Buenos Aires en el centenario /1810-1834
La comuna iniciadora
 
 
Sumario: Napoleón en los comienzos del siglo XIX. — El derecho del mérito y el derecho divino. —La Europa ante Napoleón. — Fuerzas coeficientes que sustentan la transformación política de Suramérica. — Idea general de la revolución del año X. — Antecedentes que la legalizaron. — La comuna de Buenos Aires: singularidad de su iniciativa en el año de 1810. — Fisonomía de sus habitantes. — Perfiles gubernativos y políticos. — La tradición como regla invariable. — Las prohibiciones en materia de comercio. — Prohibiciones relativas a forasteros e inmigrantes.—Despoblación de Buenos Aires. — Como se eludían estas prohibiciones. — Consecuencias del esfuerzo propio de la comuna.— Cuando aparece el pueblo en los litorales del Plata. — El pueblo vencedor después de retomar la Colonia del Sacramento. — El Virrey Vértiz y las milicias de Buenos Aires. — Las providencias del Virrey Loreto para contener la población criolla. — La Metrópoli se apercibe por fin de la importancia de sus colonias del Plata. — Erección de éstas en Virreynato. — Iniciativas del Virrey Vértiz en materia de instrucción. — Notable informe de los Cabildos de Buenos Aires en favor de la creación de colegios de instrucción superior. — El colegio de San Carlos y la revolución de Mayo de 1810. —Homenaje que la posteridad debe todavía al Virrey Vértiz.


En los comienzos del siglo XIX, Napoleón Bonaparte llenaba, por decirlo así, la escena del mundo civilizado. Desde Carlo Magno nadie había gozado como él del privilegio de que los hombres y las cosas se subordinaran a su voluntad absoluta como movidos por un impulso fatal e incontrastable. Francia, Inglaterra, Austria, Prusia, los Estados del Rhin, Rusia, los Estados Italianos, Holanda, Cristianía, sentían el peso de la voluntad de ese hombre extraordinario, que pretendía rehacer el mundo político, persiguiendo ideas propias y trascendentales. A diferencia de Augusto que recompuso su imperio con las conquistas semibárbaras de los procónsules para dominar él, único y absoluto, a pesar de las supuestas delegaciones que contenía su famosa inscripción de Ancyrus, Napoleón subdividió su vasto imperio para sustituir al derecho divino de los reyes el derecho humano del mérito, colocando en los tronos de la Europa gentes de su sangre y de su raza: José, rey de Nápoles; Luis, rey de Holanda; Gerónimo, rey de Westfalia; Murat, gran duque de Berg; Bernadotte, rey de Suecia. Así democratizó el gobierno aun bajo la monarquía absoluta, como lo verificó mucho después la reina Victoria bajo la monarquía moderada. Esta idea había triunfado en Austerlitz y Friedland.

Después de su victoria en Essling, Napoleón había incorporado los Estados Pontificios a la Francia, dejando al Papa la facultad de residir o no en la capital del mundo católico, y declarando que no hacía más que revocar las dádivas que su antecesor Carlo Magno hiciera a los obispos de Roma. El papa era secuestrado de su palacio y conducido rápidamente a Grenoble. La estupenda impresión que estos actos produjeron en Europa, y que quedaba atenuada por la victoria de Wagram, borróse ante el anuncio de que Napoleón había resuelto su divorcio con Josefina, la esposa enamorada, a quien ese hombre rendía cierto culto superticioso porque ella había sido siempre la buena estrella que lo guió hacia sus altos destinos. Todos los gobiernos de Europa, los diplomáticos y los políticos, los influyentes y los intrigantes que figuraban como florones en esas cortes, dedicaron su preferente atención a ese asunto trascendental. —Sajonia, Rusia y Austria principalmente, se disputaron la suerte de llevar al lecho de Napoleón la princesa que debía darle a éste un heredero agnado. Y en la duda de que Napoleón atribuyese a la presencia, al amor y a los consejos de Josefina, el éxito venturoso de sus empresas singulares en Europa, es lo cierto que a partir de la ausencia de esa mujer, que vivirá mientras viva el recuerdo del que en sus mejores días fue su soberbio compañero, comenzaron los errores y los contrastes; las reyertas con el rey Luís de Holanda por las negociaciones de éste con Inglaterra; la ocupación de España; la campaña de Rusia; el inmenso epílogo que alumbraron los rojos resplandores del campo de Waterloo.

Esas fuerzas coeficientes que se chocaban para eliminarse en Europa, sustentaron por la propia gravitación de los sucesos, la grande transformación que a poco se operó en el nuevo mundo. Fue la Inglaterra, alma y nervio de las coaliciones contra Napoleón, la que después de poner a éste en el caso de tomar represalias como la del bloqueo continental, autorizó o consintió que sus armas y banderas atravesasen del Cabo de Buena Esperanza para tomar a Buenos Aires. Inglaterra obtuvo la precaria posesión de esta plaza, pero inició a los nativos en el conocimiento de su propia fuerza y en las ideas y libertades que fecundaron a poco. Fue Napoleón quien al ocupar la Península Española para prolongar su imperio en cabeza de su hermano y proclamar la caducidad de los Borbones, rompió, sin pensarlo, el vínculo que unía a las colonias suramericanas con su monarca, colocándolas en circunstancias de que organizasen su gobierno propio, de acuerdo con los principios del derecho español y a semejanza de las comunas de Sevilla y de Cádiz (1).

Si: esta grande evolución sociológica que partió de la ciudad de Buenos Aires y se irradió en medio continente, fue la consagración moderna del principio humanitario que inspiró la antigua legislación de la madre patria, y a favor del cual se habían sucedido bellos días para la libertad en épocas en que el resto del mundo apenas si sabía acariciar las promesas halagüeñas de Tácito o las aspiraciones generosas de Cicerón.

Tres siglos antes que Franklin, con la sublime sencillez del honrado, declárase que la Constitución de los Estados Unidos era nada más que el derecho humano incrustado en la ley, las comunas españolas de los reinos de Castilla y de Aragón habían hecho práctico en cabeza de cada ciudadano, el principio de que los derechos que se refieren a la seguridad, a la libertad y a la acción del individuo, son atributos originarios, inherentes al propio derecho a la vida; y que los poderes públicos no pueden legislar sobre ellos sino con el exclusivo objeto de garantizarlos en beneficio de todos. Y las resoluciones de las comunidades de Castilla a que dio sanción el rey ciudadano Don Alfonso, y el famoso Privilegio otorgado al pueblo por el gran rey Don Pedro de Aragón, más de un siglo antes que el rey Juan otorgase a los nobles ingleses la Magna Charta, son gloriosísimos antecedentes de la libertad que tres siglos después fecundaron en los senos generosos de la tierra suramericana. Carlos V pudo reasumir en sus manos toda la autoridad de la nación, fundando un despotismo deslumbrador que resistió a los embates de tres siglos, como lo observa Motley. Pero la sangre de Padilla y de Lanuza, derramada en generosa lid, a través del tiempo, fue el símbolo de las gloriosas tradiciones de la libertad; y ni Felipe II, ni los demás monarcas absolutos, pudieron dominar la' acción militante de las comunas españolas, consagrada en nombre de un derecho cuya legitimidad era para el individuo tan evidente como el derecho a la vida.

Por todo esto, es, que con mejor razón que la que movía a Burke y a Pitt a declarar en el Parlamento inglés, que los norteamericanos se insurreccionaban en nombre del propio derecho inglés que manda que el pueblo que paga impuestos debe votarlos, los antiguos colonos del Río de la Plata pudieron decir que la revolución americana que partió de la comuna de Buenos Aires el 25 de Mayo de 1810, se hizo en nombre del viejo, del libérrimo derecho español que consagraba el principio que el pueblo congregado en cabildo era una fuerza cogobernante con la corona. Este principio fue, precisamente, el que se invocó para dar ser y legalizar el movimiento. La revolución del 25 de Mayo de 1810, fue un movimiento municipal en el cual se encontraron frente a frente el derecho de la corona y el derecho comunal o sea del cabildo. El virrey alegó las prerrogativas de la monarquía; el pueblo alegó su derecho imprescriptible a darse autoridades propias, en virtud de la caducidad del monarca, y en la misma forma en que habían procedido las comunas de Sevilla, Cádiz y otras de la Península, y la fuerza cívica apoyó las decisiones del cabildo abierto que, con arreglo a la vieja legislación española, ejercitaba en esos momentos sus funciones soberanas.

Lo demás lo decidieron las aspiraciones de un pueblo nuevo, lanzado por sus esfuerzos propios tras los poderosos estímulos de una libertad cuyos ecos partían de la llanura inmensa y fértil, pero despoblada y yerma; de sus ríos cuya orilla no alcanzaba la mirada, o que se extendían formando delta más grande que el del Nilo, pero cuyos senos no se conmovían por los alientos del vapor que fuese dejando el surco de la civilización; de sus pequeños centros que vegetaban mustios, como un espejismo de las expediciones incanas; de todos los puntos y de todas las alturas adonde menester era llevar los influjos del progreso europeo, para que, desenvolviéndose esas fuerzas propias, la libertad y el bienestar tuviesen el sello moderno de las satisfacciones sentidas en cabeza de todos, y poder decir algún día, con el orgullo de la sangre, que el hecho singularísimo de la madre patria de abrir un mundo nuevo a la civilización, había sido continuado por los hijos llamando con la libertad a los hombres trabajadores de todos los puntos del globo, y perpetuando por los siglos, en medio continente de repúblicas, la hermosa lengua castellana.

El principio humanitario de la libertad aplicado a las exigencias del progreso que pudiera levantar por la virtud y el trabajo a los últimos a la altura de los primeros, fue como el numen de la revolución del año X; y él inspiró a los políticos, templó la lira de los poetas, resonó en las bóvedas de los templos, por boca de los más reputados eclesiásticos, vinculando los incontrastables influjos de la mujer, despertando los impulsos del patriotismo, inflamando el corazón de las muchedumbres; y en los consejos, y en las iglesias, y en los hogares, y en las calles, y en los caminos, repercutía el grande eco de la patria en la hora de su despertar, conducido en alas del pampero revolucionario a través de las dilatadas llanuras y de las altas montañas.

De lo dicho se induce que el movimiento del 25 de Mayo de 1810, a pesar de ser esencialmente municipal, alimentaba el propósito trascendental de emancipar a las colonias de la antigua metrópoli. El surgió con la revolución misma. Así lo proclamaban los patriotas iniciadores en las reuniones en casa de Darragueira y de Rodríguez Peña. Y como la ciudad de Buenos Aires preparó e hizo estallar ese movimiento con sus elementos propios, no tuvo ni podía tener ramificaciones con el resto del territorio del Virreynato, donde la política y la sociabilidad se circunscribían a la obediencia pasiva a la monarquía absoluta y a los representantes de la autoridad del monarca. Y tan así es, que lo primero que hizo fue armar una expedición para que anunciase e hiciera triunfar la revolución en las provincias del interior.

Es singular en la historia esta iniciativa de una ciudad aislada de su desierto territorio, adonde no llegaban, sino secretamente, los estímulos de la civilización, y que fiada más en la virtud de una revolución que en los recursos para hacerla triunfar, produce por sí y ante sí un estallido político que lleva en su entraña la transformación de medio continente. Vale la pena bosquejar la fisonomía de la comuna que realizó por su propio esfuerzo esa empresa de la que deriva la existencia de las repúblicas suramericanas.

La escasa población de la ciudad y territorio de Buenos Aires, hasta mediados del siglo XVII, participaba de la idiosincrasia peninsular de todas las colonias suramericanas. Los hombres no se movían por el propio impulso, sino por el impulso paternal de la corona que los comprendía por derecho privilegiado. Honestos, sobrios y devotos, vivían apegados a la tradición política y religiosa, sin que perturbase su ánimo ninguna idea extraña al preceptismo que tal tradición reclamaba invariablemente. Sí; la característica resaltante del período colonial fue la política de prohibiciones y de enclaustramiento que España mantenía inalterable en sus posesiones del Río de la Plata. Y estas eran las más alejadas del vasto imperio que consolidó Carlos V; las más abyectas; donde los conquistadores no habían encontrado ni vestigios de civilizaciones análogas a las que encontraron en los viejos imperios de México y el Perú.

Los pocos escritores argentinos que han estudiado ese período, consideran aquel hecho como resultante lógico de los principios de gobierno encarnados de siglos atrás en la metrópoli. Es lo cierto que, en materia de gobierno y política económica, como en materia de religión y sociabilidad, el antecedente primaba sobre toda otra consideración o conveniencia. Al través del tiempo, Felipe II revivía desde su panteón del Escorial en todos los actos de gobierno. Así como la potestad civil cometía funciones judiciales al Santo Tribunal de la Inquisición, para extirpar de la individualidad humana hasta el asomo de la libertad de pensar, las leyes de Indias, reaccionando cruelmente contra las libérrimas leyes de Partida que fueron el más bello florón de los reinos de Castilla y de Aragón, reproducían de año en año disposiciones tendientes a conservar el colono siervo y aislado del resto del mundo, como un condenado a perpetuo presidio político.

En materia de tradiciones, Inglaterra no le iba en zaga a España, con la diferencia de que la primera conducía libertades y progresos a donde dirigía sus banderas, y la segunda veía en esta corriente humanitaria del pensamiento, novedades que podían amenazar su predominio en las colonias. Y la tradición encontraba fuertes asideros en estos temores para vigorizar el sistema de las prohibiciones en materia de comercio y de población. Por excepción sé permitió, en contadas ocasiones, a las provincias del norte, cambiar sus producciones en el Perú. Pero las producciones del vasto y fértil territorio de Buenos Aires estaban condenadas a no servir más que a las míseras exigencias del consumo. Fue necesario que las guerras y los bloqueos de Holanda, de Inglaterra y de Francia produjesen verdaderas escaseces en la península y sus colonias, para que la corona permitiese extraer cereales de Buenos Aires; y esto mientras lo creyó indispensable. El trigo y el maíz sé podrían en Buenos Aires por falta de aplicación y de salida. Y por la misma razón los ganados se habían reproducido en proporciones tales, que se estableció la industria de la matanza por el interés del cuero y de la grasa (2). No existían mayores transacciones que las muy pobres que se verificaban en las casas de contratación de Cádiz y de Sevilla, acaparando el metal precioso, a cambio de los artículos que era permitido introducir en las colonias. El comercio con extranjeros estaba proscripto: que ya en tiempo del rey don Felipe III, uno de sus consejeros, don Damián de Olivares, decía que ello era «un arbitrio del mismo demonio para destruir un reino que Dios ha mantenido tan católico» (3).

Las cédulas reales (año de 1612 y 1622) castigaban hasta con la pena de muerte a los que favoreciesen, sin licencia superior, la introducción de forasteros e inmigrantes en Buenos Aires. Como era lógico, la despoblación se produjo en proporciones alarmantes. Se sintió la falta de brazos hasta para los trabajos más indispensables, pues los indios huían a los desiertos o eran siervos en el Paraguay. El cabildo de Buenos Aires representó sobre estos inconvenientes, y la corona permitió introducir algunas encomiendas de negros de Guinea y de Angola. Pero este refuerzo se diseminó en las campañas, y, al favor del medio, se entremezcló con los indios. La población de Buenos Aires, tan estacionaria se mantuvo desde principios del siglo XVII, que todavía en el último tercio del siglo siguiente, don Félix de Azara le representaba al rey de España que, con treinta mil habitantes en esas campañas, para que matasen ganados y recogiesen cueros, podía recibir la corona una renta superior a la que le habían dado hasta entonces las minas del Perú. En el año de 1664, apenas existían mil doscientos habitantes en la ciudad, chacras y estancias de Buenos Aires; cifra que se comprueba por el censo que se levantó ese mismo año, y que consignó uno de los escritores más autorizados respecto de la época colonial (4). Este era el progreso de ochenta y seis años en aquella época Tan sentida era la decadencia de Buenos Aires, que el presidente de la Audiencia de esa ciudad, don José Martínez de Salazar, representó a la corona sobre la conveniencia de suavizar las prohibiciones en materia de comercio y de admisión de extranjeros. Cinco años después, en 1669, la corona, por nueva providencia contra el mal que se apuntaba, ordenó que se mirase «con todo cuidado por la conservación y aumento de los reinos, manteniéndolos en buen gobierno y justicia» (5).

La obra que los monarcas y sus consejeros habrían podido realizar en beneficio propio, comenzaron a realizarla los nativos de acuerdo con los extranjeros y en beneficio de la comunidad. Los navíos que comerciaban con las posesiones portuguesas echaban en las costas del río aventureros audaces que «o se escondían en la ciudad (Buenos Aires) o se iban a retraer en las chacras y en las estancias»; según lo denunciaba un empleado superior de la corona. Simultáneamente introducían de contrabando mercaderías de toda especie, y, lo que era más desesperante para los oficiales del rey, libros y novedades, todo lo cual engendraba ideas, aspiraciones y necesidades hasta entonces ignotas. Ellas tomaron cuerpo con el tiempo, al favor del ambiente en que se confundía la sangre de los españoles y de los portugueses aventureros con la sangre de los indios y de los negros, surgiendo una raza viril, enérgica y altiva que, en su desamparo, no podía menos que fiar su suerte a la virtud de sus propios esfuerzos.

De hecho las colonias del Río de la Plata, debían llenar sus necesidades con los recursos que extrajesen de las pobres industrias rurales que atacaban. En compensación, recibían los influjos civilizadores que el absolutismo metropolitano no podía contener, y que provenían de las naciones que vislumbraban en tan vastos y fértiles territorios grandes mercados para su comercio. No era, pues, extraño que esas colonias presentaran, con el tiempo, verdaderas sorpresas, tanto a sus habitantes como a los inflexibles consejeros de la corona.

Puede decirse que la invasión que en el año de 1652 trajeron los Portugueses sobre las Misiones, fue el signo de la existencia del pueblo en los litorales del Plata; pues fueron los naturales quienes, conduciendo a los indios guaraníes, desbarataron la invasión. El famoso conflicto suscitado en el año de 1721 entre el gobierno nombrado por el rey, y el cabildo de la Asunción, dio origen a la memorable lucha de las comunas en la que el pueblo de esa ciudad y el de Corrientes lucharon por los fueros de sus cabildos, siendo necesario ahogar en sangre generosa esas reivindicaciones justas hasta del punto de vista de los principios del viejo derecho español (6).

Por esa época, las tendencias y las altiveces de los naturales de Buenos Aires, se exteriorizaron elocuentemente con motivo de la composición de los cabildos. La población escasa, pero turbulenta, exigente y agresiva, llegó a poner en jaque a los altos dignatarios del rey, a punto que éstos representaron que era indispensable aumentarla con españoles peninsulares, para poder cohonestar el influjo de los criollos en los asuntos de la comuna. Y los Portugueses, una vez más, dieron margen a que se revelase, en mayores proporciones, la entidad popular, con su idiosincrasia propia, en los litorales del Plata. Fue con motivo de haber el virrey de Lima ordenado al gobierno de Buenos Aires que retomase la Colonia del Sacramento que el Portugal había ocupado. Don Pedro de Ceballos, careciendo de elementos peninsulares para organizar tal expedición, echó mano de los criollos; por manera que fueron las milicias de Buenos Aires, de Santa Fe, de Entre Ríos y de Corrientes, las que desalojaron de aquella plaza al invasor (7).

El virrey Vértiz, tan progresista administrador como sutil observador del medio en que le tocó actuar, estudió las condiciones y cualidades de estas milicias que tan importante papel debían desempeñar después, haciendo notar la capacidad con que se adaptaban al servicio militar, en fuerza de su afición a batirse, y su resistencia a permanecer bajo las banderas y la obediencia del rey. Véase cómo describe al criollo inquieto, belicoso, y se diría, al futuro revolucionario: «En el año de 1771, con motivo de los recelos de guerra, las milicias del pago de la Magdalena, se impusieron perfectamente en las evoluciones de la caballería, manifestando su aprovechamiento en la plaza pública de esta ciudad con general aplauso de los inteligentes. Esto se lograría siempre que por algún tiempo se pudieran unir estas milicias, pues su continuado ejercicio a caballo, que manejan con desembarazo y destreza, les facilita su instrucción. Pero aborrecen la sujeción, la obediencia y disciplina; son propensas al complot y rebelión, y siendo de naturaleza vagante, mudan con facilidad de domicilio. En campaña se desertan, llevándose el vestuario, las armas, y a veces, la caballada, por la facilidad que encuentran de subsistir en los campos» (8). Y es digno de notarse que, no obstante estas circunstancias, Vértiz, al dar cuenta de las providencias que tomó en el año de 1779, con motivo de la declaración de guerra a Inglaterra, manifiesta que esas milicias concurrieron entusiastas en gran número a defender el suelo que se creía amenazado.

Y tan sugerente como este hecho es el que anuncia el Marqués de Loreto, sucesor de Vértiz, en sus Providencias generales de Gobierno y Policía, al referirse a los medios de que tienen que valerse las autoridades peninsulares para contener el incremento e influjo de la población criolla, cuyas condiciones de vida y cuyas tendencias constituyen un peligro para los principios de orden establecidos en un territorio cuyas industrias florecerían si los brazos existentes se dedicasen a atacarlas; y «donde los obrajes de mano son escasísimos, llegándose el caso de que las herraduras para un caballo, costaban más que el caballo mismo» (9).

En fuerza de las representaciones y de los informes de los funcionarios de la corona, apercibióse por fin la metrópoli de la relativa importancia que, por la acción fatal del tiempo y las peculiaridades del ambiente, habían adquirido las colonias de los litorales del Plata en el último tercio del siglo XVIII. Si se puede fijar reglas de criterio partiendo de los principios que en esa misma época informaban la política colonial de Inglaterra y Portugal, por ejemplo, es fuera de duda que las más elementales conveniencias de España exigían que estimulase el desenvolvimiento de sus colonias, con medidas de gobierno que tendiesen a levantar la condición servil a que los criollos estaban relegados, y a suavizar el rigorismo con que se condenaban a perpetua pérdida los productos valiosísimos de las campañas, que era lo que constituía la riqueza local. Pero los consejeros de la Corona pensaban que lo esencial era defender a esos territorios de la codicia del Portugal y de la Inglaterra; y que el buen gobierno consistía en mantenerlos enclaustrados civil y políticamente, fuera del alcance de influencias extrañas que la Metrópoli debía siempre conceptuar como novedades perniciosas.

Para vigorizar este imperialismo colonial, el rey de España erigió (1776) en Virreynato a las provincias del Río de la Plata; siendo ésta la novedad de mayor bulto que se produjo en esa época. Y no fue poca suerte para las dichas colonias la designación de virrey que recayó en don Juan José de Vértiz y Salcedo, americano imbuido en ideas humanitarias y generosas. Cuando era solamente gobernador de Buenos Aires, apeló a los sentimientos levantados del rey don Carlos III, proponiéndole aplicar los bienes que habían poseído los padres de la Compañía de Jesús (cuya expulsión decretó ese monarca) al «establecimiento de escuelas y estudios generales para la enseñanza y educación de la juventud». Tal propuesta, por entonces rara y atrevida, fue pasada en 16 de Noviembre de 1771 a informe de los cabildos secular y eclesiástico. Estas corporaciones se pronunciaron de conformidad, aconsejando, entre otras medidas, la creación de un colegio consistorio o Carolino, como tributo de reconocimiento al monarca que lo concedió (10).

Y pues se trata de los perfiles fisionómicos de la comuna de Buenos Aires, no está demás consignar aquí algunos conceptos del notable informe del cabildo de esa ciudad, los cuales son, por otra parte, muy poco conocidos. Observa que la difusión de los conocimientos está reservada a las universidades de Lima, de Chuquisaca y de Córdoba, «tan distantes que imposibilitan la enseñanza de los patricios de los litorales del Plata; siendo innumerables los que necesitan de tal auxilio para su propio bien y para las funciones del gobierno». Se extiende en los beneficios de la instrucción y agrega: «Será para gloria de S. M., pues lo es dominar unos nacionales que, a más de ser ilustres por su lealtad, lo sean por la sabiduría, que si el cielo hizo a S. M. uno de los mayores monarcas del universo, así por la extensión como por la naturaleza de sus dominios, sería desde luego limitado y menos brillante a no abrazar la dominación innumerables hombres verdaderamente literatos, que es propiamente el distintivo de la nacionalidad y la más noble parte del humano compuesto». Y levantando la nota humanitaria, concluye el informe de esta manera: «El examen de las acciones civiles y políticas es, como efecto de la instrucción de los espíritus que, como un hermoso teatro, representan sus operaciones y ejercitan sus fuerzas en la más noble lid, porque la destreza y pulso en la expedición de los negocios, la prudencia y penetración política, y en resumen, todo lo que ilustra a la patria y a los ciudadanos, debe su origen o su incremento a la cultura de las ciencias. Gobernado rectamente el público, cultivadas las gentes, confundida la ignorancia, propagando el Evangelio y llenas las familias de realces y comodidades, son necesarios resultados del establecimiento de generales estudios» (11).

Cuando Vértiz fue ascendido a virrey, uno de sus primeros cuidados fue reorganizar el nuevo establecimiento de San Carlos «por ser éste, no sólo conveniente a muchos fines públicos que se aseguran con la buena educación del ciudadano, sino aun necesario en esta capital, para refrenar los desaciertos de la primera edad y recoger su juventud dotada generalmente de claros entendimientos» (12). La enseñanza del colegio de San Carlos, aunque estuviese encuadrada en el preceptismo religioso dominante, constituía un progreso en esos tiempos en que la libre entrada de un libro nuevo, o de un conocimiento útil, o de una novedad científica, era más raro que la caída de un aerolito. Así y todo, pues, resultaba de un pesimismo exagerado el juicio del peninsular García del Río cuando, al referirse a la instrucción pública en América, afirmaba que «los colegios no eran en rigor otra cosa que seminarios eclesiásticos, donde los jóvenes educandos perdían su tiempo para todo lo útil y estaban sujetos a demasiadas prácticas religiosas» (13). Lo esencial era difundir la instrucción donde no la había. Lo demás vendría por la propia virtud de la idea, como quiera que al través de las ideas que contiene un libro, la mente, relativamente cultivada, alcanza otras que hasta entonces habían pasado desapercibidas. El libro, además del caudal efectivo que presenta a la vista, contiene siempre ese secreto con el que dan los espíritus donde se agitan concepciones propias. Y la semilla fecundó prodigiosamente en tierra generosa. En el colegio carolino o de San Carlos se educaron, en la casi totalidad, los jóvenes que por su esfuerzo operaron la transformación del 25 de Mayo de 1810: Saavedra, Castelli, Belgrano, Rivadavia, Vieytes, García, Darragueira, Guido, Anchorena, López, Roxas, Zavaleta, Tagle, Agüero, etc., etc. Este hecho es muy sugerente. Y tanto, que si la justicia póstuma ha de discernirse inflexible —lo que no siempre permite en estos tiempos la vanagloria humana— don Juan José de Vértiz , fundador de ese colegio y de la primera y fecunda imprenta de Niños Expósitos, que comenzó por difundir vidas de santos y llegó a publicar y difundir la traducción que del Contrato Social trabajó don Mariano Moreno, merecería un homenaje de reconocimiento cuando el pueblo argentino celebre en paz y libertad el centenario de aquel grande día, a partir del cual se abrió una vida nueva para Suramérica, donde hoy convergen las corrientes del mundo civilizado, radicando progresos y transformaciones que cantarán nuestros remotos descendientes en la lengua de nuestros abuelos.