desde 1492 hasta 1800
repartimientos de indios
 
 

 

 

Los “repartimientos” de indios entre los conquistadores consistieron, básicamente, en esto: un conjunto de aborígenes era entregado a un “encomendero”, originándose entre las partes una relación a dos puntas. Aquéllos debían trabajar para éste y el patrón español encargarse de asegurarles su seguridad personal e instrucción doctrinaria.

 

La Mita era una suerte de encomienda, pero vinculada con explotaciones mineras. En el Yanaconazgo, la prestación personal de los indios era reemplazada por un pago, en dinero o en especie.

 

El sistema, que comenzó inspirado por muy buenas intenciones, permitió grandes abusos, lo cual no quiere decir que todos los encomenderos incurrieran en ellos.

 

Los abusos, recién mencionados, originaron varias sublevaciones de indios.

 

Entre 1630 y 1635, tuvo lugar un alzamiento violento de los calchaquíes, en el Tucumán. Era allí gobernador Felipe de Albornoz y, ante el ataque de los sublevados, hubo que evacuar algunas ciudades. Para derrotarlos, Albornoz debió traer refuerzos de Buenos Aires, Charcas y Chile.

 

Pocos años después, estalla otra guerra en el Tucumán, que se prolonga entre 1660 y 1665 y que tiene nuevamente por protagonistas a los calchaquíes. Al frente de ellos estuvo un personaje curioso: Pedro Bohorquez, andaluz turbulento y fabulador, que se decía descendiente de los Incas. La lucha fue feroz y el gobernador Alonso de Mercado y Villacorta necesitó recurrir a toda su energía para imponerse, dispersando luego a los indios por otras regiones, para evitar nuevos alzamientos. Con motivo de tal dispersión, llegaron a las proximidades de Buenos Aires varias familias de las tribus quilmes, recordadas por el nombre de la localidad que se erigiría donde esas tribus se asentaron.

 

Más de un siglo después (1780), cierto “visitador real” –José Antonio de Arecha– pretende cobrar impuestos muy altos en el Perú, que alcanzan a los indios. A raíz de ello bulle un gran malestar, pues se considera que dichos impuestos, además de elevados, serían discriminatorios. A principios de marzo, se producen alborotos en La Paz.

 

Corre noviembre cuando se subleva el cacique Túpac Amaru, hombre poderoso educado en el Cuzco y que vive a la europea, aunque sin abandonar el uso del manto que es signo de su autoridad, bordado en oro. Luego de compartir una fiesta con él, apresa al corregidor de Tinta y, una vez que le ha extraído dinero para repartir entre los indios, lo hace ahorcar en la plaza pública. A partir de ese momento, cunde la insurrección, que se extiende por el Bajo y Alto Perú, tomando el aspecto de una lucha racial dirigida contra los blancos.

 

Túpac Amaru intenta tomar el Cuzco por asalto, pero es derrotado. Finalmente se rinde al visitador Arecha, haciéndose único responsable de la rebelión. Arecha, no obstante, amplía a otros los terribles castigos que aplica. Son ejecutados la mujer del cacique, seis indios y una india. A su hijo y hermanos se los condena a prisión perpetua. En cuanto a él, se ordena arrancarle la lengua y que cuatro caballos tiren en direcciones opuestas de sus pies y de sus manos, hasta descuartizarlo. Los caballos no consiguen hacerlo, de manera que al condenado terminan por cortarle la cabeza.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Corría el año 1630, cuando una tropa de carretas acampó en la Cañada de la Cruz, dirigiéndose de Buenos Aires al interior del país. En uno de los pesados carruajes han cargado dos cajones, que contienen sendas imágenes de María Santísima, consignada una de ellas a cierto vecino de Córdoba. Al reiniciarse la marcha, los bueyes se niegan a seguir andando. Son inútiles los esfuerzos realizados para obligarlos a ello. Hasta que alguien atina a descargar aquel cajón y los animales empiezan a caminar. Vuelto a cargar el mismo, se detienen otra vez. En vista de tal situación, optan por dejarlo en el lugar, pues resulta claro que allí quiere quedarse la Virgen.

 

Se trata de una pequeña escultura modelada en barro cocido, que representa a la Inmaculada Concepción y que es colocada en un oratorio modesto, existente en la casa de don Rosendo Oramas Filiano. Pronto la gente empieza a visitarlo, para rezar a la Madre de Dios. Que va prodigando favores a quienes se los piden. Su devoto custodio es un muchacho moreno, conocido como “el negrito Manuel”.

 

Más tarde, se traslada la imagen a una estancia próxima, contigua al Río Luján, propiedad de Ana Matos Encina de Siqueira, donde se edifica un templo de mayor porte que, ya en el siglo XIX, dejará su lugar a la magnífica basílica, construida en piedra, que se alza gracias al empeño que compromete en la obra el padre José María Salvaire.

 

Nuestra Señora de Luján es patrona de la Argentina, Uruguay y Paraguay, hallándose su devoción profundamente arraigada en el corazón de los argentinos. Multitudes siempre renovadas se dan cita en Luján, encomendándose a ella ante las contingencias de la vida cotidiana o cuando la República atraviesa por momentos difíciles.