Camperadas
Buenas y malas costumbres del gaucho
 
 
Los gauchos santafesinos de entonces y de después, tuvieron sus virtudes y sus defectos como todos los gauchos del Río de la Plata.

Eran insustituibles en los trabajos de a caballo, en las grandes faenas que entonces se realizaban: vaquerías, boleadas, yerras, arreos, tropas de carretas o arrias de mulas, etc. De una austeridad y resistencia a las fatigas y privaciones difíciles de igualar; dormían en el suelo sobre el recado, bajo techo o a la intemperie, donde les tomara la noche.

Poseía un gran sentido de la hospitalidad, jamás negaba acogida a quien lo solicitara; no preguntaba quién era el recién llegado, ni de dónde venía ni adónde iba. Generoso con lo poco que poseía, lo compartía con todos; sólo mezquinaba la mujer, la guitarra y el caballo, principalmente este último.

Desprendido y sin ambiciones de riquezas, cuando juntaba un dinero lo gastaba enseguida. No obstante su extrema pobreza se sentía dueño de la llanura de donde vivía y tenía su «querencia», pues la conocía desde su niñez palmo a palmo, con sus aguadas, sus montes, sus picadas, sus atajos o «pasadas»; como también sus animales, domésticos o salvajes, aves y cuadrúpedos, insectos y reptiles, roedores y batracios. Para él esos conocimientos eran un mayor título que el que le pudiera otorgar el mejor de los escribanos; como los campos eran abiertos, sin cercos ni alambrados, sus dominios se extendían hasta donde pudiera llegar con su montado o su tropilla.

Practicaba un culto al valor y a la hombría, sobre todo si era gaucho «malo» o alzado, perseguido por la policía.

Era creyente y religioso a su modo, aunque poco frecuentara los oficios. Muy supersticioso, experimentaba temor por los aparecidos, luces malas, lobizones y creía en las brujerías.

Muy diestro en el manejo del cuchillo o el facón, se ejercitaba desde niño en la esgrima criolla. Por el gusto de probarse se desafiaban a quien marcaba primero al otro en la cara, así era que menudeaban las cicatrices, consecuencia de tales desafíos.

Como contrapartida, debemos reconocer que era pendenciero y sanguinario. En la guerra degollaba a un cristiano o a un indio con la misma frialdad que a un borrego. Bebedor y jugador, perdía la cabeza y el dinero en la bebida y el juego. Las carreras de caballos, los naipes, la taba y las riñas de gallos fueron sus juegos preferidos, donde solía quedar desnudo.

No tenía espíritu emprendedor, por eso nunca mejoró su condición social y económica. Sólo ambicionaba la libertad que le proporcionaba ese modo de vida semisalvaje.

Hábitos y costumbres tan particulares, reconocían antecedentes cercanos en sus antepasados españoles y moriscos, sin descartar también sangre indígena que corría por las venas de aquellos mentados «mancebos de la tierra».

Como sostiene Emilio Coni, el gaucho santafesino se consideraba español de raza, hábitos y costumbres. De ahí que sus buenas y malas inclinaciones correspondían en gran medida a las de los peninsulares que se trasladaron a estas tierras con todo su bagaje de cultura, modificadas por el medio tan diferente y salvaje que aquí encontraron.

El contacto con el aborigen indudablemente influyó en esa ambientación; de él asimiló usos y costumbres no difíciles de individualizar: así el uso del poncho, la boleadora, la vincha, el mismo chiripá; el arte de orientarse en pampas y montes, tanto de día como de noche, saber seguir un rastro, encontrar el panal de la lechiguana observando el vuelo de la avispa, distintas maneras de pescar, cazar, etc.

A su vez también el aborigen asimiló modalidades del gaucho, hasta el punto de poder afirmarse que existió una suerte de indígenas agauchados, tal como lo apreciamos en las reducciones santafesinas de mocovíes y abipones. En San Javier, según relata e ilustra el P. Paucke, los mocovíes practicaban la equitación al estilo gaucho, usaban las mismas prendas en el recado de montar, manejaban el lazo y la boleadora, tanto a pie como a caballo; marcaban el ganado, castraban, señalaban; por último hasta vestían a lo gaucho con camisa y sombrero.19

De los abipones sabemos que, trasladados por Estanislao López a San Gerónimo del Sauce, se convirtieron no sólo en auxiliares imprescindibles de las campañas militares, sino también en eficaces trabajadores camperos, infaltables en las grandes tareas de hierras, apartes, arreos, etc. Ricardo Caballero que los conoció y trató a fines del siglo pasado, así lo manifestaba en «Las páginas literarias del último caudillo».20

Otro tanto ocurrió con los ranqueles que invadían el Pago de los Arroyos en el sur santafesino. Allí el grado de asimilación del indígena al gaucho fue mayor aún en muchos aspectos que en el norte, según se puede apreciar en muchos relatos de la época y fotografías antiguas. Lucio V. Mansilla, sobre todo, describe con todo detalle en su «Excursión a los Indios Ranqueles», la indumentaria y costumbres de estos indios que poco se diferenciaban de las del gaucho.