Cinco años en Buenos Aires /1820-1825 Por un inglés
Capítulo 11
 
 
La Colonia del Sacramento. — Fortificaciones. — Tropas. — La oficialidad. — Cuarteles. — Hospitalidad de los habitantes. — Comunicaciones. — Los alrededores de la Colonia. — La ocupación brasileña y la misión Gómez. — Derechos de Buenos Aires a la Banda Oriental.


Permanecí pocos días en la Colonia del Sacramento. Está situada al este de Buenos Aires, a una distancia de treinta millas sobre el río; a veces puede divisarse desde esta última ciudad; cuando esto ocurre, es signo de cambio de tiempo: viento o lluvia.

La Colonia está fortificada por tierra y por mar: tiene pesados cañones emplazados en la línea y es capaz de ofrecer una fuerte resistencia en caso de ataque. Se halla ahora en poder del gobierno brasileño. En diciembre de 1821, cuando pasé por allí, estaba ocupada por portugueses. Seiscientas plazas de tropas europeas formaban la guarnición: eran de infantería ligera que habían servido en la guerra peninsular. Imaginé que serían tropas muy capaces, pues su aspecto igualaba al de las tropas británicas. El uniforme era muy semejante al nuestro: la chaqueta color castaña con vueltas negras, y gorras muy parecidas a las inglesas. La mayor parte de los oficiales llevaba condecoraciones por su actuación en los campos de batalla europeos. La música era de cornetas, y había desfile todas las mañanas: oficiales, banderas, todo como en el desfile del St. James Park. Los domingos el ejército lucía sus mejores uniformes, y acompañaba al gobernador a la iglesia. No pude dejar de expresar mi admiración por el orden y la disciplina de las tropas, a un oficial portugués. Me respondió que si alguna mejora había tenido lugar, ésta era debida al ejemplo e instrucción británicos, que les habían transformado, de multitud indisciplinada, en correctísimos soldados. Mucho tardará España en adiestrar tropas semejantes.

Los oficiales de la Colonia eran hombres distinguidos y de buena presencia. Hablaban un poco de inglés y de francés aprendido en sus campañas. Muchos de ellos se han casado y piensan dedicarse a la agricultura o la ganadería cuando se disuelva el regimiento.

El gobernador (Rodríguez) es un veterano de la guerra peninsular. Los extranjeros que llegan al país por primera vez le son presentados. Lo encontré trabajando en el jardín de su casa de campo, en los alrededores de la ciudad: me recibió con gran amabilidad. ¡Cuan falsamente nos representan en nuestra patria a españoles y portugueses! No encuentro en ellos la soberbia y el orgullo que se les atribuye; por el contrario, me parecen muy afables.

Los soldados de la Colonia son muy activos y muy estimados por la población. Los de Buenos Aires podrían envidiarlos. En un lugar tan aburrido como la Colonia, los oficiales estarían obligados a llevar una vida muy monótona. Sin embargo, son muy solicitados por las damas, sus principales diversiones son la equitación, las visitas y los bailes.

Los soldados se alojan en varios cuarteles: su comportamiento me recuerda el carácter sedentario de nuestras tropas; he visto soldados cuidando niños y atareados en las faenas domésticas, con nada de la habitual fanfarronería de las tropas extranjeras. El duque de Wellington apreciaba justamente sus méritos, que han dado tanto renombre a las milicias de Portugal.

La gente tiene costumbre de hablar con ligereza de Portugal y del carácter de sus habitantes; cuando se mencionan los hechos de la guerra peninsular, no falta quien asegure que "lucharon eficazmente porque estaban respaldados por las bayonetas inglesas”. Los mismos ingleses han admitido el valor del ejército portugués, y las despreciables burlas de los calumniadores serán impotentes ante tal aserto.

Nuestros desfachatados marineros, sobrepasando su habitual desenfado, también se mofan de los portugueses. Recuerdo que en mi primer viaje se me pidió que subiera a cubierta a contemplar un barco de guerra portugués que, según se decía, acababa de ponerse a la vista. Miré, pero no vi nada. Por último, los marineros me mostraron un barquito que navegaba con las velas desplegadas. Aseguraban ellos que era un buque de guerra portugués.

La Colonia tiene 800 habitantes. No hay buenos edificios: casi todos podrían considerarse cabañas, y están ocupados por criollos, españoles, portugueses y una media docena de ingleses casados con criollas.

La casa del gobernador es un edificio muy vulgar. Las calles son irregulares y la ciudad presenta un aspecto miserable.

La ciudad no puede permitirse el lujo de una posada; hay solamente una mesa de billar muy deficiente en un café al que van los oficiales portugueses.

Los habitantes de la Colonia son muy hospitalarios. Fui a una fiesta de cumpleaños en una quinta: a cuarenta personas les fue ofrecida una comida compuesta de asado, aves, pastelería, etc. El vino circuló alegremente; había continuo pedido de vasos, y después de la cena se bailó. Estaban presentes algunos oficiales portugueses con sus jóvenes esposas españolas.

En estas comidas tienen costumbre de arrojarse pedazos de pan los unos a los otros. Me causó mucha sorpresa en un principio el recibir este singular tiroteo. El capitán del puerto, Mr. Short, es un inglés que pertenece a la marina portuguesa, y es muy afable con los compatriotas a quienes la fortuna trae a estas tierras. Lo mismo puede decirse de Mr. Brigman, quien ha residido varios años en esta ciudad.

El comercio de la Colonia es insignificante. Pequeñas lanchas procedentes de Montevideo y Buenos Aires remontan el Uruguay hasta Paysandú, y algunas veces llegan barcos ingleses y de otras nacionalidades a embarcar productos. Un barco puede anclar a un cuarto de milla de la costa, donde hay una profundidad de tres brazas. El puerto es bueno, teniendo en consideración el anclaje deficiente de este río. Hay un continuo tráfico de Montevideo, a una distancia de 150 millas.

Para cargar barcos de gran calado se envían lanchas desde Buenos Aires. Cerca del puerto hay un escollo peligroso, en el cual un barco británico (el Euxine) naufragó en marzo de 1824.

Nuestros barcos de guerra estacionados en la rada exterior de Buenos Aires, envían sus botes a la isla de San Gabriel, próxima a Colonia, a recoger madera. La iglesia es hermosa, y semeja una capilla inglesa de campo en su aspecto exterior; el interior no ofrece nada notable: ni órgano, ni decoraciones; el servicio religioso está confiado a unos cuantos curas viejos que se acercan al fin de sus días.

Si la Colonia carece de atractivos, no sucede así con los campos que la rodean, donde se ven lomas, cañadas, lagos y agradables caminos —lo cual tienta a los aficionados a la caza. El río continúa por millas y millas, tomando el aspecto de un perfecto mar. Hay aquí toda clase de facilidades para bañarse: el agua es clara y fortificante. Este lado del río, en lo que a paisaje se refiere, es superior a la costa bonaerense: no obstante, un inglés los observa con idéntica indiferencia. Si le muestran cualquier paisaje, acuden a su imaginación Sussex, Kent y Devonshire, en comparación de los cuales la costa llana y las diminutas colinas de este rincón sudamericano parecen insignificantes.

En los alrededores de la Colonia hay muchas y cómodas quintas. Los alimentos son más caros que en Buenos Aires, y la carne no es tan buena.

En los alrededores pueden verse unos pájaros llamados cardenales, por tener un penacho de plumas sobre sus cabezas en forma de capelo de cardenal. El plumaje es bello, y son muy cantores. Muchos cuidados son menester para que lleguen sanos y salvos a Europa.

Las flores del aire son un singular producto de estos parajes; crecen en matorrales y florecen al aire libre, sin necesidad de tierra.

Creo posible que dentro de algunos años pueda la Colonia surgir de su actual inferioridad y ocupar un puesto que condiga con las ventajas que posee como puerto del Río de la Plata. Fue ocupada por una división de nuestro ejército en 1807. La historia nos recuerda a nuestro compatriota Penrose, y la desgracia que aquí le ocurrió en 1762.

últimamente, la iglesia y algunas casas fueron dañadas, así como algunas vidas perdidas, por una explosión de una fábrica de pólvora.

La ocupación de la Banda Oriental por los portugueses, y ahora por los brasileños, ha preocupado hondamente al gobierno de Buenos Aires. Cuando el argumento del estado anárquico del país y el peligro que esto entrañaba para las provincias brasileñas vecinas, perdió su fundamento, don Valentín Gómez 1 fue enviado a Río de Janeiro, pero volvió sin haber cumplido su tarea. La bandera brasileña flamea todavía, y todo hace pensar que seguirá siendo izada en las fortalezas de Montevideo, La Colonia y Maldonado. No estoy enterado de las razones que dan los brasileños para mantener este estado de cosas, como no sea aquello de que "la fuerza constituye un derecho". Buenos Aires parece ser la nación más indicada para proteger este territorio. Verdad es que una gran parte de los habitantes prefiere que el país permanezca en poder de los actuales gobernantes, pues están satisfechos de la forma en que se ejerce la autoridad y temen las revoluciones.

La parte española de la población no siente amor por los patriotas. No puede decirse a quién odian más: si a los patriotas o a los ingleses.

A Buenos Aires le resultaría muy difícil expulsar a los brasileños por la fuerza, como muchos pretenden. Es de desear que la prudencia guíe sus determinaciones, y que si se ha cometido injusticia se postergue la venganza hasta el momento oportuno. La separación de este territorio de las Provincias Unidas debe ser, después de tantos siglos de unión, muy amarga.

Si Buenos Aires tuviese la Banda Oriental constituiría un poderoso estado, lo cual es mirado con malos ojos en Río de Janeiro. Sus fortalezas, su agradable clima y hermosa campiña, el aumento de población, la llegada de inmigrantes y un gobierno fuerte, despertarían los recelos del imperio del Brasil. Sin embargo, tal acontecimiento parece lejano, y todo me inclina a pensar que la Banda Oriental seguirá en manos de sus actuales dueños por largo tiempo.