Tomas Falkner en el Pago de los Arroyos
Los descubrimientos de fósiles del pleistoceno en el Siglo XVIII
 
 

1. La formación pampeana.


Dice Florentino Ameghino en su Sinopsis de mayo de 1910 que sobre el último piso de la formación Araucana se sitúa el Ensenadense o Pampeano inferior que, “con su espesor de 15 a 20 metros, se encuentra al descubierto en el cauce del Río de la Plata y en la base de las barrancas del río Paraná, en las provincias de Buenos Aires y Santa Fe”. Se superpone en parte un avance oceánico que deposita espesos bancos de conchas marinas. “Tienen un espesor de dos a cinco metros y constituyen el piso Belgranense, que se encuentra inmediatamente sobrepuesto al Ensenadense, por término medio, a unos ocho metros sobre el nivel de las aguas del Río de la Plata. Aunque este piso sea de escasa potencia, tiene gran importancia en la cuenca de dicho río, porque proporciona un punto de partida seguro para distinguir el Pampeano inferior o Ensenadense del superior o Bonaerense”.


“Después del Belgranense, el nivel del suelo vuelve a subir, retirándose otra vez el océano lejos de sus limites actuales. Estamos en la época de la deposición del Pampeano rojo superior, que es el que debajo de la tierra vegetal cubre toda la extensión de la llanura con un manto de arcilla rojiza de un espesor de 15 a 20 metros y constituye el piso u horizonte Bonaerense”.


“En esta época, bastante próxima de la nuestra, la llanura bonaerense, al norte de la sierra de Tandil, tenía una configuración física y una extensión distintas de las de hoy. Sus límites orientales se extendían por sobre una extensa zona ocupada ahora por las aguas del océano, y en su superficie se desparramaba en decenas de miles de hilos separados el inmenso caudal de agua que, por la depresión paranaense, descendía de las elevadas comarcas del norte a las llanuras porteñas, y que poco a poco depositó el gran manto de arcilla rojiza que constituye el Pampeano superior. Entonces no existían ni el río de la Plata ni el cauce actual del Paraná”.


“Al fin de esa época grandes sacudimientos sísmicos modificaron notablemente el aspecto del territorio. Se produjo una profunda hendedura de sur a norte que, partiendo de la provincia de Buenos Aires, penetró hasta el interior del continente sudamericano. Las capas marinas de la formación Entrerriana se levantaron desde las profundidades del suelo hasta el nivel que presentan sobre la margen izquierda del Paraná, en la provincia de Entre Ríos, y las aguas dulces, corriendo a la hendedura, formaron el bajo Paraná y su prolongación hacia el norte, el río Paraguay”.


Esta descripción de la historia de nuestro suelo que Ameghino redactara en ocasión del Centenario de Mayo, sigue siendo válida en líneas generales, salvo el criterio actual que rejuvenece un tanto la formación Pampeana al ubicarla en el Pleistoceno o Cuaternario, en lugar del Plioceno, último período del Cenozoico o Terciario, como pensaba Ameghino.


Bien está esta extensión de nuestra historia en los tiempos geológicos y paleontológicos. Ameghino, y con él toda la pléyade de cultores de estas ciencias, han brindado a la historiología argentina y americana la profunda perspectiva temporal que requerían. Así lo entendieron Ricardo Levene y la Academia Nacional de la Historia al iniciar la Historia de la Nación Argentina con las contribuciones de Joaquín Frenguelli y de Milcíades Alejo Vignati. Así también, en la esfera de la historia universal, lo entendió Herder en el siglo XVIII en sus Ideas para una filosofía de la historia de la Humanidad y Henri Berr en el siglo XX al iniciar su Biblioteca de Síntesis Histórica con la obra de Edmundo Perrier.


No de otra manera lo entendió Ezequiel Martínez Estrada cuando dijo: “Nuestra historia está en la paleontología y en la etnografía, en aquélla más por su área, especímenes e importancia” ... “Ameghino fue nuestro más grande historiador; Lafone Quevedo y Outes están más cerca de ella que los catedráticos que la elaboran y luego la explican”.


La paleontología argentina tiene sus inicios en el siglo XVIII y precisamente en la llanura que tiene por basamento la formación pampeana.


En esa llanura santafecino-bonaerense, buena parte de la cual constituía el antiguo Pago de los Arroyos, precisamente en sus barrancas y terrenos contiguos, aparecieron los primeros especímenes de la fauna del pleistoceno. El Carcarañá, el Saladillo, el Arrecifes y el Lujan, son los sitios ideales para rastrear en busca de fósiles.


Entre los más característicos figuran especies y géneros extinguidos del orden de los Edentados. Sabido es que éstos se dividen en loricados y pilosos. Entre los loricados, caracterizados por su armadura de placas, se encuentran los Dasipódidos o armadillos, varios de ellos actuales, y los Gliptodontes, característicos de la formación Pampeana. Entre los Pilosos se encuentran los Bradipódidos (perezosos), los Mirmecof agidos (osos hormigueros) y los extinguidos Gravígrados (megaterios y milodontes).


Los Gliptodontes más característicos son: el Doedicurus kokenianus Amegh; el Panochtus tuberculatus; el Glyptodon reticulatus Owen; el Sclerocalyptus ornatus Owen; el Eutatus seguini P. Gerv., y el Eutatus brevis Amegh.


Por su parte, los Gravígrados principales son: el Megatherium americanus Cuvier, el Mylodon, el Scelidotherium, el Lestodon y el Neomylodon Listai.


Otros mamíferos que complementan las faunas pleistocenas son los mastodontes: Cuvieronius platensis, Cuvieronius superbus, Notiomastodon ornatus; los ciervos: Paraceros, Morenolafus, de los cuales dicen A. F. Bordas y N. Cattoí que sus restos son muy abundantes en los afloramientos pampeanos del río Carcarañá, y los curiosos Macrauchenia pataghonica Owen y Toxodon burmeisteri Giebel.



2. Antecedentes americanos de descubrimientos de fósiles en el siglo XVI


Los descubrimientos de fósiles en el siglo XVIII, página inicial de la paleontología argentina, tienen antecedentes en América en el siglo XVI.


Mencionemos en primer término el testimonio del cronista del Perú, Pedro Cieza de León, (1550), quien nos dice:


Esto dicen de los gigantes; lo cual creemos que pasó, porque en esta parte que dicen se han hallado y se hallan huesos grandísimos. Y yo he oído a españoles que han visto pedazo de muela que juzgaban que a estar entera pesara más de media libra carnicera, y también que habían visto otro pedazo del hueso de una canilla, que es cosa admirable contar cuan grande era, lo cual hace testigo haber pasado.


En este año de 1550 oí yo contar, estando en la ciudad de los Reyes, que siendo el ilustrísimo don Antonio de Mendoza visorey y gobernador de la Nueva España se hallaron ciertos huesos en ella de hombres tan grandes como los destos gigantes, y aun mayores; y sin esto también he oído antes de agora que en un antiquísimo sepulcro se hallaron en la ciudad de Méjico o en otra parte de aquel reino ciertos huesos de gigantes. Por donde se puede tener, pues tantos lo vieron y lo afirman, que hubo estos gigantes y aun podrían ser todos unos.


(La Crónica del Perú, cap. LII).


En segundo término, nos volvemos a encontrar con nuestro conocido don Lorenzo Suárez de Figueroa (1530-1595), aquel alférez de Jerónimo Luis de Cabrera que llegara a estos pagos en 1573 con ánimo de fundar el Puerto de San Luis de Córdoba, y que dejara su nombre, alterado posteriormente, en San Lorenzo. A la sazón, en 1581, era gobernador de Santa Cruz de la Sierra. De ese año data una certificación de Felipe de Poveda, dando cuenta de que se ha descubierto “osamentas gigantes” en el Valle de Tarija:


Como dice D. Lorenzo Suárez de Figueroa, gobernador de Santa Cruz de la Sierra, y convencen los vestigios que frecuentemente se descubren. En mi poder tengo una certificación original de D. Felipe de Poveda, el cual hablando del valle de Tarija dice: hállanse en algunas partes osamentas de gigantes.


¿Qué altura tan desmedida no corresponderá a aquel gigante, cuyo cráneo se abría en una circunferencia tan dilatada que metiendo una espada por la cavidad de los ojos, apenas alcanzaba al cerebro, como testifica el ya nombrado D. Lorenzo Suárez de Figueroa, testigo ocular de la experiencia?


(Guillermo Furlong, El trasplante cultural: Ciencia, pág. 35).


En tercer término, mencionaremos las referencias que el P. José de Acosta hace en su Historia Natural y Moral de las Indias:


Nadie se maraville ni tenga por fábula lo de estos gigantes, porque hoy día se hallan huesos de hombres de increíble grandeza. Estando yo en México, año de ochenta y seis, toparon un gigante de estos enterrado en una heredad nuestra, que llamamos Jesús del Monte, y nos trajeron a mostrar una muela, que sin encarecimiento sería bien tan grande como un puño de un hombre, y a esta proporción lo demás, la cual yo vi y me maravillé de su disforme grandeza.


(José de Acosta, Libro VII, cap. 3).



3. El siglo XVIII. Los descubrimientos en el litoral fluvial. El P. José Guevara y la muela petrificada del Carcarañá (1740)


El P. José Guevara, nacido en Recas, Toledo, en 1720, había llegado al país en 1734, y permanecería en él hasta el momento de la expulsión de la Compañía. Seis años hacía que estaba en la Argentina y, contando con veinte de edad tuvo una experiencia que le sugirió más tarde las siguientes reflexiones:


Sin embargo ocurren algunas cosas dignas de particular relación. Los gigantes, torres formidables de carne, que en solo el nombre llevan el espanto y asombro de las gentes, provocan ante todas cosas nuestra atención. No se hallan al presente, pero antiguos vestigios, que de tiempo en tiempo se descubren sobre el Carcarañal y otras partes, evidencian que los hubo en tiempo pasado.


Algunos, convencidos con las reliquias de estos monstruos de la humana naturaleza, no se atreven a negar claramente la verdad, pero retraen su existencia al tiempo antediluviano.


Yo no me empeñaré en probar que los hubo antes del diluvio, pero es muy verosímil que después de él poblasen el Carcarañal, y que en sus inmediaciones y barrancas tuviesen el lugar de su sepultura.


Lo cierto es que de este sitio se sacan muchos vestigios de cráneos, muelas y canillas, que desentierran las avenidas, y se descubren fortuitamente. Hacia el año de 1740 vi una muela grande como un puño casi del todo petrificada, conforme en la exterior contextura a las muelas humanas, y sólo diferente en la magnitud y corpulencia.


(Historia del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán, capítulo “De los gigantes y pigmeos”).


Y más adelante, hablando de las petrificaciones, vuelve sobre el asunto:


Llenos están los libros que tratan de minerales, de semejantes petrificaciones. Yo por la afinidad de materias, y por confirmar la verdad de unas petrificaciones con otras, sólo añadiré que sobre el Carcarañal se encuentran algunos huesos petrificados. Hacia el año de 1740 tuve en mis manos una muela grande como el puño, semi petrificada: parte era solidísima piedra, tersa y resplandeciente como bruñido mármol, con algunas vetas que la agraciaban; parte era materia de hueso, interpuestas partículas de piedra que empezaban a extenderse por las cavidades que antes ocupó la materia huesosa”.


(Historia del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán., capítulo: “De los ríos y lagunas”).


El año 1752 moría en Humahuaca el gran historiador P. Pedro Lozano, cronista oficial de la Provincia Jesuítica del Paraguay. Le sucedió en el cargo de Cronista el P. José Guevara. Poco después tuvo conocimiento de un hecho análogo ocurrido en Córdoba. He aquí el relato de Guevara:


Ventura Chavarría y el hueso gigante de Córdoba (1755).


El año de 1755 don Ventura Chavarría mostró en el colegio seminario de Nuestra Señora de Monserrate una canilla dividida en dos partes, tan gruesa y larga, que según reglas de buena proporción, a la estatura del cuerpo correspondían ¡ocho varas! Como este caballero es curioso y amigo de novedades, ofreció buen premio al que le desenterrase las reliquias de aquel cuerpo agigantado. Puede ser que el estipendio aliente para este y otros descubrimientos, que proporcionarían al orbe literario novedades para amenizar sus tareas.


(Historia del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán, capítulo: ''De los gigantes y pigmeos”),



Tomás Falkner (Manchester, 1702 - Plowden Hall, 1784)


El mismo año de 1752, en que a raíz de la muerte del P. Lozano, le sucedía el P. Guevara en el cargo de Cronista, llegaba a San Miguel del Carcarañá el P. Tomás Falkner, en carácter de administrador de la estancia, y permanecería en estos pagos hasta 1756. Cabe recordar que estos mismos años son los del surgimiento de los núcleos urbanos.


Había nacido en Manchester el 6 de octubre de 1702. Estudió medicina en Londres, y entre sus maestros se cuentan Ricardo Mead, el célebre anatomista, y Newton, del que fue discípulo predilecto. Se graduó de médico cirujano y la Royal Society lo envió a la América del Sur a estudiar las propiedades médicas de aguas y hierbas. En 1730 desembarcó en Buenos Aires, y permanecería en el país hasta el 11 de julio de 1767, momento de la expulsión de la Compañía, es decir que su vida en la Argentina abarca treinta y siete años. Sintiéndose enfermo poco después de su llegada, fue asistido física y espiritualmente por el P. Sebastián de San Martín, S.J. De esta suerte, el inglés calvinista se convirtió al catolicismo. En 1732 ingresa en la Compañía de Jesús, en 1739 se ordena sacerdote y en 1742 concluye su preparación de misionero. Después de estos diez años de preparativos espirituales, pasará siete años entre los indios. Con el P. Matías Strobel irá a la nueva Misión de Indios Serranos en el sur de Buenos Aires, pero como los Serranos de las sierras de Volcán se dispersan y de hecho fracasa la fundación, pasa dos años en Buenos Aires, durante los cuales viaja al oeste del territorio bonaerense. En 1747 Falkner y el P. José Cardiel establecen una nueva reducción en la “Laguna de los Padres” (pueblo Nuestra Señora del Pilar). Es entonces cuando aprende el idioma araucano. En 1751 ocurrió un levantamiento general de indios y en consecuencia quedaron destruidas las misiones. Su próxima residencia fue, como hemos dicho actuando como administrador, durante cuatro años, en la estancia San Miguel del Carcarañá. Los últimos once años en el país transcurrieron en Córdoba, donde actuó como médico, realizó investigaciones botánicas y probablemente fundó la cátedra de Matemáticas. En 1767 corrió la suerte común de los jesuítas expulsos. Pasó a Cádiz y de allí a Cerdeña, regresando a Inglaterra posteriormente. En 1771 conoció al naturalista Thomas Pennant, quien ofició de redactor de su relato “Acerca de los araucanos”, publicado en Inglaterra en 1788. En 1772 conoció a William Combe quien poco después, 1774, fue el editor y prologuista de la “Descripción de la Patagonia y de las partes contiguas de la América del Sur”. Murió en Plowden Hall, residencia de los jesuítas, el 30 de enero de 1784. Entre sus obras inéditas, probablemente perdidas, figuran los cuatro tomos “sobre la anatomía del cuerpo humano”; los cuatro tomos de “Observaciones botánicas, mineralógicas y otras similares sobre productos de América”, y como dice una referencia de la época, “su bien conocido tratado”: “De enfermedades americanas curadas con drogas americanas”.



Tomás Falkner y el gliptodonte del Carcarañá


Al P. Tomás Falkner se deben unas interesantes reflexiones y noticias respecto a descubrimientos de fósiles en el Carcarañá. He aquí la primera:


En los bordes del río Carcarañá o Tercero, como a unas tres o cuatro leguas antes de su desagüe en el Paraná, se encuentra gran cantidad de huesos, de tamaño descomunal, y que a lo que parece son humanos: unos hay que son de mayores y otros de menores dimensiones, como si correspondiesen a individuos de diferentes edades. He visto fémures, costillas, esternones y fragmentos de cráneos, como también dientes, y en especial algunos molares, que alcanzaban a tres pulgadas de diámetro en la base. He oído decir que se hallan huesos como éstos en las orillas de los ríos Paraná y Paraguay, como lo mismo en el Perú.


Yo en persona descubrí la coraza de un animal que constaba de unos huesecillos hexágonos, cada uno de ellos del diámetro de una pulgada cuando menos; y la concha entera tenía más de tres yardas de una punta a la otra. En todo sentido, no siendo por su tamaño, parecía como si fuese la parte superior de la armadura de un armadillo, que en la actualidad no mide mucho más que un jeme de largo”



(Descripción de la Patagonia...)



Falkner y el megaterio del Paraná


La segunda observación de Falkner es la siguiente:


Algunos de mis compañeros también hallaron en las inmediaciones del río Paraná el esqueleto entero de un yacaré monstruoso: algunas de las vértebras las alcancé a ver yo, y cada una de sus articulaciones era de casi cuatro pulgadas de grueso y como de seis de ancho. Al hacer el examen anatómico de los huesos me convencí, casi fuera de toda duda, que este incremento inusitado no procedía de la acreción de materias extrañas, porque encontré que las fibras óseas aumentaban en tamaño en la misma proporción que los huesos. Las bases de los dientes estaban enteras, aunque las raíces habían desaparecido y se parecían en un todo a las bases de la dentadura humana, y no de otro animal cualquiera que haya yo jamás visto. Estas cosas son bien sabidas por todos los que viven en estos países; de lo contrario, no me hubiera yo atrevido a mencionarlas”.


(Descripción de lo Patagonia...)



Refiriéndose a esta descripción del “yacaré” monstruoso, Alcides D'0rbigny escribió:


Se ve que el megaterio ha sido descripto hace mucho tiempo e ignorado de los zoólogos”.


(G. Furlong, El trasplante cultural: Ciencia, pág. 36).



El capitán Esteban Alvarez del Fierro y los fósiles del río Arrecifes (1766)


El 25 de enero de 1766 se halló en un “sepulcro” de 103/4 varas de largo, 31/4 de ancho y 51/4 de profundidad en la estancia y arroyo de Luna, en el Arrecife, una osamenta, en parte petrificada. También apareció, en la estancia de Peñalva, otro “sepulcro” con huesos, de “configuración de racional”. El lugar del primer hallazgo, distante 40 leguas de Buenos Aires, y más de ochenta de las playas de la mar, y el segundo, a dos leguas y media del anterior, dentro del río mismo de Arrecifes.


Los huesos fueron bien acondicionados en petacas retobadas con cueros y se despacharon al juzgado y de allí a la casa del capitán Daniel Estovan Alvarez del Fierro. Este capitán era el Maestre de la fragata “Nuestra Señora del Carmen”. El capitán dirigió un escrito al alcalde de primer voto don Juan de Lezica y Torrezuri “solicitando nombrase jueces especiales encargados de exhumar los tales gigantes del Arrecife”. Fueron nombrados en carácter de jueces un vecino de Buenos Aires, don José Larreondo, y uno del Arrecife, don Luis Vinales.


En la estancia de Luna se inventariaron: 1 pedazo de muela; 1 hueso que parece ser del juego de una mano o pie; varios pedazos de costillas; un hueso redondo, que según parece es el que une el muslo con la cadera o cuadril; una canilla entera, que según su figura “descubrimos ser la que une el brazo con el hombro”; otra cabeza o extremo de canilla que parece ser de las piernas; y otros varios huesos “que no podemos conocer a qué parte correspondan”.


Por su parte en la estancia de Peñalva se inventariaron: un pedazo de cráneo, de una vara de largo y ¾ de ancho; varios pedazos de costillas; un hueso que parece ser de la nuca; varios huesos “que no sabemos a qué parte del cuerpo correspondan”. Este “sepulcro” fue reconocido “por manifestarse un cráneo a su margen y habiendo hecho retirar con un atajo el agua del dicho, reconocimos una osamenta”.


El capitán Alvarez del Fierro solicitó además un reconocimiento facultativo de los huesos. Se accedió nombrando tres “cirujanos anatómicos” para declarar ante escribano “si eran o no de persona humana, según su saber y entender”.


El primer cirujano, ángel Castelli, declaró que “la muela, no obstante no estar entera, tenía figura racional, pero no se ratificaba en ello porque no podía decir lo mismo de las demás piezas”.


El segundo, Matías Grimau, cirujano mayor de la gente de guardia del presidio, declaró que son restos de “hombres muy altos y corpulentos que han existido en lo antiguo, según la tradición que había llegado a su noticia, con motivo de las recientes exhumaciones de aquellas osamentas”.


El tercero, Juan Paván, suplica se le excuse de aquella diligencia, pues aunque había examinado los huesos “no alcanzaban sus luces” a poder decir con certeza de verdad de qué cuerpo podrían ser.


El expediente en el que figuran todos estos datos fue publicado en 1866 por Juan María Gutiérrez en ““La Revista de Buenos Aires”, junto con una carta que dirigiera al director de la misma, doctor Miguel Navarro Viola.


Todo hace creer que el capitán Alvarez del Fierro se esmeró para que los huesos, convenientemente acondicionados, llegaran a España, pero ninguna noticia concreta hay del ulterior destino de estos fósiles.



Fray Manuel de Torres y el megaterio de Lujan (1787)


Sobre este extraordinario hallazgo el P. Furlong ha realizado una exhaustiva evocación histórica de las circunstancias y vicisitudes que atravesó, publicando la correspondencia intercambiada entre los interesados. Es el caso que a primeros de abril de 1787 el alcalde de la villa de Lujan, Francisco Aparicio, encarga al R.P. Manuel de Torres tomar las diligencias del caso frente a un insólito hallazgo de huesos desmesurados. Ambos ponen en conocimiento del Virrey Francisco Cristóbal del Campo, Marqués de Loreto, y éste envía a un teniente F.J. Pizarro el cual tomó el asunto con poca seriedad, y quizá con malignidad, ofendiendo al P. Torres. Era éste un fraile de la Orden de Predicadores, nacido en Lujan en 1750 y fallecido entre los años 1815 a 1819. No obstante la perturbación que causara el teniente, el P. Torres fue pausadamente extrayendo los huesos en tanto que solicitaba colaboración, especialmente el envío de un dibujante. Durante los meses de mayo y junio el P. Torres informa cómo adelanta en su tarea, hasta que a fines de 1787 llegaron los huesos al Fuerte de Buenos Aires, embalados en siete cajones. El Marqués de Loreto, interesado vivamente, aprovechó la llegada a Buenos Aires de unos caciques de la Pampa y de la Sierra para mostrárselos y averiguar qué sabían respecto a la existencia de animales tan corpulentos. “Cuidé de que viesen estos huesos y la forma en que se habían colocado para completar la figura de este animal y mostraron admirarse, asegurando después que no podía ser de estos campos por carecer de su noticia y haber creído siempre fuesen de sus antepasados algunos huesos que encontraban desmedidos, pero sería muy regular creer que aquellos, si eran dañinos estos animales, y no muy comunes, los extinguiesen cuando eran únicos señores de esta tierra”.


En marzo de 1788 fueron enviados los siete cajones a España y el Marqués dirigió un informe al ministro Antonio Porlier. Este contestó el 2 de septiembre anunciando que acababan de llegar los cajones a Madrid. En 1790 José Garriga publicó una “Descripción del esqueleto de un cuadrúpedo muy corpulento y raro que se conserva en el Real Gabinete de Historia Natural de Madrid”. Jorge Cuvier, el creador de la anatomía comparada y de la paleontología, estudió acuciosamente el reconstruido megaterio, y elogió a los españoles que habían demostrado tanto cuidado en extraerlo y conservarlo.


De esta suerte, la fauna fósil del Virreinato del Río de la Plata obtenía la alta jerarquía que le corresponde en la ciencia paleontológica, cuyo nacimiento se presenciaba en esos días.


Un poeta alemán, José Víctor Schaffel, componía un poema humorístico en honor del megaterio. El estilo humorístico, al que tan aficionados son los poetas de los países anglosajones, que celebran de este modo las novedades científicas, se hacía, pues, presente, inaugurando el estilo en que se inscriben poemas como el de Bert Leston Taylor en honor del dinosaurio o el de Bret Harte “Al cráneo plioceno”.



El hallazgo en la isla Martín García (1797)


El último hallazgo paleontológico del siglo XVIII es el efectuado, según lo explica el P. Furlong, en la isla Martín García. El cura del Partido de las Víboras hizo el descubrimiento de “un esqueleto de extraordinaria magnitud” en noviembre de 1797. El gobernador de Montevideo, Antonio Olaguer Feliú, que deseaba transportar los huesos a su ciudad, para de allí enviarlos a España “con destino al real gabinete”, solicitó a las autoridades de Buenos Aires que la lancha que hacía el transporte de piedra fuera utilizada para llevar “un esqueleto”. Se ignora el destino final de este hallazgo.


De todos estos hallazgos, el que tuvo repercusión científica internacional fue el del megaterio de Lujan, por su envío e instalación en Madrid y por el hecho de que Jorge Leopoldo, barón de Cuvier, (1769-1832), viajó para estudiarlo (1806). Así produjo su trabajo “Investigaciones sobre los huesos fósiles” (1821-1824) que puede considerarse el acta de fundación de la paleontología. Los fósiles de los terrenos pampeanos argentinos fueron luego objeto de la consideración de Félix de Azara, Alcides D' Orbigny, y Francisco Javier Muñiz, descubridor del esmilodonte en las barrancas del Lujan en 1844. Posteriormente Richard Owen volvió a tratar “de la paleontología y del megaterio” en 1860, y luego Germán Burmeister, radicándose en Buenos Aires en 1861 y muy pronto Ameghino, con su continuada e ímproba labor, colocaron a la ciencia argentina en un pie de igualdad con la de los países más avanzados.