Lecciones de Historia Rioplatense
Los Jesuitas
 
 
Entre nosotros, la Compañía de Jesús radicóse en territorios del Tucumán el año de 1585. No voy a referirme al sistema casi perfecto de sus establecimientos y reducciones en lugares apartados, que todos conocen de sobra. Sus enemigos llegaron a decir que la Orden se había constituido en un Estado dentro del Imperio y que conspiraba, por tanto, contra los intereses de la Corona. Lo cierto es que los ignacianos fueron, en realidad, los verdaderos colonizadores de las regiones conquistadas por la espada y, sobre todo, los que popularizaron el catolicismo europeizando el alma criolla, en la significación profunda y auténtica del vocablo “europeizar”. Ellos iniciaron, espiritual y culturalmente, a las huestes que poblaban estas bárbaras regiones del Río de la Plata. Fueron los precursores que nos dieron categoría de nación civilizada, preservando al hijo de la tierra de la codicia de los funcionarios civiles de ultramar.

Nadie podía venir aquí alegando privilegios ni buscando enriquecerse con minas de oro y plata. A la sazón, éramos en verdad un interminable latifundio desierto. En las pampas y serranías adyacentes no había nada; encomiendas de indios sólo existían en el papel. Prácticamente volvíanse imposibles, porque los indígenas del Plata siempre fueron rebeldes al dominio del blanco. Muy pocas tribus pudieron ser reducidas por la fuerza, pues, de continuo, estaban en guerra o alzadas. Por tanto, había que defenderse militarmente contra el peligro de los malones.

Los jesuitas, sin embargo, realizaron al margen de toda violencia, una obra formidable de pacificación y auténtico arraigo del nativo a la cultura en sus reducciones del Paraguay y Río de la Plata. Nosotros les debemos el ser, si hemos de hablar el lenguaje ecuménico de la civilización. Y también, el sentido superior de la nacionalidad y del patriotismo vernáculos.

No sólo los Padres de la Compañía se encargaron de la conversión de los indios sino que, además, se dieron a la tarea de disciplinarlos en el trabajo, en las industrias, y en las artes. Nuestras provincias son todavía testimonio vivo de las maravillas que ellos hicieron en este aspecto, en tierra argentina. Organizaron a las misiones militarmente —como discípulos castrenses del Santo fundador—, dándoles a sus pueblos instrucciones preciosas sobre estrategia y preparándolos para la defensa de las fronteras del Imperio. Esto nunca se ha enseñado en ningún texto de historia, y es, justamente, lo que hay que decir a gritos a las nuevas generaciones argentinas por amor a la verdad y a la gratitud.

Los principales ejércitos con que contaba el Rey en Buenos Aires —ya que no había tropas de ocupación aquí— fueron los ofrecidos por los Padres Jesuitas. Voy a darles la prueba que está, por otra parte, documentada. Quien la exhibe es un historiador de la Compañía: el Padre Guillermo Furlong. En un opúsculo suyo titulado “Los Jesuitas y la Cultura Rioplatense”, anota al referirse a la defensa militar en estas latitudes: “... la situación de las Doctrinas era tal, que el sólo defender los Indios sus tierras y moradas, hacían a la Corona de España, y a las naciones que de sus posesiones se han formado, un servicio positivo y de gran importancia: el de defenderles las fronteras y mantener la integridad de su territorio”.

Debo aclarar que los Padres ocupaban una vastísima área geográfica, comprendiendo, en gran parte, las provincias de Buenos Aires, Entre Ríos, Corrientes, Córdoba, Santa Fe, el Paraguay propiamente dicho, el Chaco y Misiones (cuya lonja oriental colonizada por España, hoy día pertenece al Brasil).

Continúa Furlong: “Las Doctrinas estaban en la frontera oriental de las posesiones españolas con Portugal; y las miras de esta nación, decía el virrey Arredondo en la Memoria escrita para su sucesor, se han dirigido siempre a hacerse dueño del continente, y avanzar después hacia el Perú, sistema que desde el principio de la conquista formaron con tanto ardor como injusticia... Estas provincias, agregaba Arredondo, son el blanco a que hacen su tiro desde principios del siglo XVI, sin que los haya cansado la fatiga. Para defender mejor sus pueblos contra las depredaciones de los Mamelucos portugueses constituyeron los Indios toda una cadena de fuertes y castillos en torno del área ocupada por ellos y establecieron guardias permanentes, de tal suerte que el virrey del Perú, Conde Salvatierra, pudo decir de ellos ya en 1649 que eran “los presidiarios del presidio y opósito de los Portugueses del Brasil”.

Ya ven Vds. la formidable importancia que tienen estas misiones en el Río de la Plata. No sólo formaron y dieron dignidad al criollo y al indio, sino que, además, contribuyeron en alto grado a la defensa de la frontera cuyo abandono criminal será uno de los motivos de nuestras guerras civiles posteriores.

“Muchos historiadores modernos —prosigue Furlong— han criticado al hecho de haber los Jesuitas obtenido para sus Indios el uso de las armas de fuego, pero los tales ignoran no solamente la vigilancia que de continuo ejercían sobre las fronteras, sino aun las acciones de guerra que tuvieron feliz éxito, gracias a la pericia e intrepidez de aquellos Indios misioneros. Bastará recordar la célebre toma de la Colonia del Sacramento en 1680. Allí sólo hubo 260 soldados españoles mientras el número de los soldados de las Reducciones ascendía a 3.000. A esas valientes tropas y a su digno jefe el Cacique Ignacio Amandau se debió aquella brillante victoria. Desgraciadamente la Corte de Madrid volvió a entregar a los Portugueses aquella Colonia, pero diez años más tarde, o sea en 1690, el mismo Rey manifestaba sus deseos de volver a recuperarla y al efecto escribía al Provincial de los Jesuitas manifestándole la probable necesidad de una acción posterior y manifestándole que “en cuya breve unión de fuerzas y su oposición, irán principalmente el buen logro del intento”. Tal era el concepto que el mismo Monarca tenía de los soldados adiestrados en las Doctrinas de los Jesuitas. No fue preciso por entonces guerrear contra los Portugueses, pero cuando en 1698 se temió fundadamente que una escuadra de navíos franceses atacaría a la Ciudad de Buenos Aires, pidió el Gobernador D. Andrés Agustín de Robles al Provincial de los Jesuitas 2.000 indios armados y el mismo Robles certificaba después al Rey que “desde las Doctrinas, en sus propias embarcaciones, en menos de quince días después del aviso, estuvieron prontos en aquel puerto, venciendo montón de dificultades y contratiempos”.

Y continúa el precitado autor: “Además de todas estas acciones de guerra bajaron los Indios de las Misiones a Buenos Aires en 1657 para defender la ciudad, y al siguiente año volvieron con el mismo fin otros 300. En 1671 pidió Zalazar otros 500 para defender la ciudad contra nuevos ataques y sabemos que durante 15 años hubo permanentemente diversos destacamentos de 150 Indios que vigilaban las costas del mar y del Río de la Plata. La ciudad pidió refuerzos cuando en 1697 se temió una invasión de fuerzas francesas y al efecto bajaron de las Misiones 2.000 indios y en igual número acudieron en defensa de Buenos Aires cuando en 1700 se temió un desembarco de tropas dinamarquesas, “y estuvieron tanto tiempo en las cercanías del río Hurtado que hicieron allí sus sementeras, hasta que el Sr. Gobernador les dio licencia para volver a sus casas alabando su fidelidad y constancia en lo tocante al servicio del Rey”... El caso de los Indios Misioneros es un caso único en la Historia: el de una milicia que, no sólo defiende su propio territorio, sino que se moviliza, y viajando 200 y 300 leguas, acude en número de muchos miles a cuantas empresas militares ocurren durante más de cien años en el vasto ámbito de varias provincias; y todo esto a su costa y descubriendo en todas ocasiones un arrojo y valor indomable y una abnegación sin límites. No era, pues, ponderación, sino estricta realidad lo que de ellos dejó consignado el Rey Felipe V en su Cédula de 1743: “que estos indios de las Misiones de la Compañía, siendo el antemural de aquella Provincia, hacían a mi Real Corona un servicio como ningunos otros, lo que ya mi Real benignidad les manifestó en la instrucción de 1716...; cualquier novedad... podía quitar... a mi Real Corona aquellos Vasallos, que le ahorran la tropa que se necesitaría y no la hay en aquellos parajes; y a las Plazas del Paraguay y Buenos Aires una defensa inexpugnable de tantos años a esta parte.”

Ligeramente, y no voy a detenerme más, he esbozado los lineamientos principales de la política de los Habsburgo en América y la importancia que tuvieron las misiones, después de la conquista militar del Río de la Plata, en la que cooperaron con la abnegación del heroísmo y la santidad de la fe. Vamos a ver ahora cómo, a partir del año 1700, todos aquellos viejos afanes quedan paralizados o postergados.

Con la guerra de sucesión en España, los ideales e instituciones de la Contrarreforma son lamentablemente olvidados y preteridos. La política vuélvese laica; la economía prima sobre la religión. El evangelismo de la reina Isabel duerme en los archivos; y los virreyes de América tratan de adecuarse al siglo, relegando a segundo plano las tradiciones centenarias del reino.