Cinco años en Buenos Aires /1820-1825 Por un inglés
Capítulo 9
 
 
Gobierno y política. — El gobernador Las Heras. — La Junta. — Dorrego. — Fiestas mayas de 1821, 1822, 1823 y 1824. — Los cambios políticos de 1820. — El general Martín Rodríguez. — Don Bernardino Rivadavia y sus reformas. — Su personalidad. — Su figura física. — Fusilamiento en la plaza. — José Miguel Carrera. — San Martín. — Belgrano. — Llegada a Buenos Aires de Tipahée Cupa. — Don Carlos de Alvear. — La noticia de la batalla de Ayacucho en Buenos Aires. — Celebraciones y banquetes. — Fiesta en el Consulado. — El carnaval de 1825.

El gobierno de Buenos Aires es un ensayo de republicanismo desprovisto de la sencillez de esa forma de gobierno. De todos modos, mientras el pueblo esté contento, es ocioso discutir ideas políticas o exigir una utopía. Las repúblicas no me inspiran mucha simpatía: he observado y gozado tanta libertad bajo el régimen monárquico constitucional de mi país que no concibo mejor forma de gobierno.

El actual gobernador, D. Gregorio de Las Heras, es militar: ha intervenido en varias campañas contra los españoles y se le atribuye un carácter enérgico. En su primer discurso a la Junta señaló que, "estando decidido a obedecer fielmente las leyes, esperaba que todos hicieran lo propio". El señor Las Heras es alto y bien parecido y de rostro expresivo. Parece tener unos cuarenta y cinco años de edad. Tiene el título de gobernador y capitán general de la Provincia de Buenos Aires. Sus prerrogativas son muy limitadas.

Cuando el gobernador sale en coche lleva una escolta de dos dragones; cuando sale a caballo es acompañado por sus edecanes. Cada personaje oficial tiene a su servicio un soldado que desempeña funciones de guardia y sirviente, y a quien llaman el "Ordenanza". El ingeniero francés cabalga solemnemente con su soldado detrás; nuestro modesto cuáquero prefiere caminar.1

El Sr. García ha sucedido en el cargo de secretario de Estado al señor Rivadavia.

La Junta, o Senado, consta de cuarenta y ocho miembros, elegidos anualmente: D. Manuel Pinto es el presidente. La última elección fue ganada por los radicales: entre ellos se cuentan los Humes de la Cámara de los Comunes criolla. Desde el alejamiento del Sr. Rivadavia, el partido ministerial está bajo la dirección del Sr. Gómez.

El Sr. Dorrego, un notable orador de la oposición, es coronel. En 1820, cuando la ciudad fue amenazado por paisanos armados llamados "los montoneros", éstos fueron derrotados por Dorrego con un ejército compuesto de cuantos carreros y mozos de cordel pudo hallar. Por un breve período conoció la "púrpura imperial", hasta que Rodríguez y sus colorados lo expulsaron en octubre de 1820.

La noche del día en que termina la elección de los miembros de la Junta, una banda militar precedida por el balón o globo y rodeada de una multitud de jóvenes, marcha por las calles. La banda se detiene frente a la casa de los miembros e interpreta uno o dos aires; la muchedumbre —si es que en Buenos Aires hay tal cosa— grita entonces: —"¡Viva la Patria! ¡Vivan los representantes del pueblo!"— Si los criollos pudieran ver nuestro último día de elecciones —los miles de personas roncas de tanto gritar, los estandartes y banderas, la áspera música de huesos y cuchillas, oída en todos los tonos, desde los más agudos hasta los más bajos—, creo que se asombrarían o se asustarían. 2

El 25 de Mayo de 1810 marca el nacimiento de la independencia argentina. En esta época los ejércitos franceses habían invadido España, y el pueblo bonaerense depuso al virrey nombrando una Junta de nueve miembros como gobierno provisional. El suceso es recordado anualmente con un festival que dura tres días. Comienza la noche del 24, día en que la Plaza es iluminada mediante un amplio círculo de madera que rodea la pirámide. La madrugada del 25 los muchachos cantan el Himno Nacional frente a la pirámide: saludar el nacimiento del sol es una costumbre peruana. Durante el día tienen lugar diversos festejos: se plantan varios palos enjabonados que tienen en su extremidad superior chales, relojes y bolsas con dinero. Quien logra trepar al palo obtiene cualquiera esos premios. Un marinero inglés, en 1822, ganó todos los premios, envolviendo los chales alrededor de su cuerpo y guardando los relojes, dinero y otros artículos en los bolsillos y la boca. Al descender del último palo fue rodeado por soldados que lo despojaron de sus premios y, como opusiera cierta resistencia, lo llevaron a la cárcel. Los testigos del hecho se mostraron indignados y prontamente fue puesto en libertad, ¡ autorizándole a conservar uno de los premios. Estos palos enjabonados provocan gran hilaridad, pues muy pocos consiguen treparlos (nuestro marinero fue largamente aplaudido). También hay un ingenioso aparato llamado rompecabezas, que consiste en una estaca colocada longitudinalmente sobre pivotes, a la que se sube por una soga. La dificultad consiste en pasar por esta estaca; cientos de personas fracasan: el ganador gana como premio una moneda. Por las noches se interpreta música militar en las galerías del Cabildo, y pueden verse globos de fuego y fuegos artificiales de todas clases. Me sorprende que, dado el descuido con que juegan los muchachos con fuegos artificiales en la calle, no ocurran más accidentes.

Todas las noches de fiesta permanece el teatro abierto, siendo muy concurrido. Se canta el Himno Nacional y hay iluminación extraordinaria; concurren el gobernador y sus acompañantes.

El 25 hay distribución de premios en la Iglesia del Colegio a las señoritas que se han destacado en cualquier rama de sus estudios. Las damas de la ciudad toman gran interés en la ceremonia y llenan la iglesia. Durante la ceremonia se toca el órgano y otros instrumentos.

En 1821 los regocijos públicos fueron poco brillantes. La ornamentación de mayo de 1822 fue la mejor que he visto. La temperatura contribuyó al éxito. Niños de ambos sexos vestidos de fantasía bailaron en un tablado de la Plaza y en el teatro, paseando por las calles en coches ornamentales arrastrados por personas disfrazadas de leones, tigres y leopardos. Todavía tengo en el oído la música del baile de la Plaza, y los recuerdos que despierta en mí apenas puedo expresarlos. La música, suave y bonita, tendría derecho a ser considerada la danza oficial del 25 de mayo. En mayo de 1822 me sentí feliz y libre de toda preocupación. Al anochecer paseé por la Plaza: los niños disfrazados de ángeles me parecieron querubines y las muchachas de ojos oscuros eran para mí las huríes del profeta. La ilusión era completa, pero, ¡ay!, como otros placeres terrenos se desvaneció cual "sueño vagamente rememorado". Jinetes enmascarados cabalgaban por las calles vestidos como los "jockeys" de Astley. Se dirigieron a la Alameda y, colocando una argolla en el medio de una cuerda, trataban de ensartarla a todo galope.

En 1823 el tiempo fue frío y húmedo. El cuáquero intentó iluminar el Departamento de Policía con gas: tuvo un éxito parcial; las exclamaciones de "¡Viva la Patria!" se oían intermitentemente.

En 1824 la temperatura fue excelente, pero los festejos, en general, me parecieron inferiores a los de 1822. No hubo bailes ni jinetes a lo Astley; los fuegos artificiales fueron algo mejores y se arrojaron cohetes desde el arco de la Recova y no desde la Catedral, como se había hecho hasta entonces.

En los 25 de mayo el gobernador y otras personalidades políticas y eclesiásticas se dirigen a la Catedral, donde se oficia un servicio solemne.

En 1824 el nuevo gobernador, don Gregorio de Las Heras, dio una comida en el Fuerte: hubo ciento veinte invitados, entre los cuales estaban el ministro americano, el cónsul inglés y dos vice-cónsules, además de muchos extranjeros distinguidos. Los postres fueron notables, no como los nuestros, sino compuestos en su mayoría por dulces muy azucarados: castillos de azúcar, fortificaciones y otros edificios de la misma sustancia.

Velarde, vestido de gaucho, sentado con sus compañeros que fumaban alrededor de un fogón, hizo una crónica de los acontecimientos del día patrio con mucha gracia (en versos libres) durante una representación teatral y se refirió al marinero que trepaba como un gato al palo enjabonado. Velarde es un actor de singular calidad en cosas de este género.

Durante estos cuatro días no hubo ni siquiera la amenaza de un robo. Pocas ciudades de Europa que tengan una población de 60.000 almas pueden vanagloriarse de esto. Se dice que en razón de los gastos y la inseguridad del tiempo, los festejos del 25 de mayo debieran dividirse o por lo menos postergarse para otra época del año. Espero que la costumbre no desaparecerá. Algunas pocas horas pueden ser distraídas de los problemas de la vida y dedicadas a la sana alegría, pese a las despiadadas quejas de unos pocos.

No tengo intención de relatar las diversas vicisitudes políticas por las que ha atravesado este país desde la declaración de la independencia; ocuparían estos detalles mucho más papel del que he decidido emplear en estas notas. La narración de algunos escasos hechos, acaecidos durante mi permanencia en esta ciudad, más o menos relacionados con los asuntos públicos, no carecerá de interés.

El año 1820, que fue el de mi arribo a estas tierras, fue notable por los frecuentes cambios políticos. Raramente los gobernantes que escalaban el poder después de una rápida caída de su predecesor, se mantenían en el poder más de unas semanas, hasta que don Martín Rodríguez, al frente de sus colorados 3 —así apodados por el color rojo de sus capas o ponchos— venció a las milicias cívicas después de haber tomado la ciudad en un rápido ataque. Estas milicias estaban destinadas a guardar el orden en la ciudad, pero sus frecuentes insurrecciones mantenían a la población en un estado de agitación continua. La batalla se libró en las calles de la ciudad, y costó la vida a muchas personas. Finalmente se impuso Rodríguez y fue confirmado gobernador el 6 de octubre de 1820, y duró en su cargo tres años, o sea el tiempo prescrito por la ley. A partir de entonces el gobierno parece haberse estabilizado, y mejoras de todas clases se han llevado a cabo en todas las dependencias de la administración.

D. Martín Rodríguez es un hombre alto, de buena presencia, y un buen soldado. Sin poseer cualidades brillantes, ha hecho más en beneficio del país que cualquiera de sus predecesores, y se retiró de su cargo habiendo ganado la estimación de todos los partidos. Le sucedió en el gobierno don Gregorio de Las Heras, actual gobernador, en abril de 1824.

El excelente gobierno de Rodríguez debió mucho a la hábil administración de Bernardino Rivadavia, que puede ser considerado el William Pitt de Buenos Aires. Desempeñó el cargo de ministro desde 1821, cesando en sus funciones al mismo tiempo que Rodríguez, pues la ley exige que los ministros renuncien al terminar su período el gobierno. Al Sr. Rivadavia se le pidió repetidas veces que continuara en su puesto, pero rehusó siempre, y sus amigos debieron lamentar esta determinación.

Una de las primeras medidas de su administración fue la abolición del corso. 4 Debido a su obra las rentas públicas fueron simplificadas y aumentadas; los estafadores públicos ya no lograron escapar a la justicia; su energía mantuvo a raya a los agitadores y la provincia ganó el respeto de los extranjeros. Al suprimir los monasterios debió hacer frente a los ataques de una determinada clase social. Esta animosidad todavía subsiste en cierto grado, pero sus enemigos y aun el clero deben reconocer que los motivos de su conducta estuvieron inspirados en el bien público, y es imposible negarle el mérito del desinterés y la resolución firme. Los extranjeros de todas clases le están agradecidos por la atención y el apoyo que les ha prestado en todo sentido, lo cual redunda en beneficio de la propiedad nacional. El mejor elogio que pueda hacerse del gobierno de Rivadavia es comparar al Buenos Aires de 1821 con el de 1824, años que comprenden su acción política. Su administración marca una época en los anales políticos del estado; Rivadavia será considerado como un hábil —más aún—, como un excelente ministro. Se dice que el sistema de Rivadavia será seguido estrictamente por sus sucesores: espero que así sea para el bien del país.

El señor Rivadavia era un hombre de ley. Ha sido exhibido como de fuertes pasiones, muy poco cortesano en sus maneras, que a veces eran casi rudas. En sus tres años de administración demostró una gran capacidad de estadista. Todo hombre tiene sus enemigos personales y políticos cuando desempeña un cargo de responsabilidad y aunque tal consideración no le debe haber intimidado para aceptar nuevamente el cargo, es posible, sin embargo, que haya ejercido alguna influencia, pues a un gobernante tan recto no debe agradarle que se le reprochen deseos de poder y dominio cuando su intención es realizar un buen gobierno.

El Sr. Rivadavia ha visitado en misión pública Francia e Inglaterra, demostrando su capacidad, y ahora se reembarcó, para Europa a bordo del Walsingham, con intención de vigilar la educación de su hijo, interno, según creo, en un colegio de Stonyhurst. Rivadavia tiene hecha su reputación; antes de su actuación pública era casi desconocido. Habla un poco de inglés y domina perfectamente el francés. .

La persona física de Rivadavia ofrece algunas peculiaridades. Creo que de haberse hecho conocer más en Londres, no habría escapado al acerado lápiz de nuestros caricaturistas; y en tal caso no habría tenido motivo de queja: ni el Rey, ni los personajes más destacados logran escapar a los dibujantes. Es bajo y grueso, de tez morena; generalmente camina con un brazo a la espalda. Usa ropa oscura y pantalones ajustados, que denuncian unas piernas hercúleas. Como orador, Rivadavia no logra convencer ampliamente; su voz es grave y sonora y tiene elocuencia, pero no es precisamente un Cicerón.

En octubre de 1820 dos personas fueron fusiladas en la Plaza, cerca del Fuerte, por cargos políticos relacionados con la revolución que tuvo lugar ese año. Uno era oficial, el otro tambor mayor. El primero fue al patíbulo envuelto en un poncho, indumentaria con que trató de desfigurarse al ser apresado. Cargados de cadenas salieron del Fuerte; cada uno llevaba una crucecita y un cortejo de frailes marchaba a cada lado. Los criminales les otorgaban fervorosa atención. En el patíbulo se leyó la sentencia, fueron sentados en banquillos, y atados. Los frailes se alejaron lentamente, musitando plegarías por los infortunados. Un oficial agitó su pañuelo y todo terminó. La Banda ejecutó la "Caída de París", mientras un pelotón de soldados desfilaba frente a los cadáveres. Algunas mujeres presenciaron el espantoso espectáculo desde los balcones vecinos.

En la noche del 19 de marzo de 1823 hubo un intento de revolución, con el pretexto de que la religión del país estaba en peligro. Gregorio Tagle, abogado y hombre de cierto talento, era el jefe de los conspiradores; había ocupado un cargo de ministro anteriormente, y al producirse su caída huyó a Colonia. La revuelta comenzó cuando unos cientos de gauchos entraron galopando por las calles de la ciudad al grito de: "¡Viva la religión!" Sometieron la guardia del Cabildo libertaron a los prisioneros y repicaron las campanas; a tal hora (eran las dos de la mañana) la población se alarmó bastante. En la Plaza salieron al encuentro de los revoltosos unas pocas tropas procedentes del Fuerte que, después de herir a algunos y dar muerte a otros, pusieron en fuga a los restantes. García, un coronel complicado en la revuelta, fue fusilado días más tarde; soportó su suerte con entereza.

A esta ejecución siguieron la del coronel Peralta y la de Urien. El último había sido oficial en los ejércitos argentinos y peruanos; además de la parte que tomó en la conspiración, se le inculpaba por un asesinato cometido años antes. Fue encerrado en el Cabildo para aguardar la sentencia por este delito. Como era pariente de Rivadavia no se escatimaron esfuerzos para salvarle. Se buscó al criminal prófugo, quien después de varios días se entregó confiando en una promesa de perdón: había prometido dar detalles y nombres de las personas complicadas en el movimiento. Basándose en sus declaraciones se arrestó a mucha gente; entre los presos figuraba un tendero inglés llamado Hargreaves, bajo la imputación de haber vendido armas de fuego a los revolucionarios entre las horas una y dos de la mañana del 19 de marzo. Examinadas las acusaciones, se comprobó que todas eran falsas; la gente fue puesta en libertad y Urien se preparó a ser ejecutado.

Urien era muy conocido en los cafés de Buenos Aires; tenía considerables deudas; algunos de sus acreedores eran ingleses. Había asesinado a un hombre en complicidad con la esposa de la víctima; el cadáver había sido cortado en varias partes y enterrado en diferentes lugares. Después del crimen vivió Urien en Perú y más tarde en Buenos Aires creyendo que su delito nunca sería descubierto. Era hombre muy hermoso, y como tal favorito de las mujeres; en una palabra, "un hombre del día".

La ejecución de Urien y del coronel Peralta tuvo lugar entre las 10 y las 11 de la mañana. Fueron conducidos encadenados desde el Cabildo hasta el patíbulo, custodiados por una fuerte patrulla de soldados. Se aproximaron lentamente hasta el sitio indicado; iban descubiertos, una cruz pendía de sus pechos y les asistían unos frailes. La figura de Urien atrajo inmediatamente la atención por su cuerpo alto y arrogante y su expresivo rostro moreno. Vestía una levita de seda y caminaba sin ayuda; una sonrisa se reflejaba de tanto en tanto en sus labios y conversaba animadamente con los frailes. Hubiese conquistado las simpatías generales de no estorbarlo el recuerdo de sus grandes crímenes; experimentábamos disgusto y piedad ante el pensamiento de que un hombre semejante pudiese ser un cruel asesino. El otro desdichado. Peralta, vestido con una gran chaqueta, la cabeza en actitud absorta y sostenido por amigos y frailes, constituía una acabada imagen de la miseria humana. En el arco de la Recova que separa las plazas fue leída la sentencia; se releyó en el patíbulo, al cual llegaron un rato después, debido a la lentitud de su marcha. Cerca del Fuerte, Urien clavó su mirada en el piquete de soldados que estaban en las murallas; el coraje pareció abandonarle un momento: prolongó la conversación con los que le rodeaban, deseando quizás así prolongar su vida. Por fin se sentó. Su compañero ya lo había hecho y en este momento supremo parecía más valeroso que Urien. Los soldados hicieron fuego y Peralta cayó muerto; Urien apenas se movió, estando en apariencia ligeramente herido. Se silenciaron los tambores, que ya comenzaban a sonar, y tuvo lugar una horrible escena. Varios soldados apuntaron sus fusiles a la cabeza de Urien, pero los tiros no salieron; un fusil, que según se dijo estaba ligeramente cargado, consiguió al fin dar en el blanco. El desdichado cayó en tierra, pero aún no estaba muerto, y con considerable esfuerzo se levantó sobre el codo. Otros fusiles descargaron y Urien no se movió más. Los sentimientos de los espectadores durante esta escena pueden adivinarse muy bien. El carro fúnebre y el ataúd estaban aguardando; después del desfile de tropas los cuerpos fueron colocados en sus ataúdes y llevados a enterrar. Gran cantidad de público presenció la ejecución. Peralta fue muy compadecido porque demostró muy buen ánimo. La ceremonia, en conjunto, fue terrible, y la parte de la lectura de la sentencia resulta singular a los extranjeros: un hombre elegido a propósito, según creo, repite como un eco, muy lentamente, palabra tras palabra de la sentencia.

José Miguel Carrera, de actuación tan destacada en las revoluciones de esta región de América, fue fusilado en Mendoza en 1821. Era nacido en Chile y pertenecía a una de las primeras familias de aquel país; poseía notables habilidades. La ejecución de sus dos hermanos Juan José y Luis, ocurrida en la misma ciudad, así como otros acontecimientos políticos, fueron causa de que Carrera jurase eterna hostilidad al gobierno de Buenos Aires, especialmente al general San Martín por quien sentía gran aversión. Para vengarse logró levantar a los indios en rebelión. Este acto le trajo la pérdida de muchos amigos, quienes lo consideraron desde entonces como a un jefe de bárbaros. Una traición le entregó en manos de sus enemigos, y fue prontamente ejecutado y sería innecesario decir que soportó su suerte con gran entereza. Su cuerpo —según se dice— fue enterrado junto al de los hermanos que amara tan tiernamente.

Carrera se hallaba en la primavera de la vida; era alto y de formas elegantes: su valor y ardimiento le colocan en el rango de los héroes de Byron, aunque ciertamente no poseía "la virtud unida a mil crímenes". A su viuda —excelente mujer— y a sus hijos niños, los vi después en Buenos Aires. A uno de los últimos, una niña que apenas contaría cinco años de edad, le fue imprudentemente preguntado qué había sido de su padre — "Fue asesinado por los mendocinos", respondió prontamente.

San Martín después de retirarse de la vida pública se embarcó en Buenos Aires para Francia e Inglaterra acompañado por su hija. Su esposa, una hija del señor Escalada, había muerto poco tiempo antes en esta ciudad. San Martín es un hombre alto y fornido de unos cuarenta y cinco años de edad; decían que estaba rico. Tiene sus detractores, pero ninguno le niega una gran cualidad militar: el carácter decidido. En su querella con Lord Cochrane es evidente que los mejores argumentos no fueron los de San Martín (a juzgar por un panfleto editado por Lord Cochrane).

El general Belgrano, nacido en la provincia, y muy celebrado por sus campañas contra los españoles, tiene asignado un día fijo en el que se rinden honores fúnebres a su memoria; esto sucede en junio, mes en que murió.

En el mes de octubre de 1824 despertó mucha curiosidad la visita de un jefe neo-zelandés llamado Tipahée Cupa. Arribó a Buenos Aires en el Urania, un barco inglés, comandado por el capitán Reynolds. Tipahée había acompañado a ese barco por el estrecho de Cook en una canoa con su séquito y a pesar de las exhortaciones del capitán se negó a abandonar el barco, decidido a llegar a Inglaterra. Tipahée dio a sus acompañantes un afectuoso "adiós" y les recomendó obediencia a su vocero, mientras durase su ausencia. El Urania partió para Londres con su pasajero el 8 de diciembre de 1824.

Cuando Tipahée llegó a Buenos Aires vestía un viejo saco rojo que en su tiempo perteneció a un cartero de Londres. Los ingleses fueron muy atentos, invitándole a comer en su casa y dándole ropa nueva. En la mesa se mostraba sereno y desenvuelto y, al serle solicitado, interpretaba cantos y danzas guerreras neo-zelandesas. Entendía un poco el inglés y pronunciaba algunas palabras en este idioma; sus modales circunspectos y su delicado comportamiento le granjearon las simpatías generales. Podía señalar en el mapa el trayecto del barco desde Nueva Zelandia a Lima y Buenos Aires. Reconocía inmediatamente a los ingleses: no sentía mucha inclinación por los criollos, imaginando que le despreciaban, y se unía gozoso a nosotros. Tiene unos cuarenta años de edad y una extraordinaria fuerza; su extravagante aspecto y rostro tatuado le hacían seguir de mucha gente por las calles de Buenos Aires. A bordo era muy útil; hacía toda clase de trabajos, pero se rehusaba a trepar los mástiles. El triste fin del capitán Thompson y la tripulación del Boyd recomienda ser cuidadosos con los métodos coercitivos empleados contra los jefes de Nueva Zelandia. Tipahée se mostró muy halagado cuando se le enseñó, en el libro de Cruise sobre Nueva Zelandia, el retrato de uno de los jefes de su país. Se dirige a Inglaterra con el propósito de pedir armas y municiones que le permitan estar en pie de igualdad con un jefe rival que posee armas modernas.

En una cena ofrecida el día de San Andrés (diciembre de 1824) por un caballero escocés, Mr. Parish, el cónsul inglés se refirió al rápido reconocimiento de la independencia de Buenos Aires por su gobierno. Esta alusión fue recibida entusiastamente por los comensales, entre los cuales se encontraban los principales miembros del gobierno.

Al Camden le tocó en suerte llevar a Inglaterra el tratado entre los gobiernos inglés y argentino, además de varios pasajeros, entre ellos Mr. Griffiths, uno de los vice-cónsules, y el señor Núñez, un caballero criollo secretario de Rivadavia. En el Lord Harbert partió para Inglaterra Mr. Mac Crackan, un hombre muy digno —por muchos años comerciante en el país.

Don Carlos de Alvear y don Félix Castro han ido a Inglaterra: el primero de paso a los Estados Unidos, donde se le ha designado ministro. Se supone que fueron a Londres con la misión de tramitar un empréstito. Los capitalistas británicos estarán tanto más seguros en este caso que en otros. No hay restricciones al interés: generalmente ha sido del 12 %; ahora ha disminuido.

Alvear, ex-director de Buenos Aires, es un hombre muy activo. En la primera parte de su vida salvó milagrosamente la vida cuando al ir a España en una fragata española ésta fue capturada, en 1804, por el capitán Graham Moore. La fragata sufrió una explosión mientras Alvear estaba de visita en otro barco. Algunos de sus parientes más próximos perecieron en el accidente. Si Alvear experimenta cierta antipatía hacia nuestro país, ello se debe a esta terrible catástrofe, pero estoy persuadido de que su sentido común le habrá hecho considerar el siniestro como uno de los tantos contratiempos que tienen lugar entre naciones beligerantes.

A las ocho de la noche del 21 de enero de 1825 llegó a Buenos Aires un correo con nuevas de la batalla de Ayacucho, en el Perú. Una victoria tan decisiva e inesperada causó inmensa alegría: la gente se amontonaba en los cafés, escuchando a los distintos oradores describir la batalla. Venían a mi memoria las escenas de multitudes que ocupaban las oficinas periodísticas de Londres en ocasiones semejantes. A las diez de la noche se hicieron tres disparos desde el Fuerte, a los cuales respondieron el Aranzazu (barco de guerra anclado en la rada exterior) y un barco de guerra brasileño. Iluminaciones parciales y fuegos artificiales se vieron esa misma noche.

El 22 de enero hubo una representación en el teatro y se cantó el Himno Nacional entre vítores a Bolívar, Sucre, etc., y el coronel Ramírez leyó una información desde los palcos El teatro estaba decorado con sedas y emblemas nacionales, con luces extraordinarias: se vendía una oda en las puertas y una banda militar estaba estacionada allí.

Los regocijos continuaron por tres noches: hubo cohetes, iluminaciones y música militar en las galerías del Cabildo; la pirámide de la Plaza fue iluminada y rodeada de cintas. La gente parecía loca de alegría: apenas les creía capaces de tal entusiasmo, y aunque tales demostraciones no siempre han de interpretarse como muestras de patriotismo, estoy seguro de que la masa de la población gozaba sinceramente.

El "Café de la Victoria" estaba atestado de gente; se bebía vino y cerveza en grandes cantidades. Hubo varios brindis, entre ellos uno dedicado a la "tolerancia religiosa". No escasearon discursos que describían el pasado y el futuro nacional y la felicidad reservada a los habitantes de las Provincias del Río de la Plata. Algunos cientos de personas formaron militarmente y con cohetes y música avanzaron por las calles, cantando el Himno Nacional y gritando "vivas" al lado de las casas de conocidos patriotas. En el Consulado Británico se vitoreó a Inglaterra, al rey de Inglaterra y a la libertad. En casa del Ministro Americano procedieron en análoga forma. El coronel Forbes los invitó a que entraran y les ofreció vasos de vino. Durante toda la noche el gentío ocupó las calles, tocando música y cantando; sin embargo, hubo muy pocos desacatos que lamentar. Algunas personas inflamables gritaron contra los brasileños y se dice que unas ventanas fueron rotas en el Consulado del Brasil, 5 pero todo el mundo contribuyó a sofocar estos excesos.

No hay aquí nada que recuerde una multitud, sobre todo una multitud de ingleses. Las bandas que marchaban por las calles estaban compuestas por jóvenes de familias distinguidas. Un joven llamado Saravia es considerado como el dirigente y organizador de estos festejos: posee ingenio, actividad, facilidad de palabra y un sólido patriotismo. Saravia interviene notablemente en la política de Buenos Aires.

En el Hotel de Faunch se dieron algunas comidas. Ochenta caballeros criollos concurrieron a un festejo de esta naturaleza. El comedor estaba decorado con banderas de todas las naciones, retratos de Bolívar, Sucre, etc., y una banda de música interpretó "God save the king" cuando se brindó por la salud del rey de Inglaterra. 6

Otra comida fue dada por don Gregorio de Las Heras, el gobernador, en el Consulado, con la misma pompa y esplendor, dignas de rivalizar con las de Londres. Los brindis fueron numerosos y apropiados. 7

Un baile de abono y una cena fueron dados en el Consulado por algunos caballeros criollos. Concurrieron muchísimos ingleses y extranjeros. El patio cubierto por un toldo y bellamente engalanado tenía un aspecto fascinante (comparable al de las fiestas europeas). Fue grande la concurrencia femenina y las danzas como las "toilettes" encantadoras. El baile continuó toda la noche, hasta cerca de las siete de la mañana del domingo, sin que acudiese ningún obispo de Londres o persona eclesiástica alguna para impedirlo. Por desgracia, la noche fue sumamente calurosa. La mesa fue colocada en el gran salón.

Los caballeros norteamericanos residentes en Buenos Aires dieron una fiesta similar en el mismo edificio, el 23 de febrero de 1825, en honor de la batalla de Ayacucho y del nacimiento de Washington. Habiendo tenido más tiempo para los preparativos y siendo la noche fresca, la fiesta resultó magnífica y deslumbrante. El toldo fue arreglado en forma de domo y las paredes del patio estaban cubiertas de banderas: de Buenos Aires, Perú; Chile, Inglaterra y Estados Unidos. La luz, iluminando las banderas y los movimientos de sílfides de las damas, confería al lugar un ambiente de fábula oriental. "¡Londres no podría ofrecer nada superior!" — exclamó un inglés recién llegado al entrar al patio: el aspecto y los movimientos graciosos de las damas motivaron, evidentemente, su sorpresa. Se tocó excelente música dirigida por Masoni y otros profesores. Fue la primera celebración ofrecida por los norteamericanos a los criollos; y seguramente estuvieron acertados al honrar la libertad y el patriotismo de los nativos. Puede decirse que "todo el mundo" de Buenos Aires estaba allí; permanecieron hasta las siete de la mañana siguiente.

La fachada del Consulado estaba iluminada con los nombres de Washington, Bolívar y Sucre.

La dirección de estas fiestas es encomendada a Faunch, el hotelero inglés, único hombre competente en estas faenas: sus adornos no serían indignos de los señores Gunther y Debatt.

La ciudad fue iluminada durante las tres noches de Carnaval. En la Plaza se oían gritar los nombres de los héroes sudamericanos desde la "Casa de Policía". El rompecabezas, los palos enjabonados y otros deportes fueron practicados; dos bandas militares de música tocaban alternativamente. El tiempo excelente aumentó los encantos de las celebraciones. Las calles y las plazas estaban llenas de gente. Contemplé estas escenas de regocijo como si nunca pudieran repetirse — quiero decir: como un tiempo tan prolongado de entusiasmos y festejos que hacía pensar: "nunca vimos nada igual y hay que gozarlo". Tenía yo también mis presentimientos y temía por la futura felicidad moral del país: cuando la población aumenta vienen sus acompañantes, el crimen y la miseria.

El teatro permaneció abierto tres noches; se cantó el Himno Nacional y la casa fue decorada. El cónsul británico y sus acompañantes fueron allí una noche de Carnaval. El domingo se dirigieron desde el Fuerte a la Catedral. Se hallaban todos los personajes públicos, incluyendo los cónsules británicos. Fue una procesión; Mr. Pousset, el vice-cónsul británico, marchaba al lado de Mr. Slacum, el cónsul norteamericano.

¿Quién hubiera soñado esto hace cuarenta o cincuenta años, un cónsul británico yendo en procesión con un cónsul de sus colonias hoy país independiente, a celebrar la independencia de otra parte del continente americano?

Las iluminaciones de Buenos Aires son muy precarias: una vela o dos en cada ventana y adornos de mal gusto. La casa del señor Lozano 8 era una excepción: tenía un escudo con las armas británicas y norteamericanas y un incesante relumbrar de fuegos de artificio desde la azotea y las ventanas.

El 24 de febrero, un carro triunfal paseó por las calles seguido por una pieza de artillería y otro carro provisto de armas de todas clases; cerraba la procesión una multitud de personas llevando antorchas y una banda que ejecutaba música militar.

El carro más grande estaba embanderado: no vi el pabellón británico. Al llegar la cabalgata a la Plaza fue alcanzada por un pampero, y el usual acompañamiento de polvo, oscureciendo la atmósfera, obligó a cerrar tiendas y ventanas. Los rateros londinenses se encontrarían a sus anchas en uno de estos trastornos. Durante los festejos de la victoria de Ayacucho el Aranzazu ostentaba la bandera de la vieja España debajo de la de Buenos Aires.