Camperadas
Arrias de mulares.
 
 
Durante los siglos XVII, XVIII y parte del XIX, tomó gran incremento y desarrollo el comercio de mulas con destino al Perú.

La mula era un animal muy útil para el trabajo en las minas. Se adaptaba mejor que el caballo para subir y bajar valles y quebradas de la cordillera, con su carga de mineral a cuestas o bien tirando de zorras y carromatos por las galerías de las minas. Eran además más resistentes a las altas y bajas temperaturas propias de esa región; no se apunaban fácilmente y se mantenían con los pastos duros de las serranías sin necesidad de otra ración suplementaria. En una palabra, era más rústica que el yeguarizo, debido al vigor híbrido consecuente del cruzamiento entre burro y yegua. Pero la mula no podía criarse en las serranías y cordilleras del Perú; para ello eran menester campos de buenos pastos y preferentemente de llanuras donde pudiera retozar a voluntad y así desarrollar mejor su esqueleto, fortificar sus miembros y el aparato respiratorio. Para eso no había nada mejor que las ricas y extensas praderas del Río de la Plata.

Se constituyó así un verdadero emporio de producción mular en esa región, principalmente en Santa Fe y la Mesopotamia. Todos los años partían de allí grandes arrias de mulas con rumbo norte; hacían una escala de invernada en Córdoba, Tucumán o Salta, para luego continuar a los mercados peruanos. Eran arreos estos que demandaban varios meses entre la ida y la vuelta de los troperos.

Para conducir las arrias se necesitaban troperos muy baqueanos en el oficio y experimentados. El peligro mayor siempre era la disparada de las mulas y el desbande en los campos de llanura, mientras que al llegar a la montaña el temor estaba en la desbarrancada. A la cabeza de la tropa siempre iban una o más mulas madrinas con su cencerro colgado del pescuezo. A medida que avanzaban en el viaje las mulas se iban “entablando”, o sea acostumbrándose poco a poco a marchar todas juntas, siguiéndose unas o otras y, sobre todo, guiándose por los cencerros de las madrinas. Cuando el arria llegaba a la montaña luego de varias semanas de arreo por la llanura, la tropa estaba perfectamente entablada. Podían cruzarse en el camino una arria de ida con otra en sentido contrario sin que hubiera temor de confusión: las mulas seguirían a sus madrinas respectivas, reconociéndolas aun en la oscuridad por la nota de los cencerros.

El capataz que estaba a cargo del arreo debía ser un hombre muy responsable, baquiano y conocedor del oficio. Se alcanzaba esa condición luego de haber efectuado varios viajes como peón tropero y recorrido todos los caminos posibles, con sus paradas, aguadas y refugios cordilleranos, demostrando a la vez responsabilidad, sentido común y condiciones de mando.

En esta tarea de criar y llevar mulas por arreo al Perú, se destacó el santafesino Francisco Antonio Candioti.

Los hermanos Robertson en sus Cartas de Sudamérica lo describen y calificaron como “un gaucho principesco”, cuando visitaron Santa Fe en 1809. Era verdaderamente un gaucho lujoso, tanto en su vestimenta como por los arreos de su montado, pero también lo era por sus costumbres y vida campera. El mismo con sus hijos varones atendía sus estancias y organizaba todos los años los arreos de mulas y el mismo viajaba al frente de arrias. De esta manera amasó una regular fortuna; con el producido de la venta de mulares adquiría campos en ambas bandas del río Paraná. Llegó a poseer 300 leguas cuadradas, 250 mil cabezas de ganado vacuno y 300 mil yeguarizos y mulares. Entre sus estancias de Santa Fe se mencionan El Rincón de Avila, Añapiré, Monte de los Padres, La Ramada, Cululú; y en la otra banda en Entre Ríos: Arroyo Hondo, Villa Señor, Estaquitas, Mosqueda, Manantiales y Rincón del Guayquiraró.8

En sus arreos de mulas al Perú, elegía el camino más corto aunque expuesto a los ataques de los montaraces; era este el que transcurría por Sunchales y la Laguna de los Porongos, continuaba costeando el río Dulce que atraviesa todo Santiago del Estero, evitando las invernadas cordobesas para llegar a Salta, haciendo allí un alto hasta que la tropa se repusiese antes de continuar al Perú.

Candioti dirigía personalmente estos viajes, constituyéndose en auténtico capataz de arreo; título que sumaba al de administrador de sus estancias con la ayuda de sus hijos.

La atención de sus intereses personales no lo apartaban de dedicarle su tiempo al bien común de la provincia y sus habitantes, hasta el punto de constituirse en verdadero caudillo de los santafesinos. Fue así que en 1815, cuando la provincia proclamó su autonomía de Buenos Aires, resultó elegido primer gobernador de la misma.

Anteriormente apoyó con fervor y entusiasmo la revolución de mayo, auxiliando al General Belgrano a su paso por Santa Fe cuando la expedición al Paraguay, proveyéndolo de caballos y reses de sus estancias de Entre Ríos, como también fletando varias carretas con sus bueyes y picadores para transportar el bagaje del Ejército Expedicionario.