cuya lista me entregó, animados de sus mismos sentimientos políticos opositores al gobierno de Juárez, y que secundarían la Unión Cívica. Quedaron en continuar los trabajos en los buques que faltaban, y en comunicarme el resultado. En la misma hora en que me puse en relación con el mayor Lira, el doctor Martín M. Torino y don Alberto Honores me abordaron con franqueza en el comité sobre si preparaba un movimiento revolucionario, porque ellos estaban dispuestos a prestarme toda su ayuda si tal era mi plan de campaña. Conociendo a estos caballeros, no vacilé en comunicarles que, efectivamente, preparaba un movimiento revolucionario, y que aceptaba su concurso. Torino me dijo, a los varios días, que el 2º jefe de la cañonera Maipú, don Guillermo Wells, el comisario y otros oficiales del buque, entrarían en un movimiento armado, y que deseaba ponerme en relación con ellos. Aceptó el ofrecimiento y tuve una conferencia con los oficiales referidos en un altillo del Mercado Modelo. Me dijeron que podíamos contar con la Maipú, prescindiendo del jefe.


Honores me ofreció presenta al mayor O´Connor, comandante del Villarino, porque estaba seguro que le era simpática la causa de la Unión Cívica, y la idea revolucionaria. Le di cita en una casa del sur de la ciudad, y antes de que llegara el día indicado, Lira, Pérez, Wells y otros oficiales de marina, me anunciaron que las adhesiones eran numerosas y que convenía tuviese con ellos una conferencia. Les cité para la misma casa donde debía verme con O´Connor, una hora antes. Perfectamente de acuerdo con el mayor O´Connor sobre la campaña política revolucionaria emprendida, llegó la hora en que se aparecieron los demás oficiales y el mayor Lira, experimentando todos una agradable sorpresa y entregándose a efusiones amistosas. Lira y los oficiales que había visto, ignoraban que estuviera O´Connor ni la oficialidad de la Maipú, y éste y los oficiales del buque nombrado, a su vez, no sabían que Lira y los demás oficiales hubiesen entrado en relaciones con la Unión Cívica.


Así es que la sorpresa fue muy agradable para todos; para mí porque veía congregados jefes y oficiales distinguidos de la armada, comprometidos a ponerla al servicio de la revolución; para ellos, porque se confortaron al ver que estaban casi todos en el plan revolucionario. Ya también estaba conseguida la división de torpederas con su 2º jefe por los trabajos de Lira y Pérez. Estaban en el movimiento de la Unión Cívica. El Plata, las torpederas la Paraná, la Patagonia, la Maipú y el Villarino, es decir, estaba la escuadra con la revolución. Les pedí que se pusieran de acuerdo para nombrar los jefes de los buques y de la escuadra y que me comunicaran pronto los nombramientos. Al día siguiente me dijeron que el mayor O´Connor sería el jefe de la escuadra y el mayor Lira el 2º jefe, y quienes mandarían los buques.



Jefes


Después del “meeting” del 13 de abril, encontré un día, por la calle Florida, a los coroneles Julio Figueroa y Mariano Espina, quienes me preguntaron cuál era la actitud que asumía la Unión Cívica en presencia de los escándalos gubernativos, cada día más desvergonzados. Que era necesario preparar el pueblo para un movimiento serio, al que muy probablemente seguiría el ejército, o al menos no hostilizaría. Insistieron en que no mirara al ejército como enemigo del pueblo, siguiendo una creencia general de que el presidente dispondría discrecionalmente de las fuerzas creadas para defender las fronteras y el honor nacional. Tomé la palabra a estos jefes y les dije que estábamos organizando previamente los elementos populares y que en oportunidad solicitaría su concurso.


El general Manuel J. Campos era muy conocido como opositor radical y vehemente al gobierno del doctor Juárez Celman; terminado el meeting del 13 de abril, fue llevado preso por la policía, lo que contribuyó a aumentar su antipatía a los gobernantes. Sabía por el doctor Del Valle que el general Campos era hombre dispuesto para un movimiento subversivo contra Juárez; yo también había hablado, en general, con él de la necesidad de hacer algo serio para salvar el país; pero sin concretar ninguna fórmula, ni menos comunicarle todavía los elementos con que contaba para un movimiento armado contra el gobierno que todos condenábamos.


Pedí al doctor José Juan Araujo que, con la habilidad necesaria, hablara con el general Domingo Viejobueno de política opositora, y según como lo tratara, concertase una entrevista de este jefe conmigo. En seguida me informó que lo había encontrado muy bien dispuesto y que tal día nos veríamos. La conferencia fue breve, porque al momento adhirió a la idea revolucionaria, y entonces le dije que era conveniente tuviésemos una conferencia con el general Campos en casa de éste, en la cual le comunicaría los elementos con que contaba. En seguida hablé con Campos, fijando día para la conferencia con Viejobueno. Allí les expuse todos los elementos con que contaba para el movimiento revolucionario, y meditando con suma seriedad y cautela, pusieron en duda que los oficiales sacaran los cuerpos contra los jefes, dijeron que los oficiales se dejaban llevar con frecuencia por su entusiasmo, y no medían todas las dificultades de una empresa llena de peligros. Conviniendo conmigo que era una base muy sería la que teníamos en el ejército, me aconsejaron que continuásemos los trabajos en los cuerpos y que pusiera la oficialidad en contacto con uno de ellos, con Campos, porque no convenía que se hiciera notable la participación de Viejobueno, Jefe del Parque. Entonces fue cuando dispuse aquella reunión de oficiales en casa del doctor Copmartin, de la cual salió muy satisfecho el general Campos. Vio que la oficialidad era distinguida y que estaba resuelta hasta llegar al sacrificio. Estos dos jefes eran de la misma graduación, generales de brigada; y por la circunstancia del puesto de feje del Parque, tan delicado e importante, que ocupaba Viejobueno, el cual no convenía, bajo ninguna forma, exponernos a perderlo, haciendo intervenir a éste demasiado en los trabajos revolucionarios, y por la extrema miopía que padece este distinguido general, convinieron ellos que Campos tuviera el mando de las fuerzas.


Ya le he dicho que en casa de Ugarriza me puse de acuerdo definitivamente con el coronel Figueroa y cuál fue el valioso contingente que trajo a la revolución el 9º de línea, dos compañías del 4º, y su consejo y ayuda en los trabajos revolucionarios, pues desde entonces formó parte del grupo o junta que preparaba la revolución.


El doctor Del Valle habló con el general de división don Joaquín Viejobueno, quien adhirió al movimiento de la Unión cívica, aunque sin tomar una participación muy directa. Como era general de división, a el correspondía el mando del ejército revolucionario, él lo hubiera obtenido; pero una circunstancia imprevista y que debíamos atenderla con toda necesidad, hizo que, al estallar la revolución, el general Joaquín Viejobueno tuviera que salir de Buenos Aires. Esta circunstancia hizo que continuara en el mando de las fuerzas el general Campos.


Tuve también una entrevista con el general Racedo; este jefe no deseaba tomar parte en el movimiento revolucionario de la capital, sino conseguir uno o más buques de guerra y algunas tropas de línea, para convulsionar el litoral, especialmente Entre ríos, donde tenía elementos populares organizados. No obstante su propósito, influyó con el comandante Ruiz, jefe del 5º para que nos acompañara en la revolución; y con el mismo objeto decidió al comandante Casariego, jefe del batallón de ingenieros, quien no pudo entrar por haber sido preso. Quedó el general Racedo en ver al comandante José García, feje del 9º de línea, pero no pudo hacerlo.


Don Natalio Roldán y yo hicimos ver al capitán Mon, 2º jefe del 9º, con su propio señor padre, para que entrara a la revolución. El cuerpo quedó listo para ponerse en movimiento, hasta con su 2º jefe. Momentos antes de estallar la revolución como a las 3 de la mañana, recién los oficiales del 9º y el mayor Mon informaron al comandante García del plan revolucionario, adhiriendo este jefe al movimiento.


El mayor Bravo, 2º jefe del 5º, me ofreció su concurso, porque le gustaba la causa, y porque sabía que los oficiales estaban en la revolución. Tuve dos conferencias con él, en casa de Miguel Páez. Ya sabíamos que este distinguido jefe había mandado ofrecer sus servicios y que estaba en la revolución desde el principio, según lo aseguraron a su nombre los oficiales del 5º. En los últimos días que precedieron a la revolución, el general Racedo habló con los comandantes Ruiz y Casariego. Como he dicho, ellos aceptaron entrar al movimiento y ofrecieron su espada, pero ya los oficiales de los cuerpos habían abrazado la causa revolucionaria.


Estaban en el plan revolucionario, y me habían prestado su ayuda los coroneles Morales, Irigoyen, comandante Joaquín Montaña, y mayores Vázquez, Carranza, Soler y Drury. Concurrieron al Parque cuando estalló la revolución, los generales Napoleón Uriburu, Eduardo Racedo, los coroneles Mariano Espina, Martín Guerrico y Julio Campos, el comandante López, el comandante Córdoba, mayor Ricardo A. Day y varios jefes más de guardias nacionales y de línea, cuyos nombres no recuerdo en estos momentos, pero que ya son conocidos del pueblo. Las peripecias del distinguido mayor Vázquez, son muy conocidas.



Plan de las Operaciones Militares


La revolución hubo de hacerse de día, y ya estaban tomadas todas las disposiciones para lograr un éxito que yo creí siempre seguro, cuando fue necesario cambiar de hora y de teatro, porque la oficialidad consideraba imposible o muy peligroso el sacar de día algunos cuerpos sublevados de los cuarteles, mucho más cuando habría que tomar medidas violentas contra los jefes si se presentaban a impedir la adhesión del ejército. Yo insistía en que la revolución fuese de día, entre otras razones poderosas que después se dirán, porque así tendría su verdadero carácter popular, debiendo operar primeramente el elemento civil atacando la Casa Rosada y el Congreso y apresando a las autoridades. El ejército vendría entonces en su apoyo.


La revolución estuvo, primero, combinada para hacerla de día a las 3 de la tarde. Tenía tomadas varias casas en puntos estratégicos, y el combate debía librarse en la plaza de Mayo. Se haría una interpelación ruidosa al Ministro de la Guerra, lo que atraería al Congreso al doctor Pellegrini y a los generales Roca y Levalle. Como se trataría de un asunto tan sensacional, el presidente asistiría a su despacho. Así que en la plaza de Mayo estarían todos los personajes que debíamos prender, y estaba toda tan bien combinado que ninguno iba a escapar. Tenía organizados varios grupos populares a rémington.


Estos grupos, distribuidos convenientemente, llevarían, en el momento oportuno, el ataque a la plaza de Mayo. Las divisiones serían mandadas por el coronel Morales, comandante Montaña y Mayor Felipe Vázquez y otros más. El doctor Miguel Goyena representaría a la Junta revolucionaria en el ataque a la casa de Gobierno, y el doctor Mariano Demaría tendría igual representación en la columna que atacara al Congreso. Los cuerpos revolucionarios saldrían de sus cuarteles antes de que el pueblo llevara el ataque a la plaza de Mayo para llegar oportunamente, más que a pelear a presentar armas al pueblo levantado contra un gobierno bochornoso, como sucedió en la revolución del Brasil. Tenía listos diez hombres con buenos caballos para impartir órdenes. El general Campos, yo y demás miembros de la Junta estaríamos en el estudio de Del Valle, casi en la plaza, para dirigir el movimiento en el teatro mismo de los sucesos. Estaba todo tan bien combinado, que creo hubiésemos triunfado, al menos, hubiéramos tomado prisioneros a los hombres que podían organizar la defensa del unicato. La oficialidad, como le he dicho, se opuso al fin a este plan, porque creía muy difícil sublevar, en pleno día, algunos cuerpos revolucionarios.


Después convinimos hacer estallar el movimiento a las 9 de la noche, atrayendo a un teatro, con algún espectáculo extraordinario, o durante las fiestas julias, al presidente y demás hombres que necesitábamos apresar. Tomé casas en las cercanías de la Opera y el Politeama. En la hora convenida, estallaría la revolución, atacando al teatro los grupos civiles; nos apoderaríamos de los personajes aunque se desmayaran las damas con el primer sobresalto, porque en seguida aplaudirían al pueblo .Los cuerpos saldrían oportunamente de sus cuarteles para llegar en el momento preciso, detener la policía y ocupar la ciudad. Pero también desistimos por dificultades para sacar los cuerpos en las primeras horas de la noche, y cuando ya empezaba a vigilarnos mucho la policía. Este plan hubiera dado buenos resultados, aunque era ya más difícil el apresamiento de los personajes, caso de que no fueran.


El plan definitivo de las operaciones militares fue confeccionado en la penúltima reunión que tuvimos con los oficiales representantes de los cuerpos en casa del doctor Castro Sunblad, a la cual asistieron éstos, el general Campos, los coroneles Figueroa e Irigoyen, el doctor Del Valle y yo. En la subsiguiente y última conferencia se comunicó el día que debía estallar la revolución. El plan era el siguiente: a las 4 de la mañana saldrían los cuerpos de sus cuarteles marchando en seguida con rapidez al Parque, lugar de reunión de todos nuestros elementos. Reunidas las fuerzas revolucionarias en la plaza del Parque, inmediatamente se desprenderían dos columnas compuestas de infantería y artillería; una de ellas llevaría el ataque a la Policía Central, donde estaba el cuerpo de bomberos y vigilantes escogidos, si no se entregaban, se les batiría. La otra columna atacaría en sus cuarteles a los cuerpos de línea afectos al gobierno, intimándoles rendición, o batiéndolos en seguida, si no se sometían. Ambas columnas de ataque, debían obrar con suma rapidez y energía, porque de su éxito dependía el apoderarnos de la ciudad, después de batir las fuerzas enemigas. El Parque sería defendido por alguna infantería de línea, artillería y los cívicos, con lo que se creyó suficiente para resistir un ataque posible.


Una vez tomada la policía y rendidas o dispersadas las fuerzas gubernistas, debíamos ocupar inmediatamente la casa de Gobierno, el telégrafo, las estaciones de ferrocarriles y todas las posiciones estratégicas; en una palabra dominar toda la ciudad.


Posesionados así de la capital de la República, partirían en seguida a Córdoba y al Rosario algunos cuerpos de línea para favorecer las revoluciones de las provincias.


La escuadra, cuando observara las señales convenidas, haría algunos disparos de cañón sobre el cuartel de Retiro y sobre la plaza de Mayo y casa de Gobierno, debiendo cesar su fuego por señales igualmente convenidas. Este plan no se modificó hasta el 26 de julio en el Parque por indicaciones del general Campos, como verá usted más adelante.


La prisión de los doctores Juárez y Pellegrini y de los coroneles Roca y Levalle nos había preocupado mucho, creyéndola de gran importancia. Se trataba de impedir que los dos primeros organizaran la contrarrevolución en la capital o en las ponencias. Valiéndose de su título legal, que el ministro de la Guerra usara su influencia en la guarnición de la Capital, y que el general Roca moviera sus adeptos del interior y dispusiera de sus elementos en el ejército.


Cuando se iba a hacer de día la revolución, yo había tomado todas las medidas para la aprehensión de estos hombres, y garantía a los miembros de la Junta, que serían ellos tomados en la casa de Gobierno y en el Congreso. Pero cuando se decidió hacer estallar el movimiento a las cuatro de la mañana (de noche todavía), hice presente a la Junta, en la penúltima reunión referida, todas las serias dificultades que imposibilitaban la prisión de esos señores. Les dije: que no había podido encontrar ninguna casa cercana a la del Presidente y del Vice, que la casa de Juárez era una fortaleza, cuidada por fuerza armada a rémington en la comisaría del lado, y que en la misma casa había fuerzas de la prefectura, igualmente armadas y bien municionadas, que la policía vigilaba constantemente los alrededores de esa casa, no permitiendo que nadie se detuviera por allí, ni dejaba pasar grupos, y arrestaba a quien suponía sospechoso, que en tal situación sólo con fuerzas disciplinadas y tomando lugares estratégicos, podría tomarse dicha casa, después de pelea reñida, que era imposible apostar gente en las cercanías para que atacaran en el momento oportuno, que si nos esforzábamos en llevar un ataque a la referida casa, corríamos el peligro que se descubriera el movimiento y las fuerzas gubernistas nos atacaran en el acto, dificultando la marcha de nuestros cuerpos, que en presencia de estos inconvenientes insalvables, creía preferible no ocuparnos en el primer momento de estos hombres, dominar rápidamente la ciudad según el plan adoptado, y en seguida, tomarlos en sus casas o donde se hubieran ocultado. En cuando a las prisiones de los generales Roca y Levalle, les hice presente la desconfianza que tenía en que pequeños grupos aislados pudieran apresarlos; pero que, a pesar de esto, tenía tomadas casas en lugares convenientes donde podrían ocultarse los hombres encargados de esa misión tan delicada, para obrar en el momento oportuno. Recuerdo que llegué a decir a los miembros de la Junta respecto de la prisión de estos cuatro personajes:” Si la revolución se hace de noche, no respondo de ninguna prisión. Asaltar de noche con pequeños grupos aislados cuatro domicilios, de los cuales algunos eran fortalezas, echando puertas abajo, con una vigilancia y una policía como la que teníamos, era punto menos que imposible para obtener buen resultado. Acaso sólo hubiéramos conseguido producir la alarma, despertar al enemigo y entorpecer la marcha y el movimiento de nuestras fuerzas”.


Pesando los miembros de la Junta las consideraciones que les hice, dijeron: “poco importa que no sean aprehendidos en el primer momento, pues, dueños de la ciudad, en seguida los tomaremos; en todo caso, agregaron, aun cuando viniera la guerra civil por escapar alguno de estos personajes, ella es preferible a la situación vergonzosa en que vivimos”. Respecto del doctor Pellegrini, se consideró, últimamente, que como quedando en libertad Juárez, el no ejercía la presidencia de la República, y sólo quedaba el hombre, si no había posibilidad de encontrar casa, se dejara de lado. Quedó convenido entonces, en la Junta revolucionaria, que era imposible contar con seguridad con las prisiones, y que se hiciera lo posible para arrestar, cuando menos, a los generales Roca y Levalle, por las razones indicadas.


Se consiguió tomar casas próximas a los edificios de estos jefes, para que allí se apostaran los grupos cívicos, que debían prenderlos.


Ordené a Fermín Rodríguez que transmitiera las siguientes instrucciones a los jefes de esos grupos: Si dadas las cuatro de la mañana del día 26 de julio, o en el momento en que hubieran sentido la revolución, salían de sus casas los generales Roca y Levalle, los prendieran inmediatamente, conduciéndolos al Parque en seguida; si abrían las puertas de sus casas, que penetraran en ellas para arrestarlos y conducirlos luego al lugar indicado. Sólo que los jefes resistieran con armas, harían uso de las suyas para rendirlos.


Estas fueron las instrucciones terminantes que ordené a Rodríguez trasmitiera a los jefes de esos grupos. ¿Porqué Roca y Levalle no fueron presos? Lo ignoro. No dije una palabra de que esperaran para obrar la señal de un cañonazo, o que se retirara el vigilante de la esquina. Todo ello es una solemne mentira, pues fácilmente se comprende que hubiera sido verdadera insensatez despertar al enemigo con cañonazos al aire.


Esto es cuanto ha pasado respecto de las prisiones de los jefes referidos, y de los doctores Juárez y Pellegrini, repitiendo que no se han tenido en cuenta en el plan concertado para llevar el ataque al enemigo en los primeros momentos, y que con ellas y sin ellas, el ataque estaba resuelto.


Los comisarios tenían orden del jefe de policía de reconcentrarse al Departamento cuando sintieran movimientos subversivos. El jefe les había trasmitido esta orden reservadísima: es inminente que estalle, de un momento a otro, una revolución; cuando Ud. la sienta, se reconcentrará al Departamento sin pérdida de tiempo, arreando los caballos y trayendo los vehículos que encuentre en su marcha. En el lugar de la reconcentración, se pondrá Ud. a las órdenes del infrascrito, o de quien le presente una orden firmada por mí, y si no se le presenta esta orden, obrará según su criterio. Guarde Ud. la más estricta reserva del contenido de esta comunicación, no debiendo hablar palabra de ello, ni a los empleados de mayor confianza, ni a sus propios colegas.


Yo tuve copia de esta orden, tan luego como se dictó.


El Ministerio de la Guerra había hecho levantar un plano, recomendando la mayor reserva, para saber con exactitud cuál era el menor tiempo, con indicación de cales a recorrer, que necesitaría cada cuerpo de la guarnición para llegar desde su cuartel a la plaza de Mayo. También tenía yo copia de este plano. Por esta medida deduje que los jefes de los cuerpos de la guarnición habían recibido orden de reconcentrarse a la plaza de Mayo, cuando sintieran la revolución.


La escuadra debía proceder cuando se le hicieran del parque las señas convenidas, que eran tirar cohetes y globos. El doctor Miguel Goyena era el encargado de esta operación, me consta que valiéndose del doctor Liliedal hizo llevar al Parque los cohetes y las bombas, las cuales se tiraron y fueron vistas del Andes ( aquel no estaba todavía en la revolución) y de la Maipú. La nave capitana estaba lejos, y por eso no pudo ver las señas.


La acción de la escuadra era de poca eficacia para el movimiento revolucionario de la capital, y tan poca importancia le dieron los miembros de la Junta, que cuando les informé de que contaba con la Escuadra, no le reconocieron influencia material inmediata. La participación de la escuadra, aún cuando para las operaciones militares de la capital no nos fuera tan útil, era de gran efecto moral, dominaría el puerto y los ríos, podría impedir la venida de tropas del interior, la escapada de Juárez y Pellegrini por agua, y servirnos para conducir expediciones militares al litoral. Pero no se le asignó papel de importancia en el movimiento revolucionario de la capital. Se le ordenó que efectuara algunos disparos al cuartel del Retiro, donde había un cuerpo del gobierno, y otros a la plaza de Mayo, casa de gobierno y bajo de la Aduana, porque se calculaba que en alguna de las dos plazas se concentrarían los cuerpos del gobierno, si escapaban al ataque que debíamos llevarles a sus cuarteles, y porque cerca de la Aduana estaba un cuerpo enemigo. Pero no debía hacer estos cañonazos, sino cuando se hicieran las señales convenidas, porque podrían ser innecesarios para nuestras operaciones y perjudiciales para el vecindario.


Ya ve usted que poca participación debía tomar la escuadra en el movimiento militar revolucionario de tierra, y cómo el plan de guerra de la ciudad, no podía ni debía jamás esperar que la escuadra rompiera las hostilidades contra las fuerzas del gobierno, pues debían ser batidas en detalle sin dejarlas reconcentrar.


Yo concurría al Parque de tres a cuatro de la mañana del 26 de julio, y allí debían ir trescientos o cuatrocientos hombres decididos; lo cual se ejecutó con la exactitud y destreza que exigía una cita revolucionaria de honor en medio de una activa vigilancia policial. Resuelta la revolución de noche, las organizaciones o agrupaciones civiles quedaron sin misión inmediata, debiendo concurrir al Parque en los primeros momentos, como efectivamente concurrieron.


Unas agrupaciones populares debían ayudar la salida de los cuerpos y prender a los jefes si se presentaban, otras estarían listas para acudir al Parque cuando aclarase el día. No quisimos ensanchar mucho las agrupaciones de civiles, por el peligro de confiar a tantos el secreto revolucionario, y exponerlo a posibles indiscreciones. El movimiento principal y eficaz debían realizarlo los cuerpos comprometidos, que obedecían como máquina a sus oficiales, y estos, por discreción y porque les iba la vida, guardarían la mayor reserva de todo.


Es falso que la Junta revolucionaria hubiese resuelto que se cortaran los hilos telegráficos y que se interceptaran las líneas férreas. Lejos de eso, como la ejecución del plan militar nos haría dueños de la ciudad inmediatamente, de las estaciones de ferrocarriles y oficinas telegráficas, lejos de pensarse en interrumpirlas, se dispuso que no se obstruyeran para comunicarnos en seguida con las provincias, y poder enviar las expediciones militares referidas antes. Yo tenía organizado un cuerpo de telegrafistas y empleados competentes, bajo la dirección del ingeniero Krausse, para tomar inmediatamente la administración de esas oficinas y hacerlas servir a los fines revolucionarios; sin embargo en los últimos momentos se ordenó cortar el telégrafo. Tan creíamos dominar la ciudad en los primeros momentos y expedicionar a las provincias, que el coronel Irigoyen fue ya listo para dirigir la primera expedición al interior.


El gobierno revolucionario fue designado por la Junta en una de las reuniones que procedieron a la revolución. La Junta, por mayoría, me designó para presidente, a Demaría para vice-presidente, y a los doctores Goyena, Lastra, Torrent y general Joaquín Viejobueno, para ocupar los cinco ministerios del gobierno provisorio. El doctor Costa fue designado primero para el ministerio del Interior, pero no aceptó. El doctor Tedín fue designado para Justicia y sustituido después por su parentesco con el doctor Zavalía.


En vísperas de la revolución, para atender como era debido tantos detalles importantes, el doctor Del Valle se hizo cargo de todo lo que se refería a la Escuadra. Yo tenía que estar en todo, y verlo todo, recorrer la ciudad de un extremo a otro, bajo una vigilancia policial más fastidiosa que hábil; atender y allanar cuantos inconvenientes se presentaban, cuidad de la organización civil y de los cuerpos comprometidos.


Si la repartición policial me seguía los pasos fastidiándome muchas veces, no por su habilidad, sino por la grosería del espionaje, yo, a mi vez, sabía cuanto pasaba en esa repartición, sin el aparato del espionaje. La policía me seguía sin descanso. Yo la despistaba, cambiando tres o cuatro veces de carruaje en cada viaje comprometedor, dejando el coche lejos de la casa donde iba. Entraba último a las reuniones de jefes y oficiales, que iban de particular, y salía primero que todos. Algunos agentes que llegaban en su pesquisa hasta la casa donde había entrado, me seguían cuando me retiraba, hasta que iba a dormir, sin vigilar los que pudieran quedar en la casa de donde venía. Los conjurados entraban de a uno o de a dos, y se retiraban lo mismo cada cuarto o media hora. El día que iba a la cita más peligrosa, salía en carruaje con mi familia a paseo; en lugar conveniente tomaba otro coche y me dirigía al lugar de la entrevista. Los agentes se alejaban desde que me veían salir con mi familia; y si había alguno demasiado tenaz, yo sabía burlarlo hasta que los despistaba completamente.


La policía tenía conocimiento de la organización de los grupos civiles; yo fomentaba mucho esas agrupaciones, para desviar la vigilancia policial de los cuerpos de línea, porque consideraba que las tropas veteranas que habían entrado en la revolución eran suficientes para dominar la ciudad, aunque los grupos civiles no acudieran bien organizados en el primer momento. Los gubernistas contaban en los cuerpos de línea, porque tenían mucha seguridad en los jefes, y cuando llegaron a desconfiar de éstos, ejercieron vigilancia en los cuarteles, especialmente para observar a los mismos jefes. De los oficiales no se cuidaban, porque creían tener el cuerpo segurísimo, desde que el jefe pertenecía en cuerpo y alma a la situación; aparte de que los oficiales conspiradores eran muy cautos en su proceder y en sus conversaciones.


El inmenso personal de policía no descubrió nada de la organización militar de la revolución, a pesar de la traición de Palma, visto en mala hora sin mi opinión y sin mi conocimiento; la capital estaba en plena tranquilidad, y los vigilantes en sus puestos acostumbrados, como si no se moviera un solo hombre en son de guerra, cuando llegó a la plaza central del Parque una división de mil trescientos hombres de línea, con un regimiento de artillería. Los rondines policiales y los vigilantes encontrados por los cuerpos que venían al Parque eran desarmados y conducidos en calidad de prisioneros.


El doctor H. Irigoyen, de acuerdo con la Junta, cambió ideas con varios funcionarios de policía que le merecían confianza de conducirse con honor, aceptaran o no el movimiento, dirigiéndose especialmente al cuerpo de Bomberos, que podía ser más útil, y como es notorio, entre esos funcionarios figuraban los distinguidos capitanes Bullinós, Algañaráz y teniente Dalmedo, que tan noblemente cumplieron su deber. La acción de estos elementos no fue eficaz por el cambio de plan de las operaciones militares. Yo no quise hacer trabajos revolucionarios en esa repartición, porque tenía desconfianza de los empleados policiales, en general. Consideraba suficiente el pueblo, toda la artillería que estaba en la capital, la mayor parte de la infantería, y la Escuadra. Aparte de todos estos elementos, nosotros teníamos la elección de hora para atacar, lo que equivalía a poderlos sorprender cuando quisiéramos, como efectivamente sucedió. Cuando se hubo de hacer estallar de día la revolución, se comprendió la necesidad de una divisa que no pudieran usar fácilmente los gubernistas, y cuyos colores no se confundiesen con los de una bandera extranjera; se adoptó el blanco, verde y rosa. A Fermín Rodríguez encargué de este trabajo delicado, y él, según me dijo, hizo confeccionar las divisas por su propia señora. Una vez que se resolvió hacer de noche la revolución, fue necesario proveernos de faroles de colores combinados, para reconocernos y evitar un choque entre nuestras propias fuerzas. Oportunamente se ordenó el reparto de esos faroles a los cuerpos y si algunos no los trajeron al Parque, será porque, en la confusión quedaron olvidados en los cuarteles. Yo tenía como trescientas carabinas rémington con buena dotación de municiones, proporcionalmente distribuidas en puntos estratégicos y de allí eran cambiados a otros cuando se alteraba el plan del movimiento, valiéndome para estas operaciones peligrosas del doctor Liliedal y de Fermín Rodríguez. La policía no los descubrió jamás, a pesar de sus innumerables agentes y de las arbitrariedades que cometían.



Recapitulación de los trabajos revolucionarios


Ahí tiene usted expuestos, a grandes rasgos, los trabajos revolucionarios, los elementos con que nos lanzamos a la lucha armada, y el plan de campaña militar adoptado por la Junta, con el que creíamos contar seguramente, y por mi parte sigo creyendo que si se hubiera ejecutado tal como se acordó, la victoria habría sido nuestra, pero, como se verá más adelante, el cambio radical de estrategia, en el momento supremo, al llegar la columna revolucionaria al Parque, fue la causa verdadera del fracaso del movimiento armado.


Como usted ha podido observar, me han ayudado eficazmente para preparar esta grande y justísimo revolución, los caballeros que componían la Junta revolucionaria, siendo el doctor Mariano Demaría, el doctor Aristóbulo Del Valle y yo, los primeros que resolvimos preparar un movimiento armado, los miembros de la Junta Ejecutiva de la Unión Cívica, casi en su totalidad, el doctor Liliedal, señores Natalio Roldán, doctor Martín M. Torino, ángel Ugarriza, Albano Honores, los jefes y oficiales del Ejército y de la Escuadra, cuyos nombres omito porque ya le he designados muchos y porque no tengo memoria de todos, y sentiría incurrir en alguna omisión que fuese mal interpretada, y porque ya son todos conocidos por los partes oficiales y publicaciones hechas. Estoy plenamente satisfecho de casi todos los que han tomado parte en esta revolución, he contemplado con gusto la unión de la juventud civil y militar con los hombres prestigiosos, con jefes distinguidos y con el pueblo en defensa de una causa justa y eminentemente patriótica; todos han sabido cumplir dignamente con el supremo deber. No solamente se han portado bien en el momento de la lucha, sino que he admirado su temple moral, cuando inmediatamente después de la capitulación, todos reaccionaron y me ofrecieron su concurso para derribar al juarismo con una segunda sacudida revolucionaria, más enérgica y dirigida con mayor experiencia de los hombres y de las cosas; usted recordará que estaba adelantada la reparación del segundo movimiento, cuando la renuncia de Juárez vino a desarmarlo. Es allí donde se prueba el temple de los hombres, en el infortunio, en el desastre más lamentable de una revolución que tenía elementos sobrados para triunfar. Le repito, estoy muy satisfecho de los revolucionarios de julio, son ciudadanos dignos de merecer un buen gobierno, y ellos lo exigirán y lo obtendrán.


Cuando la traición de Palma y la salida del 1º de línea hicieron postergar el movimiento revolucionario, tuve que hacer frente con serena energía a las impaciencias de los unos, a las protestas amargas de los otros, al desagrado general, y a este aviso que comprometía seriamente la causa de la Unión Cívica, que los grupos de oficiales, y especialmente los de artillería, retiraban su compromiso. Tenía la seguridad de que íbamos a un descalabro seguro si cedía a las exigencias obstinadas de los impacientes, porque yo abarcaba todo el campo de acción, tenía en mis manos todos los hilos, conocía los movimientos y las fuerzas del gobierno, el estado exacto de nuestras tropas, y todo esto lo miraba con la seria frialdad de un hombres maduro, que siente sobre sus hombres el peso inmenso de todas las responsabilidad de un movimiento revolucionario. Los jóvenes impacientes miraban y conocían sólo una fase de los acontecimientos, y crean que el valor, el arrojo y el entusiasmo todo lo vencen y lo dominan. Pero esta lucha que tenía con mis propios amigos en cada postergación, aún cuando me fatigaba y me obligó, más de una vez, a imponer mi autoridad del presidente de la Unión Cívica, y el jefe de la revolución, me animaba mucho, porque me hacía ver hasta que extremo estaba decidida a la acción la juventud civil y militar.


Recuerdo que en una de esas ocasiones los miembros jóvenes de la Junta Ejecutiva me interpelaron formalmente por la demora en el movimiento y porque no les daba más intervención en los trabajos revolucionarios, conseguí aplacarlos y quedaron satisfechos. En seguida viene el teniente Pintos a pedirme, a nombre de los oficiales de los cuerpos, que precipitara el movimiento revolucionario, porque, de no hacerlo así, ellos retiraban su compromiso, no me afectó tanto la amenaza, sino la pasión exigente con que Pintos me hablaba. Yo bien presumía que la amenaza no era más que una estratagema para hacernos obrar pronto; pues aquella juventud patriótica creía que, si no se precipitaba el movimiento, ellos no tendrían tal vez la gloria y el honor de ayudarla con la eficacia que podían hacerlo desde los cuerpos. Tranquilizado parcialmente Pintos, todavía me restaba entrevistarme con el capitán Roldán en casa de su señor padre, y tendría que hacer desistir de su retiro de la revolución a la oficialidad de artillería. En esto llega al comité el mayor Drury a rogarme casi con desesperación que nos echáramos a la calle en son de guerra, pues tenía la seguridad que los cuerpos de la guarnición nos secundarían; hablé algo con este amigo, y luego pedí a Montaña que concluyera de apaciguarlo.


Por la noche me notificó el capitán Roldán que los oficiales de artillería, del valiente 1º de artillería, se retiraban de la causa revolucionaria, por la demora y por la última postergación. Empiezo a argumentarle cariñosamente en esta forma: “¿Ustedes no son patriotas, entonces? ¿Quieren que la revolución estalle sin pies ni cabeza? ¿Qué haga sacrificar estérilmente tantas nobles vidas en una pelea descabellada? ¿Se imaginan que yo postergo la revolución por temor o por capricho? ¿No ven que hay fuerza mayor que se opone? ¿Que tal vez se haga el pronunciamiento antes de una semana? Pareciera que ustedes todo lo hacen depender de un instante, como si no pudiera tal vez triunfar con más seguridad en otro momento. Convengamos, capitán, en que los oficiales iniciadores, lo que quieren es el honor de la iniciativa militar que ha organizado las fuerzas de línea nuestras, aunque sea un sacrificio estéril, y esto no es lo que la patria exige de sus hijos. Me parece, agregué, que ustedes no piensan separase de la causa del pueblo, sino hacer presión sobre mi ánimo para que precipite el movimiento, lo cual no conseguirán, pues bajo mi dirección la revolución no estallará sino cuando tenga casi la seguridad del triunfo; lo demás es impaciencia peligrosa, que nos expone a grandes sacrificios estériles, a retrogradar nuestra causa de principios y a consolidar en el poder a los mercaderes que nos proponemos derribar. “Conmovido y llenando de alegría a su noble padre, me interrumpió: “No nos separaremos de usted, doctor, efectivamente, queríamos precipitar los sucesos, creyendo que se postergaba el estallido por negligencia o por desconfianza en los cuerpos. Estoy seguro que los oficiales de artillería seguirán la causa del pueblo, como la sigo yo desde ya”. Al día siguiente me comunicó que todos los oficiales de su regimiento seguían la revolución.


El espíritu revolucionario era poderoso, hasta la tropa de los cuerpos estaba entusiasta por la causa del pueblo. Sin que ningún oficial hubiera comunicado nada a los soldados, éstos sabían que se conspiraba contra el gobierno; les gustaba la causa, y se entusiasmaban leyendo con placer los diarios opositores más radicales, que compraban con su propio dinero y oían luego al lector en círculo. Este espíritu revolucionario estaba en el ejército, en la policía, en el comercio, en las clases conservadoras, en los centros sociales, en la capital, en las provincias, animaba a los viejos, a los jóvenes, y hasta a las mujeres y a los niños. Todo clamaba por que se derribara con las armas el infame unicato.


Ya conoce usted estos trabajos revolucionarios, cuya historia completa requiere un grueso volumen. Por ellos la causa de la revolución contó con el pueblo, que pronto iba a revelar su entereza para el combate; con el regimiento 1º de artillería de línea; con los batallones 1º (en viaje al Chaco), 5º, 9º y 10º,Ingenieros, dos compañías del 4º, los cadetes mayores del Colegio Militar; y con casi toda la escuadra nacional. Quedaban en contra, a favor del Gobierno, el 6º y 11º de caballería, el 4º, 6º, 8º, 2º de infantería, cuerpo de Bomberos y la Policía, que contaba con 3.080 vigilantes, muchos de pelea aunque dispersos en las comisarías. Nos pareció en la Junta que, como nosotros teníamos que llevar el ataque cuando lo juzgáramos oportuno, era también otra ventaja el poder sorprender al enemigo, porque, así inutilizaríamos muchas fuerzas adversas batiéndolas en detalle y de sorpresa. Hecho el balance de las fuerzas revolucionarías y gubernistas, no vacilamos en considerar bastante seguro el triunfo, y nos lanzamos a la revolución.


En política el movimiento revolucionario iba a ser radical; ningún mal funcionario del tiempo de Juárez quedaría en su puesto conspirando contra el bienestar público. La capital, la nación y las provincias experimentarían ese cambio benéfico, en todas las ramas administrativas, y el Congreso y las Legislaturas de los Estados serían compuestos por verdaderos y genuinos representantes del pueblo. El juarismo había envenenado todo nuestro ambiente y era necesario un huracán para purificar esa atmósfera que nos rodeaba, que nos asfixiaba, que nos envilecía. Era el momento supremo en que la entereza argentina nos ponía de pie y nos mandaba a derribar a cañonazos un régimen de opresión y de vergüenza. La revolución iba a implantar en las esferas del gobierno el imperio de todas aquellas reglas fundamentales que hacen el bienestar de los pueblos civilizados y la grandeza de las naciones; la revolución iba a realizar en todas sus partes el programa de la Unión Cívica, y créame qué al frente del gobierno provisorio habría tenido, la fuerza de ánimo suficiente para cumplir con mí deber gobernando con arreglo a ese programa y a nuestras leyes.



Cambio de Plan Militar el 26 de Julio


La mañana del 26 de julio estaba impaciente en el Parque por la demora de la columna donde debía venir la artillería, pues ignoraba si habrían, sobrevenido serias dificultades o si, el enemigo hubiese atacado la columna. Recordé que el 11 de caballería vigilaba con mucha prevención al 9º, y que tal vez hubiese impedido su salida o se habrían trabado en combate. Sabía qué en la comisaría de Smith estaban más de cien hombres, elegidos, con caballos listos, para vigilar la artillería. En semejante expectativa, envié a mi ayudante Ricardo Oliver a que pasase por el cuartel del 10º, se fijara si estaban allí el batallón, y luego observara si se sentía la marcha de la columna que esperaba, pues como venía la artillería, se haría sentir desde gran distancia. Volvió Oliver y me informó que no estaba el 10º en su cuartel, y que se sentía rumores como de marcha de la columna esperada, en dirección de la Recoleta.


Aquellos eran momentos de solemne expectativa y de verdadera ansiedad. Podía descubrirnos y sorprendernos la policía. ¿Cuál era la suerte de nuestros batallones? ¿Habrían salido felizmente a la hora señalada? El reloj estaba en la mano a cada momento. El coronel Irigoyen, que había bajado para observar los alrededores, nos anunció poco antes de las cinco, que el 5º e Ingenieros llegaban al Parque. El 5º venía con un gran grupo de civiles organizados por Torino y Honores, y encabezados por éstos y el teniente Bravo.


Al poco rato, al aclarar, llegó la columna revolucionaria a la plaza del Parque, después de una marcha sin ningún inconveniente, pues ni el 11º había agredido al 9º, que salió del cuartel muy temprano para el ejercicio de tiro, ni la artillería había sido atacada por nadie. Los cadetes del Colegio Militar salieron sin ser sentidos.


Cuando llegó la columna con la artillería el Parque estaba ya defendido por el 5º, el cuerpo de Ingenieros, sacado por el teniente Ruiz Díaz, una compañía del 4º mandada por el capitán Calandra, que vino de la Casa de Gobierno, y además como cuatrocientos cívicos arriba de la azotea. Todos bien armados, municionados y listos para el combate.


La llegada de la columna del norte y cerca de la cual habían sido disputados los doctores Del Valle, López e Irigoyen, al mando del general Campos, nos llenó de satisfacción, pues a pesar. de los inconvenientes habían salido con felicidad de los cuarteles los cuerpos, y llegaban al punto de reunión sin haber hecho un tiro. Igual suerte habían tenido las demás fuerzas que estaban en el Parque. Todo me revelaba que habíamos sorprendido completamente al enemigo, que tal vez no se había apercibido del movimiento revolucionario, y en esta creencia me confirmó la circunstancia de que las fuerzas nuestras desarmaron y trajeron como prisioneros a los vigilantes y rondines policiales que encontraron en la marcha. El comandante Ramón Falcón, que estaba autorizado para representar al jefe de policía y tomar el mando de los vigilantes, caso de no encontrarse el jefe en la Central, si llegaba a estallar un movimiento revolucionario, sintiendo algún rumor extraño se presentó al Parque a tomar el mando de las fuerzas que lo guarnecían. Se le dijo que sé aceptaría sus servicios si venía a plegarse a la revolución contra Juárez, y como protestara contra la invitación, pasó preso y desarmado a una pieza interior. Esto me demostraba que el movimiento se hacía con toda suerte, y que en una o dos horas más dominaríamos toda ciudad, ejecutando el plan de campaña aprobado por la Junta anteriormente.


La primera parte del plan revolucionario, aquella que ofrecía serias dificultades y peligros que tal vez hicieran fracasar el movimiento, se había ejecutado matemáticamente y con toda felicidad. Quedaba el segundo y supremo esfuerzo, esto era, atacar inmediatamente al enemigo en la Policía y en sus cuarteles, batiéndolos en detalle y quizá por sorpresa. Veía entonces muy seguro el éxito de la revolución. Gritos de alegría partieron de todos lados cuando llegó la columna al mando del general Campos y en verdad que había sobrada razón para alegrarse.


Salí a recibir al general Campos cuando enfrentó la puerta del Parque, y una vez que me informó del movimiento ejecutado con suerte y acierto, le dije que correspondía ahora llevar al instante el ataque al enemigo, cumpliendo el plan aprobado, El general Campos me hizo las siguientes objeciones. Que era necesario que los cuerpos entre sí se conocieran, y se estableciese la verdadera solidaridad entre esos cuerpos. Que hasta podían comer algo allí las tropas. Que ciertas informaciones lo autorizaban a suponer, muy fundadamente, que el 4º y el 6º de infantería de línea, se someterían a la revolución si se les pasaba una intimación enérgica y patriótica. Que ignoraba el lugar donde se encontrarían en ese momento las tropas fieles al gobierno, y temía que si enviaba columnas del ejército, revolucionario en su persecución, fuesen, atacadas por retaguardia y batidas. Que tal vez las fuerzas que se desprendieran del Parque, viéndose aisladas, se desbandasen, aumentando estos temores la circunstancia de hallarse varios cuerpos sin sus jefes. Que, creía que las tropas del gobierno se pasaran en seguida a la revolución, o que muy en breve se les podría rendir fácilmente, evitándose efusión de sangre. Que esperáramos que contestasen a la intimación que me pidió les pasara a los jefes de cuerpos y al jefe de policía. Que si no se entregaban pronto, los haría pedazos con los elementos de que disponíamos. No me preguntó absolutamente nada de la prisión de Roca y Levalle; ni fundó sus objeciones a seguir el plan trazado, en esa circunstancia de la falta de prisión de los generales referidos.


Yo asentí a las modificaciones del plan militar revolucionario, que en aquel momento supremo, me hizo el general de nuestro ejército, invocando la serie de argumentos referidos y otros por el estilo; y en consecuencia envié las intimaciones a los jefes de cuerpos de gobierno y el jefe de policía. Reconozco que fue un error de graves consecuencias, el haber aceptado yo estas modificaciones al plan militar combinado con todo acierto de antemano; pero como se trataba de operaciones de guerra, a las que el general del Ejército ponía tantas objeciones terminé por ceder. Para mí, el fracaso de la revolución consistió en no haberse ejecutado él plan militar hecho por la Junta Revolucionaria. Comprendiendo ahora la inmensa trascendencia que tuvo esa modificación del plan referido, veo que debí someter a una junta de guerra esa modificación tan radical del movimiento revolucionario, y no aceptar yo solo semejante responsabilidad. Por el cambio de plan, de dueños de la ciudad que debíamos ser tan luego como llegaran las fuerzas al Parque y, atacaran inmediatamente a la policía y las tropas gubernistas, apenas dominamos la plaza del Parque y sus adyacencias, dejando la ciudad en poder del enemigo, que reaccionó en seguida de la sorpresa y nos llevó el ataque, sitiándonos más tarde. Lamento que los jefes subalternos no me reclamaran del cambio ni me pidieran junta de guerra. Después he sabido que reclamaban a Campos la ejecución del plan, y él les contestaba como a mí, que pronto iba a llevar el ataque decisivo. Entiendo que igual contestación dio a otros miembros de la junta que aisladamente le interrogaron.


Las fuerzas del gobierno nos atacaron de 8 1/2 a 9 de la mañana, habiéndoseles dejado más de dos horas, a causa de las modificaciones del plan propuestas por el general Campos; nos atacaron formando línea de cantones ocupados por vigilantes, y nosotros hicimos otro tanto, quedando ya reducida la revolución a defenderse en el Parque y sus inmediaciones.


Empezó el fuego bastante fuerte, y yo creía que sería el combate decisivo, porque no conocía las líneas militares. No hablé con el general Campos en las primeras horas del combate; después me dijo que el combate iba bien; que pronto concluiría la batalla, porque tenía dominado al enemigo. Así se perdió el 26 hasta que al anochecer cesó el fuego de ambas líneas. El 26 a la noche, observé que entraban al Parque nuestras fuerzas de artillería, mejor dicho, me lo hizo observar el coronel Espina, y preguntándole al general Campos la causa de esta operación, me contestó que tenía fundados motivos para creer de que al amanecer las fuerzas del gobierno traerían un ataque decisivo, que deseaba facilitarles el ataque retirando las fuerzas y que con igual propósito había hecho retirar las fuerzas avanzadas.


Creía que encajonado el enemigo en una calle o en una plaza, le sería fácil combatirlo. Pareciéndome raro el plan, le observé que juzgaba inconveniente el retiro de las piezas; pero él me replicó: "Déjeme, doctor, facilitarles el ataque, y verá cómo, en cuanto se encajonen los hago pedazos". Durante el 26 y en la misma noche estaba seguro que si el enemigo nos traía un ataque decisivo, la victoria sería nuestra; por esto no hice más objeciones al general, sobre la reconcentración de la artillería dentro del Parque.


Como yo no recorría las líneas militares, ignoro por qué no avanzaban rápidamente nuestras tropas cuando el enemigo retrocedía o era batido. Los informes que recibíamos del general Campos eran muy buenos. Creo que no se tomó el Arsenal porque en el Parque debía haber 560.000 tiros, y porque no se dominó ampliamente la ciudad, como estaba convenido en el plan hecho por la Junta, para lo cual había suficientes municiones en el Parque.



Falta de Municiones


Según los informes que tenía la junta, en el Parque debían existir 560.000 tiros de rémington.


El domingo 27 empezó el combate muy temprano, con un ataque que nos trajo el enemigo. Un fuego vivísimo se continuó en las primeras horas. En un principio yo creí que traerían el asalto de que había hablado el general Campos la noche del 26, y que todo concluiría pronto; pero me desagradó el que se prolongara el fuego tan nutrido hasta cerca de las diez de la mañana.


Ese mismo día me dijo el general Campos que tenía que comunicar a la Junta algo muy grave. Acabo de saber, nos dijo, que estamos sin municiones; que las que hay sólo alcanzarán para sostener el fuego a la defensiva apenas durante dos horas, y si quisiéramos avanzar no tendríamos más que para cincuenta minutos de combate. Pregunté: ¿Qué municiones tendremos? Habrá como de 35 a 40.000 tiros, me contestó, que se acabarán en ese tiempo de fuego. ¿Cuántas se han gastado?, volví a preguntarle. Como de 120 a 130.000 tiros ayer y lo que va hasta ahora. ¿Pero, le dije, no había en el Parque 560.000 tiros? Según informes del general Viejobueno me repuso habría esa cantidad; pero según me acaba de informar el señor Pedro Sequeiros, encargado de los depósitos del Parque, resulta que sólo existían 200.000 tiros.


Al momento vi que era una falta grave en un jefe militar que no hubiera verificado los elementos de guerra cuando llegó al Parque, pero no quise hacerle recriminaciones en ese momento supremo de rudo batallar (porque el fuego de fusilería y cañón seguía con mucha violencia). Tratamos en la Junta de llevar un ataque definitivo al enemigo, entonces, cuando teníamos diezmadas sus fuerzas y carecía de artillería; pero el general Campos insistió en que semejante ataque sería infructuoso, porque, a lo mejor, se acabarían las municiones, habiéndose conseguido tan sólo un derramamiento de sangre inútilmente. No hagamos, nos dijo, derramar sangre estérilmente; es imposible el triunfo por falta de municiones 1; aun cuando arrolláramos en el primer momento al enemigo, luego quedaríamos con los brazos cruzados, sin más municiones; y yo, les prevengo, que no cargaré con esa responsabilidad; no mandaré el ataque. Creí que cambiar de jefe en ese momento supremo, cuando tendría que saberse la causa del cambio que era producido por negarse el general Campos a llevar ataque decisivo por falta de municiones, traería, seguramente, el desconcierto y la dispersión en nuestras filas, y. no me atrevía a nombrar otro jefe. La situación era angustiosa y desesperante. El combate seguía recio, y según los informes y la opinión del general Campos, dentro de dos horas no podríamos responder a los fuegos enemigos. ¿Qué hacer?


Entonces, se dijo, veamos un pretexto para ganar tiempo y poder buscar municiones. De ahí vino el armisticio, pedido por nosotros para enterrar los muertos, ocultando la verdadera causa de la suspensión de las hostilidades. Había que aprovechar el tiempo y buscar con toda actividad municiones. En esto se ocuparon cuantas personas se creyeron aptas. Gregorio Ramírez, el doctor José María Rosa, el doctor Arévalo, el doctor Liliedal y usted mismo. Se enviaron cuatro comisiones a la escuadra, el doctor Abel Pardo, que cayó prisionero, los hermanos Páez y De la Barra, con encargo de traer las municiones que hubiese a bordo de los buques. Estos comisionados se comunicaron con la Escuadra. A pesar de todos los esfuerzos para buscar municiones, sólo se consiguió una cantidad escasa para lo que necesitábamos. Ahí tiene usted cuanto ha pasado respecto a la falta de municiones.



Fin de la lucha


Ya he explicado a usted lo que aconteció con las prisiones de los generales Roca y Lavalle. Como lo había pronosticado en la Junta repetidas ocasiones, sucedió que no se arrestó a ninguno de los dos. Ignoro si fue porque los grupos encargados de esa misión delicada no supieron cumplir con su deber, o si esos arrestos dejaron de hacerse por alguna intervención pérfida. En tal situación, la Junta revolucionaria resolvió el lunes 28, reunir una junta de guerra de los jefes y oficiales con mando de cuerpos. Reunida esa junta de guerra les expuse todo lo que había, y les dije cual era la opinión del general Campos, quien les explicaría militarmente nuestra situación, previniéndoles que la Junta revolucionaria haría lo que resolviese la junta de guerra, pues se trataba de operaciones militares,; que una comisión mediadora estaba esperando nuestra última palabra, la cual dependía de la resolución que adoptara la junta de guerra, sobre si debía llevarse ataque decisivo, continuarse las hostilidades, o capitular. Concluí insistiendo en que esperaba su resolución, pues la junta revolucionaria haría lo que los jefes resolvieran.


La junta de guerra deliberó largo rato; el general Campos insistió en que era inútil toda resistencia; en fin: la junta da guerra, por gran mayoría, adhirió a la opinión del general Campos, creyendo que toda resistencia sería estéril, pues ya el gobierno había recibido poderosos refuerzos y entre ellos el regimiento 2º de artillería que estaba en Río IV. Allí tuvo, lugar una discusión entre el mayor Day y el general Campos, reclamando también Espina, pero fue aquélla la opinión general.


Pensamos exigir que todo quedara como antes de la revolución, cuerpos, jefes y oficiales, pero los jefes se opusieron a que pidiéramos nada para ellos; sólo nos dijeron que tratáramos de conseguir que no se dieran de baja a los ofíciales, ni se disolvieran los cuerpos. Nuestra proposición fue ésta: que no se siguiera procesos por los hechos de la revolución, y que los cuerpos y oficiales quedaran como antes del 26 de julio. Como se sabe el gobierno pactó el desarme aceptando estas bases menos la continuación de los oficiales en los cuerpos, lo que se nos hizo creer sería momentáneo.


La acción inmediata de la Escuadra en el movimiento revolucionarlo era limitada; produciría más efecto moral que material. Ni el confeccionar la Junta el plan militar, ni cuando se modificó por indicación del general Campos, se tuvo la Escuadra como base de las operaciones de guerra.


Al terminar, creo que no debo pasar en silencio un incidente importante. El lunes por la mañana se presentó en el Parque el señor don Máximo Paz, anunciándose a Hipólito Irigoyen. Iniciando nuestra conferencia, Paz me manifestó que iba a ofrecernos su interposición a fin de que la contienda tuviese una solución decorosa y equitativa, sabiendo que nos encontrábamos en situación muy mala. Antes de proseguir, me pareció conveniente llamar a los doctores Del Valle y Goyena para continuar la conferencia. Reunidos todos, el señor Paz repitió su ofrecimiento, y entonces, por nuestra parte, se le pidió inmediatamente que, con las fuerzas de Buenos Aires de que disponía, se pronunciase por la revolución; que así ésta se salvaría sin duda alguna, y con ella se salvaría la patria, recibiendo un timbre de gloria aquella noble provincia y él, Máximo Paz. -Mi corazón está con ustedes -nos contestó-, la revolución es santa, pero graves consideraciones políticas me lo impiden-. Insistimos con argumentos fundamentales, pero todo fue inútil. Comprendiendo que su resolución era firme, yo me levantó dejándolo con los doctores Del Valle y Goyena, quienes después de algunos momentos, volvieron con las mismas tristísimos impresiones.


El mismo día (el lunes), a la tarde, se presentó el presidente de la Cámara de Diputados, don Máximo Portela, y lleno de contratiempo y entusiasmo, nos anunció que las fuerzas de La Plata venían en camino y en apoyo de la revolución, pidiéndonos que enviáramos un miembro de la junta en su compañía para recibirlas. Mucho dudamos por lo que había sucedido y queda dicho, pero era tal el entusiasmo y la convicción de Portela, que inmediatamente se comisionó a los doctores Mariano Demaría e Hipólito Irigoyen con el objeto indicado, llevando instrucciones del caso para proceder en combinación y como correspondía. El desengaño fue terrible; las fuerzas venían a ponerse a las órdenes del gobierno nacional.


La última esperanza quedó desvanecida. Que la historia pronuncie su juicio y su fallo.


Cuando tuvo lugar el desarme y retirada de las fuerzas, usted sabe bien lo que pasó. ¡Cuántas escenas o incidentes conmovedores! Estuve hasta el último momento y he podido presenciar muchos. ¿Para qué contarlos ahora? No es fundamental para esta narración histórica.


Contesto, ahora, su última pregunta, respondiéndole ,en mi opinión, el fracaso de la revolución de julio fue debido, casi exclusivamente, a no haberse ejecutado el plan militar combinado por la Junta revolucionaria quedando a la defensiva y sitiados en la plaza del Parque, en lugar de dominar rápidamente la ciudad y en seguida la República. Reconozco la responsabilidad del desastre, y que no sea víctima de verdaderas mistificaciones con que se engaña al público, fijando su atención en fruslerías y detalles sin valor, rodeados de misterio y completamente desfigurados. Yo tuve la nobleza de aceptar, solo, la responsabilidad del desastre de la revolución más popular que se haya hecho en nuestro país. Ahora es tiempo de que distribuyamos el fardo de esas responsabilidades, sobre todo cuando no se sabe apreciar mi conducta y se pretende mistificar al pueblo.