Camperadas
Arreos de los aborígenes.
 
 
Recientemente nos referimos a los arreos que emprendían los aborígenes con la hacienda robada en las estancias de la pampa, rumbo a Chile.

En estos arreos, a diferencia de los que hemos venido reseñando, era fundamental la velocidad, después del malón salían de escape con las haciendas sacadas de las estancias fronterizas, rumbo al desierto donde se hallaban sus tolderías, procurando poner distancia con sus perseguidores de las fuerzas fortineras.

Para ello, el planteo era más o menos el siguiente: una vez reunidos los distintos cortes de hacienda provenientes de las estancias asaltadas, en una sola tropa, se colocaban a retaguardia del arreo los indios de pelea, para defenderlo de posibles ataques. Esta fuerza estaba compuesta por lo más aguerrido en calidad y en cantidad suficiente. Otro grupo menor, acompañado por la “chusma”, que integraban mujeres, niños y ancianos de la tribu, se ponían en movimiento apurando la tropa para alejarse lo más rápidamente posible; no se andaba con cuidados ni miramientos; animal que se cansaba y no podía seguir el ritmo acelerado impuesto al arreo, se lo dejaba atrás y casi siempre era muerto a lanzazos para que no lo aprovecharan los perseguidores. Esto ocurría tanto con los animales grandes como con los pequeños o recién nacidos que no podían mantener el trote largo de los demás.

Las guarniciones de frontera, alertadas de la invasión, procuraban salirle al cruce ganándoles la delantera. Si lo obtenían se trababan en combate con los guerreros que defendían el botín producto del malón. Si estos resultaban derrotados abandonaban el arreo huyendo en diferentes direcciones para confundir a los milicos quienes, finalmente regresaban a sus destacamentos arreando los animales abandonados que sobrevivían.

Hubo circunstancias en que fueran los indios quienes atacaran arreos de los cristianos para apoderarse de la tropa. Tal lo que relata el Coronel Prudencio Arnold en su obra “Un soldado argentino”, cuando fue destinado con su dotación a custodiar un arreo de seis mil vacunos, mulas y caballos con destino a Mendoza.

Un arreo de la magnitud que refiere Arnold, ocupaba de treinta a cuarenta cuadras de extensión, de manera que para poder custodiarlo tuvo que fraccionar su gente colocando una parte cerca de la cabeza, otra a igual distancia del centro y la restante en la culata para cubrir la retaguardia.

El ataque de los ranqueles se produjo en la oscuridad de la noche al llegar al Corral de Bustos en la provincia de Córdoba. Los indios cargaron el centro del arreo tratando de cortarlo en dos para provocar la confusión y sacar la mejor tajada. Arnold desde la culata, al sentir el tropel ordenó a su trompa de órdenes tocar a la carga y se lanzó “sobre aquel trobellino, chocando primero con las astas de las vacas que venían huyendo en montón y luego indios y peones, todos mezclados y confundidos por la oscuridad de la noche.” Los ranqueles, que no contaban con la presencia de Arnold y sus milicianos, “sorprendidos en esta refriega se declararon en derrota, retirándose precipitadamente, perdiendo sus caballos y mulas de silla y la mayor parte de sus ropas, que para alivianar sus caballos habían dejado amontonada para asaltar las haciendas”.

Mientras esto ocurría en la fracción de la retaguardia, en la cabecera ni el patrón de la tropa, ni los soldados del destacamento, ni los troperos se enteraron de nada, “tal era la distancia que nos separaba que ni los gritos, pero ni aún las detonaciones de las armas y los trompas tocando ataque habían sentido.9

Evidentemente, si no hubiera estado Arnold con su destacamento militar, los ranqueles habrían muerto o puesto en fuga a los peones de la tropa y se habrían marchado con las seis mil cabezas a sus tolderías de la pampa central.

No fue este el único caso en la historia de asaltos cometidos por los indígenas a tropas o tropillas bajo protección militar; notable fue el caso en que robaron la caballada del Regimiento 3 de Caballería, los famosos “blancos” del coronel Villegas en la guarnición de Trenque Lauquen, allá por el año 1877. La tropilla de los blancos, como seiscientos, estaba encerrada en un corral con zanja con una sola entrada custodiada por ocho milicos bajo las órdenes del sargento Carranza. Durante la noche una partida de indios del Cacique Pincén se llegó hasta el corral, aprovechando que la custodia de guardia dormía en su mayoría, cavó la zanja rebajando los bordes, agarró las yeguas madrinas silenciando sus cencerros y salieron por el portillo abierto en la zanja con las madrinas de tiro seguidas por toda la caballada. Al amanecer, cuando despertaron los centinelas, los blancos habían desaparecido y estarían ya a muchas leguas de distancia rumbo al desierto. El Sargento Carranza se armó de coraje y fue a dar parte al Coronel Villegas, imaginándose el castigo correspondiente que podía llevarlo incluso al pelotón de fusilamiento. Villegas mandó llamar a su segundo, el Mayor Sosa y le ordenó que con 50 soldados montados en caballos traídos de un fortín vecino, marchase en procura de los “blancos”, llevando, por supuesto, consigo al Sargento responsable del episodio y con la orden de no regresar sin los caballos robados.

El contingente partió en cuanto estuvo listo y al galope largo se adentró en el desierto siguiendo la rastrillada dejada por la tropilla y los indios. Marcharon toda la noche y al amanecer del día divisaron los montes del territorio de la Pampa. Al llegar a un bajo destacó una descubierta para que inspeccionara dicho bajo y el monte. Al rato llegó a media rienda uno de la descubierta para anoticiar que en ese bajo había una toldería y allí estaban los “blancos” sueltos junto con unos caballos de la tribu. Inmediatamente se ordenó montar los caballos de reserva y cargar al enemigo. Los indios fueron tomados totalmente de sorpresa. No tenían más que un caballo agarrado en el que consiguió salvarse sólo el caballerizo. Los demás indios de pelea fueron muertos en la carga; la chusma fue tomada y llevada prisionera junto con los blancos y los demás caballos de los aborígenes. Al día siguiente entraba en el cuartel el Mayor Sosa y desfilaba con su tropa montada en los blancos frente a la Comandancia de Villegas que observaba la escena un tanto pálido de emoción.10

Una situación similar se dio en la frontera norte de Santa fe, cuando el Coronel Obligado se disponía a avanzar la línea de fortines desde el río Salado hasta el arroyo de El Rey. En un lugar a retaguardia de la frontera, conocido como el Rincón de Avechuco, se hallaba concentrada la caballada de reserva en ese año de 1872. Esa caballada, más de novecientos yeguarizos, había sido utilizada en la provincia de Entre Ríos cuando el levantamiento de López Jordán. Pertenecía al 6 de Caballería de Línea y se estaba reponiendo de esa agotadora campaña en la reserva de Avechuco. La misma se hallaba doce leguas a retaguardia del Fuerte Belgrano, Comandancia de la antigua línea, sobre la margen izquierda del Salado, en tierras pertenecientes a la Colonia San Justo.

La caballada en cuestión, se encontraba al cuidado de un Capitán, un Alférez y diez soldados. Un 26 de enero a la una de la tarde, cien y tantos indios avanzaron la invernada, dieron muerte a uno de los cuatro soldados que custodiaban en ese momento los yeguarizos, lancearon los caballos que tenían atados a soga el Capitán para que no pudieran perseguirlos y se alzaron con quinientos y pico de animales.

Los indígenas entraron a la invernada, provenientes de la otra banda del río, del llamado Rincón de San Antonio. Producida la sorpresa, volvieron a vadear el río con el arreo y tomaron rumbo al Oeste en dirección a la Capivara donde existía un fortín de la antigua línea.

Desde la Comandancia General se mandaron chasques a todos los cantones para que interceptaran el robo, impidiendo que cruzaran el Salado y se internaran en el Chaco. Hubo gran movilización en la frontera, por todos lados salían partidas tratando de alcanzar a los montaraces, o siquiera cortar rastros del arreo para perseguirlos por detrás. Todo fue inútil, los indios eludieron las partidas persecutorias y una noche, entre los cantones Hernán Cortés y Francisco Pizarro consiguieron atravesar el río y ganar el Chaco. “Un chasque que iba de un fortín al otro, sorpresivamente se encontró con el arreo que estaba vadeando por el paso de Los Chañares. Perseguido por los indios el chasque consiguió escapar abandonando su montado y arrojándose al río donde se escondió entre la maciega, para continuar luego a pie hasta el fortín, dando el aviso correspondiente. Fue el único que vio a los asaltantes. Varias partidas salieron en su persecución, creyendo fácil alcanzarlos sabiendo el punto y el momento por donde vadearon el río, pero todo fue inútil, se habían esfumado como por arte de magia. Posiblemente, sintiendo cerca de sus perseguidores, se fraccionaron en grupos reducidos, tomando diferentes rumbos que confundieron a los baqueanos de las tropas fortineras”.

“En un último intento que efectuó el Coronel Manuel Obligado, envió al Sargento Mayor Raymundo Oroño al interior del Chaco con sesenta hombres para recuperar la caballada. El mismo consiguió batir a los montaraces y quitarles parte del robo que habían llevado”. 11El encuentro tuvo lugar un mes después de ocurrido el episodio, en el Estero del Tigre, cerca del Monte Impenetrable, al norte de Tostado.

“La recuperación de la caballada fue de primordial importancia para la realización de los proyectos de Obligado: sin ella hubiera quedado inmovilizado en las posiciones alcanzadas hasta entonces y aun con dificultades para sostenerse en las mismas, si los indígenas continuaban con sus embates en la extensa línea de fortines».