De los orígenes toponímicos de símbolos e instituciones en la historia de Santa
Introducción
 
 
Es común, más aún, intrínsecamente específico, que en una comunidad de comunidades -valga la aparente redundancia-, esto es, en una federación, es decir en una república federal, tal como es el caso de los Estados Unidos de Norte América, Brasil, Canadá, Argentina, etc., que cada estado miembro o provincia tenga sus propios símbolos, su heráldica. Pluralismo de símbolos que no significa como se ha pretendido -especialmente en cierta mentalidad típicamente acartonada argentina- mengua alguna para el símbolo nacional que es común a todos y en el cual los particularismos se sienten identificados en una nación.

En nuestro país el centralismo iluminista porteño, el unitarismo histórico, ignorando las raíces y herencias hispanoamericanas, trató desde 1810, cuando decidimos plasmarnos como nación independiente, de impedir el comunalismo, el regionalismo, las autonomías; en una palabra, lo que conocemos por federalismo. No se podía ignorar después de casi tres siglos de hispano-americanismo la existencia de instituciones, tradiciones y vivencias culturales, ya que constituían un verdadero ser con identidad propia. Para Saúl A. Taborda, constructor de una real filosofía nacional, «...desde antes de 1810, las provincias constituían una nación, un fenómeno vivo y espontáneo de sociedad, ya que la vida de un pueblo es una realidad tejida de historia y cultura «; que se ha venido dando a través del tiempo y del espacio. 1

En una conferencia dictada en nuestra ciudad de Santa Fe, el erudito historiador Washington Reyes Abadie2aludía a nuestros orígenes políticos-institucionales, con sus fueros y derechos locales, que configuraron la unión nacional en la historia rioplatense, sobre la base pactista y federal; no fueron instituciones que aprendimos teóricamente de tratados decimonónicos introducido por el liberalismo anglosajón -admitamos sí, algunas influencias del federalismo norteamericano- ya que ellas tienen su origen en los viejos comunalismos y fueros medievales de aquella España que junto con Portugal, creó este nuevo «ser cultural» que es Iberoamérica.

Estas instituciones, fueros y peculiaridades hispanoamericanas tendrían que haberse fortalecido con la puesta en práctica, a partir del Cabildo Abierto del 22 de Mayo de 1810, de la teoría del filósofo jesuita Francisco Suárez sobre la «Retroversión de la soberanía al pueblo» dado el cautiverio del rey Fernando VII por Napoleón Bonaparte. Sin embargo la minoría ilustrada mercantilista y burguesa del puerto, que se consideró heredera única del ex-virreinato por haber sido su capital, prontamente dio su golpe de Estado con el Primer Triunvirato en septiembre de 1811, expulsando a los diputados de los pueblos del interior que formaban la Junta Grande, y de allí en más Buenos Aires con sus veleidades borbónicas y centralistas quiso imponer por si sola, absoluta y hegemónicamente; cómo debía ser la futura nación; con una ignorancia total del reconocimiento político-cultural que los pueblos habían recibido desde los tiempos de los Reyes Católicos y de los Austrias. Esa Buenos Aires fue instrumento de la penetración británica, con miras a constituirse en una de esas ciudades anseáticas donde los objetivos geopolíticos eran el afán municipalista de predominio y de lucro mercantil. Toda esta actitud porteña sólo logró la oposición de los pueblos interiores, que exhibiendo sus justos títulos se dispusieron a defender sus derechos y exigieron la participación que les correspondía como actores participativos del proceso que plasmaría de derecho a la nación.

Ya en la transición hispana de la época del descubrimiento, que enlaza el fin del medioevo con la modernidad a través de la empresa de América, estaban trazadas la ideas directrices de la futura organización política de Indias, ideas que no nos llegaron, como lo creen muchos fascinados por las instituciones sajonas, en el siglo XIX; sino surgidas de aquellas «cartas-pueblas» de las épocas de la lucha de la reconquista contra los moros, en que el fundador de la ciudad, no sólo tenía el mandato fundacional urbano sino que se le ampliaba en forma no muy precisa y definida, a vastas regiones de la jurisdicción otorgada, como así también la facultad de designar el primer gobierno local manifestado en el Ayuntamiento o Cabildo. Estos elementos políticos constitutivos, muy propiamente hispanos -y no las instituciones anglosajonas importadas «a posteriori» por los admiradores de «John Bull»- fueron la materia socio-política que dio lugar a nuestro intercomunalismo histórico, base de nuestro federalismo futuro. Había en esta gestación política un gran sentido pragmático, que muy bien lo señalara nuestro distinguido «magister» Agustín Zapata Gollan cuando dice: «Esos núcleos de población separados entre sí por vastas extensiones de tierras incultas y fragosas, librados a sus propios recursos ya sus propias fuerzas, nacen y se desarrollan con una personalidad característica y fuertemente acentuada en la exaltación de su propia individualidad y de su propio valor».3

Estas realidades seculares constituyeron el diseño socio-político-institucional del ser histórico, existencial, del cual no cabría esperar otra cosa que una organización intercomunalista de los pueblos que evolucionarían forzosamente hacia una estructura de tipo federal.


La mentalidad centralista-unitaria en lo simbólico

Después de largas luchas de los argentinos por imponer el ideario federal de los pueblos interiores, el centralismo autoritario tuvo vigencia mucho mas allá de dictada la Constitución Federal de 1853, mucho más allá de Pavón (1861). Después de 1853, por mucho tiempo tuvimos una fachada federal pero continuábamos en el centralismo.

Este centralismo se dio también en la negación de los símbolos provinciales, en especial las banderas, porque «...atentaban contra la unidad nacional». Tal fue este negativismo absoluto, que prácticamente hasta fines del siglo XX sólo Santa Fe y Entre Ríos llegaron a hacer flamear oficialmente sus banderas provinciales. Recién a partir de esa época algunas provincias comenzaron a darse bandera por ley de sus Legislaturas o Convenciones Reformadoras Constituyentes. Aún hoy existen poderes de los estados provinciales en que la bandera local no se coloca en las salas de audiencias judiciales; cuán diferente a los tribunales estaduales que respetan la jurisdicción local y no tienen ningún empacho en colocar la bandera del estado particular, como ocurre en los Estados Unidos de Norteamérica donde detrás del estrado del magistrado, o de la corte, además del pabellón nacional también está la del estado local.