desde 1900 hasta 1992
desembarco en Malvinas
 
 

Al despuntar el alba del 2 de abril de 1982, conmovió al mundo una noticia sorprendente: fuerzas combinadas argentinas habían desembarcado durante la noche anterior en las Malvinas, ocupando su capital y otros puntos del archipiélago.


Tales hechos, cuyos antecedentes lejanos conocemos, empezaron a eslabonarse en diciembre de 1981. Ocurrió que el plan para recuperar las islas siempre formó parte de las rutinas tácticas y estratégicas a disposición de los Estados Mayores argentinos. Pero no pasaba de eso. Incluso se hallaba absolutamente desactualizado cuando, en diciembre del 81, Anaya ordenó ponerlo al día, por cuanto un análisis de las actitudes británicas permitía al observador atento advertir un endurecimiento de la posición inglesa en el secular diferendo. Se trataba, sin embargo, de una previsión a largo plazo. En todo caso, de una previsión que Anaya no supuso hubiera que pasar a ejecutar poco tiempo después. Más aún, al manifestar oficialmente Costa Méndez que, ante el fracaso de la última ronda de negociaciones concluida con Inglaterra, la Argentina se reservaba el derecho a elegir el procedimiento que mejor consultara sus intereses para recobrar lo que en justicia le corresponde, no pensó que ese mismo mes su país debería prepararse para recurrir a la fuerza, concentrando sus soldados, aprestando sus aviones y movilizando su flota hacia el sur.


¿Cuáles eran los factores que habían incidido en el fracaso de aquella ronda de negociaciones, aludida en la declaración del canciller argentino? Tres al menos: la participación en ellas de representantes de los isleños, resueltos a bloquear cualquier acuerdo; los intereses vinculados con la Armada británica, decididos a demostrar la importancia que ésta revestía para Gran Bretaña, en vísperas de concretarse un proyecto tendiente a reducirla y a raíz del cual ya se había vendido algún portaaviones; por último, la posible intención inglesa de crear un motivo que, alterando el “statu quoâ€, justificara fortificar las islas, cuya importancia económica habían revelado las prospecciones petroleras, recientemente realizadas en el mar adyacente.


¿Y cuáles eran los hechos inmediatos, que determinaron a la Argentina para poner por obra el plan alternativo de invasión, actualizado al solo efecto de llevarse a la práctica eventualmente y, en el peor de los casos, mucho más adelante? Como suele suceder tantas veces, esos hechos fueron nimios, triviales casi.


Un oscuro comerciante de nacionalidad argentina y apellido ruso –Davidoff– había firmado tiempo atrás un contrato con cierta firma británica, a fin de desmantelar en su provecho unas factorías abandonadas en la desolada isla San Pedro, de las Georgias del Sur. Registrado formalmente el contrato y formalmente informadas las autoridades inglesas de Stanley al respecto, los obreros de Davidoff desembarcaron en esas inhóspitas playas, el 18 de marzo de 1982. Un transporte arrendado a la Armada los llevó hasta allí.


Luego los sucesos se encadenarían a velocidad creciente, presentándose como un juego de equívocos que, en realidad, no fue tal, pues Gran Bretaña impulsó cuidadosamente la escalada bélica hasta un punto sin retorno. Se dijo que entre los obreros se contaba personal militar, lo cual no era cierto. Se les imputó haber izado una bandera de su país en el campamento, cosa que en modo alguno constituía un delito. Y se afirmó sin fundamento que los argentinos removieron hitos y mojones británicos, colocados en la zona. Los ingleses, que en ningún momento habían planteado ese requerimiento, exigieron a los integrantes del grupo visaran sus pasaportes en Gritvyken, asiento de la autoridad local. Los argentinos no podían avenirse a cumplir el trámite, pues hacerlo significaba reconocer que pisaban suelo extranjero y sentar un precedente adverso para nuestras constantes reivindicaciones. Costa Méndez ideó un procedimiento intermedio –sellar en Gritvyken las “tarjetas blancas†con que, según acuerdos anteriores, sus compatriotas podían entrar en las Malvinas–, siendo rechazada esa posible solución. Inglaterra insistió en su exigencia de que los pasaportes fueran visados, advirtiendo que, de lo contrario, procedería a retirar por la fuerza a los operarios y, en consecuencia de ello, el “HMS Endurance†puso proa a las Georgias.


Mientras tanto, tenía lugar otro hecho fundamental, a cuyo respecto no se ha insistido suficientemente: el 25 de marzo, más de una semana antes de llegar las fuerzas argentinas a Stanley, una fracción de la flota británica zarpó de Gibraltar hacia la zona del conflicto, dando así comienzo a las hostilidades. Los dados estaban echados.


Durante la noche del 1º de abril, comandos anfibios y buzos tácticos argentinos ponían pie en Bahía Enriqueta, no lejos de Stanley, desembarcados por la fragata “ARA Santísima Trinidadâ€. Divididos en dos grupos, uno ocupó el cuartel que habían desalojado los “Royal Marines†destacados en la isla y otro se dirigió directamente a la capital.


Rodeada la casa del gobernador Rex Hunt, se produjeron algunos tiroteos con los infantes de marina ingleses que la defendían, muriendo en ellos el capitán de la Armada argentina Pedro Eduardo Giachino y resultando gravemente heridos el teniente Diego Fernando García Quiroga y el cabo enfermero Urbina.


Simultáneamente, más fuerzas llegaban al archipiélago, transportadas por el “ARA San Antonioâ€, donde se hallaba el jefe de la operación, almirante Carlos Büsser y, al mando de una fracción de Ejército allí embarcada, el teniente coronel Mohamed Alí Seineldín. Rodeada la gobernación por blindados anfibios, Hunt solicitó hablar con Büsser, a quien le intimó abandonar las islas. Respondió Büsser: “Desembarcamos en la misma forma en que ustedes lo hicieron en 1833 y mis órdenes son desalojarlo a usted y a las tropas británicas para restituir el territorio a la soberanía argentinaâ€. A las 9,05 del 2 de abril, el gobernador se rindió al general García, titular del “Teatro de Operaciones Atlántico Sur†(TOAS).


Concluía así, sin que ni un inglés resultara siquiera herido, el “Operativo Rosarioâ€, denominado de ese modo a instancias de Seineldín.


Aquella misma noche, el presidente Reagan se había puesto en comunicación telefónica con Galtieri, tardíamente informado por sus servicios de inteligencia respecto a los acontecimientos que se avecinaban. Intentó disuadir a su par argentino de seguir adelante. Pero la acción estaba en marcha y era tarde para detenerla. Dijo Galtieri: “La Argentina lamenta esta situación, señor presidente. Pero la realidad es que la capacidad negociadora y la actitud pacifista de mi país tienen un límiteâ€. Ambos presidentes se despidieron en forma fría y protocolar.


Aquí, las informaciones sobre la ocupación de Stanley despertaron un entusiasmo desbordante. Las casas se embanderaron y todo el mundo se colocó una escarapela. El aire vibró con los acordes de la Marcha de las Malvinas, composición ya olvidada, de cuya letra fuera autor don Carlos Obligado. Los titulares de los diarios, a toda página, fueron éstos:


“Se iniciaron las operaciones en el sur para respaldar la soberanía nacional†(La Nación);


“Argentina comenzó el operativo de recuperación de las Islas Malvinas†(La Prensa);


“Inician la reconquista de las Malvinas†(Clarín);


Por la tarde, expresaría La Razón: “Las Malvinas en manos argentinas. Hoy es un día de gloriaâ€.


Los políticos, en forma casi unánime, apoyaron la decisión del gobierno, aunque más adelante procurarían que se olvidaran esas manifestaciones de adhesión.


El 3 de abril, después de un combate con los Royal Marines que defendían Gritvyken –donde murieron cuatro de los nuestros– las Islas Georgias del Sur caían en poder del Grupo de Tareas 60.1. La rendición se produjo a las 13.22 e implicaba que también quedaran bajo control nacional las Sandwich del Sur, desolado montón de rocas sometido a la acción de un clima despiadado.


La recuperación de las Malvinas, Georgias y Sandwich fue intensamente festejada por los argentinos. En las primeras horas de la tarde del 2 de abril, un inmenso gentío ya se había dado cita en la Plaza de Mayo, estremecida por el flamear de banderas celestes y blancas. Si bien Galtieri no ignoraba que aquellas manifestaciones de exaltación patriótica no le estaban destinadas ni constituían una expresión de apoyo a su gobierno, salió al balcón para saludar al público reunido. Que lo aplaudió sin retaceos. Y, a lo largo de los días siguientes, el fervor se mantuvo encendido.


Llegaban mientras tanto más fuerzas al archipiélago. Los aviones “Hércules C 130†(“la chancha†llamaban a ese aparato los pilotos, en alusión a su pesadez y volumen) aterrizaban uno tras otro en el aeropuerto de Stanley, transportando armas, provisiones y efectivos.


Y, pronto, consultada la Secretaría de Cultura, a cargo del doctor Julio César Gancedo, las autoridades cambiaron el nombre de la capital de las islas, que pasó a llamarse Puerto Argentino.