Cinco años en Buenos Aires /1820-1825 Por un inglés
Capítulo 10
 
 
Consideraciones finales. — Falta de población. — Los indios. — Posibilidades de inmigración inglesa. — Ventajas del país.


Lo que necesita este país es población. La agricultura se mantendrá al bajo nivel presente mientras hombres laboriosos no se ocupen de ella. El mismo motivo los presenta indefensos ante enemigos lejanos, vecinos poderosos y saqueos de la indiada. Sería muy ventajoso fomentar la inmigración de los países superpoblados de Europa y proteger y dar facilidades a los inmigrantes. Podría así Buenos Aires alcanzar los altos destinos que sus capaces políticos ven en perspectiva: pero esto no será realizado con charlas. Inglaterra se ha hecho grande gradualmente y en razón de sucesivos sacrificios. Tengo entendido que muchos porteños miran con recelo la afluencia de extranjeros y hablan con gran énfasis de sus poderosos medios de defensa. Pero aparte de que nada se gana con jactancias, ¿quién los protegería si por cualquier cambio de la política europea algún estado, sin temor alguno, se decidiera a apropiarse de la provincia de Buenos Aires? Los ciento cincuenta mil hombres, mujeres y niños que ahora la habitan no podrían resistir los ejércitos lanzados contra ella; si aumentara el número de hombres con derechos de ciudadanía, esto entrañaría un aumento de poder; en defensa de su propiedad y hogar todos los habitantes extranjeros defenderían la tierra de adopción con todo el empuje de su corazón.

Y por otra parte, si el ataque de una potencia europea puede ser considerada una posibilidad demasiado remota para despertar temores, no sucede así con un peligro mucho más inmediato procedente de un enemigo cuyos ataques no son ni problemáticos ni fácilmente evitables. Esta provincia tiene la desgracia de estar expuesta al pillaje de los indios que roban el ganado, sembrando la desolación y el terror. A veces llegan a 100 millas de la ciudad; en 1823 estuvieron más cerca que nunca. Vienen por lo general del sur y sureste, en cuerpos de tres, cuatro, cinco y seiscientos, armados de lanzas y lazos. Manejan este último con tanta destreza que sus víctimas son siempre seguras. No se les persigue apropiadamente; los caballos, incapaces de resistir los azares de tal campaña, no tienen la misma resistencia que los caballos de los indios; y el hecho de que los indios rara vez muestren piedad por los prisioneros ha despertado mucho temor. Cuando se hace presión sobre ellos, se dispersan en todas direcciones, huyendo hasta sus inaccesibles refugios. El gobernador Rodríguez encabezó muchas expediciones contra los indios, sin obtener resultados apreciables.

En el año 1823, cuatro oficiales de Buenos Aires, enviados con un mensaje a los indios, fueron apresados y asesinados. Uno de ellos, un caballero polaco llamado Bollykuski, había servido bajo las órdenes de Napoleón y era muy estimado. Dibujaba buenas caricaturas: una de Rivadavia tratando de trepar al rompecabezas —en que se aludía a su política anticlerical— despertó mucho regocijo.

Es vergonzoso que después de trescientos cincuenta años de colonización las autoridades españolas no hayan terminado con este flagelo en la América civilizada. Las Indias Orientales y sus cientos de millones de habitantes sujetos al poder británico muestran un aspecto muy distinto: la una vez poderosa nación Mahratta, los Pindaris y otras tribus guerreras, han sido sometidas o apaciguadas a su debido tiempo. El exterminio de los rapaces indios de estas comarcas es un legado de los españoles y a sus sucesores.

Los indios de América del Sur son, en cuerpo y rostro, muy distintos a los naturales de áfrica. Tienen cabellos largos y negros, caras chatas, cuerpos cortos y macizos y piel de mulatos, sin que nada en su aspecto denote ferocidad, a juzgar por los indios prisioneros que he visto en las calles de Buenos Aires. Llevan una ligera vestimenta, sumamente sucia. No tienen mota y su color no es muy oscuro. Demuestran gran inclinación por sus caciques o jefes.

Dado el actual estado de la provincia, convendría preguntarse si no sería una sana medida pagar un ejército de tres o cuatro mil hombres y, alineándolo en la frontera, emprender una campaña contra los indios y merecer el respeto de otras naciones.

Un criollo que ame realmente a su país considerará la llegada de un colono como un beneficio, y no como un daño.

Algunos de mis compatriotas creen que el reconocimiento de la independencia de Buenos Aires por el gobierno británico fomentaría la inmigración de ingleses, lo cual redundaría en beneficio de la industria y el capital de esta provincia. Tal acontecimiento me produciría mucho placer: Inglaterra, Irlanda y Escocia serían aliviadas de su exceso de población. Pero j a menos que se tenga un objeto determinado en los negocios, la venida a Buenos Aires no es recomendable en modo alguno. Los aspirantes a empleados, salvo que vengan con fuertes recomendaciones, o expresamente contratados, no deben aventurarse: lo más posible es que sufran un desengaño. Las casas mercantiles contratan sus empleados en Inglaterra; por consiguiente, las oportunidades de obtener empleos son muy escasas. Muchos han vuelta a Inglaterra, dándose cuenta de que nada tenían que hacer aquí. La mano de obra, por el contrario, es muy buscada. Los obreros mecánicos tienen trabajo asegurado y viviendo moderadamente pueden ahorrar algunos pesos. Un carpintero puede llegar a ganar cinco pesos por día. El sueldo habitual que pagan los patrones ingleses varía entre cuarenta y cinco y cuarenta y ocho pesos mensuales. Los hojalateros y herreros ganan bastante dinero: algunos ingleses tienen esta clase de establecimientos. Se solicitan los oficios de v cualquier obrero.

La agricultura no resulta muy provechosa: hay que pagar jornales elevados y los patrones están expuestos a robos por la clase de gente que se ven obligados a emplear. El castigo de estos robos es engorroso y molesto. Los trabajadores ingleses se arreglan para abandonar las faenas en el momento en que más se les necesita. Algunos ingleses han ensayado las plantaciones, pero no obtienen muchos beneficios; los criollos se desempeñan mejor; aunque tampoco amasan fortunas. Es posible que un hombre con un capital de £ 800 a £ 1.000 pudiera hacer algo: pero tan sólo una tentación muy fuerte induciría a tal propietario a abandonar su país, y sólo estando muy seguro emprendería un experimento de esta naturaleza. Por el momento no es posible enriquecerse rápidamente en los trabajos de agricultura o granja. Es menester arar pacientemente y trabajar a sol y sombra. El suelo, pese a su riqueza, requiere ayuda artificial.

Las fortunas se han logrado con la organización y manejo de las estancias. El elevado precio de los cueros y la continua demanda que de ellos se hace constituyen una base segura de ganancias.

Los inmigrantes no encontrarán las rentas que gozaban en su patria, pero sí todas las comodidades que es dable esperar en un país extranjero, incluyendo el clima agradable.

Una inglesa que llegara aquí por primera vez no se encontraría cómoda; cierto tiempo habría de pasar antes de acostumbrarse a la pérdida de su hogar vestidos, modos de vida — todo tan diferente: el único consuelo sería la sociedad de sus compatriotas y el bondadoso comportamiento de los criollos que aliviarían su situación. Al alcanzar el dominio del idioma mostraría inclinación por la sociedad criolla, de la cual recibiría todas las delicadas atenciones de la hospitalidad.

Nadie puede estar mucho tiempo en Buenos Aires sin entablar relaciones con sus habitantes, entre quienes hay jóvenes muy inteligentes. Más de una vez he pensado que tendría mucho placer en llevar uno de ellos a Inglaterra y ser para él —no precisamente un mentor— (¿quién lo necesitaría más que yo?), sino una especie de "cicerone" en la moderna Babel: Londres. Le llevaría a todas partes, desde las mansiones nobiliarias hasta las fondas de St. Giles, donde los platos, cuchillos y tenedores están encadenados a las mesas para que los clientes no se los lleven.

Todos dicen que hay en Buenos Aires una gran inclinación hacia Francia. No pretenderé dar una opinión sobre tal aserto: hace tres años me pareció, en efecto, que había en estas tierras amor a Francia: hoy no lo creo tanto. Aunque más no fuera, por decencia deberían avergonzarse de la política francesa, y de la guerra de España, emprendida como "un experimento para probar la fidelidad del ejército francés", de acuerdo con las palabras de M. de Chateaubriand, quien aseguraba que pocos meses de campaña habrían hecho más bien a Francia que largos años de paz. Es probable que cierto sector de la población tenga cariño a los franceses: sus modales y religión son más asimilables que los nuestros. Un inglés es considerado un ser extraño, diferente del resto del mundo. Otras naciones no tienen esta característica. (Excepción sea hecha de los norteamericanos.) Un francés o un italiano se confunden con la multitud del país en que residen y difícilmente se les distingue como extranjeros. Pero la Naturaleza parece habernos puesto una marca peculiar y, esto, unido a nuestra ley en contra de la expatriación, explican el dicho popular: "Inglés naciste e inglés seguirás siendo." Los extranjeros nos descubren con los ojos cerrados: más de una vez, en noches oscuras, me han gritado mi nacionalidad los muchachos y aun otras personas. Sospecho que la vieja generación nos mira con malos ojos y no nos perdona; siempre seremos objeto de sus observaciones malignas. Que hayamos obrado por principios honorables les parece imposible; imaginan que en todo nos guía solamente el interés; para ellos la actitud hacia América del Sur del gobierno británico se explica por motivos puramente egoístas. Por otra parte, esa actitud nos ha colocado en un lugar privilegiado entre las naciones extranjeras y nunca hemos sido más estimados que en el momento presente.

Los ingleses saben que muy pocos los quieren como nación, a pesar de que los respeten individualmente; y si alguna vez el prestigio de nuestro país llega a decaer, no faltarán manos oficiosas que procuren acelerar nuestra ruina. No es necesario ser muy sagaz para enterarse de esta animosidad. Sin embargo, estoy seguro de que tenemos muchos amigos en Buenos Aires. La nueva generación ha crecido al lado nuestro. Llegará el tiempo en que los anticuados prejuicios no tengan ya efecto, y se descubra que las acusaciones lanzadas contra nuestro país son inmerecidas. Excelentes jóvenes ingleses residen en Buenos Aires, empleados en el comercio o en las oficinas: este sector se mantiene muy cerca de los criollos, con quienes ha intimado mucho.

No creo que vengan todavía emigrantes de Inglaterra. Los ingleses, en general, no gustan de vivir allí donde se les imponen leyes extrañas y donde prevalece la influencia de una religión que se les ha enseñado a considerar como enemiga, desde la niñez. Pero, aparte de estas consideraciones, encontrarán aquí cosas muy gratas. Este es un suelo rico, sin las arenas ni las plagas del Cabo de Buena Esperanza. Si es difícil amasar en él una fortuna, puede vivirse con bastante comodidad y holgura. He hablado ya de los buenos sentimientos de sus habitantes. Estén seguros mis compatriotas de que no encontrarán otros extranjeros con quienes se sientan más en su casa, que con los naturales de Buenos Aires. Por eso repito que los agricultores y labradores que dispongan de un pequeño capital, pueden ganar bien el sustento y aun algo más, porque los labradores encuentran siempre trabajo y los artesanos son muy buscados. El clima es agradable; en el gobierno encontrarán protección segura, y el pueblo, no obstante todos mis prejuicios, estima a nuestra patria. El período de las revoluciones, según veo, ha pasado y aun en los momentos más duros debo decir que nunca se molestó a los extranjeros. De Liverpool llegan barcos continuamente y el precio del pasaje es moderado.

Cualquiera sea el destino que me haga salir de este país, le abandonaré con pesar (cuando no se trate de volver a mi patria) y guardaré siempre la estima y la gratitud más sincera hacia este pueblo excelente y generoso, entre el cual he residido tanto tiempo y en el que he sido feliz y adquirido alguna experiencia fuera de Gran Bretaña. Yo vine a Buenos Aires con ciertos prejuicios esperando encontrar iliberalidad y gazmoñería, en lugar de las muchas amables cualidades que este pueblo posee, y, aunque siento como el que más la nostalgia que un inglés puede sentir al dejar su tierra natal, tal es mi afecto por Buenos Aires que la miro como una segunda patria y me intereso grandemente por su felicidad.