Camperadas
Paradas de rodeo
 
 


Jornadas que comenzaban muy de madrugada, oscuro todavía. La cita en esos inmensos potreros era un punto de referencia por todos conocido: el algarrobo de los nidos de loro, la isleta de la cruz, el bajo tal o la abra cual. En ese entonces, a excepción del mayordomo o capataz, que lo llevaban en el bolsillo del cinto o tirador, nadie usaba reloj. La gente se guiaba por las estrellas, tanto para calcular la hora, como para seguir el rumbo hasta el punto del encuentro. Cada uno tenía lo que llamaban su «estrella guía»; ella servía para caminar de noche sin perderse.

El que llegaba primero al lugar de la cita, encendía fuego para orientar a los compañeros, fogón que, en tiempos de invierno, servía para calentar los pies y manos a quienes iban llegando engarrotados con la helada que, a esa hora, se abatía en toda su intensidad.

Incomprensible para quien no conozca la ciencia de la orientación gaucha, todos iban arribando puntualmente a la cita y entre bromas y jaranas, pitando un fuerte o chicando un naco, se aguardaba la orden de empezar el trabajo.

En ocasiones alguno se atrasaba y llegaba cuando la gente ya estaba en movimiento, fuera porque se le había «pegado el guiso» o porque anduvo «perdido como turco en la neblina», el tal no se libraba de una doble contrariedad: la reprimenda del Capataz que, en caso de reincidencia podía derivar en un «pegue la vuelta y preséntese en el Escritorio», y las bromas de los compañeros que tendría que soportar el día entero. La condición de madrugador era una virtud muy apreciada y una cuestión de honor entre quienes se daban de camperos; aquél que claudicara en ese aspecto debía sufrir las burlas o el desprecio de los demás.

Al empezar a aclarar, el Capataz repartía la gente convenientemente para comenzar la tarea. Hacía las recomendaciones a cada uno, según el sector que le tocara batir repuntando la hacienda. Si era hombre campero sabía tender una línea de avance, colocando los hombres equidistantemente para no dejar claros ni hacienda rezagada al avanzar aquélla.

Había que ser muy conocedor para ordenar y ejecutar la volteada correctamente, por más accidentes que tuviera el terreno.

La orden era marchar todos simultáneamente y en una sola línea. Para mantener el contacto, los «vuelteros» que ocupaban ambos extremos, al llegar al fondo del potrero pegaban el grito y repuntaban la hacienda que tenían a su frente. Ese grito era repetido por los demás y corría como un eco de un extremo a otro de la línea. Era la señal para ponerse todos en movimiento a un mismo tiempo. Al avanzar de tal modo, el animalaje impulsado por los gritos y atropelladas de los jinetes, abandonaba sus guaridas y querencias rumbeando al punto del rodeo. Los extremos de la línea se adelantaban formando un semicírculo que se iba estrechando al galope de los vuelteros, hasta que éstos se juntaban cerrando el círculo en las inmediaciones del rodeo. A este sitio caían todos los animales vacunos y yeguarizos; en ocasiones venían también tropas de avestruces entreveradas con la hacienda. Difícilmente quedaba algo en el campo, a no ser que estuviera imposobilitado de marchar.

En tiempos de verano se paraba rodeo todos los días para curar los enmoscados. Se salía bien temprano para mover la hacienda con la fresca; a las diez, cuando el calor apretaba, se largaba el rodeo.

En estas faenas se lucían los enlazadores y pialadores. Lo recuerdo al ñato Espinosa, retacón y fornido, estribando largo y tocando apenas con la punta del pie el estribo de suela de entrada grande. Cuando terminaba el trabajo, antes de largar el rodeo, siempre me decía: «mirá, aprendé, así se piala de a caballo», y al primer vacuno que se ponía a mano, le tiraba la armada por sobre el lomo como jugando, oportunamente cimbraba el lazo por el flanco del animal juntándole los pichicos y haciéndolo dar vuelta sobre la cabeza.

También, para diversión de la gente, hacía enlazar y voltear un vacuno que algún muchachón jineteaba, mientras él le echaba un pial de volcao «para que aprenda a salir parado».