desde 1800 hasta 1851
notable organizador
 
 
A mediados del 16, el propósito del general estaba en plena realización. Su centro de adiestramiento se hallaba en el campamento del Plumerillo, próximo a la ciudad. Pese a estar corto de hombres y recursos, puso en la tarea un formidable empeño, demostrando energía tenaz y notables condiciones de organizador para llevarla a cabo.

Reunió los restos del cuerpo que comandara Las Heras, milicias mendocinas, voluntarios y reclutados, algunos efectivos despachados desde Buenos Aires, cierta tropa que conservaba O’Higgins y los escuadrones 3 y 4 de granaderos, que llegaron encabezados por Soler.

Los uniformes se confeccionaron con telas tejidas en San Luis y teñidas en Mendoza. La pólvora se fabricó con salitre obtenido en la zona. Fray Luis Beltrán se dio maña para fundir cañones y proveerlos de la munición necesaria. Las mujeres mendocinas hilaron vendas y bordaron la bandera para el ejército, celeste y blanca con el escudo en seda.

Rigurosa fue la instrucción impartida en el campamento donde, por la tarde, se rezaba el rosario con las tropas formadas. Llegó a contar la fuerza con 3.800 soldados y 1.400 auxiliares. Soler era jefe del Estado Mayor, O’Higgins cuartelmaestre. Entre los oficiales se contaban Las Heras, Hilarión de la Quintana, Beruti, Alvarado, Lucio Mansilla, Pringles, Lavalle, Necochea...

José Antonio Alvarez Condarco, un ingeniero militar criollo, logra llegar a Chile y volver, levantando de memoria planos muy precisos, referidos a los pasos cordilleranos. Fue el precursor de la llamada “inteligencia militar” argentina.






Dicen que, mientras se preparaba el Ejército de los Andes en el campamento del Plumerillo, San Martín se dispuso a entrar al polvorín, en visita de inspección. Un centinela le cerró el paso. San Martín, sorprendido, se identificó como su general en jefe. Pero el soldado mantuvo la actitud, apuntándole con el fusil y aclarando:

–Aquí no puede entrar nadie con las espuelas puestas.

El hombre cumplía una orden. Una orden razonable, ya que el metal de las espuelas podía ocasionar una chispa de fatales consecuencias en ese lugar.

San Martín no entró al polvorín. Y, como el modesto centinela había demostrado saber sujetarse a la estricta disciplina que el Libertador se empeñó por imponer a sus tropas, fue luego recompensado por mantenerse fiel a la consigna recibida. Aunque, para ello, se hubiera visto precisado a dirigir el arma contra quien impartiera la orden así acatada.