Viaje al estrecho de Magallanes
Introducción
 
 
Pedro Sarmiento de Gamboa, según Amancio Landín, uno de sus más reputados biógrafos, nació en Pontevedra, hacia 1532. Julio Guillén —el marino-académico—, por su parte, dice que es posible fuera Colegial Mayor en la Universidad de Alcalá de Henares, ciudad que fue —asegura— cuna del gran marino español. Este, no ha dejado aclarada la duda sobre su origen geográfico, pues afirmó ser natural de ambos lugares. Mas sí se puede asegurar que uno y otro —la Pontevedra de sus mayores, la Alcalá en cuyas aulas, sin duda, estudió—, influyeron en él determinantemente, forjando al navegante, al científico y al escritor, que todo eso fue, y de manera sobresaliente, Pedro Sarmiento de Gamboa.

Duró sesenta años su esforzada existencia, rendida en el mar como Almirante de la Guarda de indias, al servicio de su rey don Felipe II, ante el que jamás exhibió el menor afán de medro personal, y sí, en cambio, una lealtad a toda prueba, demostrada en hechos y en documentos.

Su Historia índica, magnífico tratado antropológico, quedó, en efecto, nublado, por la intencionalidad política a la que se atuvo, de acuerdo con las instrucciones recibidas —y cumplidas— del representante real el virrey don Francisco de Toledo. Como marino —afirma, muy certeramente, Julio Guillén— jamás tuvo compañeros de su altura ni de su espíritu. Seguidor infatigable de los mandatos recibidos, chocó siempre con aquellos de feble temperamento o tibios en el cumplimiento de lo ordenado: En 1567 —escribe el mismo autor— álvaro de Mendaña desdeñó, en deservicio del Rey, los más de sus consejos; Juan de Villalobos le desertó; sus pilotos y marineros fueron vencidos por las penalidades y sufrimientos, tratando de hacerle desistir de embocar el estrecho, mas él, insistió magnífico en proseguir, de la cruz a la firma, las órdenes del Virrey, Toledo.; en 1582, por fin, el inepto y bilioso Flores de Valdés desarticuló una expedición concebida para fortificar Magallanes, demostrando Sarmiento —como después lo realizó Inglaterra— lo que ahora ya se puede denominar estrategia y valor de los estrechos.

Dotado de una profunda formación científica, sus conocimientos geográficos fueron verdaderamente revolucionarios para su época: señaló acertadamente la situación de Australia, a la que llamó la Tierra Grande del Sur, y no erró en la determinación de las corrientes pacíficas australes. Fue el primer hombre que contempló América en su conjunto, y en consecuencia, pionero en diseñar una estrategia para construir una seguridad hemisférica. Su excepcional espíritu crítico quedó de manifiesto cuando exploró, minuciosamente, el Estrecho de Magallanes, accidente que cartografió con toda fidelidad, localizando su boca occidental y, trazando una ruta oceánica digna de figurar en los anales de las exploraciones.

Su carácter fue complicado: apenas tuvo amigos, no se casó. Era sin duda introvertido y se ensimismaba con la reflexión y el estudio. Debió ser su hablar, sin embargo, sugestivo y magnético, pues acertó a influir sobre personajes notables: el gobernador del Perú García de Castro, el rey Felipe II, el corsario Raleigh, la reina Isabel de Inglaterra, y sobre todo el virrey, don Francisco de Toledo, se sintieron impresionados por la personalidad v el verbo fácil y persuasivo de nuestro personaje, quien, en cambio, siempre tropezó con cuantos se hallaron en su mismo o próximo nivel de autoridad. Fue —dice Javier Oyarzun— inflexible consigo y con los demás, a los que no supo juzgar más que con las medidas que se aplicaba a sí mismo. De ahí su carácter intolerante y realmente intratable. Fue incapaz de soportar las debilidades ajenas, especialmente las de sus superiores, a los que justificadamente exigía una absoluta competencia y dedicación hasta el sacrificio, pero sin saber pasar por alto fallos humanos en casos en que habría sido más fácil y constructivo contentarse con obtener un resultado más modesto que sus aspiraciones. Casi siempre acabó rompiendo violentamente con sus jefes, aunque justo es decir que éstos fueron muchas veces incompetentes o deshonestos.

Su actitud, en cambio, hacia los que de su autoridad dependieron, fue siempre de solícita preocupación, demostrada perseverantemente hasta el último momento de su vida. Es cierto que exigió de sus subordinados conductas rayanas en el heroísmo, para las que sólo una selecta minoría está elegida, pero es también verdad que Pedro Sarmiento de Gamboa predicó con el ejemplo, siendo siempre el primero en el esfuerzo y en el sacrificio.

Quijotesco, siempre fueron trascendentes sus objetivos. Más vale que digan —expresa, cuando por requerimientos de la misión a cumplir, ha de exigir a sus hombres parquedad en el corner—: aquí pasó hambre fulano e hizo lo que era obligado a Dios y a su Rey, que no que digan: por desordenado se consumió y no efectuó a lo que fue enviado. Y a Felipe II, en una ocasión, escribiría: Tengo en más un buen hombre, que muchas riquezas. En el Estrecho, cuando con sus hombres mariscaba para matar la necesidad, se quejaría de las perlas que contenían los mixillones, que no los podíamos comer.

Yo he llamado a Pedro Sarmiento de Gamboa, el hombre del Sur. él proyectó, magistralmente, las dos flechas expansivas del virreinato del Perú: hacia el Pacífico meridional, de contenido socioeconómico, la primera, y, hacia el Estrecho de Magallanes, de significación netamente estratégica, la segunda. Todos los navegantes peruleros, fueron promovidos por los ideales de Sarmiento, a quien Mario Hernández Sánchez-Barba llama propiamente factor impulsor de la vocación oceánica del virreinato. Así, Juan Fernández, en decidido rumbo hacia el sur, descubriría las islas que llevan su nombre, y más adelante, buscando el continente austral, llegaría hasta una tierra de enorme extensión poblada por gentes de color claro: probablemente, Nueva Zelanda. Así también, Quirós, obsesionado por la idea de hallar aquél, llamaría a la isla mayor de las Nuevas Hébridas Australia del Espíritu Santo, y Luis Vaz de Torres, navegando entre Nueva Guinea y la isla- continente, avistaría el cabo York, extremo septentrional de ésta.

Fue Sarmiento un personaje desdichado: su gran plan de fortificación y poblamiento del Estrecho de Magallanes, habría de ser subvertido y desbaratado por el propio general —Diego Flores de Valdés— a quien encomendó Felipe II la dirección de la empresa como mando adjunto, en equivocada decisión. El tesón de Sarmiento logró situar en el extremo meridional de América a soldados y pobladores, mas, en circunstancia tales, que aquellas gentes acabaron muriendo de inanición. El propio navegante, arrancado por los elementos del paso magallánico, tras intentar desesperadamente materializar una ayuda para sus colonos desde Brasil, desoido por el rey, tendría que emprender viaje a España en demanda de socorro. Puestas las circunstancias en su contra, antes de llegar a Lisboa cayó prisionero de corsarios ingleses, que lo llevaron a Londres, donde sus habilidades diplomáticas —llegó a mantener un largo parlamento con la reina Isabel— acortaron su cautiverio. Cruzando Francia con dirección hacia España, fue apresado por los hugonotes, que lo retuvieron durante tres años.

A lo largo de este encierro solicitó ansiosamente Sarmiento, en cartas dramáticas, auxilio a Felipe II para las pobres gentes del Estrecho. Pero el rey de España centraba entonces su atención en la organización de la Armada cuyo objetivo era la invasión de Inglaterra. Por fin, en 1590, encanecido y desdentado —escribe Landín—, Sarmiento era liberado y llegaba a la corte española. Mas, en aquellos momentos, las poblaciones del Estrecho, vencidas por el hambre y las enfermedades, habían dejado de existir.

Aparentemente, la historia de Pedro Sarmiento de Gamboa es la relación de un fracaso. Mas su memoria está viva en sus escritos y en la estrategia —vigente— que concibió. La gloria crepuscular de este singular personaje, toca en epopeya su frustración, y la de tantos otros que no llegaron a conocer, pese a sus esfuerzos, el triunfo en los hispanos reinos ultramarinos. Fueron éstos muchos más que los que se vieron sonreídos por la fortuna, y la justa fama de Sarmiento es la que merece toda su legión de heroicos malogrados.

Ha trascrito Julio Guillén una reflexión de sir Walter Raleigh —carcelero de Sarmiento en Londres— que es un auténtico homenaje a todos los desdichados, que, invadidos de ideales hispánicos, fueron derrotados en el Nuevo Mundo por los hombres o los elementos:

No puedo menos de alabar la paciente virtud de los españoles. Raramente o nunca nos es dado encontrar una nación que haya sufrido tantas desgracias y miserias como sufrieron los españoles en sus descubrimientos de las Indias; persistiendo, empero, en sus empresas con constancia invencible, lograron anexionar a su país provincias tan hermosas que se pierde el recuerdo de tantos peligros pasados. Tempestades y naufragios, hambre, derrotas, alzamientos, el sol abrasador, el frío, la peste, y toda clase de enfermedades —las ya conocidas, junto a otras ignoradas—, pobreza extrema y carencia de todo lo necesario, han sido los enemigos con los cuales se han encontrado en una y otra ocasión cada uno de sus descubridores.

Piensa Julio Guillén que estas palabras de Raleigh están inspiradas en los maravillosos relatos que Sarmiento le hiciera. También yo.

Dejó Sarmiento abundante documentación de su paso por la vida. Además de su copiosísimo epistolario con el rey y sus secretarios, existen varias crónicas principales —firmadas por él mismo— de sus observaciones y viajes: la primera, probablemente de 1569, narra brevemente la expedición que hizo con Mendaña al Pacífico, con poco resultado práctico, y cuya consecuencia fue el descubrimiento de las islas Salomón. La segunda estuvo monumentalmente concebida, y pretendió ser un estudio histórico científico sobre el reino del Perú. Habríase de componer de tres partes: una descripción del medio físico; otra —la conocida, aclara Landín, y probablemente la única concluida— referente al Perú prehispánico, desde los primeros Capac hasta Atahualpa y Huáscar; y una tercera, trataría de los hechos de la Conquista y subsiguientes a ella. Por exigencias políticas, Sarmiento acometió primeramente la segunda parte de esta obra ambiciosa —la que conocemos como Historia Indica—, que concluyó en 1572. Posteriores acontecimientos —la rebelión alto-peruana de los chiriguanos, y su tercera comparecencia ante el Tribunal del Santo oficio— frustraron la conclusión del resto de la obra.

La tercera crónica de Sarmiento es la que relata su viaje de descubrimiento al Estrecho de Magallanes. Las demás —hasta un total de cuatro, datadas en 1582, 1583, 1584 y 1590— narran los sucesos relativos a la expedición de fortificación y poblamiento del Estrecho. Componen la descripción de su fracaso, mientras que la anterior es la expresión de una victoria, y se corresponde con la plenitud vital de su autor.

Esta es la que aquí se ofrece a la reflexión del lector. Es una crónica densa, compacta, minuciosa y completa, consecuencia de un mando ejercido sin limitación. Es, por consiguiente, de todos los que firmó, el texto que mejor define la personalidad del descubridor: acabado modelo —dice Landín— de expresionismo marinero, abarrotado de clásicas formas en las que se vierte el temple varonil de su autor y una fuente inagotable para cuantos busquen la entraña misma del sentir y decir de nuestros viejos mareantes.

En efecto, la Relación es, ante todo y sobre todo, el escrito de un marino, que se ciñe a la finalidad descubridora de la empresa que acomete: constituye por lo tanto un registro exhaustivo de los accidentes y meteorología del Estrecho. Vientos, profundidades, fondos, corrientes, marcas, surgideros, rompientes y, contornos costeros, aparecen en esta crónica señalados con absoluta precisión. Y también la flora, la fauna y los hombres que habitaban aquel rincón del planeta. Con razón Pedro Peralta, en su poema épico Lima fundada, llama a Sarmiento

... nuevo Teseo del austral undoso

laberinto del liquido elemento...

Pero tanta pormenorización no impide que el escritor luzca su estilo, y así el empleo del sinónimo —con preocupada medida—, de la metáfora y, en ocasiones, de la oportuna ironía, amenizan el diario del navegante, haciendo su lectura francamente asequible para el lego en las cosas de la mar.

Pórtico de la crónica son las instrucciones del Virrey, tan abundantes en detalles técnicos que hay que pensar que Sarmiento las inspiró y don Francisco de Toledo —quien siempre demostró absoluta confianza en el marino— las firmó. Nada queda en ellas al azar, y de su exacto cumplimiento da fe el subsiguiente relato de la aventura, a lo largo de la cual Sarmiento no sólo obedeció a la autoridad virreinal: también se obedeció a sí mismo.

Para garantizar de aquélla un testimonio escrito, ordenó el virrey que se hicieran cuatro copias del diario: una, que retornaría al Perú, vía marítima, desde la entrada oriental del Estrecho; otra que ha de quedar a la Justicia de Río de la Plata para enviar a Su Magestad; una tercera, que llevaría a Lima el soldado que acordéredes, por tierra, vía Tucumán; y la cuarta, debía ser entregada personalmente a Su Magestad, con la dicha Relación y el despacho que lleváis mío, para presentar las dichas Informaciones, Relaciones y Descripciones autorizadas en la forma que dicha es, y a informar de palabra con testigos del hecho, para que Su Magestad mande y provea en todo lo que más fuere servido para la prevención y seguro de aquella Entrada...

La defección de Villalobos alteró estos cuidadosos planes documentales que Sarmiento, dotado de auténtica inquietud científica, cumplió empero a rajatabla, si bien no pudo detenerse en Río de la Plata porque las corrientes sacaron su nave a mar abierto. Se trajo, pues, tres copias de su crónica a España, remitiendo la cuarta con un patache alquilado a sus expensas, desde Cabo Verde a Lima, vía Panamá.

Esta crónica del viaje glorioso de Sarmiento se compone de varias secuencias: abarca la primera desde la salida de El Callao el 11 de octubre de 1579, hasta la llegada al golfo Trinidad, a 50ºS, donde la costa chilena, desbaratada en un laberinto de tierras y aguas, anuncia la proximidad del Estrecho; la segunda se subdivide a su vez en tres períodos, que se corresponden con las exploraciones que realizó el navegante en busca de las posibles bocas —principales o secundarias— que pudieran conducir al canal interoceánico. Estos recorridos, son un ejemplo de pericia marinera, de probado valor y de lealtad al mandamiento recibido (... procurad con vigilancia saber todas las Bocas que tiene el dicho Estrecho a la entrada por esta mar, le había ordenado el virrey). Al cabo de ellos llegó Sarmiento a la conclusión de que, para navíos de porte, sólo había una entrada practicable, y por eso se lanzó a su búsqueda saliendo al mar abierto (fue entonces cuando Villalobos dio popa al riesgo y a la gloria) y embocándola con admirable precisión. La tercera secuencia abarca el resto del viaje: la travesía del Estrecho —durante la cual investigó, siempre fiel a las instrucciones de don Francisco de Toledo, las posibles salidas del paso—, la desembocadura en el Atlántico y la ruta hacia España, cruzando en diagonal el océano. En esta última fase resolvió el problema del cálculo de la longitud, sirviéndose de la distancia angular de sol a luna, método que fue el primer marino en emplear. Localizó en la bóveda austral dos estrellas polares de muy Pequeña circunferencia (a diferencia del boreal, el polo sur celeste es oscuro. Los luceros de Sarmiento, de muy secundaria magnitud, fueron observados por éste mediante procedimientos artesanales, ya que no se había inventado el telescopio. De ambas estrellas, efectivamente muy próximas al polo austral, ha obtenido magníficas impresiones fotográficas el ingeniero don Francisco de Castro, durante la expedición Patagonia-, realizada en memoria del insigne navegante), anotó y explicó determinados meteoros luminosos, y proporcionó normas para corregir los aparatos de medida, afectados de error en el lejano sur terrestre.

La última parte de la crónica es un típico relato de aventuras: con su tripulación enferma de escorbuto, Sarmiento ha de enfrentarse a dos naves corsarias francesas, a las que logra burlar, ganándolas el barlovento; seguidamente, con su nave hecha un prado de hierba y caramujo, de la larga navegación, arriba a las islas de Cabo Verde, donde él y sus hombres han de pagar crecidos precios para cubrir sus también crecidas necesidades: ... tuvimos que pagar aquí el agua como si fuera vino, escribirá el navegante; no fue obstáculo este abuso para la petición que hicieron a los españoles las autoridades portuguesas: que se enfrentasen a unos piratas, merodeadores de las aguas del archipiélago desde hacia largo tiempo. Sarmiento asumió el reto y púsolos en fuga, porque la pólvora del Perú excede a todas las pólvoras que agora se saben. Finalmente, en las Azores supieron de la crisis dinástica hispano portuguesa: la población isleña, inclinada en favor del aspirante lusitano, se comportó hostilmente con los españoles, por lo cual —dice Sarmiento— vivíamos como quien por momentos esperaba ejecución de la behetría del vulgo; pero con las armas en la mano y las mechas encendidas todas las horas.

Por aquel tiempo, en la península, el duque de Alba en rápida acción militar incorporaba Portugal a los dominios de Felipe II. Pero cuando Sarmiento llegó a las Azores, aún no conocían sus habitantes tal noticia. Afortunadamente llegó una armada española procedente de las indias, compuesta por veintidós barcos. Esta providencial presencia acabó con la última tribulación de los descubridores. El 3 de agosto de aquel año de 1580, las veintitrés naves —veintidós más una— ponían sus proas hacia España, entrando en Cádiz el quince de dicho mes, después de trescientos diez días de navegación. El diecisiete, con sus hombres como testigos, firmaba Sarmiento su relación, y se disponía a visitar a Felipe II —rey de España y Portugal— en Badajoz, para dar cuenta al soberano de que sus posesiones se extendían hasta el extremo sur del planeta.

Algo más hay que comentar de este relato fundamentalmente náutico: Como el fin de este viaje —comenta Sarmiento—, entre las cosas urgentes, se manda por la instrucción del Virrey que se sepa aún después de salidos del estrecho a esta mar se procure saber de los ingleses, el descubridor, en Azores, se informó cuanto pudo de las andanzas de éstos en el Atlántico, desde Magallanes hasta Brasil, haciendo gala de agudeza mental en su investigación y valorando acertadamente los informes adquiridos.

Con esta última actividad, Sarmiento cumplía exactamente todas las instrucciones del virrey. Su Relación y Derrotero del Viage y Descubrimiento del Estrecho de la Madre de Dios, antes llamado de Magallanes, es la expresión de su colmado celo, y con independencia del valor literario y científico que posee, constituye verdadera acta notarial de desinteresado servicio a la corona, el cual, justo es decirlo —y lo afirma sin ambages Fernández Duro— siempre se vio tibiamente recompensado.

Pedro Sarmiento de Gamboa fue un hombre con permanente avidez por saber. En sus escritos abundan las referencias a otros cronistas sobre los que pone de manifiesto un conocimiento más que notable. Así, cuando en el libro de bitácora anota que esta noche vimos un arco que llaman los filósofos Iris blanco, en contraposición de la luna que se iba a poner y de la reciprocidad de sus rayos, que por antiperístasis herían en las nubes opuestas.... añade tras esa científica descripción: Cosa es tan rara que ni la he visto otra vez, ni oído ni leído que otra persona la haya visto tal como éste, sino en la relación de Alberico Vespucio, que dice en el año de 1501 haber visto otro como éste.

Es decir, cuanto parece insólito es sometido por Sarmiento al tamiz de su memoria y de su entendimiento —de la razón, en suma—. Atemperaba nuestro hombre las leyendas, que también existían en relación con las tierras australes que reconoció. Y fue de los pocos que no elevó lo no corriente al nivel de lo extraordinario. Con Sarmiento se derrumban, por ejemplo, las fábulas relativas a la existencia de gigantes en el extremo sur americano. Y no porque no los viera: los buscó y los encontró. Pero no le parecieron gigantes, sino, simplemente, hombres crecidos de miembros. Cuando, al norte de la punta que llamó de San Antonio, entablaron sus hombres contacto con los indios, se observaron en la costa de enfrente —la Tierra de Fuego— humos que ahuyentaron a los indígenas. Dijeron éstos que en aquella orilla vivían unos gigantes muy poderosos con quienes tenían guerra.

Sarmiento, lector infatigable, debió recordar lo que respecto de estos seres escribieron Pigafetta, Cieza de León, Fernández de Oviedo o Gómara. Que, para emprender su viaje, se asesoró leyendo lo que otros aventureros australes escribieron, es seguro: como ejemplo de este aserto, ahí está la cita que hace de Vespucio, y que acabamos de transcribir. En esta relación, es parco Sarmiento en recuerdos hacia otros, porque quiere presentarse ante el rey —humana debilidad— como el nuevo e indiscutible descubridor—por eso propone un nuevo nombre para el Estrecho— de las tierras y mares del austro americano. Espoleada su inquietud científica, quiso ver de cerca aquellos indios de tamaño desmesurado, poniendo rumbo hacia el litoral fueguino y desembarcando en una bahía que recibió el elocuente nombre de Bahía de Gente Grande, aún vigente. Efectivamente, los hombres que allí se hallaban eran de una talla muy superior a la de los españoles. Pero en ningún momento, Sarmiento —que era, por cierto, de baja estatura—, los considera gigantes. Se asombrará, sí, de su fuerza hercúlea (diez de sus hombres, a uno de ellos, apenas le podían tener), y anotará, objetivamente, sus nada corrientes características físicas. Pero no cayó en la exageración, que en relación con el factor humano magallánico fue vicio de tantos exploradores del siglo XVI, del XVII y aun del XVIII, la centuria de las luces.

No fue, pues, nuestro hombre quien originó la leyenda que, sumándose a tantas otras fábulas americanas, refería la existencia de gigantes en las tierras australes del Nuevo Mundo. Gigantes, por cierto, para que la fantasía fuese completa, que habitaban una ciudad suntuosa visible entre dos elevaciones del terreno. Veamos cómo describe Sarmiento aquella insólita urbe: Descubrimos unos grandes llanos entre dos lomas muy apacibles a la vista y de muy linda verdura, como sementeras, donde vimos mucha cantidad de bultos como casas, que creímos ser casas y pueblos de aquella gente. Testigo de una visión fugaz, sencillamente, con intelectual prudencia, da Sarmiento cuenta de ella. Ni gigantes, ni ciudades fabulosas. Unas décadas más tarde, Leonardo de Argensola, más imaginativo que el descubridor, se hará eco de las leyendas que este encuentro generó y que venían a ratificar las exageradas apreciaciones sobre la raza de gigantes hechas por Pigafetta en su relación de la primera vuelta al mundo. Sarmiento es, sin duda, el viajero que con mayor rigor describe a estos indígenas meridionales, no habiendo contribuido en absoluto a los inútiles tratados gigantológicos que tanto proliferaron en Europa desde el viaje de Magallanes hasta finales del siglo XVIII.

Fue en efecto Pigafetta, el improvisado cronista del gran marino portugués, quien difundió el mito que a tantas mentes crédulas encandiló. De un patagón, dice Pigafetta, que este hombre era tan grande que nuestra cabeza llegaba apenas a su cintura, y el propio traductor al francés del fantasioso relator, Carlos Amoretti, hombre de la Ilustración, lejos de tratar con cordura las exageraciones de aquél, procura testimonios que en las mismas abunden. Así, entre las opiniones al respecto de Byron, Wallis, Cook y Forster, y las más circunspectas de Winter, Narbourough y Bouganville, se queda con las de los primeros, menos ajustadas a razón. Aduce para ello que los habitantes de las costas más meridionales de América no son todos de gigantesca estatura, sino únicamente los individuos de algunas tribus tienen esa talla. Como no habitan siempre en el mismo sitio, ha sucedido que algunos navegantes no los vieron. Este razonamiento choca con el que hace Sarmiento en una relación posterior, señalando que el Río San Juan —en la península Brunswik— es el límite entre dos pueblos de indios: los grandes y los pequeños. (Obsérvese que dice los grandes, no los gigantes.)

Muchos cronistas de América se hicieron eco de las disparatadas referencias a los habitantes del sur del Nuevo Mundo: Fernández de Oviedo, en su Historia General y Natural de las Indias, dice que la costa a ambos lados del Estrecho de Magallanes está habitada por unos gigantes a los cuales llamaron patagones por sus grandes pies, que tienen una estatura de trece palmos, grandísima fuerza y son tan veloces en el correr como muy ligeros caballos o más. Por su parte, Cieza de León, con indisimulado escepticismo, en su Crónica del Perú comenta que porque en el Perú hay fama de los gigantes que vinieron a desembarcar a la Punta de Santa Elena, que es en los términos desta ciudad de Puerto Viejo, me paresció dar noticia de lo que oí dellos, según que yo lo entendí, sin mirar las opiniones del vulgo y sus dichos varios, que siempre engrandece las cosas más de lo que fueron. Gómara, en su Historia de las Indias, afirma que en el Perú hubo gigantes, porque fueron hallados huesos y calaveras con dientes de tres dedos en gordo y cuatro en largo. (Don Manuel Ballesteros, en notas 51 y 224 de su edición de la obra de Cieza —número cuatro de esta Colección— aclara que los restos óseos que originaron tal mito peruano procedían de animales terciarios.) Y el autor de la Historia de las guerras civiles del Perú, Gutiérrez de Santa Clara, refiere la llegada de gigantes australes al reino de los incas, en período prehispánico, durante el tiempo de Túpac Yupanqui, personaje al que prestó Sarmiento especial atención, pues fue el Inca viajero, protagonista de un fabuloso viaje por el Pacífico en el que descubrió dos ricas islas: Huanachumbi y Ninachumbi, hacia las que el marino-cronista se proyectaría, descubriendo, con Mendaña, el archipiélago de las Salomón.

Es decir, Sarmiento, que con notable inquietud antropológica escudriñó las leyendas y tradiciones incaicas, supo seleccionar las que eran verosímiles, investigándolas por la vía de la práctica (consecuencia de tal actividad fue su primer viaje de descubrimiento). No se dejó deslumbrar, evidentemente, por la que refería la existencia de gigantes en las tierras magallánicas, pese a lo que sobre tan apasionante cuestión escribieron muchos narradores antes que él.

El caso es que, ya en el siglo XVIII, continuaban tratadistas y exploradores exagerando y fantaseando en relación con los indígenas del extremo sur americano. El comandante Byron en su Diario del viaje alrededor del mundo —periplo en el que utilizó la Crónica de Sarmiento— incluye gráficos en los que se compara la estatura de los patagones con la de los europeos: las rodillas de aquéllos llegaban a la cintura de éstos, que resultaban duplicados en talla por los gigantes indígenas. Considerando a estos dibujos, reflejo de la realidad, los patagones podrían medir más de tres metros de altura.

El propio Sarmiento, que tan cauto se mostró en sus descripciones sobre los gigantes meridionales, fue tergiversado, y así, el franciscano José Torrubia en su Aparato para la Historia Natural Española, publicado en 1754, recurre al descubridor para apoyar su tesis gigantológica, según la cual abundaron las razas de tamaño desmedido en varios puntos de América, incluida Nueva España. En cuanto a Byron, hizo caso omiso de las contenidas opiniones que, sobre el asunto, emitió el navegante español.

Fue precisamente el traductor al castellano del viajero británico —el doctor Ortega— quien, con una actitud crítica muy superior a la del que expresó en francés el Diario de Byron, sitúa la polémica en términos racionales, citando como ejemplo el veredicto de la Real Academia de la Historia respecto de una osamenta incompleta —presuntamente humana— que, desde el virreinato del Río de la Plata, fue remitida a Madrid. Y acusa el investigador español al francés de recoger citas inciertas y novelas extravagantes, que injustamente atribuye a escritores españoles, para apoyar sus disparatadas teorías.

El santacrucense —argentino patagónico— Juan Hilarión Lenzi, en su Historia de Santa Cruz, magnífica obra que vio la luz en 1970, elegantemente, sin lanzar críticas en tal o cual dirección, o contra ésta o aquella época, pone a cada autor con opinión sobre el discutido tenia, en el lugar que le corresponde. Para los que exageraron, exhibe la atenuante de que los indígenas patagones, seguían impresionando como más altos de lo que eran en realidad. Pensando que la talla media de las primeras tripulaciones castellanas que navegaron las aguas magallánicas no iba mucho más allá del metro sesenta, y que la de los agigantados patagones era de 1,83 metros —según los rigurosos trabajos del naturalista chileno Enrique Ibar Sierra— se explica el asombro de Pigafetta y de tantos otros observadores posteriores.

Por eso, frente al mito, ampliamente difundido, cobra especial valor la figura de Pedro Sarmiento de Gamboa, que no se hizo portavoz de las fábulas —lo reconoce Hilarión Lenzi— en sus veraces y concretas relaciones. Y en cambio, el que no se dejó impresionar por la leyenda, acabó siendo absorbido por la leyenda.

Otro ensueño patagónico fue el de la encantada Ciudad de los Césares, surgida a orillas de un lago sereno y cristalino, y en la que —cuenta Hilarión Lenzi— el oro y la plata, las gemas y perlas, expresiones mayúsculas de riqueza, abundaban tanto que aquellos eran utilizados para construir vasijas, cubiertos e instrumentos varios, de uso casero y aún de labranza.

Era su población mestiza: Hombres blancos —sigue narrando el mismo autor— habíanse casado con indias; mujeres blancas formaron hogar con varones autóctonos. Dos razas se fusionaron, equilibradamente, de modo tal que se mantuvieron intactos los valores prevalecientes de cada una. Ciudad pagana —en la que había un templo con campana de plata que nadie tañía— asegurábase que fue fundada por los supervivientes de los desastres australes. Los de los naufragios de las naves de Simón de Alcazaba o de la flota del obispo de Plasencia; los que escaparon tras el ataque de los araucanos a Osorno; los perdidos compañeros de Alonso de Camargo... y los fugitivos —escribe Hilarión Lenzi— de las ciudades efímeras, desventuradas, que fundó Sarmiento de Gamboa. Y aclara, poético, el historiador argentino: De esos restos misérrimos surgiría la idea de la ciudad que era portento de riqueza; del clamor de los moribundos nació la urbe en que el hombre alcanzaba la divina condición de la inmortalidad. Los vencidos por la naturaleza, los doblegados por las propias flaquezas, daban paso a la ostentosa Ciudad de los Césares, ricos, felices y triunfadores.

Cuando Sarmiento escribió sus crónicas, ya bullía en muchas mentes la leyenda de la encantada ciudad austral. él mismo, al establecer —durante el segundo de sus viajes al Estrecho— contacto con un grupo de indios magallánicos, se vio sorprendido por una salutación, en castellano, que estos le hicieron: Paz, paz Jesús, María, Capitán. ¿Cómo conocían aquellos indígenas tan alejados de toda implantación española tales vocablos? Pudo el navegante haber supuesto una conexión entre ellos y alguna ciudad española meridional y no conocida. ¿Por qué no la de los Césares? En cambio, prudente y con rigor científico, extrae de su recuerdo las diversas hipótesis que pueden explicar el curioso fenómeno: y así, dice que pueden haberlas aprendido de un capitán Quirós de que hay noticia por Chile que está en esta tierra con sesenta hombres años ha. Y con sorprendente precisión, añade:

También se lee en una relación impresa del viaje que hizo al Estrecho el Comendador Loaysa el año de 1526 en el capítulo VI, que yendo caminando en este Estrecho por la costa de la mar dél un clérigo llamado don Juan de Yrarza y otros tres compañeros a buscar la nao del general, se perdió uno de los compañeros llamado Juan Pérez de Yguerola (...), y pudo ser que los indios que estaban cerca guardasen el tal Juan Pérez y dél hayan aprendido estas palabras.

Ni en esta crónica, ni en ninguna, aparece Sarmiento como vocero de lo fantástico. Sus juicios son siempre medidos, razonables, lógicos. Somete a crítica lo que ve y lo que oye, y tras ese proceso intelectual, emite su parecer. Su rigor frente a la leyenda otorga particular mérito a una destacada característica de su personalidad: su acendrado fervor religioso.

Cuando se me propuso contribuir a esta colección de Crónicas de América, ya venía yo pensando en la conveniencia de incorporar a ella algún texto de Sarmiento de Gamboa, personaje de importancia capital en la proyección marítima del Perú y autor de gran erudición y fino estilo, relegado injustamente a segundo término en la mayoría de los estudios referentes a la América virreinal, intelectual y hombre de acción, fue sin duda la dispersión de sus inquietudes, la causa de su fama opaca.

Y sin embargo, sólo como cronista del Nuevo Mundo, debiera tener derecho a una atención impar: su Historia Indica, sin llegar cuantitativamente a lo que fue la obra de Cieza de León —el narrador por excelencia de las cosas del Perú—, posee una calidad científica de primera magnitud, encomiada fuera de España antes que en España. Markham, que con respecto a Sarmiento no es, ni mucho menos, ditirámbico, lo reconoce como la más alta autoridad en cuanto a la historia externa de la época incaica, y Salvador de Madariaga establece un paralelismo entre el navegante cronista y el gran investigador de la Nueva España precortesiana, Bernardino de Sahagún.

La Historia Indica de Pedro Sarmiento es, no obstante, texto controvertido, comentado críticamente por más de un autor, como Ernesto Morales. Otros hay suyos —como el que presento al lector— que han merecido el aplauso unánime de los entendidos, en este caso, de sus colegas, los marinos. La obra es el resultado del cruce entre las dos principales facetas de este hombre singular: la científica y la de mareante.

Está escrita, además, con completa independencia y con ocasión de una aventura en la que fue —por única vez en su vida— indiscutido capitán. Sus restantes relatos marineros —el de su viaje a las Salomón, y los relativos a su frustrado intento colonizador en el Magallanes— carecen del empaque científico y de la objetividad que caracterizan a esta Relación y Derrotero.

La narración del descubrimiento de las islas del Mar del Sur es el testimonio de una empresa fallida. Se inició con propósito de poblamiento, del que Mendaña —general de la expedición— desistió, y debíase haber encontrado una ruta de retorno —utilizando las corrientes australes, como Sarmiento recomendaba— que finalmente no se buscó. La consecuencia fue que las islas Salomón quedaron tan desconectadas del Perú como lo estaban antes de descubiertas (no pudo ser Sarmiento el Urdaneta del Sur). En cuanto a las relaciones sobre el proyecto colonizador magallánico, indudablemente de gran interés por la cantidad de datos geográficos y antropológicos que contienen —los cuales aparecen, igualmente, en esta crónica marinera—, se ven enturbiadas por las referencias —a veces demasiado amargas, demasiado destempladas— a penosos factores humanos y logísticos que perturbaron aquél desde su iniciación, condenándolo al fracaso. Todos estos textos, por otra parte, precisan del contraste con los demás que a los mismos asuntos se refieren. La resultante de tal recopilación —ya elaborada, por cierto—, no podría quedar dedicada solamente a la figura de Pedro Sarmiento de Gamboa, que es el objetivo de este volumen.

Son —creo— suficientes las razones apuntadas para identificar al personaje con la crónica de su mejor viaje. Pero aún puedo aducir una razón más: es ésta una relación optimista, esperanzada, llena de esforzada vitalidad. Se corresponde con el corto momento pletórico de una vida desgraciada, y narra una aventura genial felizmente concluida. Por todo lo anterior, y por este motivo, es la obra más característica de aquel navegante sabio que fue el cronista Pedro Sarmiento de Gamboa.

Alonso de Ercilla, el cantor de los araucanos, haciéndose eco de las leyendas que habían generado los intentos desastrosos de cruzar de Oeste a Este el Estrecho de Magallanes, había escrito:


Por falta de pilotos y encubierta

causa quizá importante y no sabida,

esta secreta senda descubierta,

quedó para nosotros escondida,

ora sea yerro de la altura cierta,

ora que alguna isleta removida

del tempestuoso mar y viento airado

encallando en la boca, la ha cerrado.


Sarmiento de Gamboa aclaró, nítidamente, las dudas del poeta con su viaje glorioso: determinó exactamente la altura —latitud— de la boca occidental del paso interoceánico, y ordenó el dédalo de islas y canales que la ocultaban a las proas de los navíos. Esta es, contada por su protagonista, la crónica de aquella epopeya descubridora.

Con tres copias de su relación, llegó Sarmiento a España aquel 15 de agosto de 1580. La cuarta, viajó con el piloto Hernando Alonso —en el patache que partió de Cabo Verde—, hasta el istmo panameño, para ser rendida al virrey don Francisco de Toledo. No he encontrado referencias de ella, que puede hallarse en los archivos de Lima.

Mientras Sarmiento realizaba su viaje, escribía Felipe II a don Antonio de Padilla, presidente del Consejo de indias: Mírese si será bueno hacer un fuerte en el puerto de Magallanes. La crónica de Sarmiento llegó, pues, a las manos del monarca y al Consejo de indias en momento sumamente oportuno: existía en la corte gran preocupación como consecuencia de la audacia de Drake, quien había repetido la ruta de Magallanes, practicando la depredación por las costas occidentales de la América hispana (la expedición de Sarmiento fue corolario de esta incursión).

En el informe del marino, aparecía el plan estratégico magallánico formulado por el navegante y el virrey, que coincidía con los intereses del soberano. Cosa inusual en éste, decidió con gran rapidez la fortificación y el poblamiento del Estrecho: al año siguiente partía de España la expedición con destino al último rincón americano.

Pero, en seguida, la estrategia atlántica del Rey Prudente, experimentó una mutación violenta al pasar de la acción indirecta —ocupación de encrucijadas mediante el uso de fuerzas sutiles y económicamente semiautónomas— a la directa: la invasión de Inglaterra. La organización de la Armada Invencible acaparó la atención de la corte entera, y el fracaso de tal operación no implicó cambio en el modelo estratégico filipino: parece ser que Felipe II —dice Comellas— planeaba de nuevo un desembarco en Inglaterra cuando le sorprendió la muerte. Quedó Sarmiento —decidido partidario de la estrategia de acción indirecta— oscurecido, y su crónica, olvidada.

Cuando, ya en el siguiente siglo, Felipe II, tras la alarma provocada por el viaje al sur de América de los holandeses Le Maire y Schouten, organiza la expedición de los Nodales, dice a éstos: Os detendréis en la dicha boca occidental del Magallanes todo el tiempo que os diere lugar, porque respecto de no estar bien reconocida por aquella parte, ni tenerse noticia que ninguno baja pasado por ella, sino el capitán Pedro Sarmiento, hay más necesidad de tener de ella un reconocimiento muy puntual y ajustado para los efectos que se pueden ofrecer a mi servicio...

Este mandamiento prueba que la relación del descubridor dormía en algún olvidado estante cortesano. Dice Amancio Landín que, para su viaje, iban los hermanos Nodal provistos de la relación y, cartas que la pluma de Sarmiento había trazado, lo que Javier Oyarzun niega. Por su parte Julio Guillén, en su prólogo a la edición de la Crónica (1944, Instituto Histórico de la Marina) afirma que el diario impreso de los Nodales nada alude a Sarmiento, y parece desconocer sus reconocimientos al oeste del Estrecho, pues la carta que trazó Ramírez de Arellano, su piloto mayor, carece de cuanto conoció aquél. Y concluye el marino académico: La relación de Sarmiento pareció haberse extraviado en nuestro país, mientras en Inglaterra la conoció el comandante Byron, que la utilizó en 1764.

Sin embargo, hizo uso de ella Bartolomé Leonardo de Argensola siquiera en extracto, añade julio Guillén, para escribir su obra Conquista de las Islas Malucas, publicada en Madrid, en 1609, de la cual tampoco debieron tener conocimiento los hermanos Nodal. También, como hemos visto, el padre Torrubia en su Gigantología usa y manipula a Sarmiento, dando otro tono a lo que éste, sobre tal asunto, escribió en su crónica.

Caracterizado el siglo XVII español por un notable abandono de la política naval, también Sarmiento y sus relaciones pasaron al ostracismo. Al final de esta centuria, don Francisco de Seixas y Lovera, en su Descripción Geográfica y Derrotero de la Región Austral Magallánica, alude al fracasado colonizador, más de forma tan confusa, que no puede darse como probable que el citado autor hubiese tenido acceso al diario del navegante.

El texto fue conocido en Inglaterra: tomado tal vez del patache que Sarmiento adquirió en Cabo Verde, o extraviado durante la expedición que el padre Quiroga realizó a la costa patagónica en 1745. Esta última posibilidad la apunta Julio Guillén. El caso es que el comandante Byron hizo uso de aquél en 1764, con motivo de su viaje alrededor del mundo.

Volvió en España a ver la luz el importante documento cuando salió a subasta pública, siendo adquirido por don Bernardo de Iriarte, quien lo publicó en 1768 junto a otros documentos, bajo el título genérico Viaje al Estrecho de Magallanes por el capitán Pedro Sarmiento de Gamboa y noticia de la expedición que después hizo para poblarle. En esta recopilación figura la declaración de Tomé Hernández, el único superviviente de quien se tiene noticia cierta de las fallidas poblaciones magallánicas.

Esta edición fue utilizada por varios expedicionarios posteriores, como Malaspina, Parker King y Fitz Roy. En la expedición de este último participó Charles Darwin, quien, en consecuencia, también manejó el diario del navegante español.

Ya en este siglo, el padre Pastells realizó una interesante recopilación de textos de Sarmiento, en especial de aquellos referidos al viaje de poblamiento. Sir Clements Markham, por su parte, tradujo al inglés la notable Crónica, integrándola en su obra Narratives of the voyages of Pedro Sarmiento de Gamboa to the Straits of Magellan. Dentro de la Colección de diarios y relaciones para la Historia de los Viajes (Instituto Histórico de la Marina, Madrid) editó y prologó en 1944 julio Guillén este texto de Sarmiento, del que existen amplias referencias en los trabajos de Landín (Vida y viajes de Pedro Sarmiento de Gamboa, Madrid 1945), y Oyarzun (Expediciones españolas al Estrecho de Magallanes y Tierra de Fuego, Madrid 1976).

Dos documentos dan entrada a la Relación y Derrotero de Sarmiento: las Instrucciones que se dieron por el Virrey del Perú, al Capitán Pedro Sarmiento para la jornada y descubrimiento del Estrecho de Magallanes, y pelear con el corsario inglés que por él entró a esta Mar del Sur, si lo encontrase, y el juramento que prestó el marino antes de emprender la aventura. Ambos fueron incluidos por Sarmiento en su diario. Se guardan los dos en el Archivo de Indias. El original de la crónica, en la Biblioteca Real.

Más de veinte accidentes importantes del Estrecho de Magallanes y regiones aledañas (Cabo del Espíritu Santo, Punta Delgada, Punta Anegada, Bahías de San Felipe, Santiago y San Gregorio, Puntas de San Isidro y San Vicente, Monte de San Simón, Cabo de San Gregorio, Bahía de Gente Grande, Cabo Boquerón, Puntas de San Valentín y Santa Ana, Río de San Juan, isla de San Pablo, Bahías de Lomas y Voces, Cabo de San Isidro, Canal Magdalena, Islas de Santa Inés y San Carlos. Estrecho Concepción, Golfo Trinidad, etc.), conservan los nombres que Sarmiento les otorgara. Puede afirmarse que, en líneas generales, los expedicionarios posteriores han sido respetuosos con la toponimia magallánica propuesta por Sarmiento en la Crónica. Hay que celebrar que ésta fuese utilizada en tiempo oportuno por aquéllos; así, las costas del paso más austral del planeta siguen relacionadas con el primer hombre que, en detalle, las reconoció.

El texto de Sarmiento impresiono, sin duda, por su precisión, a cuantos tras él, y consultando sus anotaciones, se aventuraron por las aguas sureñas americanas. Hasta que la expedición de Parker King las surcó no había en la zona ningún recuerdo dedicado al marino español. Fue su colega británico, reconociendo el mérito de quien con su escrito le guiaba por aquel laberinto meridional, el que bautizó un majestuoso pico fueguino (2.300 metros) con el nombre de Sarmiento. Así nos narra Charles Darwin su visión, el 9 de junio de 1834, de este monte preantártico:

Asistimos a un espectáculo espléndido: el velo de nubes que nos oculta el Sarmiento se disipa poco a poco y descubre a nuestra vista la montaña. Es una de las más altas de la Tierra del Fuego y mide 6.800 pies. Sombríos bosques cubren su base hasta un octavo próximamente de su altura total, cubriéndola hasta el vértice una sábana de nieve. Estas masas inmensas de nieve, que no se funden jamás, y que parecen destinadas a durar tanto como el mundo, presentan un grande ¿qué digo? un sublime espectáculo. La silueta de la montaña se destaca clara y bien definida. La cantidad de luz reflejada sobre la superficie blanca y lisa, impide que se vean sombras en todo el monte: no podemos, por lo tanto, distinguir más que las líneas que se destacan en el cielo, lo cual da a la masa admirable relieve, Muchos ventisqueros bajan serpeando desde estos campos de nieve hasta la costa; podría comparárselos a inmensos Niágaras congelados, y quizá estas cataratas de hielo azulado son tan bellas como las de agua corriente.

El explorador inglés realizó un acto de justicia al dedicar ese monumento mineral al hombre que aclaró para siempre la maraña magallánica. La crónica de su gesta, permanente en el tiempo y en el espacio --hoy mismo, con ella podría hacerse una segura navegación por aquellas aguas-- ha venido a convertirse en espléndido homenaje para el que la compuso.

En el Cabo Vírgenes existe un modesto recuerdo a Pedro Sarmiento de Gamboa. Con él no están colmados los reconocimientos a este héroe desdichado. Allí, donde la tierra por el austro se acaba el hombre del Sur, con quieta mirada de bronce, debería contemplar el lugar en que quiso, sin conseguirlo, vivir y morir. Esa deuda tiene con él España. Esa deuda tiene con él América.

Esta edición de la Relación que al lector presento, tiene como base y antecedente la de Julio Guillén, publicada por el Instituto Histórico de la Marina en 1944. He trascrito todas las anotaciones --de índole gramatical-- hechas por el ilustre académico, con las que se aclaraba el texto original. Mi aportación a éste ha sido fundamentalmente de carácter técnico: era preciso poner al alcance del profano la terminología marinera, que profusamente aparece en esta crónica. Algunos modismos que en ella pueden leerse son invención del propio Sarmiento, quien es, en consecuencia, innovador del vocabulario náutico. Me ha sido de gran utilidad para esta labor el Diccionario Marítimo de Gonzalo de Murga, el cual ha recogido las enriquecedoras aportaciones semánticas del marino pontevedrés.

Termino esta introducción a la Relación y Derrotero de Sarmiento en la playa de la Punta Dungenes, tras haber recorrido, formando parte de una expedición militar española, el sur de la Patagonia, desde la desembocadura hasta las fuentes del Río Gallegos, en la Laguna Larga, cerca de la cordillera de los Andes. Pese a contar con medios actuales para marchar y vivir, el recorrido ha resultado notablemente duro, por el viento reinante en la zona --que alcanza picos superiores a los 100 kilómetros por hora-- y la irregular climatología de la misma. Por tal escenario, hace cuatro siglos anduvieron Sarmiento y sus hombres con precarias ayudas para medrar en aquella inhóspita lejanía. Hemos podido medir el mérito de esos españoles esforzados.

Pasó Sarmiento por el Estrecho descubriéndolo con exactitud y rescatándolo del misterio. Y como todos los grandes españoles de América, volvió al sitio donde le alcanzó la gloria. Sitio donde domina el viento, que no deja crecer al árbol, y que sólo respeta a las plantas enanas y secas que se agarran a un suelo eternamente parco en agua. Pero sitio grandioso, cuyo protagonista principal es el espacio, inmenso y vacío, tan virgen entonces como ahora. Dice de los héroes indianos el historiador Carlos Pereyra, que enraizaban en las tierras americanas embriagados por sus jugos enloquecedores. Quienes hemos participado en la Expedición Sarmiento de Gamboa, sabemos muy bien el significado de tan elocuente reflexión, Hemos sentido lo mismo que sintió el gran descubridor ante aquella tierra enorme contra la que se estrellaron sus afanes.

Jorge Vigón, en su Historia de la Artillería Española (Madrid 1947), cuenta que hubo un último superviviente de aquellos pobladores que Sarmiento implantó en el Estrecho de Magallanes. Cuando, tras mil penalidades, fue rescatado comentó que conservaba la fe en la promesa de socorro dada por Sarmiento, y había querido permanecer solo aguardándolo. Consecuentemente, esta crónica está escrita por un hombre de honor.

Llego al final en la redacción de este proemio. Escribo sus últimas líneas sentado en la arena de la Punta Dungenes donde el Estrecho se abre hacia el Atlántico. Tras de mí, se halla el Cabo Vírgenes, prolongado por una loma que se proyecta hacia el oeste, bajo la cual se implantó la ciudad de Nombre de Jesús, de vida corta y desgraciada. Todo aquí está intacto, como hace cuatro siglos. Hay restos de naufragios, algunos muy recientes: siguen estas aguas siendo enemigas del hombre de la mar. En la puerta del Estrecho de Magallanes, lugar donde Pedro Sarmiento de Gamboa ingresó en la Historia, frente a la enigmática Tierra de Fuego, la de la Gente Grande, firmo este prólogo con emoción. Espero poder transmitir al lector mi admiración hacia el más desdichado campeón español de la historia americana.


Juan Batista González

Punta Dungenes, Magallanes, 11 de febrero de 1987.