Camperadas
Los arreos en la literatura.
 
 
Varios escritores argentinos y extranjeros que anduvieron por estas tierras, nos han dejado magníficas páginas sobre las faenas camperas en el Río de la Plata, entre ellas aquellas que se refieren a arreos de vacunos o de yeguarizos: Cuninninghams Graham, Justo P. Sáenz (h), A. J. Althaparro, Carlos A. Moncaut y Ricardo Güiraldes, entre otros. Todos ellos hombres conocedores de las costumbres, modalidades y maneras de comportarse de nuestra gente de campo, por haber convivido con ellos y participado así mismo en esos trabajos de a caballo, asimilando la ciencia gaucha, que no está escrita, pero que se aprecia en una parada de rodeo, en una hierra, en la manera de entablar una tropilla, en una boleada, en los detalles, en fin, de conducir una tropa y en una cantidad de tareas más que sería largo enumerar.

Comenzaremos por Ricardo Güiraldes, que fue el autor que dedicó un libro a escribir la vida de los reseros de la provincia de Buenos Aires a principios del siglo XX. Don Segundo Sombra y su ahijado Fabio Cáceres son los reseros protagonistas de esta obra, inigualable en su género, que ha trascendido en el tiempo y transpuesto las fronteras nativas para extenderse por las naciones americanas y las de allende el océano.

“Don Segundo Sombra”, como es de suponer, tiene varios pasajes dedicados a los avatares de la vida de los troperos, describiendo con exactitud y estilo admirables, las vicisitudes transcurridas en los distintos arreos que detalla y que son el molde, a su vez, de otros que deja entrever, mostrando así en detalle, las características del oficio de reseros que, alternados con otras tareas circunstanciales en las estancias donde llegaban, constituían el modo de vida de cuántos habían elegido ese oficio principalmente.

El primer arreo que describe Güiraldes ocurre cuando el chiquilín Fabio, recién fugado de la casa de las tías en el pueblo, se encuentra con Segundo Sombra en una estancia del pago y salen en un arreo de quinientos novillos.


“La novillada marchaba bien. Las tropillas que iban adelante llamaban siempre con sus cencerros claros. Los balidos de la madrugada habían cesado. El traqueteo de las pezuñas, en cambio parecía más numeroso, y el polvo alzado por millares de patas iba tornándose más denso y blanco”.

“Animales y gente se movían como captados por una idea fija: caminar, caminar, caminar”.

“A veces un novillo se atardaba mordisqueando el pasto del callejón, y había que hacerle una atropellada”.

“Influido por el colectivo balanceo de aquella marcha, me dejé andar al ritmo general y quedé en una semi-inconsciencia que era sopor, a pesar de mis ojos abiertos. Así me parecía posible andar indefinidamente, sin pensamiento, sin esfuerzo, arrullado por el vaivén mecedor del tranco, sintiendo en mis espaldas y en mis hombros el apretón del sol como un consejo de perseverancia”.

“A las diez, el pellejo de la espalda me daba la sensación de efervescencia. El petiso tenía sudado el cogote. La tierra sonaba más fuerte bajo las pezuñas siempre livianas”.

“A las doce, íbamos caminando sobre nuestras sombras, sintiendo así mayor desamparo. No había aire y el polvo me envolvía como queriéndose esconder en una nube amarillenta. Los novillos empezaban a babosear largas hileras mucosas. Los caballos estaban cubiertos de sudor, y las gotas que caían de sus frentes salábanle los ojos. Tenía yo ganas de dormirme en renunciamiento total”.

“Al fin llegamos a la estancia de un tal Feliciano Ochoa. La sombra de la arboleda nos refrescó deliciosamente. A pedido de Valerio nos dieron permiso para echar la tropa en un potrero pastoso, provisto de aguada, y nos bajamos del caballo con las ropas moldeadas a las piernas, caminando como patos recién desmaniados. Rumbo a la cocina, las espuelas entorpecieron nuestros pasos arrastrados. Saludamos a la peonada, nos sacamos los sombreros para aliviar las frentes sudorosas y aceptamos unos mates, mientras en el fogón colocábamos nuestro churrasco de reseros y activábamos el fuego...”

“...Entre tanto, los nubarrones amontonados en el horizonte habían recubierto el cielo y, cuando el arreo en marcha volvía a la angostura del callejón, las primeras gotas sonaron de un modo opaco y precipitado”.

“Como a pesar de la hora temprana sintiéramos calor, fue más bien un goce aquel tamborileo fresco. Algunos empezaron a acomodar sus ponchos; yo esperé”.

“Mirando al cielo colegimos que aquello era preludio de algo más serio”.

“La tierra se había puesto a despedir perfumes intensamente. El pasto y los cardos esperaban con pasión. El campo entero escuchaba”.

“Pronto un nuevo crepitar de gotas alzó al ras del callejón una sutil polvareda. Parecía que nuestro camino se hubiera iluminado con un tenue resplandor”.

“Esta vez me acomodé el calamaco preparándome a resistir el chubasco”.

“La lluvia se precipitó interceptándose el horizonte, los campos y hasta las cosas más cercanas. Los troperos se distribuyeron a lo largo de la novillada para cerrar de más cerca la marcha”.

“Agua –gritó Valerio entreverándose a pechadas entre los brutos”.

“Por mi parte me entretuve en sentir sobre mi cuerpo el cerrado martillo de las gotas, preguntándome si el poncho me defendería de ellas. Mi chambergo sonaba a hueco y pronto de sus bordes empezaron a formarse goteras. Para que estas no me cayeran en el pescuezo, resquinté sobre la frente el ala, bajándola de atrás a fin de que el chorrito se escurriese por la espalda”.

“La primera reacción ante la lluvia, según más tarde pudo argumentar mi experiencia, es reir, aunque muchas veces nada bueno traiga consigo la perspectiva de una mojadura. Riendo, pues, aguanté aquel primer ataque. Pero tuve muy pronto que dejar de pensar en mi, por que la tropa, disgustada por aquel aguacero que la cegaba de frente, quería darle el anca y se hacía rebelde a la marcha”.

“Como los demás, tuve que meterme entre ellos distribuyendo sopapos y rebencasos. A cada grito llenábaseme la boca de agua, obligándome esto a escupir sin descanso. Con los movimientos me di cuenta que mi ponchito era corto, lo cual me proporcionó el primer disgusto”.

“A la media hora tenía las rodillas empapadas y las botas como aljibe”.

“Empecé a sentir frío, aunque luchara aun ventajosamente con él. El pañuelo que llevaba al cuello ya no hacía de esponja y, tanto por el pecho como por el espinazo, sentí que me corrían dos huellitas de frío”.

“Así, pronto estuve hecho sopa”.

“El viento que traíamos de cara arreció, haciendo más duro el castigo, y a pesar de que a su impulso el aire se volviese más despejado, no fue tanto el alivio como para que no deseáramos un pronto fin”.

“Acobardado miré a mis compañeros, pensando encontrar en ellos un eco de mis tribulaciones. ¿Sufrirían? En sus rostros indiferentes el agua resbalaba como sobre el ñandubay de los postes, y no parecían más heridos que el campo mismo”.

“El callejón, que había sido una nota clara con relación a los prados, estaba lóbrego. Por delante de la tropa, la huella rebrillaba acerada, atrás todo iba quedando trillado por dos mil patas cuyas pisadas sonaban en el barrial como masticación de rumiante. Los vasos de mi petiso resbalaban dando mayor molicie a su tranco. Por trechos la tierra dura tan barnizada, que reflejaba el cielo como un arroyo”.

“Dos horas pasé así, mirando en torno mío el campo hostil y bruñido”.

“Las ropas, pegadas al cuerpo, como fiebre en período álgido sobre mi pecho, mi vientre, mis muslos. Tiritaba continuamente, sacudido por violentos tirones musculares, y me decía que si fuera mujer lloraría desconsoladamente”.

“De pronto, una abertura se hizo en el cielo, la lluvia se desmenuzó en sutil polvillo de agua y, como cediendo a mi angustioso deseo, un rayo de sol cayó sobre el campo; corrió quebrándose en los montes, perdiéndose en las hondanas, encarnándose en las lomas”.

“Aquel fue el primer anuncio de mejora que, al cabo de una breve duda, vino a caer en benéfico derroche solar”.

“Los postes, los alambrados, los cardos, lloraron de alegría. El cielo se hizo inmenso y la luz se calcó fuertemente sobre el llano”.

“Los novillos parecían haber vestido ropas nuevas, como nuestros caballos, y nosotros mismos habíamos perdido las arrugas, creadas por el calor y la fatiga, para ostentar una piel tirante y lustrada”.

“El sol pronto creó un vaho de evaporación sobre nuestras ropas. Me saqué el poncho, abrí mi blusa y mi camiseta, me eché en la nuca el chambergo”.

“La tropa, olfateando el campo, se hizo más difícil de cuidar. Iniciamos algunas corridas arriesgando la costalada”.

“Una vida poderosa vibraba en todo y me sentí nuevo, fresco, capaz de sobrellevar todas las penurias que me impusiera la suerte”.

“Entre tanto, la vitalidad sobrante quedó agazapada en nuestros cuerpos, pues de ella tendríamos necesidad para sobrellevar los próximos inconvenientes, y, sin desparramarnos en inútiles bullangas, volvíamos a caer en nuestro ritmo contenido y voluntarioso: Caminar, caminar, caminar.”

“De pronto me di cuenta de que habíamos llegado. Cerca ya, vimos la gran apariencia oscura de unas casas, y el callejón se ensanchó como un río que llega a la laguna”.

“Goyo, Don Segundo y Valerio iban a rondar, según oí decir. Estábamos en los locales de una feria, a orillas de un pueblo. Cerca de las tropillas desenfrené mi petiso y le volteé el recado. Bajo un cobertizo de cinc tiré mis pilchas al suelo y me les dejé caer encima, como cae un pedazo de barro de una rueda de carreta”.


A esta tropeada de ensayo, que tan bien describe el autor, con todas las reacciones y sensaciones del primerizo en estas lides, a las que añade magníficas impresiones del ambiente, del paisaje y de los personajes, siguen otras donde el chiquilín ya se ha hecho hombre al lado de su padrino Don Segundo. En otra ocasión concurren a un remate ganadero y se conchaban para marchar con seiscientos novillos “destinados a un campo grande de las costas del mar”.


“Tropita mansa y linda. Un mes de arreo debimos contar, aunque sin mayores contratiempos. Los animales que llevábamos eran flacos y dispuestos. Sin embargo tres días antes de entregar el arreo, pasamos un mal rato. La hacienda venía sedienta, pues nos faltaban aguadas naturales y estancieros conocidos que nos sacaran del apuro”.

“Habíamos pasado una noche de pesadez tremenda, defendiéndonos de los mosquitos con un fueguito de biznaga por demás pobre. El campo sudaba por donde quiera cuando salimos a la mañana”.

“Después cayó un golpe de lluvia. Las reses se nos alborotaron. En los charcos que había dejado el chaparrón se amontonaban ensuciando enseguida el agua, no chupando más que barro”.

“El capataz iba afligido con esa desesperación del animalaje, que para mejor no podía sino aumentar con el sol y el movimiento”.

“A eso de las diez enfrentamos una estancia”-

“No hubo nada que hacer. Los animales, después de olfatear con ansia, se largaron a correr por el callejón. Inútilmente quisimos apurarlos para que pasaran derecho. En una porfía incontenible, atropellaron los alambrados, que primero resistieron, haciéndolos caer. Hasta los enredados no cejaban en su empuje, a pesar de tajearse o caer de lomo. Y enseguida ¡Qué habíamos de sujetarlos por el campo!”.

“Las casas estaban cerca y, atrás de un potrerito alfalfado, había un cañadón bordeado de sauces. Nos separaba de él otro alambrado y un cerco de cañas. Corríamos sin esperanza por delante de los brutos sedientos. El alambrado sufrió la misma suerte que el anterior y el cerco de cañas no pudo sino crujir y quebrarse ante la avalancha ciega”.

“Las bestias se sumían en el agua bebiendo atropelladamente. Otras se echaban. Otras les pasaban por encima con peligro de ahogarlas. Nosotros no teníamos más tarea que las de impedir las montoneras y ordenar en lo posible aquel tumulto”.

“Los peones de la estancia, que habían oído el tropel o visto la disparada, nos ayudaban».

“Vino el patrón, y nuestro capataz, jadeante por las corridas y algo asustado, explicó la cosa proponiendo pagar los daños”.

“Por suerte tomó bien nuestro involuntario asalto y, lejos de incomodarse, nos hizo acompañar con su gente después de saciada la sed de la hacienda”.

“Tuvimos que degollar un animal por demás estropeado en los alambres y curar algunos otros”.

“Salvo esto, todo siguió como antes, hasta llegar a destino”.


En esta ocasión, Güiraldes no se detuvo en detallar el arreo, tal como lo hizo en el primero donde cuenta como se inició en el oficio. Es lógico el procedimiento y concuerda con el hecho de que aquel niño del primer arreo ya se convirtió en hombre y no le afectan ni le preocupan aquellos detalles. Ahora se cierne a describir un episodio, no demasiado común, que ocurre en esta tropeada y lo hace magistralmente: la estampida de la hacienda acosada por la sed, al ventear agua frente a una estancia.

Es tan real la descripción de la estampida, que da la sensación que el autor tiene que haber vivido un episodio semejante en alguna oportunidad de su trayectoria campera.

La obra de Güiraldes, dedicada como dijimos, a resaltar la vida y las andanzas de los reseros de su tierra, comienza con un arreo y concluye también con otro arreo. Se trata en este caso de un viaje a “los corrales” de Buenos Aires con seiscientos novillos:


“Según la gente baqueana de aquellos caminos, teníamos para doce días de marcha, poniendo a nuestro favor el buen tiempo y la buena salud de la tropa”.

“Salimos al atardecer de un día por demás caliente y tormentoso. De ensillar no más ya sudábamos, y no había cosa en el campo que no esperara uno de esos chaparrones que primero lo apampan a uno por su violencia, para después dejarlo derechito como un pastizal naciente”.

“Ya antes de salir, dos aguaceros nos castigaron de soslayo, muy de paso, dejando la tierra fofa de los callejones, corrales y limpiones, como un salpullido. Lo grueso de la tormenta nos esperaba, sin embargo, agazapada en nubes, hecha montón para el lado del Sur. La hacienda nerviosa se iba asustando por grados. La mancarronada relinchaba con desasosiego y, nosotros mismos sentíamos la desazón del tiempo como nuestra. ¡Linda noche para perder animales! Cada relámpago nos mostraba, en tintes lívidos, un campo impasible en que marchaba alborotada nuestra tropa vigilada de cerca por los reseros. Arriba, algo informe, oscuro, acabaría por caércenos encima, de un momento a otro. Bajo los golpes de luz, percibíamos en un chicotazo las cosas demasiado claras, y los novillos blancos, como también los rosillos plateados y las manchas de los overos, se nos metían en los ojos. Después quedábamos perdidos en la noche, con la visión rápida encajada en la memoria como una cicatriz en el cuero. Y andábamos hasta otro relámpago. Al viento siguió la calma. En el cielo había grandes charcos y ríos plateados, sobre un fondo de chatos remansos negros. Sin embargo, veíamos avanzar, a toda carrera, largas hiladas de nubes grises, perdidas de rumbo como yeguada cimarrona ante el incendio de un pajal”.

“El capataz nos mandó no descuidar la hacienda, que remolineaba también perdida en su susto. Un rayo cayó como estampido que, de seco, pareció rajarnos las carnes. Me dije que el viento venía de bajo tierra”.

“La tropa se partió en puntas, como una tosca que se desmorona en el agua. Recordábamos que teníamos que pasar por el cauce de un zanjón hondo y, previniendo un cataclismo de animales cayendo, quebrándose espantándose en el fondo de aquel, corríamos mal que mal a impedir que así sucediera. Yo no veía nada. Las puntas del pañuelo me golpeaban la cara, el ala del chambergo se me pegaba a los ojos; el viento me impedía castigar al caballo que, sin embargo, corría por que sí tal vez, habiendo perdido el norte, como la hacienda”.

“Me llevé un bulto por delante. Comprendí que era el caballo de algún charré sorprendido por la ventolina. ¿Hombres, mujeres? ¡Que Dios les alivie el susto! Seguí en mi apuro hasta dar con el mancarrón, de pecho, contra un montón de vacunos.”

“Caía agua a chorros y mermó el viento. Oí gritar a uno de mis compañeros y me acerqué al grito. Juntos peleamos para impedir que las bestias, precipitándose una con otras, siguieran cayendo en la zanja. Mi caballo resbaló con las patas traseras y me fui, me fui como chupado por los infiernos, sin saber a donde. Paró la resbalada sin que, por suerte, el animal se me diera vuelta. Tuve tiempo de ver que mi redomón, al levantarse sobre los garrones, pisoteaba un novillo caído. No había caso de sujetar. El terror lo abalanzaba adelante. Cayó sobre el costillar derecho, apretándome un poco la pierna contra un gran terrón de la barranca. Se afirmaba en la punta de los vasos. Volvía a veces para atrás, patinando sobre el anca. Se iba de hocico. Se tendía, todo voluntad, hacia arriba, donde al fin llegamos.”

“A todo esto, la tormenta había pasado como un vuelo de halcón sobre el gallinero”.

“Pudimos más o menos vernos y juntar, a duras penas, los novillos dispersos. Di parte al capataz de mi encuentro en el fondo del zanjón. Si había pisado un novillo, tenía motivos para presumir que otros se hallaban allí, caídos de manera tal que no podían salir. Así era; y con excepción de los que quedaban guerreando con la tropa, bajamos todos a lo hondo de la grieta, donde forcejeamos a lazo y hasta a mano, para enderezar los caídos y cuartear a los embarrancados. En un barro machucado por el pisoteo los mancarrones pisaban en falso, buscando los desniveles apropiados para apoyar sus vasaduras; y había que abrirse a tiempo en la caída y la costalada en las que, al menor descuido, se deja un hueso, en una quebradura que suena como gajo que se astilla dentro de una bolsa.”

“Salimos del barro hasta los ojos. Cinco vacunos agonizaban en el fondo oscuro”.

“Mientras reanudábamos la marcha, se mandó un chasqui para el pueblo, a fin de que se viera al carnicero y le ofreciera en venta, por lo que quiera pagar, las reses quebradas. El mismo chasqui debía a su vez mandar un hombre al patrón, dándole parte del incidente. Como el pueblo quedaba cerca de la estancia, muy pronto el patrón sabría los detalles”.

“Obligados por la bravura de la hacienda alborotada con la tormenta, tuvimos que rondar por cuartos. La noche seguía calurosa y pesada. Nada en bien nos había valido el aguacero bruto, los rayos y los remolinos de viento”.

“Una madrugada barcina nos permitió seguir la huella, entre vahos de humedad, después que el capataz hubo contado sus animales. En el día, no paramos más que para el almuerzo, la comida y la cena. Acobardados por la infeliz salida, íbamos todos de mal talante y, como los animales porfiaran siempre rebeldes, les dimos caminos hasta hartarlos, a ver si en algo se sosegaban”.

“Otra vez rondamos”.

“Nuestra tercer jornada nos regaló una buena refrescada. A la mañana, nos tocó cruzar un campo abierto, donde se nos desparramó la tropa”.

“Traíamos, como mal elemento, unos treinta torunos chúcaros, que cada dos por tres peleaban, armando un griterío de matones en una fiesta. Un bayo bragado era el peor y ya, unas cuantas veces, se nos había trenzado con un palomo, obligándonos a separarlos a argollazos. El bayo no entendía de obediencia, y una vez caliente, se nos venía de un hilo”.

“Aprovechando el desparramo de la tropa, los torunos se toparon de firme. Como moscas, nos les prendimos sin darles cuartel. En una vuelta de mala suerte, un tal Demetrio se pasó de largo al tiempo que el bragado, habiendo conseguido doblarle el cogote a su contrario, ponía todas sus fuerzas en un envión. El palomo se arqueó como víbora, mezquinando el flanco, y el otro, sobrándose, fue a dar contra el caballo de Demetrio. Aunque el toruno no tuviera del lado derecho más que un pedazo de aspa quebrada y gruesa, se la encajó al mancarrón por las verijas, bajándole las tripas. Mientras entre los tres lo enlazaban y alejaban al bicho bravo, caímos como caranchos sobre la víctima, que el dueño tuvo que degollar, y yo por las botas, otro por las lonjas, hicimos negocio dejándolo pelado al finadito en un santiamén”.

“Por la noche, marchamos por unos callejones, pero con tan mala suerte que nos cruzamos con dos tropas, lo que nos obligó a rondar por tercera vez”.

“Y ya empezábamos a cansarnos en serio”.

“Seis días más anduvimos, entre fríos y mojaduras, rondando casi todas las noches nuestro arreo, siempre matrero, cruzando barriales y pantanos, juntando cansancio de a carradas y apilándolo en nuestros nervios. Mi reservado me costó un día de lucha, bellaqueando al menor descuido bajo el lazo, en una atropellada, por cualquier motivo. Pero no le bajé ni los cueros ni el rebenque, hasta que lo rindiera el rigor. .¿Se me podía pasmar? Paciencia. No era con él un asunto de cortesías”.

“Veníamos todos como indios desarrapados, barrosos y taciturnos. Demetrio, el hombre más grandote y fuerte de los troperos, parecía anonadado por el cansancio. ¿Quién podía jurar que estaba mejor? Por fin alcanzamos un lugar en que el reposo sería seguro. Había un potrerito donde dejar la hacienda, sin peligro de que se fuera, y un galpón donde dormir al abrigo...”.

“...Dimos agua a nuestros caballos, los bañamos, arreglamos nuestras prendas de trabajo, ingiriendo un lazo aquél a quien se le había cortado, cosiendo este su maneador, el otro acomodando unos bastos o un bozal. Y esperamos con calma que se nos fuera acercando la noche poco a poco, como una cosa grande y mansa en la que nos íbamos a ir suavecito, de costillas, como un río que va gozando su carrerita en olvido y comodidad”.


Los tres arreos que hemos transcripto son los que constan en esta obra cumbre de Ricardo Güiraldes. Pero el autor deja entrever que hubo muchos más, tal como correspondía al oficio de reseros que ejercían: “Llevados por nuestro oficio, habíamos recorrido gran parte de la provincia: Ranchos, Matanzas, Pergamino, Rojas, Baradero, Lobos, el Azul, Las Flores, Chascomús, Dolores, el Tuyú, Tapalqué y muchos otros partidos nos vieron pasar cubiertos de tierra o barro, a la cola de un arreo. Conocíamos las estancias de Roca, Anchorena, Paz, Ocampo, Urquiza, los campos de la Barrancosa, Las Víboras, El Flamenco, El Tordillo, en que ocasionalmente trabajamos, ocupando los intervalos de nuestro oficio”.12


Carlos Antonio Moncaut, en su reciente obra “Estancias Viejas”, Segunda Parte, relata un arreo muy particular, emprendido hacia 1880, por un norteamericano: George H. Newbery. Su hijo Diego Newbery describió las andanzas y aventuras de su padre en un libro titulado “Pampa Grass”, publicado en 1953 en Buenos Aires en idioma inglés. Traducido al castellano por Don Valentín Melville, narra en los capítulos XII y XIII las alternativas del viaje, pleno de aventuras que George H. Newbery realiza desde Bahía Blanca a caballo, hasta el campo que iría a poblar bautizado como la Media Luna, cerca de General Villegas.

Llegó a la Argentina, junto con su hermano Ralph, en 1877. Poco después de la expedición del General Roca en 1879, se lanzó en busca de tierras para poblar una estancia en pleno desierto recién conquistado.

Efectuó primeramente un viaje de exploración acompañado de un indio viejo con veinte caballos, quien le sirvió eficazmente de guía y baqueano. “Un guía cuyo nombre era Luan demostró ser de confianza y muy pronto estábamos en muy buenas relaciones aunque nunca pude hacerle hablar de su aventurosa vida de lanza bajo un capitanejo de Cafulcurá”.

Salió de Bahía Blanca y marchó hacia el norte siguiendo una senda paralela a la famosa zanja de Alsina. Después de tres meses y de pasar algunas vicisitudes, arribó al Fortín Lavalle, pasando primero por Italó, extremo norte de la frontera y de la zanja.

Entre Italó al Oeste y Fortín Lavalle al Este, encontró Newbery el campo de su gusto que buscaba. Viajó a Buenos Aires y junto con su hermano Ralph adquirieron 42000 acres de tierras fiscales en el lugar indicado.


“Con un título provisional en mi bolsillo y los medios necesario para localizar el campo en mis maletas, salí de Buenos Aires. Partí para juntar mi rodeo de aspudas llevando conmigo algunos cowboys americanos que habían estado holgazaneando en los boliches de la ciudad desconsolados y nostálgicos”.

“Estos hombres no habían llegado al Río de la Plata por su libre voluntad. En aquel entonces, delincuentes fugados no eran perseguidos tan lejos como Buenos Aires y por consiguiente éste se hizo un lugar predilecto para que se juntaran muchos cuatreros que tenían cuentas pendientes con las autoridades de Nueva México y Texas”.


George Newbery contrató tres de esos cowboys, uno de los cuales, de nombre Raper, se constituiría en su hombre de confianza y primer capataz de la “Media Luna”.

En varios establecimientos de la provincia de Buenos Aires adquirieron las 4.500 cabezas de ganado vacuno que poblarían el nuevo establecimiento. Salieron con la hacienda repartida en dos tropas, rumbo al Oeste. En la primera tropa iba el patrón con los tres cowboys; mientras que un puñado de gauchos arreaba la segunda que seguía cuatro leguas por detrás. A poco de andar un ventarrón pampero desparramó la hacienda durante la noche, cuando aún faltaban 20 leguas de camino para llegar a destino. Cuando amainó el viento y concluyó el aguacero se pudieron reunir la mayoría de los animales de la primer tropa; pero de la segunda llevó una semana juntar las extraviadas.


Al final de cuentas perdimos por lo menos cien cabezas de hacienda.

Finalmente íbamos acercándonos al antiguo paradero de rodeos de los indios que había elegido para mi estancia donde había llegado con Luan durante nuestra exploración del recientemente recuperado territorio de los indios.

Mientras el arreo avanzaba lentamente, pastoreando en su marcha, dejé a dos cowboys moviendo la tropa y seguí adelante con Raper para aquel paradero que tanto me había impresionado.

Llegamos al jagüel donde todavía quedaban restos de los campamentos de la tribu y desmonté a tomar agua.

Aquí estamos por fin, grité a los reseros que venían con la tropa haciéndoles señales con mi sombrero para que trajeran los animales a la aguada lentamente.

A la entrada del sol fuimos sorprendidos por la polvadera de la segunda tropa que no esperábamos hasta el día siguiente.

¡Alguien los viene empujando a rompe y raja!, dijo uno de los cowboys. Pronto la polvorienta tropa estaba remolineando a los balidos y empujones forcejeando por aplacar su sed en las aguas del jagüel. Los cinco gauchos me llegaron en un grupo junto con un sexto jinete tan jadeante como los demás, su modesto recado lo indicaba como algún agregado o peón a destajo.

Eleuterio Gómez, capataz de los troperos, bajó de su caballo de un salto y con voz excitada se dirigió a mí. Por la rapidez con que me hablaba me era materialmente imposible entenderlo pero pude captar las palabras Romero y Malón. Traté de calmarlo lo suficiente como para recibir un informe coherente.

Para comenzar le pregunté: ¿Porqué diablos apuró la hacienda de esta manera? Pasó la mano a través de su garganta; indios, contestó. Forcé una risa por sus temores: ¡No quedan indios ahora hombre! Fueron corridos por las tropas hasta la Patagonia. El Gobierno me lo dijo, le contesté.

Es mentira patrón, replicó con enojo y señalando al forastero agregó: el nos trajo la noticia. ¿Qué noticias? Que Romero y toda su gente fueron degollados.

No pude relacionar el asesinato de Romero –o quien fuera- con el mal trato a que sometió a mis vacas.

¿Usted se asustó por eso? Le dije mordazmente.

Si señor. Romero vivía en su campo solamente cuatro leguas al sur de acá. Tenía siete hombres y algunos buenos animales, solo unos centenares. Los indios robaron todas las haciendas y lo liquidaron junto con los siete peones.

Bueno, eso ya es otra cosa. Era todo lo que atiné a contestar a su relato.

Eso quería decir que la frontera solamente era en teoría libre de las excursiones depredadoras de los indios, cuando en Buenos Aires me habían asegurado que todos los indios malos habían sido aniquilados. El ataque a Romero era prueba de que los malones todavía era realizables y en mi cercano vecindario.


Esa noche se quedaron los troperos, después de haber dado de beber a los animales y cenado todos juntos. Pero al amanecer estaban listos para partir de regreso, con los caballos ensillados; además, los dos cowboys se habían solidarizado con los reseros desertores y también se marchaban. Reclamaban el pago de los días de arreo. Newbery les ofreció duplicar el jornal si se quedaban. Se negaron. “Entonces no recibirán pago alguno”, les dijo. Tenía lista la mano sobre la culata del revolver, lo mismo que el vaquero que hacía de voz cantante del grupo. En ese momento terció Raper pronunciándose a favor del patrón: “Andate al diablo, ¡hijo de perra! ¡Raje! Exclamó. Todos dispararon, aún los que no habían entendido una palabra del altercado”.


Gracias, Raper, le dije dándome vuelta. Acababa de promocionarse capataz de la estancia “Media Luna”.

Tendré que moverme para conservar el puesto, me contestó sonriendo y volviendo a guardar el revolver en su cartuchera, caminó hasta el corral para agarrar su caballo.


De esta manera fue que quedaron solo el patrón y el capataz para cuidar y aquerenciar las 4382 cabezas remanentes, en campos abiertos y con hacienda que porfiaba constantemente por volver a la querencia.

Hubiera sido totalmente imposible cumplir esa tarea a cargo solo de dos hombres y, por consiguiente, la tropa se hubiera desparramado por el desierto, de no mediar un auxilio extraño y totalmente impredecible.

La noche en que quedaron solos, patrón y capataz, se hallaban ambos sentados en sus monturas contemplando el asado que se doraba en el asador, cuando Raper echó mano a la cintura buscando el revolver, al tiempo que exclamaba “Tenemos visitas”.


Miré fijamente en la oscuridad –cuenta el autor- y contra la claridad por encima del horizonte apercibí la silueta de seres humanos a no más de veinte pasos de donde estábamos. Tendrían que ser los indios que habían dejado sus caballos a cierta distancia y sigilosamente venían acercándose...

Me sentí helado pero me paré de un salto. ¿Quién va? Grité. ¡Amigo!, contestó una voz en la oscuridad.

Haciéndoles señas que se arrimaran al fogón me volví a sentar por que sentí cierta inseguridad en mis rodillas. Eso lo hicieron y cuando pude verlos a la luz del fuego mi sangre se congeló. Nunca fue mi intención dejarme capturar vivo, pero ahora éramos prácticamente prisioneros de este grupo de 15 salvajes, remanente de las fuerzas indias derrotadas y dispersas por el general Roca.

Cuando los intrusos se habían acomodado el capitanejo se sentó en cuclillas e hizo una seña. De inmediato dos grandes porciones de carne fueron traídas ensartadas en palos.

Permiso –dijo el capitanejo dirigiéndose a mi. Contesté con un movimiento gracioso de la mano y los dos asadores fueron clavados junto al mío y más leña agregada al fuego...

Los indios vestían toda clase de ropas; algunos usaban chiripás, otros bombachas como los blancos con cortos ponchos araucanos o camisas en jirones. Habían varios tipos de hombres en este núcleo de rufianes morenos y todos parecían bien alimentados, lo que indicaba que no eran fugitivos de algún campamento de prisioneros. Probablemente pertenecían a alguna toldería que escapó del rastreo de las tropas federales...

Así fue que con un despejo de garganta y la mayor naturalidad, le pregunté al jefe: ¿Han venido de muy lejos?

Salinas Grandes – me contestó.

Yo sabía de Salinas Grandes. Mi amigo militar había mencionado el lugar como el antiguo asiento del imperio del mandante de las pampas, Calfucurá. Con el viejo Luán habíamos pasado cerca y él me había dicho que alguna vez su lanza había hecho temblar al gobierno de Buenos Aires.

Salinas Grandes –contesté- El lugar me es conocido. Un gran hombre, Calfucurá, murió allí.

Gran cacique –contestó sin inmutarse.

Mi baquiano Luan, era amigo de él.

¿Y Ud. amigo de Luan?


La amistad de Newbery con Luan le valdría de salvoconducto ante el Capitanejo y sus indios.


Terminada la comida, los indios desaparecieron en la oscuridad y pudimos oirlos acampar a corta distancia. Miré arriba a las estrellas en un mudo y agradecido alivio hasta que Raper habló: Váyase a dormir patrón, yo tomaré la primer vigilia. No hace falta Raper –le aseguré- estos indios son amistosos.

Raper dio un mordiscón a su tabaco de mascar y sacudió su cabeza: No confiaría en ellos más allá de lo que puedo patear a las Sierras Rocosas. Temen a nuestras armas de fuego por que carecen de ellas. Si nos dormimos nos clavarán sus malditos cuchillos.


Esa noche casi no durmieron ninguno de los dos temiendo un ataque de sus visitantes. Para peor se oyeron movimientos de hombres y caballos en la oscuridad, “esperábamos el degüello en cualquier momento”.


Con el crepúsculo nuestra vigilia terminó. La razón de los ruidos que habíamos sentido pronto se hizo aparente cuando vimos a varios indios llegar al campamento de a caballo y otro grupo salir. ¡Nuestros temidos matadores estaban sujetando a los errantes vacunos!


No obstante, Raper no se quería convencer de sus buenas intenciones e insistía en adelantarse a ellos y meterles unos plomos en la panza. “Deme la orden que estoy listo”, le decía.


Pero yo no –comenta el autor- Parándome con una sensación de alivio le dí sus primeras órdenes: Andá ensillá capataz. Tenés un buen equipo para empezar a trabajar la estancia Media Luna y podemos dar gracias a nuestra buena estrella y al viejo Luan ¡por nuestra mejor suerte!

Y, ¿quién diablos es el viejo Luan? Preguntó sorprendido.

Un espléndido viejo amigo mío que robó mis maletas y que también evité que lo persiguieran cuando se fugó...

El capitanejo indio parecía menos aterrador a la luz del día cuando vino a vernos levantados.

Buenos días, dijo y enseguida fue al grano; mis compañeros tener buenos caballos. Trabajar acá un mes antes de volver.

¿Por cuánto? –pregunté sin alterar mi semblante.

Quince patacones por día y una res.

Están aconchabados –le contesté y nos dimos la mano solemnemente.

También haciendo rancho si quiere. Baquiano en ladrillos adobe. Prisionero antes en Dolores; aprendiendo lengua castellano y rancho haciendo para comandante.


Y así fue como se pobló y armó la estancia Media Luna, gracias a la intervención de esos indígenas como caídos del cielo.


Gracias a ellos la estancia Media Luna estaba lista para afrontar el futuro a muy breve plazo. Cuando cumplieron su mes desaparecieron tan súbitamente como habían aparecido pero ya, para este tiempo las vacas estaban bien aquerenciadas en su nuevo campo y con la ayuda de unos gauchos, terminamos de hacer la casa.13


También a fines del siglo XIX nos dejó Don Ismael Palacios un relato de un arreo famoso, que fue publicado en la revista El Señuelo Nº 6, del año 1941.

Ismael Palacios supo integrar, con nueve gauchos más, la cuadrilla que contrató el popular Bufalo Bill, para sus espectáculos circenses. Con ellos recorrió parte de Europa y Norte América. Palacios fue uno de los gauchos que jineteó un potro frente a la reina Victoria de Inglaterra, en los jardines de su palacio.

Se cuenta también que en ocasión de representar el circo de Búfalo Bill el asalto a una diligencia por parte de los Pieles Rojas, los gauchos argentinos tenían la misión de protegerla y rechazar el ataque. Para ello no se les ocurrió nada mejor que desatar las boleadoras que llevaban consigo y arrojárselas a los asaltantes. El éxito fue completo: bolearon a unos y pusieron en fuga al resto. Los Pieles Rojas vinieron con la queja al empresario del circo diciéndole que, si los gauchos iban a seguir participando en el espectáculo, ellos no estaban dispuestos a intervenir en él.

Ismael Palacios fue el hombre que llevó a cabo la tarea campera titulada y publicada bajo el nombre de un “Un arreo al embarcadero”.

Un día de los años 1893 o 1894, cayó Ismael Palacios al Escritorio de Don Eduardo Casey, para darle cuenta de una tropa de novillos que había entregado a su destinatario, por orden de aquel.

Después de recibir el pago para los peones y de conversar un rato, Don Eduardo sorpresivamente le dijo: “¿te animás a entrarme a la dársena una tropa de novillos que está en la Tablada y el capataz no se anima? –a lo que él contestó- “Como no, señor, si usted me da la gente. No le dijo Casey, los peones los buscás vos. Costumbre que se usaba antes, que uno elegía su personal y no como hoy, que le dan a los capataces hombres bien recomendados, sí, pero maturrangos para todo. Bien, señor, esta noche la entraré. Bien me dijo, alargándome un papel. Aquí está la orden: son 504 novillos, y tené cuidado porque la hacienda es muy arisca. No hay cuidado señor, le dije, me despedía y me fui”.

Tomó un tranvía de caballos que lo llevaba a los Corrales Viejos y mientras iba al trotecito de los matungos rumiaba la forma en que encararía la tropa.


Miedo no tenía, pero si desconfianza de que una tropa tan grande, al cruzar Buenos Aires, no me fuera a dar un dolor de cabeza, y quedar mal con Don Eduardo... Pero ya estaba en el potro y no había más que sufrir los corcovos.

Yo le había entrado a la Dársena muchas tropas a Don Eduardo y en algunas fui de capataz...Eran tropas chicas de 100 a 150 novillos, pero una tropa de 500 daba que pensar.

Llegué a los Corrales como a las 11 de la mañana, más o menos a la hora de almorzar... Allí elegía a los hombres que me parecieron mejores para realizar la empresa.

Eran 13 hombres, bien montados y buenos trabajadores de a caballo... Después que echamos una siesta y cuando ladeó el sol, nos pusimos en marcha a la Tablada, que quedaba como a dos leguas al Sur de San Justo...

Cuando llegamos vimos la tropa; los novillos estaban como pájaros de livianos, sin comer, fuera de la querencia y con sed; no hacían más que trotar y mugir.

Contamos la tropa y yo no conté más que 500... La tropa venía de una estancia de Don Ambrosio Olmos, en Córdoba... Le recibí la hacienda y cuando estaba por entrarse el sol nos pusimos en marcha hacia la Plazoleta de los Corrales, que era por donde debíamos pasar para ir a la Dársena.


Llegamos a la playa de los Mataderos que, como digo, era en la calle Rioja y Caseros. La hacienda se echó y descansó un buen rato. Por fin, como a la media noche, lo que todo quedó en calma y en silencio, movimos la hacienda. Yo había dispuesto mi gente, previendo todos los casos; puse cuatro hombres a la cabeza y tres en cada costado para que en las bocacalles no fuera a irse algún novillo, y lo llamé a Jacinto Márquez, que era mi hombre de confianza... y le dije: -Mirá Jacinto: si se te vuelve algún novillo no tratés de correrlo, dejalo que se vaya; mejor es perder uno y no que se nos desgrane la tropa, y lo puse en la culata con dos hombres. Tomamos por la calle Caseros hacia el Centro, haciendo desfilar la hacienda despacito hasta que dimos con la pared de la estación Constitución. Allí doblamos a la izquierda para tomar la calle Brasil hacia la Dársena. Lo que la hacienda vio el claro de la plaza Constitución quiso disparar y atropelló, pero los peones que iban a la cabeza, a fuerza de silbidos ponchazos y una que otra pechada, la sujetaron.


Yo iba pensando que cuando la hacienda tomara la calle Brasil y olfateara el olor a agua del río, como iba sedienta, nos iba a dar que hacer; así que reforcé la gente que iba a la cabecera poniéndole seis hombres; cinco en la culata y uno para cada costado, por que la hacienda ya no se cortaba, lo que quería era disparar.

La gente que iba a la cabeza fue la que más trabajó, pues los novillos iban llevándose los caballos por delante, pegando bufidos y errándoles botes y con las cabezas pegadas a las colas de los caballos; pero los peones no descuidaban y a gritos y revoleándoles los ponchos los sujetaban.

Además, yo no me descuidaba y animando al personal, era continua mi vigilancia; tan pronto me encontraba en la culata, como me corría a la cabeza de la tropa y al pasar por donde iban los que cuidaban el costado de la hacienda les decía: -Tenga cuidado, cuñao, con la bocacalle, no se le vaya a cortar algún novillo y se le vuelva; y ellos me decían: -Vaya tranquilo, capataz, que la hemos de sacar bien; y yo seguía galopando por la orilla y cada cuadra que hacíamos era un consuelo y una esperanza de cumplir mi compromiso.

Había que ver cuando encontrábamos algún noctámbulo ciudadano: salía entonces el pueblero como alma que lo lleva el diablo, disparando al oír el mugido de los animales y al ruido que hacían, y no paraba hasta que no se subía a la reja de alguna ventana o se metía en alguna puerta para ponerse a salvo.

En lo más tranquilo que íbamos por la calle Brasil, al llegar a Tacuarí más o menos, había estado parada una volanta –en ese tiempo no había autos- y yo no sé si estarían de baile o de chupandina, el caso es que el cochero estaba algo alegre, y se fue a mover, pero yo ya me había dado cuenta y corrí poniéndome al lado, le dije: -Párese, compañero, no se mueva, que me va a hacer disparar la hacienda. Y como al hombre borracho todo se le hace bueno, quiso salir con la suya y al querer caminar le atravesé el caballo delante de los de él y no lo dejé pasar; pero él se paró en el pescante y empezó a revolear el látigo y a gritar y sucedió lo que tenía que suceder: la hacienda se cortó en dos trozos; los de adelante dispararon para el río y los de atrás se volvieron por donde veníamos. Para esto ya había llegado un peón y estaba alegando con el cochero y yo salí corriendo a la cabeza, gritándoles: ¡Aflójenle, que no se vuelva toda la hacienda, y así fue: casi como la mitad de la tropa disparó hasta la Plazoleta que había antes de llegar a la Dársena en el Paseo Colón y la otra mitad se volvió para atrás, pero Jacinto Márquez, que como digo, venía cuidando la culata, hombre baqueano para arrear y práctico para esos trances, enseguida se dio cuenta del peligro y con los hombres que venían con él atropellaron la tropa, así que los novillos que retrocedían se encontraron con una muralla de ellos mismos y no la pudieron romper, de manera que no tuvieron más remedio que tomar para adelante siguiendo los otros, que como digo, los sujetamos en la calle Colón y Brasil.

Había que ver cuando la tropa estuvo junta y amontonada, lo que los animales habían corrido, estaban algo sudados y como la noche estaba fresca salía una humareda de vapor que parecía una inmensa olla que estuviera hirviendo.

Descansó un rato la hacienda y cuando se enfrió la volvimos a mover despacito y la entramos a la Dársena, para que una vez contada y entregada, la embarcasen. Cuando la tropa estuvo encerrada, todos eran dicharachos y carcajadas, pero yo puedo garantizar que más de una vez nos vimos apurados. Desensillamos al costado de los corrales y nos pusimos a tomar mate, pues los serenos, mediante una pequeña propina, tenían la costumbre de esperarnos con el agua caliente y los avíos prontos para el mate.


Algunos se acostaron en los recados y otros nos quedamos tomando mate hasta que vino el que contaba y recibía las tropas, que era un tal Arredondo. Cuando contó la hacienda, me gritó: ¡Qué tropa grande, Palacios! Son 501... Buenos, le dije yo –deme el recibo de 500 y el uno para usted; ¡Yo estaba, naturalmente, seguro del número!


En eso llegó Don Eduardo, en una volanta; le di el número, lo leyó y mirándome, me dijo -¡Hombre, no han perdido ni uno! ¡Te felicito!... Yo le dije: -¡Válgale, señor, a la gente que traía!14


Jorge Gordon Davis fue un hombre que dedicó su vida a la ganadería, administrando las mejores cabañas argentinas, trabajando en los frigoríficos y, sobre todo, se destacó como jurado de bovinos en las mejores exposiciones ganaderas del país y del extranjero.

Hijos de padres británicos, nació en la Banda Oriental, aunque luego se radicó en la Argentina.

Si bien nacido y criado en el campo, se inició en las tareas rurales por cuenta de terceros al entrar a los 17 años como Segundo Administrador de los establecimientos de Don Ambrosio Olmos en el sur de la provincia de Córdoba y de La Pampa. Eran estos varias estancias que integraban, todas juntas, una vasta extensión de muchas leguas de superficie.

Además de sus notables conocimientos en materia ganadera y rural, Gordon Dasvis demostró también sus condiciones de escritor cuando, retirado ya de la actividad, se dedicó a volcar en el papel sus recuerdos. Así escribió, entre otras obras, “Rancho Grande”, donde relata sus primeras experiencias en los campos de Olmos, principalmente en la estancia Santa Catalina.

Entre muchas tareas y trabajos ganaderos, que describe magistralmente, nos refiere un arreo a la feria de Río Cuarto; ciudad que se encontraba a ocho leguas de la estancia. La tropa se componía de 2.500 novillos de 3 a 4 años de edad, recién apartados de los rodeos, livianos y ariscos.


Algunos eran tan ariscos y bravos, especialmente los del rodeo de la Cañada del Gato, que teníamos que llevarlos al galope todo el trayecto desde el rodeo hasta la estancia, tres leguas, por que si disminuíamos la velocidad trataban de cortarse en puntas y ganar el campo.


El arreo no era largo, la distancia a recorrer era poca, pero la hacienda era mucha y, sobre todo, muy arisca. Se eligieron 25 hombres, entre mensuales de la estancia y peones por día, con su capataz don Tránsito Gómez.

A la salida del sol se movió la hacienda; salieron al trote los novillos. Como los animales eran livianos no había peligro que se cansaran y era necesario cubrir en el día la distancia hasta Río Cuarto.

Había niebla; al salir del campo entraron a un largo callejón que desembocaba directamente en la feria, casi sin tener bocacalles, salvo al llegar a destino. En el callejón los novillos comenzaron a disparar y, aunque iban dos peones en la cabecera, Gordon Davis, con dos hombres que lo acompañaban, se lanzó a media rienda para ganarle la delantera. Recién a una legua de iniciada la disparada lograron su objetivo, cuando ya los brutos se llevaban por delante los peones punteros, quienes, como buenos gauchos, a gritos y a ponchazos habían conseguido sujetar en parte la atropellada. Con la llegada del refuerzo de hombres, pudieron detenerlos poco a poco, antes que arribaran a las bocacalles que se encontraba a corta distancia de la feria. Si hubieran tomado por ellas “Dios sabe donde las sujetaríamos”.

La corrida de más de una legua, había fatigado a los novillos que resoplaban como fuelles. De esta manera pudieron esperar que llegara la culata del arreo y todos juntos entrar a la feria casi sin mayor trabajo; allí los repartieron en cinco grandes corrales, a razón de 500 animales por corral.15