Etapas históricas de la educación argentina
Séptima etapa: La escuela nueva
En la época de los gobiernos radicales y la crisis mundial (1916-1943), tuvo lugar, en el ámbito de la educación, la reacción antipositivista y el resurgimiento del pensamiento católico. Esto provocó, por una parte, la renovación de la pedagogía y de la didáctica, que dio paso a la llamada escuela nueva; y, por otra, a las aspiraciones por una mayor libertad de enseñanza y la repartición proporcional del presupuesto escolar. Además, se produjo la crisis del sistema universitario, que culminó con la reforma de 1918; se nacionalizaron las Universidades Provinciales de Santa Fe y Tucumán y se creó la Universidad Nacional de Cuyo. El advenimiento del radicalismo al poder no introdujo innovaciones en el modelo del hombre argentino perfilado por la “generación del 80”, aunque la crisis de 1930 y el resurgimiento del pensamiento católico, acrecentado con la celebración en Buenos Aires del XXXIIº Congreso Eucarístico Internacional en 1934, forjó el deseo de retornar al modelo tradicional, de matriz hispano-católica. Al respecto, el padre Leonardo Castellani señalaba en 1940 que la Argentina “prácticamente ha ganado de nuevo la batalla del alfabetismo”. “Ahora le falta solamente ganar la otra de los malos alfabetos [...]” Y agregaba luego: “La insuficiencia e ineficaz preparación de los ciudadanos agrava todos los problemas políticos [...]”1. Esta afirmación involucraba la urgencia de perfeccionar el modelo, dotándolo de los elementos necesarios para lograr el ciudadano perfecto, capaz de desempeñarse con el máximo de eficacia en la sociedad en que vive. Los magros aportes de la escuela activa no fueron suficientes para ello. Por otra parte, el padre Castellani, inspirado en el contenido de la Encíclica Divini illius magistri, sobre la educación cristiana de la juventud, del Papa Pío XI, publicada en 1929, reclamaba la colaboración orgánica en la educación, de la familia, el Estado y la Iglesia. Otro notorio publicista de la época, el economista Alejandro E. Bunge, en un libro de gran repercusión, aparecido también en 1940, titulado Una nueva Argentina, destacaba el éxito logrado en la lucha contra el analfabetismo que se había reducido al 35,1 % según el Censo de 1914; y que, de acuerdo con la estimación del autor, era del 12% en 1938. Por tal motivo sostenía que: “La Argentina está ya en condiciones de extender a ocho o nueve años la asistencia escolar, con cinco o seis años obligatorios en escuelas primarias y tres en forma generalizada y gratuita en escuelas preparatorias para la vida”. Con lo cual se pronunciaba por la escuela intermedia, que no entendía como una modificación de la enseñanza secundaria, “sino un nuevo tipo de escuela de costo poco mayor que la primaria, con maestros totalmente consagrados a la educación del adolescente como los de la primaria a la del niño”2. Sin embargo, en esta etapa, como consecuencia del afianzamiento del Estado docente y del laicismo escolar, se profundizó la influencia de la corriente liberal y positivista, que englobaba al cientificismo, aunque desde el mismo campo surgió una nueva corriente antipositivista, orientada por Rodolfo Rivarola, Alejandro Korn y Coriolano Alberini; en tanto que, lentamente, pretendió abrirse paso el pensamiento católico postergado, primero tímidamente y, luego de la crisis de 1930, con mayor empuje, favorecido por el contexto internacional. Como una de las últimas expresiones del positivismo, Alfredo Ferreyra fundó en 1924 el Comité Positivista Argentino, cuya presidencia ejerció, y dirigió El Positivismo, que se publicó como órgano oficial del Comité. La escuela activa Otra novedad, fue la influencia de la escuela activa, propiciada por Ovidio Decroly, en los Estados Unidos, que entre nosotros encontró eco en la acción de José Rezzano, de su esposa, Clotilde Guillen, y de Juan Mantovani. Este último sostuvo que el fin de la educación es “la conquista de un magnífico equilibrio entre espíritu e instinto, idea y sentimiento, disciplina y libertad, capacidad contemplativa y capacidad de acción”3. Para llevar a la práctica esta nueva tendencia, se aplicaron en la escuela primaria, a partir de 1936, los llamados programas de asuntos, que en realidad se redujeron a introducir el trabajo manual educativo como una nueva área de enseñanza. Por asuntos se entendía la enseñanza integrada de educación moral y cívica, instrucción cívica, historia, naturaleza y geografía y trabajo manual educativo, creando “en el aula y en la escuela un ambiente vivificante de trabajo”. Esta iniciativa reconocía un preclaro antecedente en la prédica y la acción de José B. Zubiaur y Santiago Fitz Simón quienes desde 1889 venían abogando en ese sentido. Mantovani había nacido en San Justo, provincia de Santa Fe, el 14 de noviembre de 1898. Luego de cursar los estudios primarios en la Escuela Normal de su ciudad natal, ingresó en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta, de Buenos Aires, donde se recibió de maestro. Posteriormente completó sus estudios en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. En su carrera docente llegó a ocupar el cargo de inspector general de Enseñanza Secundaria, Normal y Especial, desde 1932 a 1938; fue ministro de Instrucción Pública y Fomento de su provincia natal, entre 1938 y 1941 y catedrático de las Facultades de Filosofía y Letras de Buenos Aires y de Humanidades y Ciencias de la Educación de La Plata y de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta. Además fue autor de varias obras de su especialidad, como Educación y plenitud humana (1933); Bachillerato y formación juvenil (1940); La educación y sus tres problemas (1943); Ciencia y conciencia de la educación (1947); épocas y hombres de la educación argentina (1950) y La crisis de la educación (1957). A los efectos de orientar a los maestros en la aplicación de los nuevos programas, que se reformaron en 1939, se publicaron artículos especializados en El Monitor de la Educación Común, cuyo primer número había aparecido en 1881, por inspiración de Sarmiento, como “publicación oficial de la Comisión Nacional de Educación”; y se desarrollaron íntegramente los tópicos en la revista La Obra, fundada en 1921, y en la que colaboraron, entre otros: Clotilde y José Rezzano, Mercante y Pizzurno. En el dictamen de la Comisión de Didáctica del Consejo Nacional de Educación, de fecha 12 de julio de 1939, suscripto por Próspero G. Alemandri y Conrado M. Etchebarne, se decía al respecto: “Cabe ahora que en cada número de El Monitor de la Educación Común, se reserve una parte al desarrollo de asuntos, ya en forma de comentarios, clases modelos, ilustraciones, indicaciones prácticas para la realización de trabajos, indicaciones bibliográficas, artículos sobre los propósitos y alcance de los distintos temas consignados en los programas, etc., clasificados por grados y por asignaturas”4. También debe mencionarse la publicación de Nueva Era, de la revista La Obra, expresión local de la Liga Internacional de la Nueva Educación que, con la dirección de José Rezzano, combatió el verbalismo y el sedentarismo predominante en la acción educativa de la época. El Instituto de Didáctica En 1927, por resolución del 5 de octubre, se creó, en el ámbito de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, el Instituto de Didáctica, que recién comenzó a funcionar dos años después con la dirección de Juan Emilio Cassani, que le imprimió una definida orientación renovadora. De acuerdo con el plan de trabajos aprobado en abril de 1930, el Instituto debía realizar estudios e investigaciones relacionados con la didáctica y, en particular, con la personalidad del adolescente. También debía ocuparse de la metodología de la enseñanza y de los problemas emergentes de la relación enseñanza-aprendizaje. Desde entonces, a través de su biblioteca y sus publicaciones, el Instituto de Didáctica ha sido un centro de atracción y difusión, a la vez, de la obra de sus investigadores. En cuanto a la personalidad de Cassani, había nacido en Lincoln provincia de Buenos aires, en 1896, donde realizó sus primeros estudios en la Escuela Normal. Continuó luego su formación en el curso del profesorado en Pedagogía y Ciencias afines de la Universidad Nacional de La Plata. En 1922 obtuvo en dicha Universidad, el primer título de doctor en Ciencias de la Educación otorgado en el país. Una vez egresado, ejerció la docencia en las Universidades de La Plata y de Buenos Aires, donde, como dijimos, dirigió el Instituto de Didáctica y creó el profesorado en pedagogía. También desempeñó la función pública, en la cual tuvo una destacada actuación como inspector de Enseñanza Secundaria, Normal y Especial; inspector jefe de Escuelas Normales y director general de Enseñanza Secundaria. En el ámbito universitario fue decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de La Plata y vicedecano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Entre su profusa obra escrita, sobresalen sus Libros: Didáctica general de la enseñanza media (1965) y Fundamentos y alcances de la política educacional (1972). En opinión de Luis J. Zanotti: "Cuando los impulsos creadores del normalismo argentino, alzados hasta las cátedras universitarias por la obra de pedagogos de la talla de Víctor Mercante, comenzaron a perder sus ímpetus, Juan Emilio Cassani fue una de las voces que mantuvieron a los altos estudios pedagógicos en su sitial en las casas de estudios superiores y, aun más, consiguieron para ellos el lugar que en justicia les correspondía"5. Nuevos proyectos de reforma del sistema educativo En esta época continuaron formulándose nuevos proyectos de reforma del sistema educativo. Durante la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen, en julio de 1917, el diputado radical Celestino Marcó presentó un proyecto de ley de enseñanza, en el que sostenía que “la enseñanza en la República será oficial y libre”. La enseñanza oficial sería dada en establecimientos sostenidos por la Nación, las provincias o las municipalidades y la enseñanza libre, por establecimientos "de carácter legal, por asociaciones de enseñanza o por particulares". Para combatir el analfabetismo proponía abrir el sistema educativo, dándole participación a los establecimientos privados, asignándoles subvenciones con este fin. Este proyecto, que abarcaba los tres niveles de la enseñanza, tampoco tuvo el apoyo del Congreso. Posteriormente, el ministro de Justicia e Instrucción Pública, José S. Salinas, elaboró otro proyecto de ley orgánica para el sistema educativo que, el 2 de agosto de 1918, el Poder Ejecutivo puso a consideración del Congreso. El proyecto apuntaba, fundamentalmente, a la transformación de la enseñanza media. En el mensaje que acompañó al proyecto se decía que: “El fin primordial de la instrucción secundaria debe ser el de difundir la educación en los pueblos, de tal manera que en todo el país se formen ciudadanos capaces, instruidos, aptos y listos para bastarse a sí mismos y desempeñarse con éxito en la labor cotidiana [...]”. El proyecto disponía que la duración de los estudios en los colegios nacionales fuera de cuatro años, que darían derecho al título de bachiller, que habilitaría para ingresar en el curso preparatorio de cualquiera de las facultades del país. Con referencia a la enseñanza práctica, se establecía que “se impartirá de acuerdo con las necesidades que reclamen las zonas de influencia en cada escuela en lo referente a producciones, comercio, industrias y tendencias de la población [...]”. En relación con las escuelas normales, se proponía separar “los estudios generales de los estudios pedagógicos o profesionales”, lo que permitiría a los futuros docentes “adquirir sólidos conocimientos en las ramas generales teóricas” y en la práctica profesional. Con respecto a la educación primaria, se proponía “extirpar el analfabetismo”; y en relación a la enseñanza universitaria propiciaba una urgente modernización, mediante la modificación del régimen de gobierno de las casas de estudios. Además, se encomendaba a las universidades la organización de la enseñanza preparatoria. El proyecto sostenía el monopolio estatal de la enseñanza y desconocía la prioridad de las provincias en cuanto a la administración de la educación primaria establecida en la Constitución Nacional. Al respecto se disponía que: “No podrán funcionar colegios, escuelas, liceos o academias particulares, sin previa autorización del Ministro de Instrucción Pública”. Y se agregaba: “Desde la promulgación de la presente ley, no se acordará a los establecimientos particulares, incorporación a las escuelas normales y demás institutos encargados de formar el profesorado nacional. Los que en la fecha gocen de ese privilegio, funcionarán hasta que terminen su último curso los últimos alumnos”. Finalmente, el proyecto no mereció la consideración del Congreso, a pesar de haber sido reiterado en dos oportunidades: en 1920 y 1922. Proyecto de repartición proporcional del presupuesto escolar En la época de los gobiernos radicales se produjo la consolidación del monopolio estatal de la educación y del laicismo escolar aunque, como dijimos, paralelamente surgió una corriente católica que manifestó vivamente sus aspiraciones por una mayor libertad de enseñanza y la partición proporcional del presupuesto escolar. De ella surgió la figura del diputado Juan F. Cafferata quien, en año 1925, presentó un proyecto de ley en el que se propiciaba que las escuelas privadas de enseñanza primaria gozarían de un subsidio mensual a cargo del estado, siempre que se ajustaran a las siguientes condiciones: a) funcionar en lugar conveniente y en condiciones de higiene adecuadas; b) dar la enseñanza conforme al mínimum establecido en la ley 1.420 de educación común; c) educar un número no menor de cuarenta niños y d) tener maestros con título expedido por alguna de las escuelas oficiales de la Nación o de las provincias o con práctica de cinco años, por lo menos, en la docencia. El subsidio sería destinado al pago del personal docente y equivaldría a las dos terceras partes del sueldo que gozaran los maestros de las escuelas oficiales. Se establecía, además, que el Consejo Nacional de Educación proveería de libros y útiles a los alumnos gratuitos de las escuelas subsidiadas. En la fundamentación de su proyecto, Cafferata sostuvo que: “La escuela oficial y la escuela libre concurren, cada una por su parte, a la obra civilizadora de la educación y deben merecer del estado la misma solicitud”. A lo que agregaba: “para que la libertad de enseñar quede ampliamente garantizada, no basta la existencia de las escuelas libres, sino que es menester que ellas sean colocadas en un pie de igualdad que les permita llenar ampliamente los fines de su creación”6. El proyecto no obtuvo, finalmente, la aprobación de la Cámara y quedó como un preclaro antecedente. Cafferata fue un distinguido médico cordobés, nacido 1877, de definida vocación social y política, que tradujo en una intensa actividad parlamentaria a favor de los sectores más desposeídos. Tuvo también inquietudes literarias reflejadas en páginas memorables. La Escuela Argentina Modelo El 10 de abril de 1918, Carlos María Biedma, con la colaboración de Rosario Vera Peñaloza, fundó en Buenos Aires la Escuela Argentina Modelo, cuya dirección ejerció hasta su muerte. Biedma había nacido en esa ciudad el 1º de marzo de 1878. Fue alumno y luego profesor del Colegio Nacional de Buenos Aires y se doctoró en derecho y ciencias sociales en la Universidad de Buenos Aires. En 1909 creó el Museo Escolar Argentino y al año siguiente el Museo Escolar Sarmiento, innovaciones ambas, que demostraron la vocación pedagógica del fundador de la Escuela. “Bien distante de todas las formas del positivismo que durante un tiempo aparentó imperar entre nosotros ―como lo expresa el profesor Enrique Mario Mayochi―, para realizar su obra Biedma se inspiró en dos fuentes: la conducta religiosa y el amor a la patria”7. Falleció en Buenos Aires el 9 de noviembre de 1946. En cuanto a Rosario Vera Peñaloza, nació en La Rioja el 25 de diciembre de 1873, donde realizó sus estudios primarios y secundarios; luego se trasladó a Paraná, donde cursó el profesorado en la Escuela Normal, especializándose en jardín de infantes, con la dirección de Sara Ch. de Eccleston. Una vez egresada, cumplió funciones docentes en La Rioja, Paraná y Córdoba, donde fundó y dirigió varios establecimientos educativos. Prosiguió luego su carrera en Buenos Aires, donde fue directora de la Escuela Normal de Profesoras Nº 1 Roque Sáenz Peña y más tarde inspectora de enseñanza secundaria, normal y especial. Trabajó luego al lado de Biedma. Falleció el 28 de mayo de 1950 en su ciudad natal, adonde había regresado luego de cumplir una larga y fecunda trayectoria docente. Entre sus obras, cabe recordar: La didáctica froebeliana, Los jardines de infantes y La enseñanza de las matemáticas, entre otras. A Biedma le sucedieron en la conducción del establecimiento sus hijos Carlos José y Juan Martín, que mantuvieron la orientación pedagógica iniciada por su padre. Como vicedirectores se desempeñaron, en distintas épocas, prominentes educadores, entre los que podemos mencionar a Juan Mantovani, Hugo Calzetti, José D. Calderaro, Carlos María Gelly y Obes, Alfredo Manuel van Gelderen, Roberto Burton Meis y Enrique Germán Herz. Desde su fundación, la Escuela Argentina Modelo se propuso la realización de un proyecto educativo basado en una pedagogía y una didáctica renovadora, orientada a la actualización de la enseñanza, sobre todo en el área de las ciencias sociales. En su ámbito funcionaron los niveles preescolar, primario y secundario, a los que se añadió, a partir de 1967, un nivel de posgrado, con la creación del Instituto Superior Docente, dirigido por Van Gelderen, por el cual pasaron gran número de educadores que asistieron a sus cursos de perfeccionamiento. El Profesorado de Jardín de Infantes Como ya dijimos, en 1888 se creó en la Escuela Normal de Paraná el Profesorado de Kindergarten y en 1897, en Buenos Aires, la Escuela formal de Kindergarten, con la dirección de Sara Ch. de Eccleston, de efímera duración. Recién en 1937 se retomó la iniciativa con la creación del Profesorado de Jardín de Infantes en la Escuela Normal Nº 9 de la Capital Federal. Al año siguiente se instaló un jardín de infantes modelo, sobre cuya base se estableció el curso de profesorado en dos niños, al que se denominó Sara Ch. de Eccleston ―en homenaje esta educadora norteamericana de fecunda actuación entre nosotros― que subsiste en actualidad. Los Cursos de Cultura Católica Con motivo del fracaso de la iniciativa para establecer una Universidad Católica, en 1922, un grupo de estudiantes universitarios que, como» complemento de su preparación profesional universitaria, deseaban adquirir una sólida formación católica, con el decidido apoyo de Mons. Zacarías de Vizcarra ―sacerdote español adscripto a la arquidiócesis de Buenos Aires― constituyeron los Cursos de Cultura Católica. Compartieron la iniciativa otros distinguidos sacerdotes de la época, como Serafín Protin, Bruno ávila y Vicente Sauras. Más adelante se sumaron los padres Manuel Moledo y Pérez Acosta. El primer director de los Cursos fue Atilio Dell'Oro Maini, a quien le sucedieron Jorge A. Mayol, Tomás' D. Casares y Benjamín Bourse. La secretaría estuvo a cargo de Samuel W. Medrano y luego de Horacio O. Dondo. Los patrocinantes de la iniciativa fueron: Joaquín S. de Anchorena, Rómulo Ayerza, Bernardino Bilbao, Fernando Bourdieu, Juan E Cafferata, Tomás R. Cullen, ángel Estrada (h) y Santiago O'Farrell. Los primeros cursos que se dictaron, fueron de teología dogmática, teología moral, sagradas escrituras e historia de la Iglesia, a los que posteriormente se agregaron cursos de otras disciplinas. Además, a partir de marzo de 1928 se publicó la revista Criterio y desde abril de 1941, la revista Ortodoxia, con temas de teología y filosofía, y una serie de libros, que reprodujeron textos clásicos y dieron a conocer el pensamiento de los profesores de la casa, como los padres Juan R. Sepich, Bruno ávila, Andrés Azcárate y Julio Meinvielle. También se editaron obras del padre dominico Reginaldo Garrigou-Lagrange y de Jacques Maritain, visitantes extranjeros que fueron conferenciantes de los Cursos. En 1936, por inspiración de Casares, que entonces presidía Cursos, se fundó la Escuela de Filosofía, cuyo primer director fue el padre Octavio Nicolás Derisi. Se desempeñaron como profesores el propio director y los padres Sepich y Marcelino Páez a quienes se sumó el padre Leonardo Castellani. A esta Escuela, que fue el fundamento de la futura Facultad de Filosofía de la Universidad Católica Argentina, concurrieron un nutrido número de inquietos jóvenes de aquella época que, con el curso del tiempo adquirieron justa fama en el quehacer intelectual o político, como Mario Amadeo, José María de Estrada, Juan Carlos Goyeneche, Benito Raffo Magnasco, Juan A. Casaubón, Máximo Etchecopar y el Hno. Septimio Walsh, de sobresaliente trayectoria posterior en la educación argentina. Paralelamente a la existencia de los Cursos, con la dirección de César E. Pico, se creó en 1927 el grupo Convivio, que funcionó como un encuentro de artistas cristianos, para discurrir sobre los distintos aspectos del arte y sus implicancias. A estas reuniones concurrieron celebrados poetas, como Francisco Luis Bernárdez, Ignacio B. Anzoátegui, Rafael Jijena Sánchez y Leopoldo Marechal y calificados pintores, como Juan Ballester Peña. De estas reuniones también surgió una nueva publicación, que tomó el nombre del grupo y que perduró durante varios años. La mejor época de los Cursos transcurrió entre los años 1928 y 1940, luego comenzaron a declinar. En 1934, con motivo del cincuentenario de la ley de educación común, los Cursos realizaron dos actos públicos “como repudio a la escuela laica”, en los que hablaron Casares, Anzoátegui, Pico y Medrano. En sus últimos años de existencia, a partir de 1946, el arzobispo de Buenos Aires, cardenal Santiago Luis Copello nombró director de los Cursos al canónigo Luis M. Etcheverry Boneo, de reconocida actuación en el campo educativo, con el que se inició otra etapa de esta institución, que pasó a denominarse Instituto Católico de Cultura. De inmediato se fundó una nueva Escuela, la de Economía, con la dirección de Francisco Valsecchi, y el Instituto de Ciencias, con la dirección de Eduardo Braun Menéndez. Así perduró el Instituto, hasta la creación en 1956 de la Universidad Católica Argentina, ocasión en la que se incorporó a ella con el nombre de Instituto de Cultura Universitaria, que cambió posteriormente por el de Instituto de Cultura y Extensión Universitaria, con el que sigue funcionando en la actualidad. En esta última etapa fueron directores del Instituto: Benito Raffo Magnasco, Florencio J. Arnaudo y el Pbro. Eduardo M. Taussig. Las Universidades Populares Argentinas Debido a la inquietud de Tomás A. Le Bretón y Victorino Ortega, se crearon en 1926 las Universidades Populares Argentinas (UPA) que, según palabras de Santiago Canop, que fue su secretario general, “buscaron perfeccionar los conocimientos de los alumnos que abandonaban ^ aulas de la escuela primaria. Perfeccionarlos en el conocimiento del Idioma, en oficios, en el cultivo del arte, buscando la formación de persogas capacitadas en el desempeño de sus funciones”8. Integraron el Consejo Superior: Domingo Selva, Cosme Manzoni, Custodio Maturana, Leopoldo Carelli, Felipe Fliess, Juan José de Soiza Reilly, José A. Quirno Costa, Ricardo Aldao, José Odorisio, Alfonso Castellanos Esquiú y Enrique Navarro Viola. La primera de estas universidades fue fundada en el barrio de la Boca, de la ciudad de Buenos Aires, por Le Bretón, que era entonces diputado nacional. Primer secretario fue Roberto M. Ortiz, luego presidente de la Nación. Las UPA obtuvieron el reconocimiento del Consejo Nacional de Educación durante la presidencia de ángel Gallardo y fueron fiscalizadas por la Inspección de Escuelas para Adultos. En 1936 comenzó a publicarse una revista mensual de las UPA, con la dirección de Benjamín E. del Castillo, miembro de su Consejo Superior. En el aspecto asistencial, los alumnos de las UPA dispusieron de consultorios jurídico, médico y odontológico, con atención gratuita; y de una colonia de vacaciones en José de la Quintana, Provincia de Córdoba. El Colegio Libre de Estudios Superiores Un destacado grupo de intelectuales, entre los que se encontraban Roberto Giusti, Carlos Ibarguren, Alejandro Korn, Narciso Laclau, Aníbal Ponce y Luis Reissig, decidió, el 20 de mayo de 1930, la creación en Buenos Aires del Colegio Libre de Estudios Superiores. Según se expuso en el acta de fundación, se trataba de “constituir un organismo exento de carácter profesional, destinado a contribuir con el desarrollo de los estudios superiores y que, no siendo ni universidad profesional, ni tribuna de vulgarización, aspirara a tener la suficiente flexibilidad que le permitiera adaptarse a las necesidades y tendencias”. El Colegio promovió la realización de conferencias e investigaciones que estuvieron a cargo de calificados estudiosos del país y del extranjero, principalmente de orientación progresista, como Alfredo y Américo Ghioldi, Gregorio Halperin y Telma Reca. En este aspecto sobresalió la denominada “Cátedra Sarmiento”. Sus actividades se desarrollaron, sin interrupción, hasta su desaparición en 1950. En 1984, una comisión integrada, entre otros, por Antonio Battro, Germán Bidart Campos, Florencio Escardó, Raúl Matera, José E. Miguens y Luis Santaló, intentó su reorganización, pero sus esfuerzos resultaron vanos. El Instituto de Cultura Religiosa Superior Por iniciativa del arzobispo de Buenos Aires, Mons. Santiago Luis Copello, el 3 de mayo de 1933 se creó en Buenos Aires el Instituto de Cultura Religiosa Superior para dedicarse al estudio sistemático de las Ciencias Sagradas. Estrechamente vinculado a la fundación estuvo el Pbro. Jesús Montánchez, que inicialmente dictó la cátedra de exposición del dogma y luego fue nombrado rector del Instituto, cargo que desempeñó casi hasta su muerte, acaecida en 1975. También enseño moral e historia eclesiástica. El padre Montánchez había nacido en Olabarrieta, provincia de Vizcaya, España, en 1888. Se ordenó sacerdote en 1919 y desde 1930 se incorporó a la arquidiócesis de Buenos Aires, en la que se desempeñó como teniente cura en la parroquia de San Francisco Javier y luego en la de Nuestra Señora del Carmen. Al poco tiempo de su creación, la Sra. Juana González de Devoto donó su residencia para sede del Instituto, donde se dictaron las clases a partir de 1939. La capilla fue dedicada al Divino Maestro, a quien se había consagrado el Instituto. Fue desde entonces cuando se dedicó enteramente a esta obra Natalia Montes de Oca, quien fundó una nueva congregación religiosa, que tomó el nombre de Compañía del Divino Maestro. Debido a su empeño, en el ámbito del Instituto se organizó una Escuela de Ciencias Sagradas, con un ciclo básico de estudios teológicos, para formar agentes de pastoral; un curso de doctrina social de la Iglesia y cursos de iniciación a la Biblia y el Nuevo Testamento. Además, en el Instituto se dictaron cursos de antropología filosófica, historia del arte y literatura, y se estableció un taller de arte sacro, con orientación técnica y religiosa. En la década de los años 90 su actividad se fue desvaneciendo, hasta desaparecer en 1998. El Instituto Grafotécnico La Compañía de San Pablo, instituto secular fundado en 1920 en Milán, Italia, por el cardenal Andrés Carlos Ferrari, se instaló en nuestro país en 1928, siendo arzobispo de Buenos Aires Mons. José María Bottaro, por invitación del entonces nuncio apostólico Mons. Felipe Cortesi. Integraron el grupo inicial, llegado a Buenos Aires el 14 de agosto de ese año, los padres Juan Rossi y Pablo Ratti y los laicos Juan Terruggia y Valentina Nova. Desde entonces emprendieron diversas obras, de proyección social y educativa, entre las cuales sobresale la fundación, en 1934, del Instituto Grafotécnico, con una Escuela Superior de Periodismo, en la que se cursaban estudios técnicos y prácticos en tres años para especializarse en dicha profesión. Más tarde se agregó una Escuela de Traductores Literarios, con cursos de dos años de duración; y se creó el Instituto Cardenal Ferrari, incorporado a la enseñanza oficial, con el Profesorado Artesanal y Técnico, de dos años, con especialización en educación especial (un año) y en educación de adultos y tercera edad (un año) y la Escuela Superior de Turismo, de tres años de estudios. La Primera Conferencia Nacional sobre Analfabetismo Con el objeto de analizar las causas y proyecciones del analfabetismo, se realizó en Buenos Aires, en 1934, en conmemoración del cincuentenario de la sanción de la ley 1.420, la Primera Conferencia Nacional de la que participaron representantes de todas las provincias y territorios nacionales. Entre ellos se puede mencionar a Rodolfo Moreno, José Arce, Maximio Victoria, Juan Manuel Chavarría, Juan Carlos Agulla, Rosario Vera Peñaloza, Arturo Marasso, Rodolfo Corominas Segura Berta Vidal de Battini, Juan B. Terán, Próspero Alemandri, Juan Mantovani, Ernesto Nelson y Juan Cassani. En la reunión se consideraron: los factores determinantes del analfabetismo, el plan para combatirlo, la acción del Estado y el estímulo de la acción privada, los medios para hacer cumplir la obligatoriedad escolar, la deserción escolar, el analfabetismo de adultos, la coordinación de la acción de la Nación y las provincias y la necesidad de actualización permanente de las estadísticas sobre analfabetismo. La conclusión más destacable fue la necesidad de mejorar la coordinación de los esfuerzos nacionales y provinciales mediante el aporte de recursos económicos y financieros adecuados. También se señaló la importancia de lograr la extensión de la labor de la escuela primaria para la atención de los adultos analfabetos, en horarios especiales. El Digesto de Educación Primaria El 6 de marzo de 1937, el Consejo Nacional de Educación aprobó el Digesto de Educación Primaria, instrumento jurídico destinado a regular el funcionamiento de las escuelas primarias, que fue un eficaz complemento de la ley 1.420 y tuvo una prolongada vigencia en el ámbito de su competencia. En lo referente a los derechos y obligaciones del personal directivo y docente establecía, por ejemplo, que los maestros encargados de la enseñanza en las escuelas públicas, estaban especialmente obligados a dar cumplimiento a la ley 1.420 “y a los programas y reglamentos que dicte para las escuelas la autoridad superior de las mismas”; a concurrir a las conferencias pedagógicas organizadas por el Consejo Nacional de Educación; a vigilar diariamente el aseo de los alumnos; a recibir las pruebas de exámenes de las escuelas particulares, etc. Precisaba, también, que estaba prohibido al personal docente: “Recibir emolumento alguno de los padres, tutores o encargados de los niños que concurren a sus escuelas”. “Ejercer dentro de la escuela o fuera de ella cualquier oficio, profesión o comercio que los inhabilite para cumplir asidua e imparcialmente las obligaciones del magisterio.” “Imponer a los alumnos castigos corporales o afrentosos.” “Dar lecciones particulares a los alumnos de sus escuelas.” “Hacer propaganda a favor o en contra de creencias religiosas y opiniones políticas.” “Tocar a los alumnos, fuese con la mano, la regla o el puntero so pretexto de llamarles la atención, o tomarlos del brazo para hacerles obedecer”. “Besar al personal de la escuela o a los alumnos que concurriesen a la misma.” Como se ve, el Digesto era un verdadero código de disciplina y de ética, que rigió la conducta del magisterio argentino durante décadas. La Confederación Argentina de Maestros y Profesores Católicos Por iniciativa del sacerdote salesiano Roberto José Tavella, en mayo de 1933 se fundó el Sindicato Católico de Maestros que, como su nombre lo indicaba, agrupó a los docentes de fe cristiana y católica que por entonces soportaban el embate de los militantes socialistas, que eran mayoría en las aulas, sobre todo en la Capital Federal. El año anterior monseñor Miguel de Andrea había creado el Sindicato Católico de Maestras. En 1936, al ser nombrado monseñor Tavella arzobispo de Salta, fue reemplazado por el padre Luis Correa Llano, también salesiano, quien promovió la organización de la Federación de Maestros y Profesores Católicos ―que absorbió a los sindicatos preexistentes― y la reunión de congresos nacionales de la Federación, que tuvieron lugar en los años 1937, 1940 y 1943. La Federación adoptó como lema: “Escuela cristiana, justicia para las mayorías católicas, respeto para las minorías disidentes”, que preparó el restablecimiento de la enseñanza religiosa, producido con la revolución militar de 1943. Como consecuencia de la organización de nuevas Federaciones en el interior del país, se constituyó posteriormente la Confederación Argentina de Maestros y Profesores Católicos, con la asesoría general del padre Correa Llano. La Confederación proclamó como fines: “Agremiación, Cultura y Apostolado” y en el ámbito educativo concretó sus ideales en el lema: “Escuela Cristiana para la Familia Cristiana”. En 1947, al sancionarse la ley de enseñanza religiosa, era presidente de la Comisión Directiva Central Carlos A. Tuninetti y secretario José C. A. di Tomás. Tiempo después, la acción gremial adquirió autonomía con la creación de la Federación de Asociaciones Gremiales de Educadores (FAGE), que se vinculó con la Unión Mundial de Educadores Católicos (UMEC). Luego su acción fue decreciendo y, con motivo del Congreso Pedagógico de 1986, se transformó en el Movimiento de Educadores Católicos (MEC), que se identificó con la teología de la liberación. El proyecto de ley nacional de educación de 1939 En 1939, durante la presidencia de Roberto M. Ortiz, como culminación de varios ensayos anteriores, que hemos mencionado, se elaboró un Proyecto de ley nacional de Educación Común e Instrucción Primaria, Media y Especial, que finalmente no fue sancionado. Una comisión especial presidida por el ministro de Justicia e Instrucción Pública Jorge Eduardo Coll, e integrada por Horacio C. Rivarola, Carlos M. Biedma, Manuel S. Alier y Arturo Cancela, elaboró un proyecto de reforma del sistema educativo, de acuerdo con el cual la instrucción primaria y media comprenderían los siguientes órdenes de estudios: a) Educación primaria, dividida en dos ciclos: infantil y elemental, impartida en escuelas urbanas y rurales, b) Instrucción complementaria y especializada, c) Instrucción media, dividida en dos ciclos, d) Instrucción especial, e) Instrucción especial para deficientes mentales o de los sentidos. El proyecto reconocía la posibilidad de adscribir establecimientos privados a la enseñanza oficial, siempre que la enseñanza se diera de conformidad con los planes de instrucción general. También se admitía que toda persona tenía derecho de presentarse a examen ante cualquier establecimiento oficial. La obligación escolar comenzaba a los siete años de edad y podía cumplirse en las escuelas públicas o particulares o en el hogar del niño. En lo que se refiere a la escuela primaria, en general, el proyecto recogía las disposiciones vigentes de las leyes 1.420 y 4.874 y agregaba algunas nuevas, como la contenida en el artículo 39º, que establecía: “La escuela, además de su función principal de educar e instruir al niño, constituirá un centro de extensión de cultura al medio social; vinculará a los padres y vecinos a su acción educativa y a tal efecto se realizarán en ella actos públicos, conferencias, conciertos y exposiciones”. En cuanto a la educación media, se prescribía que el ingreso en los colegios e institutos oficiales se efectuaría mediante un examen escrito de selección. El primer ciclo del liceo comprendería cuatro años de estudios teórico-prácticos. El bachillerato se obtendría mediante un segundo ciclo de dos años de estudios generales intensivos. Los estudios del magisterio también requerían un segundo ciclo de estudios de dos años de duración. Además, el proyecto incluía un estatuto del magisterio de enseñanza primaria y otro del magisterio de enseñanza media y especial. Pese al intento de modernización del sistema, implícito en el proyecto, mantenía la tendencia centralizadora vigente desde el siglo anterior, en flagrante oposición al federalismo consagrado por la Constitución Nacional. Crítica al proyecto de reforma Con motivo de la consideración de este proyecto, un grupo de personalidades del catolicismo, publicó un libro con el título de La enseñanza nacional (1940), en el que, como expresa en la presentación el padre Andrés Doglia S.J. ―presidente del Consejo Superior Católico de Educación―, se señalan las fallas en la ley proyectada. Las colaboraciones reunidas pertenecían a Gustavo J. Franceschi, Guillermo Furlong, Leonardo Castellani, Alejandro E. Bunge, Pablo A. Ramella, Ernesto Palacio, Juan T. Lewis y Carlos Aguilar. Por entonces el padre Castellani también había publicado un importante volumen sobre Reforma de la enseñanza (1939), con una introducción del ex ministro Celestino Marcó, en el que sostuvo que dicha reforma debía apoyarse en las siguientes bases: 1. Colaboración orgánica en la educación pública, de las tres sociedades concernidas esencialmente en ella: la familia, el Estado y la Iglesia. 2. Respeto sagrado de los derechos naturales del padre de familia sobre sus hijos. 3. Primacía parcial de cada una de las tres sociedades dentro de sus esferas específicas. De estos principios básicos derivaba las siguientes conclusiones: a. Abandono paulatino y prudente por parte del Estado, de su pretensión al monopolio de la enseñanza, b. Obtención para todo docente apto, de la libertad proporcionada a su responsabilidad y competencia, necesaria a su crecimiento y perfeccionamiento, c. Organización de la enseñanza privada en forma tal que se pudieran controlar sus deberes y de ese modo llegar a reconocer sus legítimos derechos. El padre Castellani había nacido el 16 de noviembre de 1899 en la ciudad de Reconquista, provincia de Santa Fe, donde cursó la escuela primaria. En 1913 ingresó en el Colegio de la Inmaculada, en la ciudad de Santa Fe, donde hizo sus estudios secundarios; y en 1918 inició el noviciado de la Compañía de Jesús, en Córdoba. Más tarde se trasladó a Buenos Aires, donde se desempeñó como profesor en el Colegio del Salvador y paralelamente siguió estudios de teología en el Seminario Metropolitano de Villa Devoto. En 1929 fue enviado a Europa para continuar su formación en la Universidad Gregoriana de Roma; allí se doctoró en filosofía y teología. Frecuentó luego la Universidad de la Sorbona, en París, en la que realizó estudios de psicología. Regresó de Europa en 1936 y obtuvo la cátedra de psicología en el Instituto Nacional del Profesorado Secundario de Buenos Aires. Al mismo tiempo ejerció su ministerio sacerdotal y practicó el periodismo. Sus colaboraciones se publicaron por entonces en los diarios La Nación y Cabildo y en la revista Criterio, abarcando casi todos los géneros, inclusive la poesía. Publicó, además, numerosos libros sobre los más diversos temas, algunos con el seudónimo de Jerónimo del Rey. Tradujo y comentó, también, la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino. De prosa combativa, nunca ahorró epítetos para referirse a quienes, entendía, desvirtuaban la tradición católica y atentaban contra la soberanía nacional. Su espíritu militante le valió ser primero suspendido y luego expulsado de la Compañía de Jesús. Una vez secularizado, pasó una época enseñando en Salta y luego regresó a Buenos Aires, donde dedicó los últimos años de su vida al estudio y la investigación. Falleció el 15 de marzo de 1981. El progresismo pedagógico Por esa época llegó al país el pedagogo español Lorenzo Luzuriaga, que había ocupado cargos de responsabilidad en el gobierno socialista de la Segunda República Española (1931-1936). Luzuriaga se desempeñó entre nosotros como consejero y miembro del directorio de la Editorial Losada ―fundada por su compatriota Gonzalo Losada― donde tuvo a su cargo la sección pedagógica, dentro de la cual se publicaron varias colecciones, como: Biblioteca Pedagógica, Biblioteca del Maestro, La Escuela Activa, Cuadernos de Trabajo y La Nueva Educación, todas bajo el rubro Antología de Publicaciones de la Revista de Pedagogía, cuyos derechos había adquirido en España. Precisamente, a través de la Revista de Pedagogía, se había difundido entre nosotros la concepción piagetiana de la educación. Además se editaron varias de sus propias obras, como: Pedagogía, Historia de la educación, Antología pedagógica, Ideas pedagógicas del siglo XX y Métodos de la nueva educación, que todavía siguen figurando en los catálogos de la editorial mencionada. De esta manera el pensamiento de Luzuriaga penetró profusamente en el magisterio argentino de aquella época, que asimiló su enfoque progresista de la cuestión pedagógica, en abierta contradicción con la concepción católica tradicional, no sólo por las ediciones que propició, sino también por los cambios que propuso en nuestro sistema educativo, inspirado en la escuela nueva o escuela activa. Crisis del sistema universitario. La reforma de 1918 También tuvo lugar en esta etapa una nueva crisis del sistema universitario, que culminó con la reforma de 1918, la que logró imponer, por vía de la modificación de los estatutos universitarios, la participación estudiantil en el gobierno universitario y la docencia libre. En efecto, en 1917, a raíz de los acontecimientos revolucionarios en Rusia, que llevaron a la instalación del comunismo en el poder, se advirtió entre nosotros una gran agitación en el ambiente universitario. En la Universidad de Córdoba se produjeron disturbios estudiantiles, durante los cuales los agitadores de izquierda proclamaron que la universidad era la “república de los estudiantes” y, por lo tanto, éstos debían participar en su gobierno. Al año siguiente se constituyó la Federación Universitaria de Córdoba (FUC) y se realizó una huelga estudiantil para solicitar una reforma universitaria que contemplara dichas aspiraciones. Poco después se fundó la Federación Universitaria de Buenos Aires (FUBA). La inquietud se extendió a los colegios secundarios y dio lugar a la formación de los primeros centros de estudiantes de este nivel, cuya existencia fue prohibida en 1936, por una resolución del ministro de Justicia e Instrucción Pública Jorge de la Torre y nuevamente autorizada en 1984, por resolución del ministro de Educación y Justicia Carlos Aleonada Aramburú. Ante los acontecimientos ocurridos en la ciudad mediterránea, el gobierno nacional, desempeñado entonces por Hipólito Yrigoyen, dispuso la intervención de la Universidad de Córdoba, y designó para ejercerla al jurista José Nicolás Matienzo. éste estableció un calendario de elecciones, que debía culminar el 15 de junio de 1918 con la reunión de la Asamblea universitaria para nombrar al nuevo rector. Ese día la Asamblea eligió al candidato de los católicos, Antonio Nores, por lo cual los reformistas interrumpieron el acto y proclamaron la huelga general. En esas circunstancias, el obispo de Córdoba, fray Zenón Bustos y Ferreyra, llamó la atención sobre los desbordes estudiantiles y su vinculación con la revolución social. No obstante, dos días después asumió Nores, pero como los disturbios continuaron, Yrigoyen intervino nuevamente la Universidad, que puso a cargo del ministro de Justicia e Instrucción Pública, José S. Salinas. ínterin, la FUC ocupó la Universidad, que debió ser desalojada por fuerzas militares. El interventor nombró nuevo rector a Elíseo Soaje y a un grupo de decanos que conformaron a los estudiantes de la FUC, los que levantaron la huelga el 9 de octubre. Poco después se reanudaron las clases y se concedió el llamado tercio estudiantil, mediante la reforma de los Estatutos, en virtud del cual los estudiantes participarían en el gobierno de la Universidad, conjuntamente con los profesores y los graduados. En opinión de Fernando Martínez Paz, la reforma debe considerarse “no sólo como un movimiento universitario, sino como un movimiento social con caracteres revolucionarios [...]”9, por lo cual es necesario diferenciar a la reforma como mera expresión de la rebelión estudiantil y al reformismo como una corriente ideológica con implicancias políticas, identificada con el anti-imperialismo y la aversión contra la Iglesia y el Ejército, considerados como depositarios de una tradición autoritaria que se repudiaba. Esta corriente tuvo vertientes partidarias en el radicalismo y el socialismo, que se perpetúan hasta nuestros días. El movimiento reformista Entre las figuras más representativas del movimiento reformista, que en su momento conmovió al país, debe mencionarse a Deodoro Roca ―autor del Manifiesto liminar―, Raúl Orgaz y Saúl Taborda. Este último, más tarde alejado de la ideología de la reforma, es autor de cuatro tomos de Investigaciones pedagógicas, en las que adopta una actitud crítica con respecto al positivismo, a la política escolar de la época y al ideal pedagógico sarmientino, de cepa individualista. Como sostiene Adelmo Montenegro, Taborda “invitó a los argentinos a no vivir de prestado sino a asumir con constancia y denuedo el deber de forjar una nación, de pensarla como una concreción original y de realizarla sin renuncia de la tradición fundadora”. “Era notoria ―agrega― su intención de reinstalar el pensamiento nacional en la tradición anterior a la que comienza con nuestro siglo XIX”10. Según Taborda, la educación, generada por la familia, la escuela y la Iglesia, debe desarrollar las virtualidades naturales del hombre. En los últimos años de su vida Taborda dirigió el Instituto Pedagógico de la Escuela Normal Superior de Córdoba. En cuanto al Manifiesto liminar de la reforma universitaria, contiene afirmaciones altisonantes que todavía encuentran repercusión en el ánimo de la juventud universitaria: “Nuestro régimen universitario, aun el más reciente ―sostiene con criterio subversivo―, es anacrónico. Está fundado sobre una especie de derecho divino del profesorado universitario. Se crea a sí mismo. En él nace y en él muere. Mantiene un alejamiento olímpico. La Federación Universitaria de Córdoba se alza para luchar contra el régimen y entiende que en ello le va la vida”. A juicio de Francisco J. Vocos, “quien ha formulado en forma más coherente y sincera el pensamiento reformista ha sido el doctor Julio V González”. “Con respecto a su naturaleza ―escribe González― nadie ignoraba que se trataba de un movimiento liberal y revolucionario, en cuanto él iba en contra del orden establecido, si bien no llegaron a convencerse de que este liberalismo se especificase como anticlericalismo o anticatolicismo”.11 Nuevas universidades nacionales Al año siguiente de los acontecimientos que tuvieron como epicentro a la ciudad de Córdoba, se creó la Universidad Nacional del Litoral, con sede en las ciudades de Santa Fe y Paraná; en 1921 se nacionalizo universidad provincial de Tucumán y en 1939 se creó la Universidad Nacional de Cuyo, nombrándose primer rector a Edmundo Correas, con lo cual llegaron a seis las universidades nacionales. El origen de esta última institución educativa se encuentra en la preexistente Universidad Popular de Mendoza, y las gestiones para su creación se venían realizando desde 1923. Su primer consejo directivo estuvo integrado por Julio C. Raffo de la Reta y Manuel V. Lugones, por Mendoza; Salvador Doncel y Renato Aubone, por San Juan; y Nicolás Jofré y Reynaldo pastor, por San Luis. En el acto de inauguración, realizado el 27 de marzo de 1939, el rector afirmó que esta Universidad, “al par de la cultura general que es su fin dominante, pulsa y dirige las necesidades regionales en lo que al espíritu, la economía y las industrias se refiere”. A los dos años de su instalación la Universidad contaba con una Facultad de Filosofía y Letras; una Facultad de Ciencias, que comprendía las Escuelas de Ciencias Económicas, Agronomía e Ingeniería; un Instituto del Profesorado; un Instituto del Petróleo; una Escuela de Lenguas Vivas y una Academia de Bellas Artes y Conservatorio de Música y Arte Escénico. |
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