Cinco años en Buenos Aires /1820-1825 Por un inglés
Capítulo 4
 
 
Usos y costumbres de los naturales de Buenos Aires. — Modales. — El saludo. — El uso del tabaco. — Horario de las comidas. — La siesta. — Confituras. — Bailes: El cielito y el vals. — Pianos. — "La filarmónica". — Casamientos. — La familia. — Los esclavos. — Los mendigos. — El juego. Los baños en el río.

Podría suponerse, considerando la latitud a que está situada Buenos Aires, que la mayor parte de sus habitantes es de piel morena: en lo que al sexo masculino atañe esto es verdad, aunque pueden verse, aquí y allá, excepciones. Pero muchas mujeres pueden enorgullecerse de poseer un cutis de rosas y lirios, semejante al que se suele ver en climas más fríos. Entre las mulatas hay también mujeres hermosas. He reparado que se hace alguna distinción de casta; la palabra mulato se emplea como insulto, lo cual es mezquino. Una o dos familias con niños pelirrojos atraen la atención en un lugar donde predominan los morenos. En un principio, les creía de origen escocés, hasta que me hicieron notar mi error. Algunas malas lenguas se permiten bromas a este respecto, asegurando que estos niños son descendientes de los soldados del Regimiento Escocés 71 que, al mando de Beresford, estuvo aquí en 1806.

Es raro ver en Buenos Aires una persona con marcas de viruela: la vacuna es universalmente practicada. 1 Hay pocas personas deformes; podría decirse que casi todo el mundo tiene buena presencia. Los jóvenes son bien desarrollados, poseen buenas figuras y tienen modales muy agradables.

Hay caras femeninas dignas del estudio de un artista: vivaces ojos oscuros, tersas frentes, graciosos talles. Con razón se ha apodado a Inglaterra "La patria de la belleza", pero no solamente en Inglaterra hay belleza. Guarda Buenos Aires dentro de sus muros toda la belleza que pueda forjar la imaginación.2

La majestuosa elegancia del paso, tan admirada en las españolas, en ninguna parte es más notable que en Buenos Aires. Y esta gracia no es patrimonio exclusivo de las damas: mujeres de todas las clases sociales la poseen, por donde se concluye que debe ser un don natural. Si mis bellas compatriotas se dignaran imitarles en este sentido, abandonando su característico "paso de cartero", mi admiración por ellas aumentaría.

Los modales de los habitantes se mantienen a una feliz distancia de la vivacidad francesa y la flema británica. Un inglés se siente cómodo a su lado, y aunque no posea el idioma no debe temer que se burlen de sus errores. Es proverbial el cuidado que ponen en atender a los enfermos; muchos de mis j compatriotas han podido experimentar todas las delicadezas que les prodigaron. Conocer a esta gente es apreciarla.

Los pocos cuidados de la existencia y una feliz disposición natural vuelven raros los suicidios, esa calamidad de nuestra populosa Europa. El deber de ganar el pan para la familia no logra turbar la tranquilidad en un país donde "una vaca vale unos pocos peniques". (Esta expresión fue usada por un guardacosta inglés que trataba de convencer a un marinero desertor de que no se fuese al desierto). Aunque hay familias acomodadas, no creo que las haya extraordinariamente ricas, es decir, que posean de 30 a 50.000 £. Las casas, el ganado y los campos constituyen la propiedad más segura. El entusiasmo de los españoles hacia las mujeres, como tantas otras cosas, ha sido exagerado. Afortunadamente, esto no ocurre en Buenos Aires: la consideración a las mujeres se basa en un verdadero respeto a las virtudes del sexo y, por consiguiente, perdurará siempre.

El carácter celoso atribuido a los españoles es una patraña —o bien un gran cambio ha tenido lugar: — nada semejante se observa entre sus descendientes. Los caballeros se conducen muy cortésmente con las mujeres, tratándolas con deferencia y respeto. Me han asegurado que son maridos negligentes. No cabe duda de que en cualquier ciudad populosa pueden encontrarse muchos de esta suerte; pero los maridos de Buenos Aires que he tenido el placer de conocer atienden religiosamente a sus esposas y las tratan con una ternura que sería difícil hallar en la misma Inglaterra —esa tierra de felicidad doméstica—.

Las damas corresponden a este afecto y son tiernas y amorosas madres. Es reconfortante observar el cuidado y cariño que muestran hacia sus hijos. Un extranjero que se detenga un día en Buenos Aires no puede dejar de observar este hecho, i más elocuente que muchos libros. No tienen la costumbre antinatural de entregar los niños a una nodriza, pues no ponen reparo en criar a sus propios hijos. Creo que hay tantos matrimonios felices como en cualquier ciudad de sanos hábitos domésticos.

Los hombres se saludan en forma parecida a los ingleses, por ejemplo: el simpático y afectuoso apretón de manos. La costumbre francesa de besos y abrazos entre hombres no se sigue, lo cual me agrada mucho. A pesar de la estimación que profeso a mis amigos criollos no deseo que labios no-femeninos rocen mi mejilla.

El saludo entre mujeres al despedirse para un largo viaje o a la vuelta de él es besarse y abrazarse. No difieren mucho de las inglesas: son quizá un poco más afectuosas. He visto damas, de vuelta de Montevideo, abrazando a su negra sirvienta con un ardor y afecto que no encuadran dentro de nuestras nociones de corrección. Tan pronto como una señora desea bostezar se santigua de la manera más cómica: para descifrar sus movimientos habría que comprar un misal. Se tocan las mejillas, la barbilla y el pecho rápidamente con el dedo pulgar. Como diría un cura: en un santiamén.

Existe una práctica muy graciosa de regalar flores a los visitantes: una bella joven ofrenda una rosa o un tulipán. Recuerdo que, a los pocos días de mi llegada, una encantadora niña me dio una rosa, lo cual no halagó poco mi vanidad. Luego me sentí defraudado al saber que era una costumbre del lugar.

Fumar cigarros es muy general entre hombres, mujeres y niños —excepción sea hecha de las señoras de buena familia— aunque no falta quien asegura que, en secreto, se permiten el lujo de un cigarro. Espero que las murmuraciones sean falsas: en verdad, creo que es así. Una dama fumando sería tan ultrajante a mis sentimientos británicos que el entusiasmo que profeso hacia las criollas quedaría muy mermado. En los hombres me agrada, y el placer que parecen experimentar fumando me ha hecho lamentar repetidas veces el no haber adquirido este vicio. Se ven chicos de ocho, nueve y diez años fumando.

Los ingleses siguen la moda; algunos encuentran tanto placer en el tabaco como los nativos, quienes fuman desde la mañana hasta la hora de acostarse. Cuando cabalgan llevan el cigarro en la boca. Si necesitan fuego se lo piden a la primera persona que encuentran en la calle. He sonreído a veces viendo un criollo elegante encendiendo su cigarro en el de un negro sucio.

Los cigarros habanos gozan de las preferencias generales, pero son caros y no siempre llegan en buenas condiciones. Los cigarros de papel y los cigarros de hoja, hechos de hojas de tabaco, son más usados y hay quien los prefiere. La fabricación de cigarros emplea un vasto personal, incluso mujeres.

Tan refinada es la cortesía criolla que una persona fumando se retira el cigarro de los labios al pasar otra a su lado. La cortesía de Buenos Aires no es sobrepasada siquiera por la de París. Por ejemplo: al encontrarse dos hombres en la calle invariablemente se descubren. La moda inglesa de tocarse el ala del sombrero es demasiado plebeya para ser adoptada aquí: se descubren completamente. Al encontrarse con señoras permanecen descubiertos hasta perderlas de vista. Se quitan el sombrero graciosamente, cogiéndole por detrás, como los que tienen la costumbre de llevar peluca. Hacen esto para no estropear la parte delantera, que en otra forma quedaría muy manoseada. 3

La planta llamada "yerba", que crece en el Paraguay y en el Brasil, es el té de Buenos Aires. Lo sirven en un pequeño globo al que aplican un tubito. Tanto el recipiente como la bebida reciben el nombre de "mate". Los mates son generalmente de plata y se pasan de mano en mano en las reuniones —práctica no muy limpia—. Cuando vi por primera vez la bombilla en la boca de las damas supuse que estaban fumando. El sabor del mate no es desagradable, pero no puede compararse con el del té. Se dice que hace mal a los dientes. Recuerda su aspecto a la pipa de tabaco, lo cual me hace mirarlo con desagrado en manos de las señoras.

El horario de las comidas de familia es aproximadamente el siguiente: lo primero que toman es el mate, a menudo en la cama; a las ocho o las nueve se sirve lo que llamaríamos nosotros el breakfast: bife, etc.; el almuerzo tiene lugar a las dos o las tres; entre las seis y las siete se toma mate, que suele ser seguido de una cena. La moda inglesa de almorzar a la una o las dos de la tarde y comer a las ocho o nueve de la noche aún no impera en este continente. Beben vino en vasos grandes.

La "siesta" no está tan generalizada como antes: se han vuelto más diligentes y no pueden permitirse el sueño durante el día. Esto torna inexacto el dicho popular de que en la hora de la siesta no se ven en la calle más que perros e ingleses. La siesta tiene su estación: empieza en la temporada veraniega, en octubre, y termina con el fin del verano, en Semana Santa. Las personas activas e industriosas pronuncian anatemas contra este hábito que fomenta la pereza; pero a mi parecer un ligero sueño después de almorzar es refrescante y saludable en latitudes tórridas.

Las casas no tienen llamador: hay que gritar a los sirvientes o golpear contra la puerta. Los sirvientes y esclavos se hacen presentes en la hora de las comidas.

En invierno todo el mundo se acuesta a las 10 u 11 de la noche; en verano más tarde, pues suelen gozar del fresco en las azoteas o sentarse junto a las ventanas. Pasear por las calles en una hermosa noche de verano no es una faena pesada, dado el número de hermosas paseantes que se encuentran por las calles o sentadas en sus ventanas. Las damas hacen sus compras al atardecer. Las noches de sábado, vísperas de fiestas, las tiendas están repletas. Las familias respetables que tienen hijas solteras celebran tertulias y bailes durante el invierno. Me dicen que esto se hace con el propósito de conseguir marido para las niñas: como no estoy en el secreto, lo doy como lo recibo. Estos bailes son sencillos y modestos. Una señorita se sienta al piano; hay licores, masas y budines: con unos pocos pesos se arregla todo. Me agradan estas reuniones por su aire familiar. Las celebraciones suntuosas que tienen lugar en Inglaterra imponen tanta etiqueta que quitan todo placer.

Los cumpleaños son muy festejados: se reciben regalos, se ofrendan dulces, cenas y tertulias. Estos días son más celebrados que entre nosotros, pero los músicos callejeros en la puerta de la casa, ya no se ven tanto.

Hay gran consumo de confitura, especialmente entre los niños. En los cafés espolvorean de azúcar las tostadas. Como no soy dentista no puedo afirmar que sea ésta la causa de la pérdida de los dientes, muy frecuente entre los jóvenes, así como toda clase de enfermedades dentales. Se ven constantemente personas con la cara atada por padecer de dolores de muelas: la mala dentadura es, en verdad, una enfermedad del país. Tener mala dentadura es muy lamentable, pues los dientes son "útiles y decorativos". Como no es fácil procurarse dientes postizos, en Buenos Aires todo el mundo se entera del defecto. En Londres y París estas cosas pasan inadvertidas.

En la calle las damas no se apoyan en el brazo del caballero, como no sea por la noche. Esto no va con nuestras costumbres. Sin embargo, al anochecer, las damas nos honran aceptando el brazo: entre personas casadas esto es corriente. Los matrimonios ingleses, desafiando las costumbres españolas, caminan los domingos cogidos del brazo por la Alameda. Los caballeros acompañan a las señoras al teatro y a los lugares públicos: las visitas y salidas de compras se hacen en compañía de mujeres. Si alguna dama infringiera esta regla, permitiendo que un caballero la acompañase, quedaría socialmente desprestigiada. Muy otra es la etiqueta británica. En los bailes las mujeres se sientan juntas. Con paso vacilante se aproxima un caballero a solicitar un "vals" o un "minuet".

Los españoles se alaban de la delicadeza y el respeto conque tratan a sus mujeres y, aunque hay muchas costumbres españolas más honradas en teoría que en práctica, ésta es una cuidadosamente cumplida.

Los porteños adoran el baile. En las horas de la noche, hijas, madres y abuelas se entregan a esta diversión con espíritu juvenil. Es un espectáculo edificante: la prueba de que la vejez no va siempre acompañada de tristeza. Me ha regocijado ver a padres, madres, hijos e hijas bailando despreocupadamente, como si la vida no tuviera otro objeto que el placer.

Una noche que caminaba por los alrededores de la ciudad, me llamó la atención un baile familiar y miré por la ventana. Las señoras me vieron y el dueño de casa salió a pedirme que entrara, mediante la fórmula española: "La casa es suya". Pareció apenado porque yo no acepté la invitación. Estos bailes de familia son encantadores.

Se dice que la alegría de los franceses les impide envejecer; lo mismo podría decirse de esta gente. En nuestra Inglaterra la educación, el clima y las condiciones sociales tornan a los habitantes muy graves y serios. Nos parece frivolidad lo que otras naciones consideran esencial a la existencia. Sin embargo, no somos tan sombríos como algunos extranjeros pretenden. Amamos y odiamos con la misma intensidad que algunos consideran como peculiar de climas más cálidos.

Algunas danzas son bonitas. Los pasos de los bailes españoles son muy regulares. Las damas se mueven con mucha gracia (en verdad, nunca dejan de ser encantadoras).

El "Cielito" comienza con canciones a las que sigue un chasqueo de dedos; luego tienen lugar las figuras. La contradanza tiene movimientos complicados, que ofrecen dificultades al extranjero; contorsiones de brazos y corridas hacia adelante y hacia atrás como en el juego de enhebrar la aguja, o como nuestra danza cómica "oca-madre" salvo la parte de los brincos. La contradanza inglesa es más alegre y variada, tanto en la música como en la figura.

El vals tiene gran aceptación: no han leído los sermones de nuestros moralistas y se entregan a las volteretas frenéticas de esta danza voluptuosa. El minuete local es lánguido y desairado. El instrumento musical más usado es el piano; toda señorita culta está en la obligación de saberlo tocar. Las he oído interpretar con mucho gusto y destreza. La joven e interesante hija de D. Cornelio Saavedra, doña Dominga, toca con mucha habilidad; con un poco de más estudio sería experta. Esta señorita, de belleza floreciente, posee talentos que, cultivados con esmero, serán adornos de la sociedad. Su padre, D. Cornelio, fue el primer Director de la Provincia después de la revolución y pertenece a una de las familias más antiguas y respetables. Sus modales son muy agradables: físicamente se asemeja a un general inglés. Como tantos otros, ha cambiado la espada por el arado, y reside a 90 millas de la ciudad, en las orillas del Paraná.

Un buen piano cuesta mil pesos: los ingleses compran muchos, y las marcas de Clement, Stoddart, etc., se encuentran en muchas casas; la señorita Saavedra posee un espléndido Clement. Los pianos franceses y alemanes no se venden con rapidez. Los maestros de música (al nombrarlos recuerdo a Anastasio) encuentran en esta ciudad musical abundante ocasión de ejercer sus habilidades. Una señorita inglesa, Miss Robinson, da lecciones de este celestial arte. El conservatorio instalado en el Consulado atrae la atención de los peatones por los gorjeos femeninos que allí se oyen por la mañana. A la 1 de la tarde, acompañadas de sus mamas y esclavas, con el libro de música bajo el brazo, las pequeñas sirenas se dirigen a sus hogares. Una o dos veces se han efectuado concursos musicales delante de parientes y amigos.

Una sociedad musical llamada "La filarmónica" cuenta entre sus socios a criollos y extranjeros conspicuos. Los músicos y cantantes del teatro enseñan sus respectivas artes. Se imparte una enseñanza de alta calidad en una espaciosa sala que fue, en lejanos tiempos, una prisión: "La cuna". Orfeo ha desalojado a los esbirros.

Las madres porteñas cuidan celosamente sus hijas en los lugares públicos y en las calles. Si la madre no puede hacerse presente la tarea es delegada a alguna esclava o sirvienta que recibe órdenes secretas. No obstante... ¿no podría sobornarse a la esclava? Se dice que esto sucede, y que el ardiente amante ha logrado establecer una correspondencia con su amada por medio de la negra mensajera.

Las muchachas casaderas son guardadas con gran severidad —si no con austeridad— por sus madres. Me temo que aquí, como en todas partes, las mujeres se casen sin amor, —"¿Por qué se casó Vd.?" —le preguntó un amigo mío a una señora que parecía desgraciada—. "Para ser libre —exclamó ella— como tantas otras mujeres antes de mí".

Las mujeres se casan muy jóvenes, a menudo entre los trece y los catorce años. Verdad es que la pubertad es mucho más temprana que en nuestro país, y que sus gracias se marchitan más pronto. Una inglesa de cuarenta años parece tan joven como una criolla de treinta. En Inglaterra encontramos mujeres atractivas y encantadoras de cuarenta años, y aunque no estoy de acuerdo con nuestro soberano en su admiración por "las gordas rubias de 40", sin embargo, he encontrado inglesas de esa edad con encantos más que suficientes para hacer latir nuestros corazones. También he visto en Buenos Aires mujeres cuya belleza parece aumentar con los años, pero esto es raro.

La costumbre de vivir toda la familia en la misma casa nos resulta exótica, y no podemos dejar de imaginar los odios y rencillas que surgirán entre tanta gente. No obstante, la costumbre y una feliz disposición natural, libre de las preocupaciones que se imponen a nuestra consideración en países más populosos, impiden que esto último ocurra. No puedo menos de envidiarlos en esto y deseo que sigan viviendo en paz y tranquilidad. Me hago perfecta cuenta del dolor que experimentaría si, teniendo un hijo debiera verlo alejarse del techo paterno.

Las mujeres casadas conservan su nombre de solteras unido al de sus maridos. Los niños usan el apellido paterno. Bautizan a muchos con el nombre del santo que corresponde al día de su nacimiento y, como la Iglesia Romana tiene un santo para cada día del año, las dificultades señaladas por el reverendo Mr. Shandy no existen aquí.

Cualquier clase social puede sacar la grande en la lotería de los nombres. Resulta cómico oír a las negras llamarse entre sí Eugenia, Marcela, Florencia, etc. Algunas hermosas damas llevan los románticos nombres de Rosario, Irene, Magdalena, Victoria, Martina, Fortunata, Celestina, Adriana, etc., mientras otras, no tan afortunadas, deben contentarse con los vulgares nombres de Juana, Tomasa, etc. ¿Pero qué es un nombre?... Una rosa tendrá el mismo aroma bajo cualquier nombre. Juan es sin duda el más vulgar de los nombres, más vulgar aún que Tomás. Todo el mundo lo emplea cuando ignora el nombre de alguien. Los extranjeros en Buenos Aires son apodados "don Juan". La costumbre española de usar el nombre de pila en lugar del apellido es muy agradable; como soy muy romántico no es menester que exprese mi admiración por los "don Carlos", "don Enrique", don Guillermo", etc., sustitutivos de los vulgares Mr. Smith, Mr. Wilkins, Mr. Tomkins; y doña Clara, doña Dominga, doña Saturnina en lugar de Miss Williams, Miss White o Miss Brown.

Familias muy respetables, no encuentran deshonroso dar piezas en alquiler, tomar lavado y remendar ropa blanca. No consideran inferiores estas ocupaciones. Las esclavas hacen el trabajo pesado.4 Me sorprendió grandemente, apenas llegado al país, que la esposa de un alcalde me pidiese trabajo de aguja. Creí que la señora bromeaba. ¡La esposa de un alcalde, y de un magistrado, aceptar costura! Me estremecí. ¿Qué pensarían Sir Richard Birmier y otros de Bow Street, Marlborough Street, etc.?

El lavado es caro: de cuatro a diez pesos mensuales según la cantidad de ropa.

La esclavitud fue abolida en el año 1810, para los nacidos ése año y los subsiguientes.5 Es conocida la humanidad de los españoles hacia sus esclavos; en Buenos Aires son muy bien tratados. Las mujeres esclavas a menudo ocupan un lugar que más parece de amigas que de esclavas o sirvientas. Acompañan a sus señoras cuando éstas salen de visita, y se sientan en el suelo de la sala para esperarlas presenciando los bailes que a menudo se realizan entre los miembros de la familia. Este roce trae como consecuencia que las muchas esclavas sean corteses y pulidas, imitando a sus superiores. Las he visto bailar el minuete y la contradanza española con mucho gusto. Los esclavos del sexo masculino son tratados con análoga bondad siempre que lo merezcan: es altamente honroso y estimable encontrar tanta bondad entre los amos. En otros países he visto maltratar bárbaramente a estos infelices —hasta por mis mismos compatriotas—. Nada malo resulta de este trato benévolo: en Buenos Aires los esclavos parecen felices y agradecidos. Por supuesto que no faltan descontentos, pero hablo en general. Una noche —aunque creo que no es costumbre— vi esclavas sentadas, tejiendo en la misma habitación de sus señoras y el resto de la familia.

Los esclavos pueden solicitar su papel (vale decir el contrato de venta) y buscar otros amos; en caso de crueldad tienen derecho a elevar una queja al "alcalde". El propietario tiene derecho a hacer azotar sus esclavos cuando se trata de una falta grave. Para las mujeres existen otros castigos.

Los esclavos del sexo masculino no son muy numerosos, porque muchos de ellos se han alistado en el ejército.

Los ingleses prefieren los sirvientes a los esclavos, y han comprado muy pocos. Los negros que sirven a los ingleses han aprendido un poco nuestro idioma, que emplean con orgullo.

Hay numerosos negros norteamericanos en la ciudad y en el puerto, los que pululan en las pulperías.

Los negros tienen gran confianza en toda clase de bebedizos para curar las enfermedades: aplican una vaina de alverja para curar el dolor de cabeza, otra para el dolor de muelas, etc. También llevan colgada del cuello una cruz envuelta en una pieza de cuero en la forma de una de esas carteras de tafilete que se venden en Londres; esto es un escapulario.

El orden y la decencia observados en la calle por las clases inferiores es muy notable en comparación con otros países. No' se escuchan bromas obscenas y los hombres pueden acompañar a las señoritas por la calle sin temor a ser molestados por la plebe, que muestra hacia los extranjeros un gran respeto.

Es imposible no estimarles por su afabilidad, que vuelve la estadía de un extranjero, exenta de todo cuidado.

La agitación característica de la clase baja inglesa es considerada por algunos como uno de los males de la libertad. Pero no consentiría yo en prescindir de esta libertad si ella es el precio de las buenas maneras. No obstante, me agradaría que los modales de este pueblo fueran imitados. No querría que mis compatriotas fueran serviles —los buenos modales no entrañan servilismo—, sino que moderaran las manifestaciones de esa libertad, manifestaciones que a veces rayan en la ferocidad.

La bebida no constituye un vicio en este país; sin embargo, se ven de vez en cuando negros, mozos de cordel, borrachos. Los obreros pasan sus horas de ocio tocando la guitarra: en las noches de verano las puertas y ventanas están abiertas y pueden verse parejas bailando, otras cantando o fumando cigarros. En mi patria, los obreros dan preferencia a las tabernas, en donde pueden, en medio de bebidas y cantos, denigrar a los ministros y a los impuestos, jurando al mismo tiempo ser británicos de pura cepa.

El comportamiento correcto en las calles de Buenos Aires haría pensar a un extranjero que se encuentra en una ciudad de moralidad muy estricta, no se ven aquí mujeres escandalosas que paseen borrachas por las calles, despertando horror y asco. Los enredos amorosos son frecuentes, pero nunca alcanzan mayores proporciones; por otra parte hay más tolerancia por las debilidades femeninas que en nuestra escrupulosa Inglaterra. Muestran más compasión por las adorables pecadoras. No hay aquí trámites judiciales que puedan divertir a un juez malicioso o inflamar los deseos de un jurado.

El país tiene su provisión de mendigos que a veces resultan muy molestos, sitiando los patios, etc. La mejor manera de librarse de ellos es exclamar: "¡Perdone por Dios!" Esta singular expresión obtiene por lo general el efecto deseado; pero el "¡Perdone por Dios!" sería poco eficaz ante la tenacidad de los mendigos europeos.

La operación de "despiojar" —tan común en la vieja España— se continúa aquí, entre ciertas clases. Es muy desagradable ver dedos femeniles haciendo el oficio de peines.

Solía oponerse gran resistencia a ocupar una casa donde una persona hubiera muerto de fiebre, si antes no era perfectamente aseada.

Siguiendo el plan inglés se ha establecido un banco de ahorros, que dudo prospere en Buenos Aires, pues estos meridionales se cuidan muy poco del futuro. Si la carne costara un real la libra, sus ideas cambiarían bastante; los trabajadores serían más industriosos y no se negarían a trabajar en días de lluvia, como ocurre ahora. El Banco de Ahorro ha reunido, sin embargo, una suma respetable.

Existe mucha propensión al juego en Buenos Aires, pero entre los hombres, únicamente. Los vicios de las damas elegantes de Londres en este respecto no son imitados por las hermosas habitantes del Río de la Plata. No existen casas destinadas públicamente al juego; el gobierno las ha prohibido: pero ¿quién puede contener al jugador empedernido? Pocas noches después de mi llegada visité una casa de juego y en la mesa se jugaba una partida semejante a las nuestras. Llegó la policía. Creí que todos terminaríamos en la cárcel, según la costumbre inglesa; pero fueron más considerados y sólo arrestaron a los dirigentes: varios ingleses entre ellos. Si se me ha informado correctamente, hay en Buenos Aires individuos que en el manejo de los dados compiten con los caballeros de la parroquia de St. James, lo que pueden atestiguar algunos diputados sudamericanos que residen en Londres. Hasta los chicos de Buenos Aires sienten inclinación por el juego; sobre todo los lecheritos que suelen volver a su casa sin la ganancia del día.

Todas las clases sociales toman baños en verano —especialmente las damas—, siendo una de las diversiones más en boga. Hay cosas que interesarían al extranjero, pues no hay aquí las casillas de Ramsgate, Margate o Brighton para proteger a las señoras de los ojos que las miran en éxtasis. Usan trajes de baño, y son muy diestras en el arre de vestirse y desvestirse.

Se bañan frente a la ciudad acompañadas de sus esclavas. A veces he sonreído viéndolas juguetear en el agua, con el cabello suelto, cual un grupo de sirenas a las cuales sólo faltara el peine y el espejo para ser perfectas. Al oscurecer las escenas continúan, y al no sentirse expuestas a las miradas masculinas dan rienda suelta a su alegría y travesura.

Se encienden tantas linternas que a uno le parece hallarse en una fiesta china.

Sería menester construir casillas, porque se debe caminar cerca de un cuarto de milla para llegar a lo profundo del agua. Excepto en algunas partes, el suelo es pedregoso y desagradable. Es un sitio muy molesto para bañarse. Algunos extranjeros, "soi-disant" recatados, han censurado la costumbre femenina de bañarse en esa forma, calificándola de indecente. Esta afirmación carece de toda exactitud. Desde hace largo tiempo se practica esta costumbre, y tal es el decoro usado que una casilla de baño añadiría poca respetabilidad a la escena. Entre las mujeres de clase baja ocurren a veces hechos grotescos (bañarse con un cigarro en la boca por ejemplo). Se usan a veces sombrillas para protegerse del sol. Ningún caballero respetable se aproxima al lugar ocupado por las bañistas.