Camperadas
3. CONSIDERACIONES ACERCA DE LA CRíA DE YEGUARIZOS
 
 
No pretende ser esto un tratado sobre la cría y manejo de yeguarizos, de ninguna manera, sólo quiero relatar modesta y sencillamente mi experiencia de más de cincuenta años de andar encima y por detrás de los caballunos.

Aunque uno se crea y se sienta joven todavía y se resista a que los nietos lo llamen «abuelo», llega un momento en que volviendo la vista atrás, a los años que pasaron, se sorprende al notar cómo ha cambiado tanto en «tan poco tiempo»; cómo casi no queda ninguno de «aquella época» que pueda atestiguar y dar fe de lo que uno vio y conoció; la mayoría de ellos ha emprendido el «largo viaje».

Si me pongo a contar estas cosas en rueda de amigos o a las nuevas generaciones, corro el riesgo de que me traten de «charlatán», «bolacero» o «cargoso»; haciéndolo por escrito no molesto a nadie, el que quiere lo lee y el que no seguirá gozando del mejor concepto de mi parte. Desde chiquilín anduve entreverado entre el criollaje, estorbando más que ayudando, en paradas de rodeo, apartes, yerras y otras tareas camperas. Pero es recién a partir de los diez años aproximadamente que comienza la edad de la observación y el aprendizaje; salvo que se padezca de un agudo atolondramiento, como suele suceder en más de una ocasión. Arranco pues de esa época en que se empieza a reparar por qué y cómo se hacen y son las cosas.

No voy a pretender sostener que cuanto se hacía entonces era mejor y a ello por consiguiente hay que retornar; todo lo contrario: las cosas y también los métodos de trabajo evolucionan y más vale, no sólo adaptarse a esa evolución, sino tratar de estar a la cabeza, de hacer punta, en lugar de venir en la culata a la rastra y mañereando. No obstante, muchas veces se cae en la cuenta de que ciertas prácticas o modalidades de trabajo tenían su razón de ser, no se hacían por costumbre solamente o por capricho de algún patrón, mayordomo o capataz. En este caso es bueno conservarlas, si aún no se han abandonado totalmente, o retornar a ellas si todavía se está a tiempo.

En aquél entonces, cincuenta años atrás, los campos eran más grandes, los potreros más extensos y, por consiguiente, las manadas más numerosas. Se acostumbraba a tener de a dos padrillos por potrero. Cada uno cortaba una punta de yeguas, hacían su manada y trataban de mantenerlas alejadas una de otra. Cada manada tenía su lugar de pastoreo y la gente sabía dónde tenía que encontrar en el potrero la manada del padrillo tal o del cojudo cual. Sin embargo eran inevitables los encuentros en ocasiones de caer a la aguada en tiempos de seca y verano, o bien en las paradas de rodeo. Era entonces nuestra diversión de muchachos ver a los cojudos pelearse, apostando a cuál saldría triunfador: a los abalanzos y manotones, a los mordiscos, haciendo retumbar el costillar de una bruta patada, amusgando las orejas detrás de la yegua en calor causante del ocasional diferendo dirimido virilmente. Todo terminaba por la disparada del vencido con la cola entre las piernas y el retorno de la yegua en cuestión a su manada si ese era el caso, o bien la incorporación de la misma a la manada del vencedor.

Cada vez que se paraba rodeo en un potrero se juntaban también las manadas. Era ésta una buena costumbre que procuro conservar. Así se habitúan a parar en el campo y a no salir huyendo cuando ven un cristiano. Llegada la hacienda al lugar del rodeo, antes de empezar a trabajar con el vacuno, se cortaban las yeguas a un lado y allí, mientras los atajadores hacían girar en redondo los animales, entraba el personal jerárquico a revisarlos. Era la oportunidad de observar la parición, cómo venía la preñez, el estado de los animales en general y sobre todo si no había ningún enmoscado. En caso afirmativo ahí no más se enlazaba, se volteaba y se curaba. Esta práctica, hoy ya abandonada, se justificaba porque en ese entonces la manga se encontraba en el centro del campo, junto al Casco, retirada de los potreros más grandes; una vez reunidos los yeguarizos no era cuestión de desperdiciar la oportunidad de tenerlos a tiro, antes de que retornaran a la inmensidad de esos potreros de una legua cuadrada y más también.

El método para curar de las bicheras era bastante primitivo, aunque el más avanzado y generalizado de la época: la clásica botellita con «creolina» o «fluido» rebajado con agua, la espátula o paletilla hecha con un palito para escarbar la herida y sacar los gusanos que bailaban al compás de los efectos del fluido, y finalmente el apósito o tapón hecho con un poco de lana o con bosta seca bien desmenuzada. Las heridas, con la escarbada hecha a fondo, sangraban de lo lindo y a los pocos días ya se habían agusanado nuevamente. Pero como en tiempo de verano y mosca se curaba semanalmente, se volvían a tratar todas las veces que fuera necesario, hasta que «aflojara» la sabandija al llegar el otoño. No había mayor mortandad por este motivo, pero sí muchos animales que quedaban lisiados y con tremendas cicatrices por el resto de sus días. Esto no afectaba mayormente ya que las yeguas eran chúcaras y los padrillos también, su único objeto era la reproducción y mientras no quedara afectada esta función, lo demás no importaba.

Hoy día se ha adelantado notoriamente en este sentido, tanto en medicina veterinaria, como en el cuidado y tratamiento de los animales afectados. Por lo pronto se cuenta con mayores comodidades de estructuras fijas: corrales, mangas, casilla de operaciones; los enfermos son llevados para su atención a las «ensenadas, éstas se hallan ubicadas estratégicamente en lugares accesibles aún para los potreros más distantes.

Los establecimientos de dimensiones respetables cuentan por lo general con varias ensenadas. El animal, si es manso, se lo embozala y se cura agarrado; si es chúcaro se lo echa a la manga y se cura en la casilla o brete de operaciones. Se terminaron los golpes y se suprimió felizmente la paletilla para extraer los gusanos. Los modernos antimiásicos, además de ser de fácil aplicación, tienen poder residual, de manera que durante cierto tiempo las moscas no se arriman a la herida a depositar sus «querezas». últimamente han aparecido unos productos inyectables de efectos realmente sorprendentes. Aún así la gusanera sigue siendo uno de los grandes enemigos de los criadores de yeguarizos, sobre todo en los campos del norte, donde hay monte y abundante sabandija. Si no se los encuentra a tiempo y se atienden enseguida, quedan siempre secuelas de cicatrices y lesiones que desvalorizan al animal y lo inhiben de presentar en certámenes y exposiciones.

Las caballadas que conocí en mis primeras incursiones por los campos santafesinos, eran los conocidos como «criollos» de la zona. Recuerdo como detalle particular que abundaban los tordillos, incluso tuve más de uno de montado. Había también tostados, colorados, zainos, doradillos, picazos, overos, moros, rosillos y muchos bayos de todas las tonalidades; tropillas y hasta manadas de bayos, con padrillo del mismo pelaje. Era un criollo algo más liviano de hueso y de caja que el actual, pero igualmente rústico, resistente, guapo y dócil; ligero de abajo y seguro para correr en el rodeo.

Ese criollo nativo, fue mestizado luego con Puro de Carrera, como ocurriera para esa época en la mayoría de los establecimientos. En la década del 30 mi padre adquirió también padrillos puros de carrera y yeguas mestizas marca Arbolito de la Compañía de Tierras de Santa Fe. De este cruzamiento se obtuvieron caballos de mayor alzada pero de muy buen hueso y caja. Aunque perdieron en rusticidad y docilidad, salieron muy ligeros en el camino, cualidad sumamente buscada por los aficionados a las cuadreras que abundaban en todos lados.

También ese tipo de animal, que se generalizó en la zona, tuvo mucha aceptación como caballo de armas para la Remonta del Ejército Argentino y aún de países sudamericanos como Bolivia, Ecuador, Perú, Paraguay y otros.

La Dirección de Remonta y Veterinaria del Ejército Argentino ejerció una gran influencia en la difusión del «mestizo de carrera», proveyendo a los criadores de padrillos puros, clasificando sus manadas y llevando un control permanente de la producción. Adquiría además anualmente todos los productos que se le ofrecieran en las famosas Exposiciones Regionales.

El éxito del mestizo de carrera, por el extraordinario mercado que tuvo durante muchos años, desplazó totalmente al criollo nativo que desapareció casi por completo en un lapso de diez o quince años.