Camperadas
última época del gaucho santafesino.
 
 
Concluidas las guerras civiles, organizada la nación constitucionalmente, terminadas las campañas al desierto con la derrota del aborigen y la conquista de esas tierras, el panorama del país cambió radicalmente. Poco a poco la paz y el trabajo fueron desplazando las luchas banderiles y ganando las tierras para la producción. Sin el desierto a su disposición el gaucho se encontró acorralado, desubicado. Muchos buscaron en los establecimientos ganaderos el lugar adecuado donde desarrollar sus inclinaciones por el trabajo pastoril; allí encontraron una vida tranquila y llena de atractivos donde satisfacer su afición al caballo y a la equitación gaucha. Aún perduran en muchas estancias criollas los herederos de aquella estirpe.

Con la paz y la organización llegó la inmigración y con la inmigración la colonización. Muchas estancias se dividieron para adjudicarle tierras al inmigrante, como también los campos fiscales; pero al gaucho, como al indio, no le tocó nada en el reparto.

Nada más patético para comprender el estado de ánimo del criollo ante ese despojo y discriminación, que el relato de Ricardo Caballero cuando refiere su encuentro con Juan José Cortez, indio cristiano del Sauce, en la cañada de Sunchales, allá por fines del siglo XIX o principios del XX: «Una tarde llegamos con un arreo de más de mil novillos, y rondamos en la parte norte de la cañada de Sunchales. Lo conducíamos a la estancia Mingurá, situada 30 leguas al sud de aquélla. Todo lo que abarcaba nuestra vista eran trigales y trigales. Juan José desde a caballo avizoraba el horizonte ensimismado y silencioso. De pronto, volviéndose a mí, me dijo: Por estos campos, hemos vivido en tiempos de nuestra mocedad, corriendo avestruces y baguales. Nuestras expediciones eran fructíferas pero peligrosas».

«Volvíamos al Sauce, cargados de plumas, de cueros, de carnes, de huevos y dueños de algunos animales yeguarizos espléndidos. Con eso vivíamos felices y libres casi todo el año. El peligro estaba en los encuentros con los montaraces, o con las partidas de gauchos alzados que entraban del lado de Córdoba y Santiago. Los montaraces defendieron hasta el último de estos campos. Nosotros contribuimos a sacárselos. Ahora ya no son de ellos ni nuestros, ni de nuestros viejos patrones ni de sus hijos. Ahora son de los gringos. Arrebatado por su propio desencanto no pudo retener por más tiempo la duda secreta que emponzoñaba su existencia fracasada y me preguntó de golpe, mirándome a los ojos: «¿No habrán tenido razón los montaraces al no entregarse?»41

Es el mismo reclamo que plasmó José Hernández, tan acertadamente, en su Martín Fierro, y que puede sintetizarse en aquellos versos que dicen:


«Esto sí que es amolar,

dije yo pa mis adentros,

van dos años que me encuentro

y hasta áura no he visto ni un grullo;

dentro en todos los barullos

pero en las listas no dentro». 42


El gaucho santafesino también entró en todos los «barullos»; no hubo patriada donde no interviniera: contra los godos, contra los ejércitos directoriales, contra los aborígenes...; pero cuando llegó el momento del reparto, nada le tocó en suerte. él tampoco pudo ver ni un grullo.

La Provincia de Santa Fe fue la cuna del gaucho. También en cierta forma, fue su tumba.

El prototipo del gaucho santafesino, aquél que brilló tan alto con Estanislao López y asombró descollando en las vaquerías, cerveadas y boleadas, en las cargas de caballería irresistibles, el que cabalgó por las catorce provincias detrás de los arreos vacunos o a la cola de las arrias mulares, ese gaucho se perdió, desapareció. La inmigración, la colonización, la agricultura, la subdivisión de la tierra, lo desplazaron totalmente.

Tal circunstancia se dio principalmente en la zona centro de la provincia. En los dos extremos, Norte y Sud, lo que había sido tierra de indios hasta las últimas décadas del siglo pasado, se fueron poblando de establecimientos ganaderos y en muchos casos forestales, dedicados a la explotación del quebracho colorado.

Allí fue surgiendo un nuevo tipo, no ya de gaucho, pero sí de criollo, de paisano trabajador, que conservaba mucho de su antecesor pero del cual se diferenciaba bastante también, hasta el punto, que se puede decir, ya no era el prototipo del gaucho santafesino que tanta fama cobró durante centurias.

Por lo pronto hay que señalar que, entre el criollo del norte y el del sur existió una diferencia notable, diferencia que aún se mantiene.

En el norte, las estancias y los obrajes madereros se nutrieron de paisanada correntina, proveniente de la provincia vecina, sobre todo de las zonas de Goya y Esquina. Eran éstos muy buenos trabajadores, voluntarios y camperos; ellos introdujeron todos sus modismos y costumbres regionales, incluso el idioma guaraní que, hasta hace unas décadas, era el habla corriente en los Departamentos de Gral Obligado, Vera, 9 de Julio, San Cristóbal, San Justo y San Javier. Trajeron e impusieron también su música, sus bailes y hasta su instrumento tradicional: el acordeón.

Mientras que en los Departamentos del Sud, Constitución y Gral. López, sobre todo este último donde la colonización demoró más en llegar, se impusieron los hábitos y costumbres del paisano de Buenos Aires, que fue quien abasteció de mano de obra a las numerosas estancias ganaderas de esa región.

Así en el norte de la provincia la indumentaria del criollo fue la del paisano correntino: la bombacha ancha originaria de la Banda Oriental y Río Grande del Sur fue desplazando el chiripá; el culero o tirador de cuero de carpincho o ciervo fue de uso generalizado a manera de delantal que llegaba casi hasta los tobillos; como calzado continuó usándose la bota de potro, pero también la polaina de lona y la bota fuerte; el cinto ancho de cuatro hebillas reemplazó al tirador con rastra de monedas; los tocados fueron varios: desde el chambergo de fieltro con copa alta y alas anchas, la boina tejida con borlas, hasta el casco de explorador que introdujeron los ingleses de las compañías de tierras y forestales.

El apero también cambió, desapareció el lomillo y lo reemplazó el «sirigote», montura de altos arzones tanto atrás como adelante y con bastos rellenos de cerda. Este recado era asimismo de origen brasilero, riograndés, de allí pasó a Corrientes y luego a todo el litoral: posteriormente, ya a principios de este siglo, se generalizó el uso de una montura propiamente santafesina; construida en un principio por un talabartero de Romang de apellido Kemmeter, estaba fabricada totalmente de madera de ceibo, incluso los bastos, y retobada en cuero crudo. Se la conocía como recado «Chaqueño» o «Malabrigo». Tenía la cabeza o arzón delantero un poco más alto que el trasero, pero mucho menos que el sirigote, el posterior era más bajo, redondeado y en forma de peineta para permitir un mejor asiento al jinete. Las había también más paquetas, retobadas en suela y con faldas laterales como el primitivo lomillo y el sirigote.43Hoy continúa fabricándose ese recado por la firma Baucedo San Javier, por lo que se las denomina «sajavieleras». Resultan más livianas, dadas las características de la madera que las conforma, muy buenas para el lomo del caballo y muy cómodas para el jinete.

Los estribos de entrada grande reemplazaron a los de punta de pie; se construían y se construyen todavía de suela, madera o hierro. La pechera sujeta a ambos lados de la montura o de las argollas de la encimera para que el recado no se corra hacia atrás, sustituyó al antiguo pretal en el que el ramal que descendía por el pecho y pasaba entre las manos del caballo, era el que se afirmaba en la cincha para que no se vaya a las verijas. La baticola, que ya descubrimos, tuvo también difusión en el norte santafesino, aunque no en la medida de otras regiones del litoral.

En los demás aparejos del recado no hubo mayores variantes con relación a las ya descriptas como de uso en la época anterior. Sólo habría que mencionar las espuelas, cuyas características correspondían a las que se usaban en Corrientes, de pihuelo largo y rodajas de diferentes tamaños; el largo del pihuelo hizo que el paisano cambiara el lugar de colocar el lazo para no enredarse al bajar del caballo en un apuro, llevándolo del lado izquierdo o «de montar», a diferencia del resto del país donde se lleva del lado derecho o «del lazo»; de todas maneras la presilla siempre va prendida en la «sidera» del lado correspondiente. Otra modalidad regional en la manera de llevar el lazo sobre el anca del caballo, consistía en dejar más grande el rollo de la armada para que caiga casi hasta los garrones, pasando por debajo de la cola, modalidad empleada fundamentalmente con los redomones para quitarles las cosquillas y acostumbrarlos al roce del lazo sobre las patas.

La costumbre de hacer formar las tropillas para agarrar caballo, se mantuvo, como se mantiene aún felizmente en las estancias del norte santafesino.

La música fue también la introducida desde Corrientes; ésta a su vez la importó del Paraguay durante la Guerra de la Triple Alianza. Bajo la presidencia del Mariscal Francisco Solano López, su mujer, Madame Lynch, hizo venir de Europa conjuntos musicales que interpretaban, entre otros aires, la «polca»; cuando la guerra del Paraguay esa música pasó primero a Corrientes, luego se difundió por todo el litoral argentino. Como «polca paraguaya» se la conoció en nuestros pagos santafesinos hasta mediados de siglo, luego derivó en «polca» simplemente y de la polca nació el popular «chamamé»

Los músicos de Madame Lynch trajeron también el acordeón, que pronto se difundió por las campañas de nuestro litoral; ella se sumó a la criolla guitarra que nunca perdió su vigencia. En los bailes del campo fueron infaltables el acordeón y la guitarra, interpretando polcas paraguayas, valses y uno que otro «gato» y «chacarera» como reminiscencia de tiempos pretéritos.

Mientras en el norte se perfilaba la figura de un paisano típicamente del litoral, en el sur, en el criollo Pago de los Arroyos, predominaba la influencia pampeana en la idiosincracia de sus hombres y mujeres de campo. La vecindad con la provincia de Buenos Aires y las características topográficas de sus campos, identificados totalmente con los de la llanura pampeana, influyeron decisivamente en los hábitos, costumbres, vestimenta, arreos ecuestres, aires musicales, bailes típicos y otras inclinaciones de sus habitantes campesinos.

Allí el uso del chiripá perduró por más tiempo que en el norte, pero al final se impuso también la bombacha. Se continuó usando el tirador con rastra, al que se iban agregando monedas de adorno y, a su vez, de reserva económica. Su tocado fue el sombrero de fieltro de copa alta y ala corta, sostenido por un barbijo. Apareció la blusa corta o «corralera», sin cuello y prendida arriba con un solo botón; llevaba dos bolsillos altos para el pañuelo de mano y los cigarrillos o la guayaca de buche de ñandú con tabaco.

Calzaba bota fuerte o de potro y también alpargata de lona, que muchas veces usaba con medias altas que cubrían el calzoncillo de puño o la bombacha, sustituyendo así a la bota.

En su apero la novedad más notable fue la generalización del recado de bastos que reemplazó totalmente al antiguo lomillo. Este recado se armaba con bastos de chorizo rellenos de junco, muy separados entre sí, de manera que el jinete cabalgaba con las piernas bien abiertas, circunstancia que le permitía salir más fácilmente de pie en las rodadas, tan comunes en esos campos llenos de vizcacheras, cuevas de peludo y de otras alimañas.

Los bastos primitivos no llevaban almohadillas de grupa, ni atrás ni adelante, portando accioneras para colgar los estribos. Posteriormente se le agregaron las almohadillas y se suprimieron las accioneras, pasando a sostenerse los estribos y estriberas de la encimera de la cincha, que lleva unos ojales para tal fin.

Los estribos continuaron siendo los de punta de pie, fabricados de suela, de hierro o de asta de carnero; para paquetear los había de plata, lo mismo que los pasadores de las estriberas.

Las cinchas eran de cuero crudo, tanto la encimera como la barriguera; esta última, muy ancha, adornada a menudo con esterillados de tiento formando las iniciales o la marca del dueño.

Para blandura, encima de los bastos, se colocaban uno o dos cojinillos de cuero de oveja; cubriendo todo, el sobrepuesto de carpincho o badana, según las posibilidades del jinete. Estas pilchas se sujetaban con el «cinchón de dos vueltas»: larga y angosta tira de cuero, con una argolla en un extremo, que alcanzaba a dar dos vueltas por encima del recado y por debajo de la panza del caballo, rematándose con un nudo fácil de desatar, que se hacía con el otro extremo del cinchón pasado por la argolla.

En el arte de entablar tropillas se lucían y se lucen aún, los paisanos del sur; si bien no enseñan a formar a los caballos, los acostumbran a marchar muy juntos detrás de la madrina, de tal manera que, embozalando la yegua y llevándola de tiro, los caballos la siguen por detrás sin separarse ni quedarse rezagados. Cruzan así ríos, montes, descampados, poblaciones, de día y de noche, sin perder ningún animal; todos vienen al trote por detrás de la «madrina» que, con su sonoro cencerro, les va marcando el ritmo y el rumbo.

La guitarra continuó siendo el instrumento inseparable del gaucho arroyeño, con ella se acompañaba para entonar los aires sureros, como las cifras, estilos, huellas, triunfos, a los que debemos agregar la criolla «milonga» que surgió en las últimas décadas del siglo pasado.

Continuaron teniendo vigencia los «bailes de dos» que mencionáramos en la época anterior, como el gato, el prado, la firmeza, el marote y otros; pero ya comenzaron también los bailes de dos en que las parejas se toman de la mano y la cintura: tales como el vals y la ranchera. éstos fueron desplazando poco a poco a los antiguos y artísticos bailes criollos.

También hizo su entrada el acordeón en los pagos del sur, la cual, sin desplazar a la guitarra, se sumó a ella para amenizar bailongos y reuniones.