desde 1852 hasta 1899
conquista del desierto
 
 

Un militar joven y capaz, cuya astucia le valdría el apelativo de “El Zorroâ€, ocupó la cartera de Guerra en el gabinete de Avellaneda: Julio Argentino Roca. Tucumano de nacimiento, recibió las palmas de general después de vencer a Arredondo en Santa Rosa. Alsina, su antecesor en el cargo, había muerto poco antes, al comer alimentos en mal estado mientras inspeccionaba un campamento en Puan. De modo que Roca hereda su puesto y su ilusión más cara: incorporar para siempre a la Nación las vastas extensiones que se dilataban a partir de una imprecisa línea de frontera, vulnerada repetidamente por los malones que llegaban del sur y del oeste.


La lucha contra el indio, sostenida desde los precarios fortines que, a manera de avanzada, se alzaban en la soledad de la llanura o cerca de las poblaciones incipientes, constituyó una epopeya que los argentinos no conocemos suficientemente. Fueron sus protagonistas sufridos “milicos†criollos, que combatieron en condiciones durísimas, dejando tantos de ellos sus huesos en la pampa interminable. Soldados rasos, cuyos nombres nadie conservó, oscuros suboficiales y esforzados oficiales, entre los cuales cabe mencionar a Conrado Villegas, Nicolás Levalle, Lorenzo Wintter, Eduardo Racedo, Olascoaga, Solís, Daza o el comandante Prado. Este último escribió un libro, que todos deberíamos leer: La Guerra al Malón. Entre los cacique indios que se les opusieron, pueden citarse a Calfucurá (“Piedra Azulâ€) y su hijo Namuncurá (“Pie de Piedraâ€), a Catriel, Pincén, Epumer, Mariano Rosas, Agner y Gerenal. Llamado así este último porque quiso ponerse “Generalâ€, palabra que vinculaba con un título importante. Al igual que José Cristo, otro jefe indio que entendió a su modo el nombre de Jesucristo.


En 1872, mientras aún era presidente Sarmiento, se libró la gran batalla de San Carlos, en las proximidades de la actual Bolívar, provincia de Buenos Aires. Allí se enfentaron Calfucurá –que tenía más de 100 años– y las fuerzas al mando del general Rivas, entre las que se contaban dos caciques con sus lanceros. Las acciones fueron terribles y Calfucurá resultó derrotado, perdiendo el arreo de hacienda que había robado en su incursión y que alcanzaba a 76.000 vacunos y 16.000 yeguarizos. Desconsolado por su fracaso, Calfucurá murió al año siguiente, sucediéndolo Namuncurá en la jefatura de las tribus, reunidas por su padre bajo un mando supremo.


Entre 1875 y 1876, Namuncurá dirigió una invasión que sembró muerte y desolación en los campos próximos a Tandil, Azul, Tapalqué y General Alvear, alzándose con más de 200.000 vacunos y varios miles de yeguarizos. Luego de vencer los indios en los encuentros de Blanca Grande y Fuerte Lavalle, el comandante Maldonado se impuso en Horquetas del Sauce y, unidas sus tropas a las de Levalle, volvieron a triunfar en Paragüil, poniendo fin a la incursión araucana.


Ese año 76, Alsina –ministro a la sazón– dispuso que se cavara una enorme zanja para contener futuras invasiones. Tendría casi 3 metros de ancho por 2 de profundidad, debiéndose formar un parapeto junto a ella, con la tierra extraída al construirla. A lo largo de la misma, se eslabonaría una nueva línea de fortines. Fue conocida como “La zanja de Alsina†y llegó a tener 210 kilómetros de extensión, guarnecida por su correspondiente talud. Fuertes y fortines se alzaron a su vera. Pese a que muchos paisanos murieron en la obra, el esfuerzo que demandó hacerla resultó casi estéril, ya que aquella zanja no llegó a cumplir las funciones previstas, pues los indios se las arreglaron para atravesarla con sus arreos.


Roca, que nunca compartió el plan defensivo de Alsina, prefirió reemplazarlo por una ofensiva general. El 29 de abril de 1879, junto con su Estado Mayor, rompió la marcha en Carhué –al suroeste de la provincia de Buenos Aires– dando comienzo a la Campaña del Desierto.


Un total de 5 divisiones compone la fuerza que se ha puesto en movimiento. La 1ª está al mando del propio Roca, secundado por Conrado Villegas; la 2ª, a cargo de Levalle, parte también de Carhué; la 3ª, mandada por Racedo, sale desde la frontera de Córdoba y San Luis; la 4ª, que tendrá a su frente al coronel Napoleón Uriburu, ha de venir desde Mendoza; y la 5ª, que se divide en dos columnas: una a las órdenes de Hilario Nicandro Lagos, con punto de partida en Trenque Lauquen; la otra, dirigida por Enrique Godoy, que deja su asiento en Guaminí.


Cuenta la expedición con apoyo naval, pues el comandante de marina Martín Guerrico, a bordo del vapor “Triunfoâ€, navegará el Río Negro para encontrarse con Roca en Choele Choel.


Junto con los soldados marchan misioneros, científicos, periodistas y fotógrafos.


La operación es un éxito y la convergencia de las divisiones se lleva a cabo de manera impecable. Sólo enfrentó dificultades Napoleón Uriburu, el cual tuvo que combatir varias veces durante su avance por los faldeos de la cordillera.


El 23 de junio, Roca telegrafía a Buenos Aires, informando que la misión se ha cumplido íntegramente. Un magnífico cuadro, del pintor uruguayo Juan Manuel Blanes, muestra al general rodeado por sus oficiales, cerca de la orilla del Río Negro, perpetuando la evocación de aquella notable empresa.














Conrado Villegas comandaba el 3 de caballería, conocido como “El tres de fierro”. Y esa unidad se distinguía por un detalle peculiar: todos los caballos que montaban sus hombres eran tordillos. Así, en la frontera, fueron famosos “los blancos de Villegas”, orgullo del “Toro”, apelativo éste del famoso jefe oriental del Ejército de Línea.


Pero ocurrió que cierta mañana, al despertar, los soldados de “El tres de fierro” advirtieron que los indios, en un audaz golpe de mano, los habían dejado a pie. Durante la noche, burlando a los centinelas, se habían llevado “los blancos” consigo. Enterado Villegas, no aplicó castigo alguno a los responsables de cuidar la caballada: sólo les ordenó que salieran a buscarla y no regresaran sin ella.


Nada fácil era la misión encomendada a los negligentes guardianes. Sin embargo, antes que pasara mucho tiempo, volvieron triunfantes al campamento de Trenque Lauquen, arreando una tropilla formada por la totalidad de “los blancos”, sin que faltara ninguno: con un golpe de mano idéntico al practicado por los salvajes, se las habían arreglado para recuperar los míticos tordillos.