Buenos Aires en el centenario /1810-1834
El Congreso y la Provincia (1824—1827)
 
 
Sumario: Propósitos orgánicos de Rivadavia. — Invitación a las Provincias para que envíen sus Diputados al Congreso: términos llamativos de la circular de Rivadavia. — Instalación del Congreso de las Provincias Unidas; notable comunicación del gobierno de Buenos Aires: las libertades políticas y económicas que informan la política de este gobierno. — Motivos que deciden al Brasil a declarar la guerra a las Provincias Unidas. — Invasión que prepara el Imperio sobre la costa sur de Buenos Aires: comisión que el gobernador Las Meras confía al coronel Juan Manuel Rozas. — Cómo la desempeña este jefe. — Contraste de los imperiales en la Bahía Blanca y Patagones. — El Congreso designa a don Bernardino Rivadavia Presidente de las Provincias Unidas: el mensaje del Presidente sobre capital de las Provincias Unidas. — Resistencias que subleva este proyecto: Memorial de los hacendados y de las campañas de Buenos Aires que presenta Rozas en contra de tal proyecto; sanción del proyecto. — Nuevas y profundas resistencias que subleva la adopción del régimen unitario de gobierno: algunas Provincias retiran sus diputados. — El coronel Dorrego y los dirigentes de las Provincias. — Renuncia del Presidente Rivadavia: la ley que restituye a la provincia de Buenos Aires sus instituciones. — Disolución del Congreso de las Provincias Unidas; impresión póstuma del que fue su Presidente. — Reasunción de la soberanía de Buenos Aires: la Legislatura nombra Gobernador de la Provincia al coronel Dorrego y las Provincias de la Unión lo invisten con las facultades del Ejecutivo Nacional: nuevo prospecto político.


Mientras se desenvolvían los sucesos de que da cuenta el capítulo anterior, don Bernardino Rivadavia se había puesto al habla con los principales hombres de las provincias, para promover la unión constitucional argentina, como la necesidad suprema del tiempo, a la cual debían subordinarse las divergencias que derivasen del modo de realizaría. Cuando alentado por su optimismo grandioso creyó allanados los obstáculos que provenían del fracaso de las tentativas anteriores a base de un plan político preconcebido, Rivadavia declaró a la Legislatura de Buenos Aires que era llegado el momento de reunir el Congreso de las Provincias Unidas, y que al efecto el Poder Ejecutivo diputaría cerca de ellas una comisión de argentinos notables (1).

En consecuencia, y de acuerdo con la ley de 27 de Febrero de 1824 (2), Rivadavia invitó oficialmente a las provincias a reunir, lo más pronto posible, la representación nacional en el punto en que la mayoría de ellas designase. En esta circular, digna de mención por más de un concepto, Rivadavia expresa los anhelos de la provincia de Buenos Aires por la organización nacional, cuya realización reclamaba el patriotismo de todos; tanto más cuanto que, por entonces, la independencia argentina era todavía una aspiración que apenas si contaba con el apoyo que quisiere prestarle la Inglaterra. Por eso Rivadavia, al dar cuenta a las provincias de que en la Capital había sido reconocido Sir Woodbine Parish en el carácter de cónsul general de Su Majestad Británica, acentuaba este suceso importante e inicial de una nueva política diplomática, con estas palabras: «el aspecto que la cuestión de América ofrece en Europa, principalmente en Inglaterra, donde, según todas las noticias que se reciben, aquella cuestión debe definitivamente resolverse de un modo favorable a la independencia, no reconociendo más motivo la demora que el interés que la misma Inglaterra manifiesta porque la España encabece el reconocimiento, de lo que, según todos, no parece hallarse distante; y las indicaciones bastantemente expresivas que el que firma ha recibido del expresado cónsul general, con relación a la probabilidad de que por instantes aparezca resuelta esta importante cuestión, todo esto aumenta la necesidad de que los pueblos se apresuren a reinstalar el cuerpo nacional, que es el que únicamente podrá entrar en las relaciones a que darán motivo esas mismas transacciones de que los gabinetes se ocupan en Europa con relación a América, y que hará desvanecer la idea poco favorable que se tiene de este territorio, por el aislamiento de que aun no salen estos pueblos... » (3).

En estas circunstancias regresaba (Abril de 1824) de Río Janeiro el enviado del Gobierno de Buenos Aires con la nueva de que e! Brasil se negaba a devolver la provincia oriental, y entre la indignación que produjo este fracaso diplomático y los trabajos que se hacían para declarar inmediatamente la guerra al imperio, el general Las Heras subía al gobierno de Buenos Aires (9 de Mayo de 1824) en pos del general Rodríguez que era el primer gobernador —y sea dicho en honor de su memoria— que trasmitía en paz el mando de la provincia después de haberlo ejercido por todo el término de la ley (4); Rivadavia se dirigía en misión diplomática cerca de las cortes de Londres y de París; y, de acuerdo con el voto que emitieron las provincias, el Congreso General Constituyente se instaló con gran pompa en la ciudad de Buenos Aires el 16 de Diciembre de 1824(5). En tal solemnidad leyóse una comunicación notable por las ideas adelantadas y los conceptos elevados que caracterizaban la acción y. los escritos de su autor, el doctor Manuel José García, ministro del gobernador Las Heras y que podía, a bien ganado y justo título, interpretar en tan digno documento las aspiraciones y votos de la provincia de Buenos Aires. Al saludar el gran día en que se reúnen los representantes de las Provincias Unidas del Río de la Plata, les recuerda que si los arredra las dificultades del presente, advertirán que pueden aprovechar con ventaja de la experiencia adquirida en las propias desgracias pasadas y en el poder invencible del tiempo. «Este viejo amigo de la santa verdad, agrega, parece haber renovado sus alas y sus armas en la gran lucha, a que asistimos, del género humano contra sus opresores. Que la verdad aparezca; y los que despotizan a nombre del cielo o a nombre del pueblo, serán conocidos. Desde que lo sean, la libertad triunfa y el pacto de unión está formado. El subsistirá inalterable si así lo dicta la razón pública; porque la razón basta a todo cuando los hombres gozan plenamente en la sociedad del derecho de examen y de la libertad de pensar.»

Y al referirse a los principios que han informado la política del gobierno de Buenos Aires desde el año de 1820, en lo tocante a la reorganización nacional y a sus relaciones con las naciones extranjeras, el documento asienta los siguientes votos como una satisfacción para despejar las sospechas de los que fundadamente suponían a los hombres públicos de entonces propósitos de fundar una monarquía en el Río de la Plata en cabeza de un príncipe europeo (6): «... soto los intereses generales pueden servir de vínculo a la unión de las provincias: autoridades fundadas en prestigios pudieron nacer en épocas de barbarie y pueden subsistir todavía en pueblos civilizados, porque los intereses personales aglomerados sucesivamente y consolidados en grandes masas, por el tiempo llegan a hacerse nacionales. Pero crear hoy de nuevo una autoridad sobre semejante base, es por fortuna tan imposible como el hacer que pase en un solo día la historia de muchos siglos. Ningún ejemplo podrá inducirnos a preferir, como mejor medio de gobierno, las superioridades falsas que nacen de los privilegios, a las superioridades reales que vienen del mérito personal». Y véase cómo estimula los patrióticos anhelos del Congreso con los bienes que propiciaría la aplicación de los más adelantados principios de la ciencia social: «Vosotros, que sin tener, como las naciones viejas, motivo que os impida a aprovecharos plenamente de los adelantamientos de la ciencia social, os sentís urgidos a aplicar a esta tierra nueva el instrumento más poderoso que se conozca para poblarla y enriquecerla, estáis también en la feliz amplitud de establecer una ley que se registrará un día en el código de las naciones: al lado de la seguridad individual, de la libertad del pensamiento, de la inviolabilidad de las propiedades, de la igualdad ante la ley, poned, señor, la libre concurrencia de la industria de todos los hombres en el territorio de las Provincias Unidas: esta ley será una consecuencia de los derechos del hombre en sociedad» (7).

El Congreso había confiado provisoriamente las funciones del Ejecutivo Nacional al gobernador de Buenos Aires, cuando el general don Juan Antonio Lavalleja, al frente de un grupo de oficiales y soldados penetró en territorio oriental con el propósito de arrojar de allí a los brasileños. Este hecho, el voto emitido por la asamblea de la Florida reunida por los auspicios de Lavalleja, de que la provincia oriental formaba parte integrante de las Provincias Unidas del Río de la Plata, y la incorporación de los diputados uruguayos al Congreso Argentino, determinaron al imperio del Brasil a declarar por bando de 10 de Diciembre de 1825 la guerra a las dicha provincias, ordenando que « por mar y por tierra se les haga toda clase de hostilidades posibles, autorizando el corso y el armamento que quieran emprender sus súbditos contra aquella nación...»

Inmediatamente el Imperio del Brasil reforzó sus tropas en el Estado Oriental, las guarniciones de la Colonia y de Martín García, y declaró bloqueados todos los puertos de las Provincias Unidas, dominando los ríos de la Plata, Uruguay y Paraná con una escuadra poderosa. Al mismo tiempo preparaba una invasión por la costa sur de Buenos Aires, trabajando en su favor el ánimo de algunos caciques de los indios que permanecían en son de guerra desde la última expedición del gobernador Rodríguez. Apercibido de ello el gobierno del general Las Heras, se apresuró a conjurar ese doble peligro que podría reducir el territorio de Buenos Aires a extremos muy difíciles. Al efecto, el ministro García llamó al coronel don Juan Manuel de Rozas y le manifestó que el Gobierno tenía las pruebas de que los imperiales querían apoderarse de Bahía Blanca y de Patagones, para concitar a los indios a que penetrasen en Buenos Aires y obligar al Gobierno a distraer hombres y recursos. Que en vista de esto se trasladase a la costa sur, se valiese de su influencia con los caciques para impedir que se aliasen con los imperiales y pusiese en estado de defensa esos dos puntos amenazados (8). Esta comisión era tan importante como urgente, pues las autoridades de Patagones acababan de apresar a cuatro oficiales imperiales que habían bajado de una corbeta imperial surta en ese puerto (9).

Rozas invitó a los caciques pampas, tehuelches y ranqueles a un gran parlamento que tendría Jugar más allá del Tandil, y muy principalmente a los caciques Chañil, Cachuí y Linean, que se obstinaban hasta entonces en no aceptar arreglos. El parlamento tuvo lugar con asistencia de los caciques nombrados, bajo la fe del compromiso que Rozas contrajo de que se cumpliría lo que se estipulase. Rozas se dirigió solo a las tolderías de los indios y arregló allí la fijación de la línea de frontera, comprometiéndose aquéllos a permanecer en paz con el Gobierno y dándoles algún ganado y algunos víveres. Seguro de que estos caciques no moverían sus toldos (que no los movieron durante la guerra con el Brasil), Rozas se contrajo a defender los puntos amenazados. Engrosó con 200 hombres los piquetes de voluntarios y blandengues que al mando del capitán Molina guarnecían Patagones; reforzó la batería de la costa con cuatro cañones bien dotados; situó cerca de ese punto varios toldos de indios amigos, y puso todas estas fuerzas a las órdenes del coronel Francisco Sosa. Con éstas y con las que comandaba el coronel Estomba en Bahía Blanca, era difícil que los imperiales pudieran obtener ventajas en aquella costa, lejana entonces (10).

Antes por el contrario, los imperiales sufrieron un ruidoso fracaso. Durante la noche desembarcaron 700 hombres en la costa entre Bahía Blanca y Patagones con el intento de sorprender la guarnición de este ultimo punto. Sintiólos el comandante Luis Molina, antiguo soldado del Libertador San Martín y hombre de valor entre los indios, como que a sus aventuras en la vida del desierto unía la circunstancia de ser casado con la hija del cacique Neukopan, uno de los que Ramos Mexía había reducido en Kaquel. Este y el coronel Sosa diseminaron sus fuerzas formando un extenso semicírculo en la costa escarpada y crespa de totorales, cangrejales, etc., y antes de venir el día prendiéronle fuego al campo. Los imperiales fueron presa de las llamas, y los que de éstas salvaron, o murieron a manos de los republicanos o fueron hechos prisioneros. El capitán don Juan Bautista Thorne completó este triunfo apoderándose con su pequeño barco de la corbeta icapavarí, cuya tripulación había bajado a tierra para asegurar más el éxito de la invasión (11).

En el decurso de las operaciones de la guerra, el general Las Heras renunció el encargo nacional que desempeñaba. El Congreso, sin haber sancionado la constitución y, por consiguiente, sin saber a qué atenerse respecto de las atribuciones, duración, etc., etc., del Poder Ejecutivo, creó este poder con carácter de permanente, por ley de 6 de Febrero de 1826, y nombró a don Bernardino Rivadavia presidente de las Provincias Unidas. Al recibirse del mando, el día 8 de Febrero, Rivadavia declaró que retrogradaría la organización nacional si no se daba «a todos los pueblos una cabeza, un punto sobre el que todos se apoyen, y al efecto, es preciso que todo lo que forme la capital sea esencialmente nacional» (12).

El nuevo presidente, sin pérdida de tiempo elevó al Congreso, el día 9, un proyecto por el cual se declaraba la ciudad de Buenos Aires y sus suburbios capital de las Provincias Unidas, y se mandaba organizar una provincia en el territorio restante. El espíritu menos prevenido advierte desde luego que tal proyecto era una verdadera excentricidad, pues el Congreso, aun en el doble carácter de constituyente y de legislativo con que actuaba, no tenía otra facultad para desmembrar una provincia que la que arbitrariamente se atribuyera a sí mismo con ese objeto. Era además inoportuno e impolítico porque, conocidas como eran las ideas de Rivadavia respecto de la organización nacional, debía de aumentar las resistencias que campeaban airadas, en circunstancias de guerra, cuando el Gobierno era el más interesado en acallarlas. Era —del punto de vista de la ley y de los principios,— completamente lírico, porque si las provincias argentinas, en virtud de su soberanía y de su relativa independencia las unas de las otras, se habían reservado el derecho de examinar la constitución que diere el Congreso y aceptarla o rechazarla, según rezaban las instrucciones dadas a sus respectivos diputados, muy bien podía la de Buenos Aires rechazar el cercenamiento de su territorio, que el Congreso sancionaba antes de haber dado la Constitución.

El proyecto de capitalización encontró en la mayoría de la provincia de Buenos Aires resistencias tanto más profundas cuanto que los unitarios del año de 1826, llevados de la ilusión grandiosa de que la opinión del país se inclinaría ante la del Congreso, y fieros del prestigio del talento por el cual brillaban en este cuerpo, pensaba que no había menester de arbitrios semejantes al del año de 1862, cuando se estableció en la misma ciudad la capital provisoria, coexistiendo las autoridades nacionales y provinciales; o al del año 1867, cuando el Gobierno Nacional restituyó la jurisdicción que ejercía en la ciudad y ésta siguió siendo mera residencia de aquél hasta el año de 1880, en que la cosa se resolvió por medios más coercitivos que antaño, como se verá en el lugar oportuno de este trabajo. La ramificación ilustrada y dirigente del partido federal a cuyo frente se encontraban hombres como los Anchorena, García Züñiga, Maza, Arana, Dorrego, Moreno, Terrero, Rozas y otros, enfilaron su prensa contra el proyecto sobre capital. La masa popular se lanzó en la fácil corriente de una oposición turbulenta que se aproximaba a la demagogia y cuyos ecos llegaban al recinto del Congreso. Las campañas se pronunciaron en el mismo sentido, subscribiendo con miles de firmas un Memorial en el que pedían al Congreso el rechazo de tal proyecto. Alma de estos trabajos fue el coronel don Juan Manuel de Rozas, que se recorrió todo el sur en prosecución de su objeto (13).. En representación, de los hacendados y de la campaña, Rozas elevó al Congreso el memorial mencionado. Extendíase éste en consideraciones abstractas, acerca de la unidad política, industrial y económica de Buenos Aires, la cual debía desaparecer en virtud del artículo 4° de ese proyecto que mandaba erigir una provincia sin la ciudad de ese nombre. Y bajo el seudónimo de un amigo de la campaña, Rozas tuvo el mal sentido de dirigir a sus compatriotas un manifiesto en el que hacía el elogio de esa representación, la cual presentaba «los graves males y la trascendencia que debe producir el proyecto del señor presidente; e iba a servir para mostrar lo que realmente vale en nuestro último estado político ese tan decantado derecho de petición que tan buenos efectos ha producido siempre (14). No obstante todas las circunstancias apuntadas, el cuerpo nacional, que por su ley fundamental de 23 de Enero de 1825, se había declarado constituyente y establecido que hasta la promulgación de la Constitución que reorganizaría el Estado, las provincias se regirían por sus propias instituciones (15), reasumió el derecho de la Nación a semejanza de la Convención francesa y, en vez de un rey, decapitó, una provincia, creyendo que este era el único medio que tenía para desenvolverse. Así lo hizo el Congreso el 4 de Marzo de 1826 declarando la ciudad de Buenos Aires capital de la Nación, con una mayoría de veintidós votos contra ocho.

Si grande fue la resistencia contra la Presidencia y el Congreso que provocó la ley de capital entre los partidarios del régimen federal, mucho mayor fue la que provocó en las provincias la adopción del régimen unitario que el Congreso sancionó en su sesión del 19 de Julio de 1826. Las provincias estaban imbuidas en el régimen federal, que era el que mejor encuadraba en el estado de independencia relativa en que vivían desde la dislocación nacional del año de 1819, y en las aspiraciones robustecidas por la sanción del hecho consumado con fuerza irresistible. La idea estampada en los tratados del Pilar trascendía más de lo que imaginaban los dirigentes unitarios que se propusieron cohonestarla con el prestigio de sus talentos o de sus antecedentes. Los más ignorantes, nunca con mejor razón que entonces, pudieron decir: lo que el pueblo quiere Dios lo quiere. Los jefes y dirigentes federales se aproximaron para defenderse de la intención —supuesta o real— que atribuían a la Presidencia de imponerse a las provincias por medio de la fuerza. Algunas provincias retiraron sus diputados del Congreso. Cuando los comisionados del presidente Rivadavia presentaron la constitución unitaria a los gobiernos de provincia, únicamente los de Tucumán y de Montevideo la aceptaron. Todos los demás se dieron la mano con Dorrego, jefe de los federales de Buenos Aires, para producir la nueva crisis, que debía de ser cruenta, y recomenzar la tarea de la organización a base de la idea fundamental que auspiciaban y que al fin prevaleció en los tiempos. Este fracaso y el vacío que hicieron las provincias, tornaron poco menos que imposible el gobierno de la Presidencia, y determinaron la renuncia de Rivadavia. El Congreso, que había unificado sus miras con las de este estadista y que se vio comprometido en la caída, designó presidente provisorio a don Vicente López, quien por el relativo alejamiento en que vivía, era el hombre aparente para el período de transición que se inauguraba.

El coronel Manuel Dorrego, jefe de la oposición a la Presidencia, se acomodaba a tal designación que lo relevaba de ir desde luego a ocupar un cargo a que su partido le llamaba, pero que él deseaba ocupar por los sufragios que debían servir de base a la organización política que trabajaba entretanto. En tal sentido estrechaba sus vinculaciones con los gobernadores que se habían distinguido por su oposición al gobierno de la Presidencia; enviaba agentes a Santa Fe donde la prensa abrió campaña de desahogos contra Rivadavia; a Santiago del Estero, a Entre Ríos y a Salta y a Córdoba, comunicándoles todo lo relativo a la situación a fin de mancomunar su esfuerzo con las provincias federales. En este camino, el resultado no era dudoso. Ninguno de los gobernadores de provincia tenía títulos ni disponía de medios para encabezar y dirigir la nueva organización. Algunos de esos gobernadores estaban comprometidos con Dorrego para apoyarlo. Otros se veían en la necesidad de seguir la corriente para mantenerse en sus puestos.

El presidente provisorio, comprendiendo la situación violenta en que lo colocaban los acontecimientos, le manifestó a Dorrego su resolución de resignar el mando cuando el Congreso, dominado por la opinión federal triunfante en Buenos Aires, sancionaba la Ley de 3 de Julio (1827) que sometía al Ejecutivo provisorio la invitación a las provincias para la pronta reunión de una Convención constituyente, y establecía que se convocase a elecciones de representantes de la ciudad y territorio de Buenos Aires para que esta provincia, por sus órganos legítimos, «deliberase sobre su carácter político y nombrase su diputación a la Convención Nacional» (16).

Verificados que fueron estos actos, y eligidos los representantes de la provincia de Buenos Aires de entre lo más selecto del partido republicano federal, el Congreso de las Provincias Unidas se disolvió como en el año XX. El mismo fracaso y la misma escena. He aquí cómo medio siglo después, describe esa escena y la explica en una carta íntima el propio Presidente de ese congreso: «Nunca he visto a los hombres de partido mostrarse más pequeños. Las provincias estaban sublevadas; algunas habían retirado expresamente los poderes a sus diputados que, sin obedecer, conservaron sus 'asientos. El reconocimiento ilegal del nuevo Estado creado por Bolívar, no tuvo más origen que la esperanza de que Bolívar sostuviese con su influencia y poder al congreso ilegal y moribundo que expiró en mis manos, en justa reciprocidad del asesinato de la sala de representantes de la provincia de Buenos Aires, que había cometido el mismo congreso por mano del Presidente de la República; tocándome también el raro destino, por ser Presidente de la Honorable Sala, de asistir a la agonía llena de contorsiones y gritos lastimeros con que se disolvió, exhalando el alma en medio de protestas: «Vitaque cum gemita fugit indignata sab timbras». (Y la vida, dando gemidos, se disolvió entre las sombras.) Como depositario abintestato, y sin reconocer la autoridad del Presidente de la República, nada más que como una autoridad de hecho que había quedado en la ciudad, le oficié poniendo en su consideración que, no sabiendo a quién entregar los archivos y demás de la sala, se sirviese decírmelo. Aunque Rivadavia era mi amigo, se enojó mucho y dijo que yo era un joven extraviado. Pero dije para mí: Platón es mi amigo, pero más amigo soy de la verdad» (17).

La legislatura de Buenos Aires, elegida según la ley del Congreso citada más arriba, en su sesión del 13 de Agosto de 1829 nombró al coronel don Manuel Dorrego Gobernador y Capitán General de la Provincia con arreglo a la ley de 23 de Diciembre de 1823, en cuya virtud había sido nombrado anteriormente el general don Martín Rodríguez.. Al prestar juramento ese mismo día, Dorrego dijo de esta manera: «Señores representantes: para separarme del puesto que me habéis encargado será suficiente la menor indicación de vuestros deseos. Resignaré gustoso un destino que no puede halagar al que se precie de recto si el verdadero concepto público no secunda sus procedimientos. La época es terrible; la senda está sembrada de espinas; no es, pues, posible allanarla sin que cada cual concurra con los recursos contenidos en la esfera de su poder» (18). La elección de Dorrego llenó una aspiración popular; alejó por un momento los nuevos estragos de la anarquía, y tuvo la rara virtud de llevar la paz a las provincias, alzadas en armas las unas contra las otras, conciliando los ánimos de sus dirigentes ante la expectativa de la nueva organización que Dorrego prohijaba sobre la base del régimen republicano federal. Con este objeto todas las provincias le confirieron, por el órgano de sus legislaturas, las facultades inherentes al Poder Ejecutivo Nacional; empezaron a designar los convencionales que trabajarían en Córdoba o en Santa Fe la constitución federal de la República, y la situación general del país reposó sobre la confianza que inspiraba el hombre que había sabido interpretar la opinión nacional, sin lo cual le habría sido imposible desbaratar la obra iniciada por los hombres principales que rodearon a Rivadavia.