Camperadas
Desternerada
 
 
Llegada la edad del destete de los terneros, se procedía a su aparte y traslado a los potreros reservados de antemano para tal fin. Ese trabajo que hoy se hace pasando la hacienda por la manga, antes se efectuaba a campo y a pata de caballo. El motivo de esta costumbre no era otro que la gran distancia que mediaba de los potreros a la ensenada y la dificultad e inconveniencia de mover rodeos tan grandes muy seguido. Se procuraba hacerlo lo menos posible, de ahí que se optara por apartar los terneros en el rodeo y venir sólo con ellos hasta las ensenadas.

En esta faena se lucían los pingos y los buenos jinetes. Para aliviar al montado y evitar quedar atascado en una rodada, se trabajaba en pelo; sólo un cuerito o matra y un pegual apretándolo.

A unos doscientos metros escasos se colocaba el señuelo a cargo de un atajador. Entraban dos o tres yuntas, según la cantidad que hubiera que apartar, y comenzaban a sacar de a una y también de a dos y de a tres si se presentaba la oportunidad.

Había que andar rápido porque en una parada de rodeo debía salir todo lo que estuviera en edad de desmamantar. Terminado el aparte, inmediatamente se llevaba el lote a encerrar en los corrales de la ensenada, donde permanecía cuarenta y ocho horas por lo menos, a ración de pasto seco.

Las yuntas de apartadores se relevaban cada tanto, entrando otras mientras las primeras cambiaban de caballo y luego quedaban atajando hasta que les tocara entrar nuevamente a apartar.

El regreso a los corrales de encierre se hacía al trote y a veces al galope. Era la parte más dificultosa de la tarea; los terneros porfiaban constantemente por volverse, en cualquier descuido se armaba el desparramo y en contados segundos se esfumaba la tropa que tanto había costado armar. Era necesario alejarlos rápidamente del rodeo, donde quedaban las madres llamándolos con su triste balerío, atajadas por varios jinetes para que no siguieran detrás del aparte. Una vez transpuesta la tranquera del potrero y alejados de la querencia, comenzaban a sosegarse y a seguir la huella.

En esta tarea el señuelo prestaba una ayuda inigualable. Además de servir de punto de reunión para los animales que se iban apartando y que allí se sujetaban, guiaban luego la tropa en el trayecto a los corrales marchando al trote largo y embocando fácilmente las puertas que había en el camino; puertas que si no se pasaban ligero y limpiamente, podían ser motivo de un desbande que difícilmente se recuperaba.

En una ocasión en que un destete como de quinientos terneros venía costeando un alambrado junto a la vía del ferrocarril, acertó a pasar un tren de pasajeros que llevaba el mismo rumbo que el arreo. Con el fragor del convoy la ternerada se espantó y buscó campo afuera; la peonada a la carrera les hizo costado, consiguió atajarlos y les dio punta para que dispararan a la par del alambrado y del ferrocarril. Alineada la gente a su costado, siguió corriendo en toda la furia un trecho largo, hasta que el tren se adelantó y los animales se sosegaron retomando su trote acostumbrado.

Los pasajeros del tren, entre tanto, amontonados en las ventanillas, seguían y aplaudían entusiasmados la brillante demostración campera, que esos jinetes criollos les brindaban gratuitamente. Al llegar a la estación, un Inspector de Remonta del Ejército que venía viajando, se bajó a saludar y felicitar al Mayordomo que se encontraba en el andén, por el magnífico espectáculo que había tenido oportunidad de contemplar.

Escenas como éstas eran corrientes entonces y aún suelen ocurrir, aunque no tan a menudo, con la diferencia de que no cuentan con la presencia masiva de público, como sucedió en esa oportunidad circunstancial.

No puedo dejar de recordar a algunos hombres que sobresalían en el rodeo por el buen manejo del caballo y por lo bien montados que siempre estaban. Esto era consecuencia, en gran medida, de la buena equitación que practicaban. Se me dirá que el criollo no tenía escuela de equitación alguna; sin embargo se distinguía y se distingue aún fácilmente el jinete que monta bien del que no lo sabe hacer, aunque este último sea un campeón de las domas folklóricas. El primero hace rendir mucho más su monta que el segundo. Uno no se desarma nunca en el lomo del yeguarizo y da la sensación de que éste trabajara solo y con toda facilidad como si no llevara a nadie encima; el otro anda siempre desairado, desacomodado, sofrenando a destiempo, cambiando las riendas de mano para dar vuelta, trastornando al animal con quien difícilmente llega a entenderse alguna vez.

Espinosa, Castillo, Ricardo Torres, Lázaro Núñez, Rafael Gómez, Mauricio álvarez, Carlos Aroca y otros más que sería largo enumerar, son los hombres que conocí y que se distinguieron, o se distinguen todavía, por su buen manejo y perfecta «equitación gaucha», como diría el desaparecido y siempre recordado Don Justo P. Sáenz.

A muchos de ellos los he visto hacer, en los trabajos de aparte, un lujo que hoy ya no se repite: al sacar el animal calzado entro los caballos, comenzaban a cachetearlo con el montado, alternativamente uno y otro jinete, de manera que se lo iban pasando como una pelota hasta llegar al señuelo. Esta suerte, realizada a toda carrera, significaba tener un gran dominio del caballo, del tiempo y de la distancia; cosa que el vacuno no se atravesara por delante de alguno de los dos, ni se pelara para atrás dejando pagando a ambos.