Cinco años en Buenos Aires /1820-1825 Por un inglés
Capítulo 1
 
 
El Puerto. — El bote de la sanidad. — Aspecto de las calles. — Los prácticos del río. — El Puerto de la Ensenada. — Barracas. — La navegación en el Río de la Plata. — Balandras o chalanas de carga. — Los carros para el desembarco. — Servicio de pasajeros entre Buenos Aires y Montevideo. — Clima y enfermedades. — Los alrededores de la ciudad. — La Alameda. — La Ribera. — Fondas y Cafés. — Edificios públicos: El Fuerte, el Consulado, el Cabildo, el Banco, la Cámara de Representantes, la Biblioteca, el Museo Botánico, el Retiro, la Residencia. — Plazas y Calles.


La ciudad de Buenos Aires, divisada desde la rada exterior a unas ocho millas de distancia, tiene un imponente aspecto. Los edificios públicos y las cúpulas de numerosas iglesias le dan cierto aire de grandeza que se desvanece cuando nos aproximamos. Al desembarcar, el muelle derruido (la tormenta del 21 de agosto de 1820 lo dejó en malas condiciones), y las principales calles cercanas a la costa nos predisponen mal respecto a la belleza de la ciudad; pero para hablar en justicia debe observarse la ciudad minuciosamente, pues hay edificios dignos de consideración. Cuando yo desembarqué, en octubre de 1820, dos cañones de a cuarenta y dos en excelente estado, estaban emplazados en el muelle ostentando un grabado de las reales armas españolas y la fecha y lugar de la construcción; uno provenía de Sevilla y el otro de Lima. Tendrían unos sesenta años.

Los pasajeros no encuentran ningún impedimento de parte de la Aduana. Una rápida inspección del equipaje es el único requisito obligatorio. Varios procedimientos enojosos han sido recientemente abolidos. En otros tiempos, un centinela debía impedir que la gente se acercase al borde del muelle de la ribera sin previa autorización del resguardo. También ha sufrido reformas el sistema que ordenaba a los barcos esperar en la rada exterior la chalupa de sanidad. Los capitanes pueden desembarcar de inmediato en el puerto. En la rada interior se espera la visita de la sanidad, que llega al poco tiempo de anunciarse por una señal. Mientras duró el régimen anterior, los barcos sufrían las inclemencias del mal tiempo o del descuido durante los cuatro o cinco días previos a la visita: toda comunicación con tierra estaba prohibida.

En caso de que la nación a la que pertenece el barco no tenga cónsul o agente en Buenos Aires se hace obligatoria la entrega de los documentos, 1 manifiestos de la carga, documentos de a bordo, etc.

Con el traslado de la cañonera que estaba en la rada exterior desapareció una causa de continuos accidentes. Numerosos conflictos surgieron por haber hecho fuego esta cañonera sobre barcos y botes para hacerlos detener. El barco Condesa de Chichester, primer paquebote que llegó de Falmouth, recibió dos disparos estando a bordo Mr. Pousset, el vice-cónsul. El capitán Little, que comandaba la embarcación, ignorando el motivo del fuego, ordenó el contraataque y dio armas a la tripulación. Rápidamente se envió una comisión que pidió disculpas. Serios trastornos habrían tenido lugar en caso de continuar con el mismo sistema.

Los servicios regulares sanitarios se establecieron en octubre de 1821 y el cumplimiento de la ley de cuarentena y la prevención del contrabando fueron las razones dadas para su instalación; pero quizás mediaron otros motivos, uno de los cuales podría ser el impedir que los cruceros británicos abordaran las embarcaciones de su nacionalidad, antes de la visita oficial. No obstante, es difícil hacer obedecer las leyes de cuarentena en Buenos Aires. Los barcos suelen llegar de noche, o en días de niebla, y los capitanes, por ignorancia de la reglamentación, desembarcan antes de que se cumpla la visita.

La rada exterior y la rada interior constituyen fondeaderos abiertos pero en ninguno de ellos se puede anclar en buenas condiciones. El fuerte viento que sopla del E. y S. E. sobre la costa es siempre peligroso: a menudo arrastra las embarcaciones consigo. En la tormenta del 21 de agosto de 1820, que causó la pérdida de sesenta embarcaciones, el viento soplaba en dirección S. E. El invierno es más apropiado que el verano para la navegación, porque en verano hay viento del Este casi todas las tardes. Se hacen necesarios buenos cables y anclas en el Río de la Plata, especialmente cables eslabonados.

En la rada exterior suele haber una profundidad de dieciocho pies y en la interior de ocho. Cuando sube la marea, ésta llega a veinticinco en la rada exterior y a trece en la rada interior. Un pampero que sopla del O. o del O. S. O. produce, de cuando en cuando, una gran baja, que deja una profundidad de cinco pies en la rada interior y de ocho en la rada exterior. Los bancos de arena quedan al descubierto y la gente pasea a caballo sobre ellos. Esta baja extrema es poco frecuente. La goleta El Candidato, que venía del Cabo Verde con un cargamento de sal, zozobró cerca del banco Ortiz, el 13 de junio de 1823, a causa de la marea, que se produjo con mucha rapidez. Las condiciones de la marea provocan a menudo el detenimiento de embarcaciones en la rada interior; así transcurren días y a veces una semana. Los pilotos nombrados y pagados por el gobierno guían embarcaciones en la rada exterior y en la rada interior: dos de ellos. Lee y Robinson, son ingleses; los otros son portugueses y criollos, que entienden un poco de inglés. El pilotaje se paga a razón de $ 10 por viaje. Los patrones que pilotean sus propias embarcaciones no se libran de pagar al práctico.

El puerto de la Ensenada, situado a 30 millas al sureste de Buenos Aires, posee un buen fondeadero, pero para barcos de mucho calado es recomendable ir más lejos. Alejándose aumentan considerablemente los gastos, pero sólo así se puede garantizar un abordaje exento de peligros y dificultades. La Ensenada es un pueblecito triste. El embarque de muías es allí mas fácil que en Buenos Aires.

En la parte meridional de la ciudad corre un riacho llamado Barracas, donde goletas y barquichuelos reparan sus desperfectos.

El Río de la Plata podría ser bautizado con justicia como "infierno del navegante": unas cartas trazadas por el capitán Heywood, del buque S. M. B. Nereus, sin ser perfectas pueden considerarse las mejores. El gobierno ha mandado colocar boyas en los bancos Chico y Ortiz y se ha hablado mucho de construir un muelle, una dársena y otros trabajos de consideración. Han sido contratados los servicios de un ingeniero francés y un caballero cuáquero, de nombre Bevans. Este último llegó, procedente de Londres, en octubre de 1822, pero la carencia de fondos ha impedido la proyectada empresa. Levantar muelles y dársenas no es tarea fácil en un país desprovisto de obreros.

Se dice que para subsanar este inconveniente llegarán doscientos irlandeses traídos por el coronel O'Brien, un oficial de San Martín. Mr. Bevans ha recorrido el país con el objeto de obtener una información precisa sobre las posibilidades de la empresa; pero tropezó con muchas dificultades. Un pequeño impuesto a la navegación se haría indispensable en caso de emprender obra tan fundamental.

Son bastantes los prácticos que navegan por el Río de la Plata y es fácil encontrarlos en sus mismos barcos. No solamente es difícil para las embarcaciones pesadas remontar el río, sino que es imposible encontrarles un flete apropiado en Buenos Aires. Un barco de 550 toneladas, el Lord Lynedoch, que llevaba una numerosa tripulación de láscares, debió detenerse dieciséis meses y embarcar finalmente un cargamento de mulas para la Isla de Francia. Embarcaciones de 150 a 200 toneladas son las más indicadas en estos parajes.

Las embarcaciones se cargan y descargan con el auxilio de chalanas, llamadas aquí balandras. Un caballero, inglés, Mr. Cope, tiene varias a su servicio, y atiende a la mayor parte de los barcos ingleses y norteamericanos. Un leve oleaje impide a estas chalanas cumplir su tarea; tan sólo con buen tiempo pueden permanecer al lado del barco.

El alquiler de botes es caro: $ 8 y 4 reales hasta la rada exterior. Los boteros son en su mayoría ingleses forzudos y diligentes.

El desembarcadero, donde antes estuvo el muelle, es pésimo: los barcos pesados no pueden acercarse. Para el embarque y el desembarque se utilizan carros; no tienen tarifa y sus conductores, como los barqueros de nuestra patria, se hacen pagar lo que pueden. Quienes en razón de sus ocupaciones deben embarcar y desembarcar con frecuencia, encuentran demasiado caros los carros, no faltando algunos que se hacen llevar en hombros de los marineros. Rara vez hay agua bastante para permitir que los barcos se acerquen, y, por otra parte, siempre está el peligro de las rocas y restos de naufragio que hay cerca de la costa.

No puede decirse que Buenos Aires posea, en este momento, una marina; en verdad habría que pensar si el crear una institución tan costosa sería sensato. El capitán del puerto, D. Bautista Azopardo, es italiano de nacimiento; se asegura que es una excelente persona. En la última guerra fue capitán de un barco armado y ha sido dos o tres veces tomado prisionero por los ingleses. Hay igualmente cierto número de oficiales de marina al servicio de Buenos Aires. El Aranzazu, barco de guerra nacional, de tiempo atrás anclado en la rada exterior, posee una tripulación en su mayoría inglesa. Algunos hombres son marineros escapados de los barcos mercantes. Los marineros nativos son antiguos soldados negros.

Hay tres goletas que hacen la carrera de Buenos Aires a Montevideo: la Pepa, la Dolores y la Mosca. El pasaje de ida cuesta $ 17, todo incluido menos la cama. Este viaje, de unas 150 millas, es hecho a veces en 12 o 14 horas; otras, lleva varios días. La embarcación preferida es la Pepa, una goleta americana muy cómoda capitaneada por un inglés llamado Campbell, a quien su habilidad y decencia convierten en el hombre imprescindible para el puesto.

El clima de Buenos Aires es, en general, bueno, y más adecuado a las costumbres inglesas que el de la mayoría de las ciudades extranjeras.

Sin embargo, su salubridad es sobreestimada: un tuberculoso no debe pensar en venir aquí; muchos enfermos de los pulmones han tenido que refugiarse en Mendoza y otras regiones huyendo de este clima, fatal para ellos.

Los meses de primavera —septiembre, octubre y noviembre— y de otoño —abril y mayo— son los más agradables del año. La temperatura media es entonces de unos 16°, y los días se suceden claros y tranquilos, aun cuando nunca faltan algunos destemplados.

El verano no es tan cálido como podría hacer suponer la latitud del lugar. En las tardes suele levantarse una brisa del río; pero esto no es regular. Los meses más calurosos son diciembre y enero. En días de calor intenso el termómetro llega a marcar 27°; otras veces señala 21° o 24°. En enero de 1824 la temperatura se mantuvo una semana a 36° a la sombra: los habitantes más ancianos no recordaban haber sufrido un calor tan persistente. Cuando el calor llega a su punto culminante es frecuente que un pampero, con su acompañamiento de lluvia, truenos y relámpagos, refresque la atmósfera. Estos pamperos soplan del O. y S. O. y ningún obstáculo se interpone en su avance sobre las extensas pampas. Son muy violentos, levantan nubes de polvo y obligan a cerrar puertas y ventanas; no son peligrosos a la navegación, pero se ha dado el caso de embarcaciones arrastradas a centenares de millas por estos vientos. El trueno y el relámpago de estas tormentas aterrorizan al europeo: los rayos son a menudo peligrosos.

El polvo, las pulgas y los mosquitos convierten el verano en una estación bastante desagradable. Las pulgas, en particular, son un verdadero tormento. Las casas están llenas de estos insectos. Parece que el polvo las engendra. Demuestran tener preferencia por los extranjeros y no he observado en los criollos muestras de repugnancia ante este flagelo. Al contrario: se ríen de los ingleses por el hábito de limpiar los cuartos prolijamente; para ellos todo se reduce a sacudir la habitación con la escoba y arrojar las pulgas y los residuos al medio de la calle. Los mosquitos son también molestos.

El viento norte, en verano, es sumamente desagradable. La atmósfera caldeada fatiga la mente y el cuerpo. Los efectos combinados del calor, el polvo y el viento confinan a límites muy reducidos las satisfacciones de un paseo nocturno. A causa de la intensidad del calor los pastos se incendian con frecuencia. En el año 1821, Mr. Halsey, un caballero americano, sufrió considerable pérdida por un suceso de esta naturaleza, que consistió en el incendio de varias de sus embarcaciones. El mismo calor que ocasionó esta desgracia a Mr. Halsey trajo un violento pampero, y por el polvo y la ceniza que invadió a la ciudad pudimos imaginar que volvían los días de Pompeya y Herculano.

El invierno es benigno, pero no escasean los días de penetrante frío en los meses de junio, julio y agosto. Por las mañanas puede verse un poco de hielo, pero nunca nieva. Tenemos aquí las gélidas lloviznas y las nieblas del mes de noviembre en Inglaterra, pero sin sus ventajas: estas circunstancias, unidas al contraste que produce el calor estival, hacen que los ingleses sientan el frío más intensamente que en Inglaterra y se refugien junto a sus estufas, pues estos lujos no les faltan, y hasta hay criollos que siguen el ejemplo. Otra forma de afrontar el frío, al salir a la calle, es envolverse en el chal cuando se trata de una señora, o en la capa, si es un caballero. La temperatura media invernal es de 5° a 10°; a veces 2°.

Después de una lluvia fuerte los caminos forman pantanos —peligrosos para el extranjero— que los tornan intransitables; pero con el buen tiempo se secan rápidamente. Los caballos y perros muertos diseminados en los caminos se descomponen en breve tiempo.

Los ricos pastos ofrecen un alimento suficiente al ganado durante todo el año. La benignidad del invierno no hace necesaria la construcción de establos.

Nadie puede negar que Buenos Aires tiene buen clima, pero sus panegiristas han exagerado esto en demasía. Digo lo que he visto y confieso que busqué en vano el cielo itálico y la suavidad del aire que algunos pretenden haber encontrado. Podría definirse, no obstante, como un clima templado y saludable.

Los cambios bruscos y repentinos del clima de Inglaterra constituyen un viejo tema de rezongos para los ingleses y extranjeros que no saben apreciar lo que poseen. De hacerles caso, hasta la luna es más bella aquí que en nuestra patria. Me arriesgaré a decir que tenemos en los meses de mayo, junio, julio, agosto y septiembre días más hermosos que los mejores de Buenos Aires. ¿Tienen acaso, aquí, algo que pueda compararse con nuestras deliciosas noches estivales? Por otra parte, establecer comparaciones entre un invierno que transcurre a 34° de latitud sur y otro que tiene lugar a 50° de latitud norte es completamente absurdo.

En esta región de América del Sur los terremotos se conocen de oídas; no hay que temer aquí las catástrofes de Perú, Chile y México.

Las enfermedades más comunes en Buenos Aires son las fiebres, mal de garganta, reumatismo y otras bien conocidas en Europa. Los vientos penetrantes y la humedad predisponen al reumatismo, en especial a los extranjeros. El mal de garganta es, con frecuencia, fatal.

Ha sido observado que los efectos de la intemperancia alcohólica se hacen sentir aquí más intensamente que en Inglaterra. Más de una vez había yo experimentado este fenómeno, creyéndole propio de mi naturaleza, hasta que otras personas me convencieron de su carácter general.

La campiña que rodea a Buenos Aires carece de interés: una extensa llanura uniforme y monótona. ¿Dónde encontrar aquí el adorable paisaje de nuestra amada Inglaterra, sus colinas y cañadas, parques, espesos setos y espléndidas mansiones? Echamos también de menos el perpetuo gorjear de los pájaros en nuestros cercos.

Aquí anda uno a caballo por el ejercicio físico, pero no porque el campo puede ofrecerle nada de agradable. No esperaba yo encontrar casas de campo, parques y jardines cuidados, pero no podía imaginarme que fuera esto tan monótono.

En un lugar donde los caballos son tan baratos parecería que los ingleses debieran estar cabalgando todo el día, pero no es así, pues la monotonía del paisaje quita todo placer a la equitación. Las cabalgatas suelen dirigirse al pueblo de San Isidro, a 15 millas de la ciudad, que viene a ser el Richmond de este lugar. Los domingos y días de fiestas el paseo es bastante animado. No está desprovisto de ciertas bellezas naturales.

El camino a Barracas es bueno y comparable a un camino inglés. Allí se practican carreras de caballos y otros deportes, por ingleses y criollos.

A pesar de los reparos que he enumerado, un paseo a caballo por los alrededores de Buenos Aires no es completamente aburrido sobre todo en primavera, cuando los durazneros de las quintas están cargados de deliciosos frutos y los naranjos —aunque el suelo no es apropiado— y los áloes —muy comunes en este continente y en áfrica— ofrecen un agradable aspecto. Pero la rosa salvaje, la zarzamora y tantas otras plantas que adornan nuestras campiñas y setos no se encuentran aquí. Los árboles (si es que así puede llamárseles) son tan raquíticos que parecen pedir perdón por presentarse como tales. Posiblemente han sido dañados en su crecimiento y torpemente cuidados.

La Alameda, paseo público de Buenos Aires, se halla en la costa, cerca del muelle. Este paseo, ubicado en un barrio de mala fama, es indigno de la ciudad. Apenas alcanza a las 200 yardas de longitud, con arboledas de escasa altura y bancos de piedra demasiado honrados por quienes los emplean para sentarse. Los domingos por la tarde es muy frecuentado: la belleza e indumentaria de las mujeres es lo único que puede llevar a un extranjero hasta ese sitio. Otros días está casi desierto, y sólo concurrido por algunos ancianos, que como en St. James y en los jardines de Kensington, procuran huir de la multitud y recogerse en sí mismos.

La playa, pululante de marineros de todas las naciones, almacenes y pulperías, presenta un aspecto abigarrado. Hay tantos marineros ingleses en el puerto como para formar la tripulación de un barco de guerra. Un extranjero que viera tantas caras inglesas podría imaginar que se halla en una colonia británica. Por la noche los marineros danzan en los burdeles, al compás del violín y la flauta, causando asombro a las chicas criollas. En una de estas "pulperías" de la costa fue expuesto últimamente un cuadro que representaba el barco inglés Boyne navegando con las velas desplegadas con sus banderas, señales, etc. Los marineros ingleses llenaron el local en esta ocasión, atronando el aire con sus aplausos.

La tripulación del puerto es a menudo revoltosa, pero no más que en otros países. Los marineros norteamericanos, sobre todo, son muy difíciles de dominar y han promovido muchos incidentes.

El capitán de un buque norteamericano que estaba para partir pidió últimamente algunos grilletes a un capitán inglés antes de hacerse a la mar para castigar a su revoltosa tripulación; le contestó el capitán que nunca llevaba en su buque tales artículos.

En ninguna parte del mundo corren los armadores tantos riesgos de ser abandonados por la tripulación.2 Los desertores se ponen en manos de intermediarios que los esconden, haciéndose pagar por quienes necesitan, a su vez, tripulación. Algo se ha modificado en los últimos tiempos, especialmente desde que se suprimió la piratería. Muchos marineros vagan por el país, ofreciendo sus servicios, pero pronto se cansan y vuelven a su antigua profesión; estos "portuarios", como se les llama, han expresado a menudo el deseo de servir en los barcos de Su Majestad Británica que zarpan de Buenos Aires. Pero pocos o ninguno han sido aceptados. La gente de mar empieza a entender que nuestra servidumbre es la más benigna.

Hay dos hoteles ingleses en Buenos Aires: el de Faunch y el Keen. El primero es excelente; se sirven muy buenas cenas en nuestras fiestas patrias —San Jorge y San Andrés— además de numerosas comidas privadas a ingleses, norteamericanos, criollos, etc. Está situado cerca del Fuerte. Faunch, el propietario, y su mujer, han tenido una vasta experiencia de su profesión en Londres; al punto de que no creo se coma allá mucho mejor. El cumpleaños de Su Majestad Británica es celebrado con gran brillo: el local se adorna con banderas de diversas naciones y hay cantos y músicas. De setenta a ochenta personas participan en la fiesta; entre ellas se hallan siempre los ministros del país, especialmente invitados. Ese día el gobierno retribuye el cumplimiento haciendo izar la bandera inglesa en el Fuerte.

Una viuda norteamericana, Mrs. Thorn, tiene a su cargo otro hotel muy concurrido por sus compatriotas.

En los hoteles mencionados cobran cuarenta pesos mensuales por alojante y pensión y se hace rebaja a quienes desean quedarse por cierto tiempo. Una comida, incluyendo el vino, cuesta un peso; el desayuno, el té o la cena oscilan entre dos y cuatro reales; la cama por la noche cuesta cuatro reales. En el puerto cerca del Fuerte, hay una casa de comidas llamada "Hotel Comercial". El dueño es español, pero la mayor parte de los sirvientes y camareros son franceses: hay también un mucamo inglés. Se come allí bien por el mismo precio que en otros sitios. El comedor, grande y arreglado con gusto, tiene capacidad para ochenta personas. Cuelgan de las paredes cuadros que representan la batalla de Alejandría, el asalto de Seringapatán, retratos de Bertrand, Drouet, Foy, etc., así como vistas de París y otras ciudades.

El "Café de la Victoria", en Buenos Aires, es espléndido y no tenemos en Londres nada parecido; aunque quizá sea inferior al "Mille Colonnes" y otros cafés parisinos. Dignos de mención son el "San Marcos", el "Catalán" y el "Café de Martín". Todos ellos tienen patios tan amplios como no podría darse en Londres, donde el terreno es tan caro. En verano están estos patios cubiertos de toldos, ofreciendo un placentero refugio contra el calor del sol y tienen aljibes con agua potable. Nunca falta en estos cafés una mesa de billar siempre concurrida —juego muy apreciado por los criollos— y las mesas están siempre rodeadas de gente. Las paredes de los salones están cubiertas de vistoso papel francés con escenas de la India o Tahití, y también episodios de Don Quijote y de la historia greco-romana.

En diciembre de 1824 fue inaugurado un nuevo café cerca de la iglesia de San Miguel. La música, iluminaciones y fuegos de artificios frente al edificio, en la noche de la apertura, atrajeron mucho público.

A unas cuatro millas de la ciudad se encuentra una posada llamada "El Hotel de York", propiedad de un nativo. Los contramaestres criollos y gentes de a bordo suelen llegar allí en caballos alquilados a razón de un peso la tarde; y tan habituados están los animales al trayecto que difícilmente se logra llevarlos más lejos.

Los precios en los cafés son muy moderados: un vaso de licor o brandy o cualquier bebida, té, café, y pan importan medio real; con brindis, un real. Los mozos no esperan propina, como en Inglaterra; un "maître" dirige el servicio en el establecimiento.3

En el arreglo y decoración de los cafés nos superan franceses y españoles. En efecto: no somos hombres de pasar tiempo en esos lugares. Ese tiempo transcurre para el inglés en medio de su familia o mientras está dedicado a los negocios. Muchos ingleses que llegan al país por primera vez paran en casas de familias criollas con el propósito de aprender el idioma; el precio es el de siempre (cuarenta pesos mensuales). Las casas de las señoras Casamayor y Rubio aceptan pensionistas; estas familias son altamente respetables y las niñas muy atractivas y de trato amable, pero la cocina española, con sus grasas y su ajo, disgusta tanto a paladares ingleses como a franceses.

El Fuerte es la sede del gobierno (diríamos el Downing Street de Buenos Aires). Situado cerca del río, posee habitaciones interiores. Aunque está rodeado por un foso provisto de cañones y puente levadizo, no podría ofrecer gran resistencia en caso de un ataque serio. Podría suponerse que quienes escogieron este lugar para fundar la ciudad tuvieron sin duda en cuenta el riesgo de un ataque por mar, pues la poca profundidad del río sería una gran defensa ante un peligro de esta naturaleza.

El edificio del Consulado ofrece un aspecto respetable; hay allí una Corte de Justicia o Apelaciones, donde concurren las personas citadas por incumplimiento en el pago de deudas. El fallo se da teniendo en cuenta la solvencia de la parte demandada como en nuestras Cortes. Son muy benévolos con los deudores, enviándoles a prisión únicamente cuando se trata de un flagrante atentado de fraude, y a veces concediendo cinco años de plazo para el pago de la deuda, lo cual equivale a una exoneración. Las querellas son resueltas por los magistrados con una imparcialidad que obtiene el beneplácito general. Ha sido observado que los litigantes ingleses son más numerosos y causan más molestias que el resto de la población en conjunto.

El Correo Central está ubicado en este edificio. En el primer piso (no hay otros) se encuentra una escuela de música a la que concurren señoritas por la mañana y caballeros por la tarde.

El Cabildo, o Casa del Pueblo, no tiene más características que una torre de iglesia y un largo balcón al frente: se levanta sobre la Plaza, de la que constituye el límite occidental. Los amplios poderes que concedía la vieja ley española a los miembros del Cabildo han sido reducidos durante los últimos tres años. Tiene este edificio, adjunta, una prisión para delincuentes. El Departamento Central de Policía se encuentra al lado.

El Banco y las casas que le rodean son altas y hermosas.

El edificio de la Cámara de Representantes ha sido recientemente construido; sigue el modelo, en una escala más modesta, de la Cámara Francesa de París, constituyendo un teatro perfecto. Los miembros están en la platea, el presidente y secretario en la escena y los espectadores en los palcos. Una campana marca el comienzo y el fin de la sesión. Los oradores, cuando hablan, permanecen sentados de tal modo que no tienen oportunidad de lucirse. El local se halla bien iluminado con arañas de buen gusto. Los soldados armados dentro y fuera del edificio, parecen una contradicción de las ideas republicanas.

La Aduana, cualquiera que sea su importancia, carece del más mínimo atractivo arquitectónico. Se proyectó la construcción de otra en los extensos terrenos y jardines del extinguido convento de la Merced, pero el proyecto, como tantos otros, fue abandonado.

La Biblioteca Nacional habla en favor de este joven estado: contiene cerca de 20.000 volúmenes. Toda persona de algún respeto tiene derecho a entrar y hojear los libros. El señor Moreno, que habla inglés, es el bibliotecario. En la biblioteca hay unos hermosos dibujos de miniaturas francesas.

Existe un pequeño jardín botánico; pero el país tiene especies vegetales poco variadas.

El Retiro, destinado a cuarteles se halla en el extremo norte de la ciudad y no tiene de notable más que su apariencia teatral y sus paredes pintarrajeadas. Enfrente se extiende un vasto espacio, la Plaza de Toros, en donde solían tener lugar antes algunas corridas. Una banda de música ejecuta allí por las tardes. Los criminales son fusilados en este sitio, siempre que su delito no tenga carácter político. Ubicado en un terreno elevado, cerca del río, el edificio ofrece un aspecto agradable. En una de las calles adyacentes se yergue un espacioso edificio de ladrillos, construido para refinería hace doce años por Mr. Thwaites, un inglés. El negocio no marchó, y la casa se halla abandonada. Un molino de viento, en la parte occidental de la ciudad, es muy importante: no hay otro en el país y su existencia se debe a Mr. Stroud, quien también es inglés. Corrió este molino la misma triste suerte de la refinería, pero oigo decir que ahora ha prosperado.

La Residencia, en la parte sur del Fuerte, sirve de hospital. Hay además dos o tres hospitales públicos, incluso uno para niños expósitos.

La Plaza Mayor está circundada de edificios: hacia el este la Recova, un pórtico bajo el cual se hallan tiendas; hacia el oeste el Cabildo; hacia el norte una parte de la Catedral; en el sur una fila de tiendas. En el centro hay una pirámide que se ilumina en las noches de fiesta. De estar empedrada, esta Plaza sería un lugar muy apropiado para el desfile de tropas; pero, por el momento, la humedad la vuelve intransitable.

Junto a esta Plaza se ha construido otra, próxima al Fuerte; el mercado, establos y algunos sucios cobertizos han sido trasladados a otro lugar.

El río, el Fuerte, algunos hermosos edificios en el sur, la graciosa arcada bajo la cual hay un pasadizo a las dos plazas, las torres de la iglesia de San Francisco y el Cabildo, vistos en perspectiva desde el "Hotel Faunch", forman un cuadro muy aceptable.

Por la noche, las calles están decentemente iluminadas por lámparas fijadas a las paredes; estas luces se extienden hasta perderse de vista en algunas de las principales arterias: en especial en la calle de San Francisco. Un extranjero que contemplase esta calle no se formaría mala opinión de la ciudad. La luz que proporcionan las lámparas, no es comparable a la iluminación a gas de Londres: se logra tan sólo una claridad igual a la dada por nuestros procedimientos anteriores. Por el estado de las calles, a excepción de las principales, son muy ingratos los paseos nocturnos; en tiempo húmedo hay, incluso, peligro, y no existen aquí coches de alquiler que salven la situación.

Se tiene el proyecto de empedrar todas las calles, pero la escasez de hombres y material torna difícil la realización de este proyecto. Prescindiendo de su estrechez, las calles empedradas son semejantes a las calles de Londres: las calles sin empedrar son miserables.