desde 1900 hasta 1992
el divorcio
 
 

A fines de 1901, el diputado Carlos Olivera presentó un proyecto de ley, tendiente a establecer aquí el divorcio vincular. La masonería, todavía muy activa a la sazón, tenía entre sus objetivos lograr la instauración de la enseñanza laica en las escuelas, el matrimonio civil, el divorcio vincular y la separación de la Iglesia y el Estado, como así también la eliminación de las disposiciones constitucionales favorables al catolicismo, tales como el requisito de ser católico para ocupar la presidencia de la República, la obligación del gobierno de sostener el culto y de procurar se catequizara a los indios. En 1880, había conseguido coronar sus dos primeras metas, pese a la esforzada resistencia de Estrada, Goyena, Frías, Achával Rodríguez y el ex presidente Avellaneda, entre otros. Ahora se lanzaba en pos de la tercera: el divorcio. Y contaba con excelentes perspectivas de éxito.


La prensa era mayoritariamente divorcista. Y también lo eran la generalidad de los legisladores, algunos de ellos personalidades relevantes como Barroetaveña, Gregorio de Laferrére, Ovidio Lagos, Belisario Roldán, Nicasio Oroño, Federico Pinedo o Mariano de Vedia. Roca era asimismo partidario del divorcio, pero se abstuvo de influir en el debate que se generó sobre el tema, manteniendo equidistante la postura del gobierno.


El 2 de julio de 1902, la comisión respectiva despachó favorablemente el proyecto de Olivera. Llegado al recinto, inició su defensa Barroetaveña con un largo discurso. Lo hace luego el propio Olivera, utilizando para ello una argumentación violentamente anticlerical y, más aún, antirreligiosa. Los ánimos se encienden y la pasión gana las calles. Pese a la oposición católica, se descuenta la aprobación del proyecto.


Según el orden fijado en la lista de oradores, le corresponde hablar al joven diputado por Tucumán, Ernesto Padilla. Ha formado parte de la comisión que trató el proyecto, sin destacarse en ella. Y, aunque culminara los estudios de abogacía con medalla de oro, hasta el momento sus intervenciones parlamentarias no han llamado la atención. Inicia sus palabras rodeado por la tolerante condescendencia de sus colegas.


Pronto, sin embargo, se registra un cambio en el ambiente del recinto. La condescendencia tolerante es reemplazada por una atención en aumento. La atención por un interés creciente. El interés deja finalmente paso a un entusiasmo incontenible. Padilla ataca el proyecto con elegancia y erudición. Sin herir a sus contradictores, hace una apología de la tradición católica del país. Lleno de convicción, señala que atentar contra ella significa, entre otras cosas, una actitud antipatriótica. Los diputados de uno y otro bando lo escuchan arrebatados. Y, al concluir Padilla su discurso, estalla una ovación en la Cámara, tributada por todos los presentes al joven orador.


Un grupo lo lleva en andas hasta la modesta pensión donde vive, en la Avenida de Mayo. Allí le llega una tarjeta, enviada por el secretario del presidente de la República, diciendo que éste lo espera. Pues Roca disfruta el éxito parlamentario de su paisano y, no bien entra Padilla a su despacho, le dice, apuntándole sonriente con el dedo: “usted lo ha mamadoâ€. Luego le hace el elogio de su madre.


El tucumanito se convierte en la figura de moda, disputándose los porteños el honor de agasajarlo. Y, aunque aún se pronunciarán en el Congreso varios discursos en defensa del proyecto divorcista, la iniciativa está muerta a partir de la intervención del novel diputado provinciano. Y así lo confirma la votación respectiva, durante la cual se manifiestan contra ella algunos hombres eminentes como Marco Avellaneda, Manuel J. Campos, Alberto Capdevila, Mariano Demaría, Federico Helguera, Manuel de Iriondo, Julián Martínez, Juan José Posse, Manuel Quintana, Damián Torino, Alfredo Urquiza, Benjamín Victorica, José Yofre y varios más.


Pellegrini tomó partido a favor del divorcio en aquel debate. No obstante, pasado poco tiempo, viajará a los Estados Unidos, comprobando allí los estragos producidos por el mismo en la sociedad norteamericana. Entonces, noblemente, rectifica su postura, haciéndolo público en una carta que difunden los diarios.