Cinco años en Buenos Aires /1820-1825 Por un inglés
Capìtulo 7
 
 
Religión. — La misión Muzi. — Las iglesias durante los oficios. — Música y cantos religiosos. — La confesión. — El clero. — La clausura de los monasterios en 1822. — La revolución de Tagle. — Los conventos de monjas. — Fiesta familiar a una profesa. — La procesión de la Virgen del Rosario. — Fiesta de San Nicolás. — La Semana Santa. — La quema de Judas. — Sermones de Cuaresma. — El paso del Sacramento. — Ceremonias fúnebres. — Los protestantes.

Con anterioridad al reciente tratado con Gran Bretaña no se admitían en Buenos Aires más que templos católicos. No sin muchas discusiones, se ha impuesto legalmente la tolerancia religiosa. Se ha dicho que la fe católica es una religión de los sentidos y la fe protestante una religión del cerebro. Un libro, Italia de Blunt, que acabo de leer, demuestra ingeniosamente el origen pagano de la mayoría de las ceremonias católicas. El autor apoya sus argumentos en una comparación entre los festivales romanos y los papales; hay tanta semejanza que uno se inclina a dar crédito a la afirmación. Pero también la iglesia reformada tiene sus incongruencias. Nunca he presenciado en Buenos Aires algo que se compare a la superstición que reina en Bélgica; hay fanáticos, pero no lo son más que algunos sectarios nuestros. La nueva generación criolla ha ido de un extremo al otro y es completamente volteriana. Cuando en el teatro salió a escena un cómico que representaba a Voltaire, hubo aplausos entusiastas.

En enero de 1824, un arzobispo de nombre don Juan Muzi, llegó procedente de Roma con un gran cortejo, en una embarcación sarda que llevaba izada la bandera papal además de la suya propia, y saludó con un disparo. Hace algún tiempo este acontecimiento hubiera provocado revuelo en la población. No sucedió así, y muy pocas personas fueron a verle desembarcar. La recepción que le hizo el gobierno fue muy poco cordial y poco después el arzobispo partió para Chile. Durante la estadía se alojó en el hotel de Faunch, y allí impartió bendiciones al público, compuesto por mujeres, posiblemente más atraídas por la curiosidad que por motivos religiosos.

La apariencia del arzobispo provocaba una sonrisa: había rosarios, cruces y otras chucherías accesorias de la Iglesia Católica. Personalmente, con su venerable aspecto y pulidas maneras, el arzobispo ganóse la estimación general; de cualquier manera el poder papal es actualmente un pálido reflejo de lo que pudo haber sido aquí en otros tiempos. La Iglesia Católica, en manos de sacerdotes liberales, podada de sus absurdas supersticiones podría hacerse respetar en todas partes.

Aun cuando no sea durante un oficio o ceremonia, siempre habrá algo en las iglesias católicas que atraerá la atención. Pueden verse cantidad de ancianas, arrodilladas delante de su santo predilecto, pasando atentamente las cuentas del rosario mientras el murmullo de sus oraciones es el único ruido que se escucha en el templo; muchas veces he andado de puntillas, para no turbar sus oraciones. En el templo casi vacío es posible apreciar además los deslumbrantes altares, vírgenes, santos y madonas. No hay peligro de que manos profanas se apoderen de nada dentro de los muros sagrados. ¡Dios mío! Nuestros ladrones no serían tan escrupulosos.

Las iglesias en los domingos y días de fiestas son dignas de atención. Y el extranjero que observe debe conservar su calma ante el espectáculo de tanta belleza en reposo: los vestidos, los velos, el gesto de muda adoración. Parecen en realidad otras Lauras ante Petrarca; deseos dan de renegar de la religión de nuestros padres, convertirnos en apóstatas, e ingresar en el seno de una iglesia tan encantadora.

Los oficios tienen lugar a varias horas; la primera misa se oficia a las seis de la mañana, y ya en hora tan temprana puede verse el cortejo de las encantadoras niñas y de sus madres apresuradamente dirigirse a la iglesia.

Las familias son acompañadas a misa por sus sirvientes y esclavas, quienes llevan una alfombrita sobre la cual han de arrodillarse las damas. Tienen pocos misales y supongo que se asombrarían de ver a nuestros criados ingleses de resplandeciente librea, cual si fueran mariscales austriacos, caminar delante de sus patronas con una pila de libros de misa, así como también la multitud de coches que va a una iglesia de moda.

Al entrar o salir de la iglesia muchos feligreses reciben el agua bendita de otras manos; es decir que, quien está próximo a la pila, moja su mano y proporciona a tres o cuatro personas unas gotas del sagrado elemento para santiguarse. Algunas damas se dignan a menudo tocar las frentes de sus esclavas y criadas con el agua bendita.

A la hora del ángelus, a la caída de la tarde, suena una campana pequeña en todas las iglesias, y se supone que todos los buenos católicos musitan entonces una oración. Mucho me temo que en Buenos Aires no suceda esto. La música que se canta en las misas es a veces hermosa: el cuerpo del coro está compuesto por las mejores voces sacerdotales y de muchachos. El padre Juan (de la catedral) posee una hermosa voz de bajo.

El himno (religioso) portugués 1 es cantado con arte, pero como yo ya lo había escuchado en la capilla del embajador portugués en Londres, interpretado por los primeros cantantes de la ópera, la impresión que me produjo no fue muy intensa. Escogen siempre música profana, siguiendo el precepto que se dice fue dado por el Rev. Rowland Hill antes de que los feligreses entonaran Rule Britannia y Corazones de roble: — "Es una vergüenza que todas las canciones bonitas sean propiedad del diablo." Si la música es el alimento del amor también lo es de la religión, pues insensiblemente conduce el ánimo al entusiasmo y la dulzura que compensan las horas tristes. Me agradaría que la monótona y melancólica música de nuestras iglesias fuese reemplazada por una mejor. No es que pida una animada danza, pero sí algo menos fúnebre que el actual repertorio musical. Mis amigos ingleses se sentirán horrorizados al saber que en una iglesia de Buenos Aires se ha cantado la deliciosa aria inicial de nuestra opereta Pablo y Virginia: "Ved que del océano se eleva"... En Montevideo escuché nuestro canto de guerra tirolés Merrily O, interpretado en el órgano de una iglesia. La música y la religión tienen y tendrán el poder de llevar estos pueblos a la guerra y al furor; es menester que otras causas se agreguen para producir el mismo efecto en los ingleses.

Niños y niñas se confiesan en edad muy temprana: hasta de diez años. Para confesar, el sacerdote se sienta en un confesionario y a través de una rejilla escucha las confesiones de los devotos arrodillados a ambos lados. He observado que muchas mujeres se confiesan: lo cierto es que el sexo femenino es más piadoso que el masculino. Sin duda alguna es un alivio para un corazón atribulado poder explayarse y recibir los consuelos de la religión, y puedo imaginar la tranquilidad que traen las bondadosas advertencias de un sacerdote comprensivo quien, al mismo tiempo que condena la falta, exhorta al pecador a no desesperar de la misericordia divina. Nosotros, los protestantes, nos dirigimos directamente a Dios; desdeñando la intervención terrena. El sistema que consiste en divulgar nuestros más íntimos pensamientos ha sido siempre utilizado como un argumento en contra de la Iglesia Romana. Se arguye que la paz de las familias y naciones es puesta a merced de un mortal, y que si bien las traiciones son raras, no sería imposible que algún villano provocara la ruina de sus confiadas víctimas. En honor del clero católico ha de decirse que tal probabilidad es remota. Sospecho que yo sería un mal confesor: las bellas arrodilladas destruirían mi filosofía; acordaría de inmediato absolución, remisión y todo lo que fuera necesario; y, olvidando mis votos y mi sagrada investidura, caería a los pies de quienes me creían su pastor y guía.

Se suelen ver en las calles mujeres vestidas de monjas, con hábito de franela, crucifijos, rosarios, etc., que cumplen una penitencia prometida durante una enfermedad o un dolor moral. Los pecados de algunas de estas jóvenes pueden haber sido muy graves; yo las perdonaría por el placer de recibir sus confesiones una vez más. Hay un retiro donde las mujeres pasan semanas en penitencia y oración.

Se ha observado que la mujer española, luego de entregarse a todas las voluptuosidades del placer, corre a la iglesia, se postra delante de su santo favorito, y vuelve a pecar de nuevo. No me atreveré a condenar estas prácticas: pero, cuando mis ojos vagaban sobre las figuras de las hermosas porteñas, arrodilladas graciosamente delante de las imágenes, descubrí algo que ningún libro habría podido enseñarme. La contemplación de aquellos rostros "que parecían haber conocido el paraíso y gozado de su beatitud", me indicó cuántos elementos terrenos intervenían en aquella devoción aparentemente celestial.

He visto estatuillas de la Virgen María en fanales de vidrio, en varias casas. Las he visto en las farmacias, posiblemente con el objeto de que impartieran su bendición a las medicinas. He visto tales objetos en las casas pobres; la lujosa estatua y el cuarto pobre y miserable formaban un notable contraste. En la calle de Cuyo está la imagen de un santo, de cuerpo entero, con un enrejado y lámparas a cada lado, puesta allí en cumplimiento de un voto hecho en tiempos de peligro.

Pero, en general, hay muy pocas imágenes religiosas en las calles y caminos.

Al pasar frente a una iglesia es costumbre descubrirse, pero pocos lo hacen ahora. Alrededor de los sagrados edificios pululan mendigos que imploran limosna en nombre de Dios y de la Virgen del Rosario, o de cualquier santo. Estos mendigos suelen ser rateros: sus visitas profesionales a mi alojamiento me han costado varios objetos de mi propiedad. No tienen costumbre de correr con las muletas y piernas artificiales debajo del brazo al llegar la policía, como sus colegas londinenses. Uno de mis amigos me ha hablado de una vieja que escupe a todos los que imagina ingleses. Como no he tenido el honor de recibir los favores de esta señora no puedo garantizar la verdad de la noticia.

El clero no es tan liberal como nos habían dicho. Hay costumbre de afirmar que albergan un intenso odio contra los protestantes, adjudicándoles todas las desgracias que han sobrevenido a los católicos desde la edad moderna. Es menester admitir que también nosotros tenemos nuestros prejuicios.

Entre los sacerdotes de Buenos Aires hay hombres de mucho saber, y, aunque haya hostilidad contra el sistema, no la hay hacia los individuos. Quizá puedan encontrarse una o dos ovejas negras en el rebaño. Los escándalos se encargan de hacer públicas sus hazañas, sobre todo las que se refieren a sus amores, pero la fragilidad de nuestra naturaleza debería enseñarnos a ser jueces benignos cuando de la carne se trata. El pueblo profesa mucho respeto a sus sacerdotes, y, según me cuentan, este respeto es merecido. Se dice que en otros tiempos, cuando un malhechor era azotado en las calles, bastaba la presencia de un sacerdote pidiendo misericordia para que cesara el castigo. Si así ocurriese en Inglaterra nuestros ladrones indultados les dedicarían plegarias.

Hace cuatro años, dos ingleses riñeron y uno de ellos debió refugiarse en la Iglesia de la Merced. El otro le persiguió, golpeándole en presencia de un sacerdote que procuró defenderlo. Se llamó a la policía y el infractor fue encarcelado. Como era hombre de buena conducta, fue puesto en libertad bajo fianza, y el incidente terminó en un costoso pleito judicial. Hace algunos años se hubiera castigado más severamente su desconsideración.

Algunos sacerdotes son hombres hermosos: uno de ellos se parece a Young, el actor dramático. La indumentaria, la coronilla y el cabello oscuro favorecen su aspecto físico. La fea sotana que ahora llevan les va muy mal. Cuando me he encontrado con ellos siempre los he hallado amables y atentos, y no he sentido la desconfianza y temor de un extranjero que entra al sagrado recinto.

Nunca ha habido inquisición en Buenos Aires, pero a veces he pensado con malicia que tal cual fraile tenía aspecto de inquisidor.

La clausura de los monasterios, en 1822, constituyó un tema de apasionantes discusiones. Entre la gente bien inclinada no faltaban los medrosos que parecían dispuestos a dejar el mal en pie antes que correr los riesgos de un cambio. El gobierno debe haber sentido su propia fuerza cuando se atrevió a reformar una situación tan importante para la Iglesia, debiendo oponerse a los fanáticos prejuicios de aquellos que, educados en el antiguo orden de cosas, consideran cualquier ataque contra la inviolabilidad del clero como una manifestación de herejía. Los frailes eran íntimos de las mejores familias de Buenos Aires, que los recibían como a huéspedes respetados. Los frailes (algunos de ellos, al menos) deben haber sentido gran desagrado al dejar los conventos, en los cuales pensaban pasar el resto de sus vidas (sin contar la infracción que esto constituía a las reglas de su orden).

El descontento llegó a veces a alcanzar proporciones amenazantes, y hubo una conspiración que terminó con el destierro del jefe: Tagle. Otra, aun más seria, tuvo lugar el 19 de marzo de 1823. El fracaso de estos movimientos sirvió para afianzar la seguridad y las fuerzas del gobierno. La mayoría consideraba, según creo, que era necesario un cambio en el clero; muchos habían tenido ocasión de apreciar en sus viajes por Europa el estrecho criterio español con que se les había educado.

En todos los países del mundo es cosa sabida que las viejas son más devotas que el resto de la gente. Los frailes de Buenos Aires encuentran serios defensores entre ellas.

Para contrarrestar las fuertes simpatías de que disfruta el clero, la prensa diaria ha recurrido al ridículo: una publicación llamada El Lobera estaba salpicada de anécdotas y artículos tan indecentes que a veces constituían una vergüenza para la causa que pretendían defender. Esta publicación se clausuró muy pronto. Entre tanto, prosiguió lentamente el cierre de los monasterios, y el único existente hoy en Buenos Aires es el de los franciscanos.

Los edificios serán probablemente habilitados "para otras instituciones. Los monjes, abandonando su hábito, adoptaron un vestido semi-clerical, bastante semejante al de nuestros pastores. Los dominicanos, merceditas, etc., se encuentran ahora en las calles como simples ciudadanos, no usando ya la vestidura impuesta por los fundadores de las órdenes. Hace tres años podían verse grupos de frailes a la puerta de las iglesias, en los cafés y en las calles, fumando y en apariencia sin prestar mucho respeto a las leyes de la Iglesia. Pero cuando los proyectos de reforma comenzaron a discutirse, se volvieron más severos y las puertas de los conventos se cerraron después de cierta hora. Los franciscanos, que son los únicos que no han sido disueltos, se ven muy poco, con excepción de los hermanos legos, quienes por su aspecto y figura son buena copia del tipo que aparece en La dueña.

Si las leyes conventuales hubieran sido observadas con estrictez, muy pocos se hubieran encontrado para entrar en las órdenes. Una buena cantidad de dinero se ha dado a los sacerdotes que abandonaron los conventos cuando el gobierno se apropió de los terrenos adyacentes para beneficio del Estado.

El tiempo, según parece, ha cicatrizado la herida de los descontentos, aunque se pretende que la llama aún arde débilmente:

"Ponedla a prueba —afirman— y la herida se abrirá."

Existen dos conventos de monjas; San Juan y Santa Catalina; las reglas de San Juan son muy rígidas; cada uno de ellos contiene una treintena de mujeres: éstas usan trajes de los géneros más toscos —otro tanto puede afirmarse de lo que se refiere a sus lechos y a todo su mobiliario. Nadie puede verlas, con excepción de sus parientes más allegados, y esto muy rara vez. ¡Dios mío! ¡Qué devoción tan ardiente deben poseer para aceptar voluntariamente tal vida! Una novicia puede retirarse al cabo de un año; de lo contrario profesa y debe aceptar para siempre todas las reglas. Muy pocas, según creo, aprovechan este beneficio. Tan grande es su exaltación religiosa que alegremente se despiden del mundo, no deseando más padre, madre, amante o amigo que su Dios y Salvador

En Santa Catalina las reglas no son tan severas, y las monjas disfrutan de indulgencias desconocidas para las semi-mártires de San Juan.

Nunca he tenido ocasión de ver a las bellas recluidas; pero he escuchado atentamente cuanto se habla de las monjas de Buenos Aires, esperando enterarme de algún amor contrariado o alguna fe traicionada ¡Ay! Fue en vano: las monjas de San Juan y Santa Catalina han tomado los hábitos por rutina religiosa, con sólo una excepción de acuerdo a lo que cuentan —y no pude satisfacer mi curiosidad sobre estos chismes de convento—. Se dice que en el convento de San Juan hay una víctima de amor contrariado. Su amante, un militar (¿cuándo no? ¿Por qué los hombres de armas andan siempre en estas cosas?), se incorporó al ejército del Perú y se casó con otra. A la edad de diez y siete años la hermosa y traicionada niña tomó el velo, reprendiendo a su llorosa madre por la crueldad y espíritu mundano que mostraba al intentar disuadirla de su propósito. Una descripción de la ceremonia me fue hecha — ¿Pero quién intentará narrar una escena semejante después de los apasionantes episodios que nos brindan hoy las novelas?...

La mayoría de las monjas de estos dos conventos son viejas, y muy pocas jóvenes han ingresado últimamente. Es que los hombres — ¡los pérfidos hombres!— son ahora más constantes y ya no destrozan los corazones de las bellas? También puede ser que las mujeres sean menos sensibles, prefiriendo "el mundanal ruido" al sombrío claustro en que se exclama con la Clara de Sheridan:



"Adieu, thou dreary pile where never dies,

The sullen echo of repentant sighs." 2


Hasta para los detalles más ínfimos del culto la Iglesia Católica tiene una fórmula que, en razón de su antigüedad, está hondamente impresa en el alma de los fieles. En lo que se refiere a la vida conventual el primer deseo manifestado en ese sentido ya tiene carácter de ceremonia, aun antes de que las jóvenes abandonen la casa paterna.

En el año 1822, presencié un acto de esta naturaleza: fui invitado a una casa en que una dama que deseaba profesar, recibía los últimos adioses de sus amigos. Era de noche y la multitud dificultaba la entrada frente a la casa. La dama estaba sentada en la sala, lujosamente ataviada, su cabeza y cuello adornados con joyas (esto se hace para hacer resaltar el contraste con el hábito que llevará en el futuro). Se oía música, y más bien parecía una reunión alegre donde no se hubiera podido adivinar el desenlace: el abandono del mundo por un semejante. La dama —iba a decir la víctima— sonreía a todos. No parecía estar triste y recibía la despedida de sus amigos con tranquila compostura. Un sacerdote, vinculado quizá al convento, estaba en el cuarto: al dejar la casa, fue la dama acompañada por él y sus parientes. Con paso firme, inclinándose ante todos, se retiró. Al pasar frente a nuestro grupo, compuesto de varios ingleses, me pareció que nos miraba con deferencia, nos inclinamos y la puerta se cerró tras ella. Me dicen que esa misma noche fue encerrada dentro de las sombrías paredes de San Juan. Parecía tener 19 a 20 años de edad: no era hermosa, pero la ocasión la volvía muy interesante.

La primera procesión religiosa que he visto en mi vida fue la de la Virgen del Rosario, y no puedo olvidar la impresión que me causó. Los detalles que cuando yo era colegial imaginaba con tanto deleite eran ahora, ya hombre, puestos frente a mis ojos sin perder en lo más mínimo, su misterioso atractivo. Descubrí que la imaginación no siempre sobrepasa a la realidad. Al visitar las iglesias de Francia y Bélgica experimenté emociones de otra índole. España y el orbe hispánico en general, pensaba yo, contienen todo lo que puede atraer la atención de un investigador protestante que desea ver revivir la Iglesia Católica del siglo XV en pleno siglo XIX. España se aterra a ella y a sus muchas imperfecciones como un rendido amante a su amada; en otra forma no habría permitido que los extranjeros invadieran su tierra. ¿Qué habrán dicho los héroes de Roncesvalles y Pavía ante estos sucesos?

La efigie de Nuestra Señora del Rosario pomposamente ataviada era llevada en andas por unos soldados. La Virgen Maria 3 estaba rodeada de una multitud de fieles que llevaban cirios encendidos; estos últimos eran en su mayoría viejos y muchachos. El oficiante y los acólitos quemaban incienso ante la sagrada imagen, constituyendo un espectáculo imponente. Las oraciones son cantadas por grupos de frailes y la multitud los acompaña. La procesión es encabezada por unos sacerdotes que llevan una larga cruz, al parecer de plata. Acompañando al canto suelen figurar algunos violinistas que me hicieron recordar los músicos ambulantes que nos dan serenatas en las calles de Londres. La banda militar produce mejor efecto. De cuando en cuando la procesión se detiene en las esquinas o ante los altares callejeros que la devoción del pueblo ha levantado en la fachada de algunas casas: están construidos con una tabla envuelta en lino blanco con pequeñas g estatuas de Jesús, la Virgen, cruces, etc., etc., y un espejo guarnecido de flores y otros adornos. Los soldados marchan delante de la procesión y la cierran por detrás. Como todos los que marchan con la procesión, van descubiertos, y cuando el sacerdote oficia deben arrodillarse. Las casas ostentan sedas, tapices y toda suerte de telas lujosas en las calles designadas para el paso de la procesión. Los balcones están llenos de espectadores. El santo y las imágenes que le acompañan son finalmente depositados en sus respectivos lugares en La iglesia. Siempre se ve una gran cantidad de mujeres en estas ceremonias, murmurando fervorosamente sus Ave Marías. Estas procesiones ofrecen muy pocas variantes, si bien me pareció que había más estandartes, insignias, etc., en la de San Nicolás, que tiene lugar el 6 de diciembre. Las calles estaban adornadas con opulencia, el camino y la vereda alfombrados de flores, hojas y ramas. Pequeños cañones fueron colocados en los atrios de las iglesias, y sus detonaciones, conjuntamente con los cohetes y otros fuegos artificiales, anunciaban que el santo y su sagrada compañía, salían de la iglesia. Civiles y militares de las mejores familias llevan a veces estandartes en las procesiones. Estos días se declaran feriados y una gran multitud pasea por las calles, engalanadas antes de que las ceremonias tengan lugar. Las ventanas, azoteas y bancos ubicados cerca de las casas son ocupados por mujeres tan hermosas que tentarían a un anacoreta. El espectáculo era tan novedoso que casi da en tierra con mi frío razonamiento; observé los sacerdotes, la música y todo lo demás, hasta perder la noción del tiempo y me pareció estar viviendo en los días en que la Iglesia Católica no tenía rivales.

La fiesta de San Nicolás en diciembre de 1824 fue un pálido reflejo del esplendor acostumbrado: sin embargo, la iglesia de San Nicolás iluminada estaba muy hermosa y hubo fuegos artificiales y música. Debía realizarse una procesión pero el gobierno no quiso pagar los gastos y la Iglesia, en su actual situación, no puede costear estos lujos. Los devotos murmuraron sus Ave Marías entremezclándolas con juramentos poco católicos; pero como San Nicolás no intervino para ayudarles, el día transcurrió con tranquilidad.

En la fiesta de Corpus Christi tienen lugar numerosas celebraciones. El cuerpo íntegro de sacerdotes, de las diferentes órdenes, salía en esta ocasión y, antes de la supresión de los conventos, constituía un llamativo espectáculo. La indumentaria de lo sacerdotes no difiere en nada de la que imaginamos en Inglaterra: la casulla y corona, con un pequeño crucifijo suspendido al cuello. Durante el año las procesiones solían ser muy numerosas. Después del cierre de los conventos, la influencia de los frailes ha decaído muchísimo y hoy puede decirse que la vista de uno es una curiosidad. En ocasión de las solemnidades para decorar las iglesias, los sacerdotes piden prestados cirios, sedas, etc., a sus vecinos.

Durante la cuaresma se pronuncian sermones en las iglesias al atardecer. El público es muy numeroso y las mujeres permanecen todo el tiempo arrodilladas. Es muy extravagante la costumbre que permite que los hombres permanezcan sentados mientras el otro sexo está de rodillas.

Como el teatro está situado frente a la iglesia de la Merced, muchas personas, las noches de cuaresma, cruzan de la iglesia al teatro.

Durante la Semana Santa tienen lugar varias misas y sermones. Las tardes y noches de Jueves Santo, todo el mundo se vuelca en las calles: no hay un alma en las casas. La multitud que concurre a las iglesias es muy numerosa (en su mayoría mujeres). Una regla del credo católico pide que se visiten siete iglesias ese día; esto es religiosamente obedecido y los fieles se detienen unos pocos minutos en cada iglesia, tiempo necesario para hincarse y rezar una breve plegaria. El gobernador y sus edecanes también concurren a siete iglesias. Una muchedumbre de personas de ambos sexos se amontona en las puertas, especialmente en la catedral, obstruyendo la entrada. Están arrodillados y rezan el rosario en profundo recogimiento. En 1821 vi imágenes y otros objetos religiosos las esquinas de las calles principales; prisioneros con grilletes solicitaban caridad, mesas con vírgenes, cruces e imágenes de Jesús: pero estas costumbres están ya muy dejadas. Cerca de la iglesia se suelen erigir altares de este tipo el Jueves Santo y el pueblo se estruja por besar las prendas de "la madre de Dios".

En 1824 cerca de la iglesia de San Juan, vi una hermosa estatuita de la Virgen, y envidié los besos que recibía de las encantadoras muchachas. Esa noche los componentes de la Banda Militar lucían sus uniformes de gala, y los tambores estaban de luto. Atravesaron la Plaza y las calles con paso solemne, tocando una música más melancólica que la marcha de la muerte de Saúl. Son precedidos por uno de los soldados, que lleva un globo pintado con una luz interior, muy semejante a los que veíamos en las calles de Londres en las agencias de lotería. Hombres y mujeres visten de luto en este tiempo. La muchedumbre en las calles y la ornamentación de las Iglesias llaman la atención. Algo muy distinto sucede entre nosotros: nosotros vamos a las Iglesias vestidos de colores.

Además de otras medidas tomadas el Jueves Santo, las banderas de los barcos de naciones católicas están a media asta y las vergas cruzadas, permaneciendo así hasta el día del Sábado, hora en que, al disparo de un cañón, las vergas se cuadran, se iza la bandera, suenan las campanas y las tiendas se abren saludando la Resurrección. Pero las campanas no dan los sones armoniosos de nuestras iglesias de San Martín, San Clemente y las célebres campanas de Bow; éste es un ruido poco armonioso. Nuestras iglesias, tan espléndidas por su arquitectura, asombrarían a estos caballeros que no nos pueden imaginar más que vendiendo mercaderías o en trámites comerciales.

El Viernes Santo es considerado un día solemne de recogimiento y penitencia.

La quema del Judas es un espectáculo grotesco. En el medio de la calle se cuelgan muñecos de trapo rellenos de cohetes y combustibles. En la noche del sábado se les prende fuego y don Judas estalla entre los gritos de la multitud. Esta costumbre ha decaído mucho y seguramente terminará por desaparecer. Los periódicos la han calificado de "bárbara". Yo no me entrometo en las diversiones de la plebe mientras no ofendan la decencia. La rencilla con el capitán O'Brien tuvo lugar en la Pascua de 1821. Se observó que uno de los Judas llevaba un traje semejante al de un oficial de marina inglés. Cuando se dijo que representaba al capitán O'Brien, la policía ordenó su retiro. El pueblo no tomó interés en la disputa. Cuando estaba ésta en su punto álgido, el capitán pasó frente a una multitud que se hallaba frente a la Iglesia del Colegio y se le trató con gran respeto, haciendo espacio para que pasara "el comandante inglés". "Todos podemos sufrir con este incidente —dijo el capitán a uno de sus compatriotas— y si el asunto se repite vamos a vengarnos con honor."

La Semana Santa de 1825 transcurrió como de costumbre. Al atardecer del jueves las mujeres pululaban vestidas de negro en las calles e iglesias; como esa noche había luna, la escena era por demás interesante y aunque yo no visité siete iglesias, fui a cuatro. Permanecí largo rato en la Catedral escuchando la música de vísperas. Se echó de menos la hermosa voz de bajo de Fray Juan, quien fue desterrado por haber intervenido en la conspiración del 19 de mayo de 1823.

Valentín Gómez, uno de los canónigos de la Iglesia, lucía ornamentos pontificales. Algunos criollos hacían chanzas en la iglesia sobre su aspecto imponente, tan diferente del que mostraba hace un año, al naufragar el barco en que viajaba frente al Banco Inglés, en el río de la Plata. Mucha impresión me causó la visita a la Catedral; todo se combinaba para deslumbrar los sentidos: música, luces, refulgentes altares y mujeres de hinojos rodeadas de esclavas y criadas.

Los sermones de las lardes de Cuaresma atrajeron mucho público. El sacerdote que habla en la Iglesia de la Merced siempre tiene un numeroso auditorio. En la entrada de la Iglesia se hallaba una monumental efigie de Cristo en el momento de ser azotado. Muchas devotas besaban las sogas anudadas a las muñecas de la imagen.

Hasta ya muy entrada la noche el público permaneció arrodillado frente a la puerta de las iglesias, repasando las cuentas del rosario y musitando Ave Marías. A las 9 de la noche, tres bandas militares (la de la Artillería, Cazadores y Legión de la Patria, todas precedidas por el globo o balón transparente que llevan en la extremidad de un palo) hicieron su entrada en la Plaza, con tambores a la sordina y tocando música muy solemne. La Banda de Artillería fue muy celebrada: estaba compuesta por Masoni y otros profesores. Seguí a las bandas de música hasta sus cuarteles en Retiro. La noche era hermosísima, y muy tarde regresé a mi alojamiento con el pensamiento ocupado en rememorar los incidentes del día.

Fue muy concurrida la Iglesia de la Catedral en la tarde del Viernes Santo.

La costumbre de quemar un Judas declina cada año. El "Sábado de Gloria" llovió a torrentes, pero, unas noches después, Judas fue quemado cerca del café de la Victoria, entre fuegos artificiales y música.

Otra práctica que atrae la atención de los protestantes es el paso del Santo Viático por las calles de la ciudad, para suministrar los auxilios de la religión a quienes se hallan en trance de muerte. Un sacerdote y un ayudante ricamente vestidos van sentados en un coche tirado por muías blancas. Avanzan con gran lentitud, con una escolta de pocos soldados y acompañados por negras, chicos y otras personas que llevan linternas encendidas, tanto de noche como de día. Una campana anuncia a los transeúntes que la procesión está cerca. Cuando se aproxima, éstos deben descubrirse y, al llegar el coche, ponerse de rodillas. Como esta última operación es muy enojosa en las calles sucias, los extranjeros suelen huir al toque de las campanas. Los jinetes descienden de sus caballos y se arrodillan. Cuando el Sacramento pasa de noche se iluminan las casas, y sus habitantes se ponen de rodillas. —¿Por qué te arrodillas? —le pregunté a un muchacho esclavo de la casa en que me hallaba. —Porque Dios está en el coche —me contestó. Un brutal soldado de la escolta golpeó cierta vez a un inglés que no se había arrodillado a tiempo. Los magistrados se enteraron de esto y me dicen que ahora los extranjeros no están obligados a ponerse de rodillas —si bien, por respeto, deberían, por lo menos, descubrirse—. Al pasar frente a los cuerpos de guardia, los soldados se hacen visibles y se oye el toque de los tambores. Ahora hacen sonar una campana grande, porque las pequeñas se confundían con las de los carros que surten de agua a la población. 4

Esta ceremonia, del Santo Viático despierta honda veneración: se dice que en otro tiempo hasta las mulas se miraban como sagradas. Cuando el cortejo pasa frente a los cafés y casas de juegos los ocupantes cesan sus diversiones y salen a arrodillarse. En el teatro la interpretación se interrumpe; actores y actrices se arrodillan en el escenario y el público sobre sus asientos. Varias veces he observado tales escenas con gran curiosidad, aunque a veces me he fastidiado con la venerable procesión, y he sido tan impío como para desear que hubiese tomado otra dirección. Recuerdo que durante la representación de una ópera, el cortejo pasó no menos de tres veces, interrumpiendo un delicioso dúo entre Rosquellas y la Tani.

El verano de 1824-1825 debe de haber sido muy malsano a juzgar por los numerosos cortejos del Sacramento que se veían por las calles. Generalmente estas visitas tienen lugar de noche. De cuando en cuando hay sonrisas, cuando la procesión elige un barrio muy concurrido y obliga a todo el mundo a arrodillarse. Frecuentemente se me presenta el contraste entre estas costumbres católicas y las de nuestra sobria Inglaterra.

Me cuentan que en el lecho del agonizante se toman muchas disposiciones y preparativos para esperar el Sacramento. No admiro tal cosa. El paciente, debilitado por su enfermedad, descubre que no hay esperanza de mejoría y suele desesperar. En estas ocasiones hacemos venir nosotros (los ingleses) a un pastor, sin pompa ni ceremonia: sus oficios son más bien los de un amigo y el enfermo se rinde suavemente a los propósitos deseados. Pero también deberíamos terminar con las horrendas campanas funerarias y el cierre de tiendas y ventanas:

La vida nos recuerda con demasiada frecuencia la muerte para que tales complementos sean necesarios.

La sala en que se expone el cadáver es iluminada: grandes cirios rodean al ataúd y las paredes y mesas se hallan cubiertas de adornos blancos, cruces, etc. Las ventanas se dejan abiertas para que los transeúntes vean la lúgubre escena y reflexionen sobre la fugacidad de la existencia. Recuerdo mi sorpresa cuando vi por primera vez un espectáculo de esta naturaleza. El cadáver de una mujer de treinta años yacía en el ataúd; la tapa había sido retirada, las manos estaban cruzadas sobre el pecho y entre ellas se veía una cruz. El brillo del ataúd y las luces le daban el aspecto de una figura de cera; por unos momentos, no conociendo las costumbres del país, creí que era así.

Los muertos son enterrados dentro de las veinticuatro horas: precaución necesaria en un país de clima cálido. Los cementerios están repletos y ahora se llevan los cadáveres al Cementerio Nuevo, en la Recoleta, y se trasladan allí desde los cementerios de las iglesias, con lo que se producen escenas de confusión, en que madres, esposos y esposas prorrumpen en gritos al reconocer los cuerpos de quienes ya no esperaban ver más en este mundo.

Los carros fúnebres son de estilo francés, y los deudos no los siguen. Los parientes del muerto concurren al camposanto a recibir el cadáver, y las ceremonias religiosas tienen lugar unos días más tarde.

El fallecimiento de un sacerdote es anunciado por un tañido peculiar de las campanas.

Las misas por el reposo del alma tienen lugar en varias iglesias, de acuerdo con los deseos de los deudos, que imprimen tarjetas de invitación. Cualquiera puede concurrir. Las personas respetables —que pueden permitírselo— hacen celebrar muchas misas: pero esto es muy caro. La ceremonia dura de una a dos horas. Un ataúd simulado se coloca cerca del altar rodeado de luces. Si se trata de un militar u hombre público, la espada y sombrero se depositan sobre el cajón, y unos soldados disparan una salva en la puerta de la iglesia. Antes de terminar la misa se entregan velas a las personas del sexo masculino, para quitárselas y apagarlas unos minutos más tarde. Al final, los sacerdotes y acólitos, encabezados por el superior, se colocan en dos filas, junto a la puerta y reciben los saludos de los concurrentes.

Los parientes y amigos íntimos del difunto concurren a la casa del duelo (a veces al refectorio de la iglesia), donde se prepara un refrigerio de frutas, tortas, vino, licores, cerveza, etc. He escuchado buena música en estas misas, y el efecto no deja de ser impresionante: es una hermosa costumbre llevar una luz encendida durante el "réquiem", por los que amamos. Pero hay más sincero sentimiento en las simples ceremonias fúnebres de Inglaterra que en todos estos requerimientos a los sentidos. Un fantástico carro fúnebre para niños se ha puesto ahora de moda. Tiene ramilletes de plumas blancas en el techo y es tirado por dos muías; el conductor, un muchacho, está ataviado como los jinetes de Astley.

Hasta el año 1821 los protestantes no tenían un cementerio fijo y, a fin de desviar la mala voluntad de la Iglesia, T había que acudir a varios subterfugios para obtener algo parecido a un entierro cristiano. El gobierno dio autorización y un terreno cerca del Retiro, donde se erigió una capillita con un pórtico de orden dórico. El gasto alcanzó a $ 4.800, que fueron reunidos por los protestantes de todas las clases sociales: los ingleses fueron quienes más contribuyeron. El número de cadáveres allí enterrados, desde enero de 1821 a junio de 1824, era de 71, entre los cuales habían 60 ingleses. El servicio religioso es leído por cualquiera de los presentes.

En los entierros del Cementerio Protestante he visto muchos criollos, hombres y mujeres, atraídos por la curiosidad: prestaban mucha atención, expresando su aprobación por nuestra costumbre de cavar la fosa muy honda.

Anteriormente a la habilitación de este terreno los protestantes eran enterrados sin que se leyera el servicio y con mucho descuido. Era un privilegio ser enterrado en un cementerio católico. Vi una vez el entierro de un marinero inglés en el Cementerio de la Catedral: un polizonte estaba presente para impedir que se empleasen medios ilícitos y tres o cuatro frailes rondaban por ahí. Los deudos del marinero, al verlos, declararon que era una vergüenza que no se hubiesen ofrecido para celebrar el servicio fúnebre. Pero ¿qué puede esperarse —añadieron— de un país tan anticristiano? Su descontento aumentó ante la vista del mutilado cuerpo de un muchacho negro que, debido a la forma en que cavan aquí las tumbas, había surgido a la superficie.