Buenos Aires en el centenario /1810-1834
Las facultades extraordinarias (1830—1832)
 
 
Sumario: El Gobernador convoca la Legislatura derrocada; la ley sobre facultades extraordinarias conferidas al gobernador que sea elegido. — Antecedentes de tal investidura. — La Legislatura elige a don Juan Manuel de 'Rozas. La proclama de éste a las campañas. — Lo que trasunta esta proclama: la política radical. Influencia incontrastable de las campanas: evolución política descendente. — La evolución aristocrática y docente: la de las clases medias: causas análogas y proporcionalidad que las distingue. — Propósitos de la evolución del año de 1830. — Cómo la Legislatura robustece estos propósitos: títulos y honores que acuerda a Rozas y que éste rehúsa. - La traslación de los restos del coronel Dorrego: dignidad en la apoteosis. — El estado de la hacienda pública y la guerra en el interior del país. — Cómo se festeja la terminación de la guerra y triunfo de los federales: el Tedeum en la Catedral. — La divisa federal. — Los decretos sobre imprentas e impresores. —Las finanzas de la Provincia: la venta de fondos públicos. — Forma en que se realizó esta operación y resultado que obtuvo el Ministro García. — La labor administrativa del Gobierno. — Su acción sobre las campañas. — El Gobernador devuelve a la Legislatura las facultades extraordinarias: raras declaraciones que produce con tal motivo.


El gobernador Viamonte, que había recibido, de personas altamente colocadas, respuestas a su consulta idénticas a la del comandante general de campaña, interpretó los votos inequívocos de la opinión que aparecía predominante, convocando a sesiones a la legislatura derrocada. Esta se reunió solemnemente el primero de Diciembre de 1829, y desde luego reasumió la soberanía de la provincia de Buenos Aires. Su presidente, el doctor don Felipe Arana, reseñó los sucesos ocurridos, acompañando los documentos que demostraban los motivos de fuerza por los cuales no había podido funcionar el cuerpo legislativo desde el primero de Diciembre del año anterior (1). Y en la sesión siguiente sancionó una ley en virtud de la cual debía precederse a la elección de gobernador de la Provincia con arreglo a la ley del 23 de Diciembre de 1823. El artículo segundo de la dicha ley imponía al gobernador electo la atribución de arreglar la administración general, de conservar íntegra la libertad e independencia de la Provincia, de prevenir los ataques que contra ella intentaban los anarquistas y afianzar el orden público. Para estos objetos agregaba la ley de 6 de Diciembre: "Se le inviste al gobernador que resulte nombrado de |as facultades extraordinarias que juzgue necesarias hasta la reunión de la próxima legislatura, a la que deberá dar cuenta del uso que haya hecho de esta especial autorización"(2).

Tales facultades extraordinarias conferidas por la ley, con carácter permanente, al Poder Ejecutivo, constituiría hoy una novedad regresiva, y tanto más innecesaria cuanto que muchos jefes del Ejecutivo se las atribuyen de hecho, contando con la docilidad o con la aprobación de cámaras o congresos a su servicio. Pero en el año de 1829, Buenos Aires, y por ende todo el país argentino, experimentaba los sacudimientos de una época revolucionaria cuyos lineamientos acentuaban cada vez más los elementos primitivos que participaban de la cosa pública. La independencia y la libertad del país, amenazadas; la anarquía que siempre asomaba, e intereses tan fundamentales como el de la paz y el orden para comenzar a vivir por los auspicios de la civilización, absorbían, por decirlo así, los desvelos de los partidos y de los hombres del Gobierno. Verdad es que precisamente por haberse sucedido una en pos de la otra —la época revolucionaria de la Independencia y la época revolucionaria de la guerra civil— en Buenos Aires y en todas las provincias el Poder Ejecutivo fue la parte saliente del mecanismo gubernamental, cualquiera que éste fuere. Y tal idea ha perdurado y prevalece en la actual Constitución federo-nacional Argentina, la cual convierte al presidente, por las atribuciones que le confiere, en un verdadero monarca que gobierna. Por eso decía Alberdi en el año de 1853 que el Poder Ejecutivo es la parte culminante de la Constitución Argentina. No es extraño, pues, que en 1829 se prodigase facultades al Ejecutivo, creyendo poner a salvo los intereses mas caros que se invocaban. Por lo demás, a los poderes ejecutivos nacionales que surgieron en los años 1811, 1812, 1815, se les confirió facultades extraordinarias. Facultades extraordinarias se otorgó en el año de 1820 a los gobernadores de Buenos Aires don Manuel de Sarratea, don Juan Ramón Balcarce, don Martín Rodríguez; a don Juan Bautista Bustos, de Córdoba; a don Estanislao López, de Santa Fe; a don Pedro Ferré, de Corrientes; y con las mismas facultades fue investido el general Paz en esos mismos días para desempeñar el Supremo Poder Militar en nueve provincias del interior.

Como todos lo esperaban, la legislatura de Buenos Aires eligió el mismo 6 de Diciembre al coronel Juan Manuel de Rozas Gobernador y Capitán General de la Provincia- Después de prestar juramento el día 8, el nuevo gobernador se dirigió al Fuerte, acompañado de gran masa de pueblo, y allí fue personalmente felicitado, según los diarios de la época, por los prohombres de la revolución de 1810 que sobrevivían, como ser don Juan José Passo, don Domingo Matheu y don Miguel de Azcuénaga, miembros de la Primera Junta; los generales Alvear, Guido, Balcarce, Soler, Viamonte, Alzaga, Vidal, don Tomás Manuel de Anchorena, don Manuel José García, don Gregorio Tagle, don Valentín Gómez, don Diego Estanislao Zavaleta, don Gregorio Perdriel, don Juan Manuel de Lúca, etc., etc. Y abundando en la costumbre de dirigirse al pueblo en tales solemnidades políticas, Rozas expidió, en vez de una, tres proclamas: una al pueblo en la que pedía a todos el concurso para gobernar con la ley a fin de asegurar el orden; otra al ejército y marina en la que recordaba los juramentos de fidelidad a la autoridad legal. La tercera proclama era dedicada a las milicias de la Provincia (3).

Esto era nuevo y significativo. Si los ciudadanos quedaban comprendidos en el pueblo y en el ejército, ¿qué venía a ser esa tercera entidad a que se refería. La grande entidad que se impuso a fines del año de 1820, aunque no se apoderó del Gobierno a causa de no ser suficientemente caracterizado el jefe que ella misma se dio. La entidad de las campañas, que aparecía por primera vez fuerte en Buenos Aires, como había aparecido en las demás provincias, a mérito de circunstancias ajustadas al teatro político en que actuaba. Era el Jefe de las campañas el que se manifestaba en esa proclama, como si hubiese querido dejar oficialmente constatado que a ellas debía su influencia; que por ellas había ganado los sufragios del elemento urbano y producido los hechos de que hacían mérito todos para elevarlo a la primera magistratura del Estado- Como tal les decía: «La legítima representación de la Provincia, reunida al fin por vuestros sublimes esfuerzos, me ha elevado al Gobierno. Aquí estoy para sostener vuestros derechos, para proveer a vuestras necesidades, para velar por vuestra tranquilidad. Una autoridad paterna! que, erigida por la ley, gobierne de acuerdo con la voluntad del pueblo, éste ha sido, ciudadanos, el objeto de vuestros fervorosos votos. Ya tenéis constituida esa autoridad y ha recaído en mi... Nadie dictará la ley sino los representantes del pueblo; yo la ejecutaré y estoy cierto que vosotros contendréis al temerario que intente transtornar este orden. Reposad, milicianos, bajo el árbol de la paz... con vuestras virtudes curad las heridas de la Patria y apoyad su marcha con el respeto a las autoridades. Permitidme recordaros que yo ya os he dado el ejemplo» (4).

En esta proclama intencionada late la seguridad de contar con la adhesión ilimitada de las campañas y la firme voluntad de sostener a todo trance, y cueste lo que cueste, el principio de autoridad que el Gobernador representa. Traduce también el conocimiento del teatro y de las circunstancias. Porque el período que se siguió a la dislocación nacional del año de 1827, fue de transición y de revuelta. En dos años se había operado un cambio palpable en la sociedad y en el Gobierno. Nuevas aspiraciones campeaban absolutas en la arena de la nueva política. Rencores que se alimentaban francamente como viva protesta contra las administraciones anteriores, servían, generalmente, de inspiración y de bandera. Y no era Viamonte, ni Rozas, ni el ministerio, ni los exaltados, los sostenedores de tal política. Era el sentimiento general de un partido vencedor, cuyos poderosos elementos de acción entraban de lleno y por la primera vez en la causa que, con fundamento, hacían suya, consagrándola todo lo que tenían: —un entusiasmo ineducado, una ignorancia deplorable y una inexperiencia política, que tenían su explicación en el desamparo en que siguieron las campañas después del año 1810; en la indolencia con que se contempló las necesidades de sus habitantes, y en la ninguna participación que se les dio en las evoluciones que se sucedieron hasta el año de 1820, sino era para formar con ellos los batallones que guerrearon por la independencia.

La clase educada y dirigente de este partido estaba de pie merced a la influencia incontrastable de las campañas. Sobre la tumba de Dorrego uniformaron sus miras y confundieron sus aspiraciones. Sino el más fuerte, el centro urbano y educado, quedaba en análogas condiciones al partido unitario que acababa de abandonar la escena política porque había perdido el Gobierno. Y no se puede negar que el elemento urbano, sin ser completamente absorbido, se hizo el intérprete de las aspiraciones y las tendencias del de las campañas, imprimiendo a la época que comienza en el año de 1830 una fisonomía que era a la que había iniciado Rivadavia lo que la del año de 1820 era a la de los primeros años de la revolución de Mayo, cuando fue vencido, perseguido y expatriado el elemento aristocrático y civilizador que la proclamó y la hizo triunfar. La evolución de las campañas de Buenos Aires en Octubre de 1820, y que comienza a realizar sus fines en 1830, se puede decir que constituye la tercera proporción de la sociabilidad argentina en orden descendente. Ellas se apoderan de la escena política, la imprimen sus inclinaciones, sus tendencias, en nombre de los mismos principios que sirvieron para marcar las dos épocas anteriores, y como fuerzas motrices que entraban por primera vez en el desenvolvimiento regular de una organización política que debía pasar por una serie de ensayos antes de asentarse sobre bases más o menos estables.

La primera de esas evoluciones está marcada por el elemento aristocrático y docente del año de 1810, el cual arranca de los antecedentes legales y del propio derecho municipal para operar la revolución de Mayo, como se ha visto al principio de este trabajo, darla su programa, sancionar fa independencia del país y hacerla triunfar por el genio y el patriotismo de San Martín, de Belgrano y de Güemes. En segundo término, la crisis orgánica del año de 1820; la reacción tumultuaria de las clases medias, de las inferiores capas sociales, contra la oligarquía de los hombres y partidarios de los Triunviratos y de los Directorios. Los caudillos de las otras provincias las prestaron mano fuerte. Ellas quedaron imperando en Buenos Aires como expresión genuina y palpitante de las pasiones arrebatadas, en el momento en que se inauguraba la crisis estupenda de una comunidad que recién iba a fijar sus miras en el gran problema de su organización. Esta reacción fue el punto medio entre la época inaugurada en 1810 y la época que se inauguró en 1830. Un mismo número de años la separaba de una y de otra. Diríase que hubo hasta proporcionalidad en la serie de hechos que contribuyeron a dar ser a esta reacción y de los que produjo para ser sofocada.

Las mismas causas que alegó la reacción de las clases medias para divorciarse de los hombres que compusieron los gobiernos que la precedieron y a quienes procesó como traidores, fueron alegadas por la reacción que apareció triunfante en 1830, con fines más radicales y que tuvieron la virtud de imponerse en los tiempos. Por los auspicios de estas tres grandes proporciones se ha desenvuelto la sociabilidad argentina desde 1810 hasta 1830, en virtud de lo que se podría llamar la ley de las renovaciones políticas, las cuales se han ajustado a principios cuya originalidad y cuya lógica son dignas de estudio para meditar con fruto sobre la filosofía histórica.

La evolución del año de 1830 circunscribíase por el momento a radicar la situación de buenos Aires por los auspicios del partido vencedor, y a prevenirse de los peligros con que la amenazaba el general José María Paz, quien al frente de las fuerzas de línea con que regresó de la campaña contra el imperio del Brasil, disputaba el predominio de los unitarios en las provincias del interior. Esa gran masa de opinión proclamaba la federación que hasta entonces carecía de antecedentes constitucionales y que no podría llevar a la práctica sino después de haber desalojado políticamente a los unitarios de las otras provincias. Y al proclamarla así, exaltaba a Rozas que aparecía como el principal campeón de tal idea, después de la muerte de Dorrego. Y vinculando el triunfo de ésta con la persona de aquél, desahogaba sus enconos contra el partido de los unitarios y tributábale al gobernante los homenajes de un pueblo que sale de quicio, exaltado por pasiones que deprimen.

La prensa y los círculos gubernistas se prevalieron del primer aniversario del fusilamiento del gobernador Dorrego para demandar contra los unitarios medidas tan rigoristas como las que un año antes estos últimos habían demandado contra ellos desde las columnas de El Tiempo y El Pampero. La legislatura de Buenos Aires, a iniciativa de algunos hombres dirigentes del partido federal (5) sancionó la ley de 24 de Diciembre que declaró libelos infamatorios y ofensivos a la moral todos los impresos dados a luz por las imprentas de esta ciudad desde el 1° de Diciembre de 1828 hasta la convención del 24 de Junio último, que contengan expresiones infamantes o injuriosas a las personas del finado coronel don Manuel Dorrego, de! coronel Juan Manuel de Rozas, gobernadores de provincia, beneméritos patriotas que han servido la causa del orden, ministros de las naciones amigas residentes en ésta, o de cualquier otro ciudadano de la Provincia» (6). Y colacionando los hechos que Rozas había producido desde el 1° de Diciembre de 1828 con los resultados políticos obtenidos, la legislatura aprobó la conducta pública de aquél hasta el día que tomó posesión del mando; lo declaró restaurador de las leyes e instituciones de la Provincia; le confirió el grado de brigadier general y le condecoró con una medalla y un sable conmemorativos (7). Rozas rehusó estas demostraciones, análogas a las que deferían los congresos americanos a sus respectivos mandatarios, abriendo con ellas el camino a cuanto gobierno fuerte ha imperado en el continente después de la guerra de la independencia. «El infrascripto, contestó Rozas a la legislatura, no pretende hacer alarde de una modestia falaz. Basta, señores, la aprobación unánime de los representantes. Basta que la sala reconozca que al infrascripto le ha cabido la gloria de contribuir a restaurar las leyes para que él pueda legar a sus hijos una lección cívica más influyente que todas las condecoraciones. La conservación de este suceso en un título de honor permanente, si bien muestra la liberalidad de los representantes, es un paso peligroso para la libertad del pueblo... porque no es la primera vez que la prodigalidad de los honores ha empujado a los hombres públicos hasta el asiento de los tiranos.» Respecto del grado de brigadier, sienta este principio que Sarmiento desenvolvió muchísimo después para prevenir a la opinión contra los libertadores de sable: «No es el supremo rango de la milicia la medida que ensalza el mérito, ni que vigoriza la autoridad de un magistrado republicano. La memoria de los peligros que han corrido los derechos de la Provincia por las avanzadas tentativas de Jefes aleccionados en mandar soldados, no debe perderse de vista en los consejos de la Sala, ni el infrascripto puede excusarse de recordarla» (8).

Entretanto el Gobierno había designado una comisión especial para que fuese a traer del pueblo de Navarro los restos del coronel Dorrego, a fin de darle sepultura en la ciudad de Buenos Aires, donde nació (9). Ante la impresión que había producido recientemente el fusilamiento de Dorrego, es fácil imaginarse el estado de sobreexcitación en que entró el pueblo con motivo de esa solemne ceremonia. Hoy, después de ochenta años transcurridos, la tragedia conmueve todavía. El patíbulo de Navarro podía ser un pretexto para muchos que lo explotaron en contra de los unitarios. Pero para el pueblo la muerte de Dorrego era el abismo que lo separaba de sus adversarios políticos... Cuando la comisión que traía los restos de Dorrego llegó a San José de Flores, grandes grupos condolidos se congregaron en la plaza de ese pueblo (hoy parroquia de la capital federal). El 20 .de Diciembre se detuvo en la iglesia de la Piedad, y por la tarde la urna funeraria fue trasladada al Fuerte. Al día siguiente celebróse en la catedral las exequias fúnebres de Dorrego, asistiendo a ellas los poderes públicos, las corporaciones civiles y religiosas y lo más selecto de las damas de la sociedad porteña. Las tropas formaron en la plaza de la Victoria bajo las órdenes del general Balcarce; y después que el canónigo Figueredo hubo pronunciado el elogio fúnebre de Dorrego, la urna fue conducida al cementerio de la Recoleta por una concurrencia que algunos hacían subir a cuarenta mil almas. Al pie del mausoleo erigido al efecto (10), don Juan Manuel de Rozas pronunció una alocución que por la altura de sus términos, en esas circunstancias y en boca de un gobernante dueño de la opinión reaccionaria e ineducada que lo rodeaba, constituye una lección digna de imitarse en todo tiempo, porque en todo tiempo suelen exteriorizarse los egoísmos y los rencores, «Dorrego, dijo Rozas, víctima ilustre de las disensiones civiles! descansa en paz. La Patria, el honor y la religión han sido satisfechos hoy tributando los últimos homenajes al primer magistrado de la República sentenciado a morir en el silencio de las leyes. La mancha más negra en la historia de los argentinos, ha sido ya lavada con las lágrimas de un pueblo justo, agradecido y sensible. Vuestra tumba, rodeada en este momento de los representantes de la Provincia de la magistratura, de los venerables sacerdotes, de los guerreros de la Independencia y de vuestros compatriotas, forma el monumento glorioso que el gobierno de Buenos Aires os ha consagrado ante el mundo civilizado, monumento que advertirá hasta a las últimas generaciones que el pueblo porteño no ha sido cómplice en vuestro infortunio" (11).

Rozas compuso su ministerio con tres hombres reputados por sus talentos distinguidos y sus servicios al país: el general Tomás Guido, el secretario y amigo de San Martín que desde 1810 venía actuando en la cosa publica; el doctor Manuel José García, estadista cuadrado y colaborador eficiente de Rivadavia; y el general Juan Ramón Balcarce, uno de los guerreros más brillantes de la Independencia Argentina. El Gobierno se dedicó desde luego a regularizar la administración y la hacienda. El estado de la hacienda no podía ser más precario para una provincia que contaba con entradas abundantes. Baste saber que en el año de 1829 solo se recaudó ocho millones y que las salidas, incluso el déficit, que excedía de trece millones, ascendieron a más de veintitrés millones. En estas salidas figuraban partidas por doscientos cincuenta mil pesos al comisario de artillería; por trescientos mil invertidos en la policía; por setecientos mil en la marina; y la repartición de correos nada produjo en este año, que por el contrario insumió más de quince mil pesos (12). Pero la política revolucionaria y guerrera absorbía los mejores esfuerzos. El general Paz se aprestaba a llevar a Cuyo y al Norte las armas de los unitarios vencedoras en Córdoba: los gobiernos del litoral se ponían a la defensiva: el de Buenos Aires organizaba un respetable ejército a las órdenes del general Juan Ramón Balcarce; y al Supremo Poder Militar concentrado en manos del general Paz para imponer el régimen unitario por los auspicios de las provincias del Norte y del interior que dicho jefe dominaba con sus armas, las provincias del litoral oponían el Pacto Federal que las unía y las obligaba a sostener el régimen federal de gobierno, que fue al fin el que prevaleció en la República (13).

Desalojado el partido unitario de las posiciones que momentáneamente tomó por los mismos medios de fuerza que inició después de su breve predominio en Buenos Aires; prisionero el general Paz, que era el alma de la resistencia en las Provincias, la moral del éxito influyó en el ánimo de hombres y de pueblos para que se acomodasen con la nueva situación creada por los auspicios del partido federal y en consonancia con el Pacto de ese año de 1831, al cual subscribieron sucesivamente todas las provincias. Las muchedumbres, a la par de las clases selectas de la sociedad, desahogaban sus sentimientos radicales exaltando a los hombres que tal resultado habían trabajado y obtenido. Las manifestaciones de júbilo se sucedieron con creciente entusiasmo cuando las autoridades decretaron fiestas y ceremonias para solemnizar la terminación de la guerra, y el gobernador Rozas aceptó por su parte el grado de brigadier que le fue otorgado por ley de 25 de Enero de 1829, según queda dicho. Entre esas solemnidades celebróse en la catedral de Buenos Aires un tedéum al que asistieron poderes públicos, corporaciones y gran cantidad, de pueblo. Sea que la masa popular hubiese sido tocada por alguien, o que alguien quisiese atribuirse mérito singular con una iniciativa que en realidad no era más que la imitación de procedimientos anteriores, el hecho es que la concurrencia que salía del tedéum notó que muchas personas habíanse colocado en el pecho y hacia el lado izquierdo una cinta o divisa punzó. Media hora después la muchedumbre ostentaba la divisa y se retiraba en grandes grupos gritando ¡viva la federación! Esa misma noche se vio a los paseantes con la cinta colorada al pecho.

Pocos días después (el 3 de Febrero de 1832) apareció un decreto firmado por Rozas y refrendado por Balcarce en e! que, considerándose conveniente «consagrar del mismo modo que los colores nacionales, el distintivo federal de esta provincia, y constituirlos no en señal de división y de odio, sino de fidelidad a la causa del orden y de paz y unión entre sus hijos bajo el sistema federal, para que, recordando éstos los bienes que han gozado más de una vez por la influencia de este principio, y los desastres que fueron siempre el resultado de haberlo abandonado, lo sostengan en adelante con tanto empeño como la misma independencia nacional», se mandaba que s todos los empleados civiles y militares; los seculares y eclesiásticos que gocen de sueldo, pensión o asignación del tesoro publico; los profesores de derecho con estudio abierto, tos de medicina y los practicantes de estas dos facultades, procuradores, corredores y todos los que recibiesen nombramiento del Gobierno, traerán un distintivo de color punzó colocado visiblemente en el lado izquierdo sobre el pecho con la inscripción: federación». Los militares debían llevar en la divisa la inscripción; Federación o muerte, y el que contraviniese a esta disposición seria destituido de su cargo o empleo.

Mas trascendentales que el referente a la divisa o distintivo, cuyo uso en Buenos Aires se conocía desde el 25 de Mayo de 1810, y recomendaba el Times de 1831 a los reformadores ingleses, fueron los decretos referentes a la prensa periódica. Luego que terminó la guerra, el Nuevo Tribuno y El Cómela de Buenos Aires comenzaron a tratar la cuestión de las facultades extraordinarias y de la organización nacional, insistiendo en que habían desaparecido las causas en virtud de las cuales se invistió al Ejecutivo con esas facultades; y en que dicha organización sería retardada por los gobiernos de provincia (14). Rozas, en uso de las facultades de la ley y considerando «lo indispensable que era la unión entre los pueblos de la República», ordenó la suspensión de los dos diarios mencionados y prohibió establecer imprenta ni ser administrador de ella, ni publicarse impreso periódico alguno sin expreso previo permiso del Gobierno, que deberá solicitarse y expedirse por la Escribanía Mayor de Gobierno». Esto era descender muy abajo del gobierno liberal de! general don Martín Rodríguez, en materia de libertades, bien pobres por cierto. Bajo tales formas, la prensa quedó consiguientemente encadenada, y al pensamiento no le fue dado sino seguir las corrientes de una opinión pública que redoblaba su adhesión al Gobierno al verse estimulada de esa manera en sus enconos contra sus adversarios políticos.

Desde otro punto de vista, los talentos y rara competencia del ministro don Manuel José García, y la indiscutible severidad administrativa de don Juan Manuel de Rozas, habían obtenido un resultado sin ejemplo hasta entonces en la hacienda de Buenos Aires. En los dos primeros años de esta administración se había hecho frente a todas las necesidades de la Provincia sin usar del crédito de ésta, y a pesar del déficit de quince millones que quedó a mediados del año de 1829, se había además hecho la guerra a los indios hasta contenerlos y avanzar la línea de fronteras; se había armado y equipado un ejército de línea para sostener la guerra con el general Paz, y gastado gruesas sumas en armamento y entretenimiento de los ejércitos que comandaban los generales López y Quiroga en esa misma guerra que terminó como se ha narrado. Los cuantiosos gastos de esta guerra, a los cuales Buenos Aires sufragaba, pusieron al ministro García en la necesidad de aplicar al pago de esa deuda los fondos públicos creados por ley de 21 de Febrero de 1831, y a los cuales el Gobierno no había tocado todavía. En virtud de la autorización legislativa de 12 de Diciembre del mismo año, el Ministerio de Hacienda comisionó por decreto de 3 de Febrero de 1832 (15) al prior y cónsules (Tribunal de Comercio) para la venta de cuatro millones de esos fondos al precio de 50 por ciento. El ministerio, «a fin de regularizar la operación de facilitar a los buenos patriotas el cumplimiento de sus deseos, y alejar todas las consecuencias que pudieran traer, tanto a los tenedores actuales de fondos en circulación, como a los intereses públicos, la venta de los de nueva creación por una concurrencia de intereses puramente mercantiles, comisionaba al Consulado para que, convocando una junta general de comerciantes, hacendados y propietarios, les proponga la compra de cuatro millones de fondos públicos al precio de 50 por ciento, por cuartas partes, entregando una al contado y las restantes a los 30, 60 y 90 días; teniéndose entendido que por el bien y seguridad de los mismos compradores, la subscripción debe llenarse, cuando menos, hasta la suma de tres millones de fondos.» El resultado de esta medida fue muy halagüeño. Los hombres más acaudalados y principales de Buenos Aires, que habían contribuido con sus personas, sus simpatías y sus dineros al triunfo de esa situación política, como eran los Anchorena, álzaga, Azcuénaga, Arroyo y Pinedo, Aguiar, Alvear, Banegas, Browm (el almirante), Belgrano, Belaustegui, Carranza, Carreras, Cueto, Cárdenas, Cascallares, Castex, Cazón, Dorrego, Díaz Vélez, Esnaola, Escalada, Elortondo, Fragueiro, Fernández, Galíndez, García Zúñiga, Guiraldes, Garmendia, Guerrico, Huergo, Iturriaga, Yaniz, Lezica, Llavallol, Lozano, Lahitte, Lastra, Martínez de Hoz, Meabe, Miguens, Pérez Millán, Marín, Miró, Nevares Tres Palacios, Obligado, Ocampo, Ortiz Basualdo, Olaguer Feliu, Obarrio, Pico, Piñeyro, Peralta, Peña, Pereyra, Pizarro, Plomer, Quirno, Real de Azúa, Ortiz de Rozas, Rozas y Terrero, Sarratea, Sáenz Valiente, Del Sar, Trapani, Vela, Villarino, Vidal, etc., etc.: todos estos nombres de hacendados, comerciantes y grandes propietarios que representaba lo más selecto de la sociedad de Buenos Aires, subscribieron grandes cantidades para la colocación de los fondos públicos; y, como era natural, atrajeron un buen número de fuertes comerciantes extranjeros de la plaza, como los Zimermann Fair y Cº, Leslie y Ca, Appleyard, Dickson y Cª, Grogan y Morgan, Lumb, Miller, Mohr, Nouguier, Gowland y C1, Thompson, Anderson, Weller y Ca, etc., etc. Dos días después de haberse conferido tal comisión, el tribunal del consulado, por intermedio de los señores Lozano y Realdeazúa, adjuntó al Poder Ejecutivo tres pliegos de subscriptores por la compra de fondos públicos por una suma que ascendía a tres millones novecientos cincuenta pesos (16).

Al favor de la confianza pública, así manifestada, y de los sucesos que ella propiciaba, el Gobierno pudo extender su acción administrativa y reparadora a todos los puntos de la Provincia. Con el fin «de dar el impulso debido a los negocios públicos» se separó por decreto de 6 de Marzo (1832) del Ministerio de Gobierno las reparticiones de relaciones exteriores y de justicia; siendo designado para desempeñar el primero, el doctor don Victorio García de Zúñiga; el doctor Vicente López de relaciones exteriores; de gracia y justicia, el doctor don Manuel Vicente de Maza, y de hacienda, don José María Roxas y Patrón en reemplazo del doctor García que renunció después de calmada la crisis política y pecuniaria. Entonces se dio buen impulso a los establecimientos públicos y servicios generales, aumentando los de instrucción primaria y complementando el plan de estudios universitarios; nombrando personas idóneas para la dirección de hospitales, dispensarios de vacuna, casa de expósitos y otros, bajo la superintendencia de la Sociedad de damas de Beneficencia, y suministrando fondos bastantes para los objetos de su creación. Se dictó la ley general de aduana; se emprendió la reforma del código de Comercio y se proyectó la del de Procedimientos, subsistiendo, por lo demás, las antiguas leyes españolas en todo lo que no se oponían a las leyes de orden fundamental o reglamentarias que se dictaban continuamente en razón de las nuevas necesidades, y principalmente de las que se referían a la tierra publica subordinada en general al régimen del enfiteusis.

Por lo que hacía a las campañas, se creó buena cantidad de escuelas en los pueblos alejados por enormes distancias que únicamente el caballo o la carreta con bueyes salvaban; se edificó algunos templos dotándolos de todo lo necesario para las prácticas del culto católico; se formuló el reglamento para los Jueces de paz, deslindando las atribuciones de estos funcionarios y de los comandantes militares; se prohibió, bajo penas severas, los tratos que se hacían con los indios transportándolos a Buenos Aires o a las inmediaciones de esta ciudad en cambio de cueros y otros productos que esos infelices abandonaban en gruesa cantidad; se practicó la obra del canal de San Fernando, y se abrió otro canal en San Nicolás de los Arroyos para dar mayores facilidades a los buques; se dio un fuerte impulso al establecimiento de Patagones y se fomentó la población concediendo la pesca de anfibios reglamentada; se emprendió también la población de los puntos que entonces se, llamaban Fuerte Federación y Mayo y que hoy son pueblos florecientes, y se inició la de los fuertes Laguna Blanca y Arroyo Azul, concurriendo a estos fines parte de los soldados que guarnecían la frontera y dictándose con este motivo una serie de disposiciones, muchas de las cuales están todavía en vigencia.

Cuando fue pacificada la Provincia y el Gobierno y la administración funcionaron regularmente, el gobernador Rozas creyó llegado el caso de devolver a la legislatura las facultades extraordinarias que ésta le confirió nuevamente por ley de 2 de Agosto de 1830. Así lo declaró en el mensaje de 7 de Mayo de 1832, en que, con sus ministros, daba cuenta de su labor política y administrativa. En la nota en que comunica tal resolución a la legislatura, Rozas manifiesta que ha llegado a convencerse «de que la parte que obtiene el concepto de más ilustrada, y que, sin embargo de ser poco numerosa en proporción a las demás clases de la población, es la más influyente en la marcha de los negocios públicos, está por la devolución de las facultades extraordinarias, y cuenta en su apoyo el voto de los cinco ministros que integran el Poder Ejecutivo. Agrega el Gobernador que respeta el buen juicio de estos ciudadanos, pero que teme que «reducido el Poder Ejecutivo a los estrechos límites que le estaban señalados antes del motín del primero de Diciembre, se desaten rudamente las pasiones y preparen nuevos elementos de combustión». Y cierra su nota en estos términos: «Después de dar el Gobernador a los señores representantes una prueba inequívoca de la sinceridad que lo caracteriza, expresándoles francamente sus sentimientos y poniéndose con ellos a salvo de toda responsabilidad a este respecto, en el corto tiempo que le resta de mando (y que espera no sea prorrogado), se cree en el deber de dar otra igual a todos sus compatriotas, del desprendimiento y fidelidad con que se ha propuesto corresponder a la honrosa confianza que se le ha hecho, devolviendo, como en efecto devuelve, a la Honorable Sala las expresadas facultades extraordinarias y sometiendo a la sabiduría de sus consejos el modo de asegurar al país el fruto de los inmensos sacrificios que ha hecho en tres anos consecutivos, para ponerse a resguardo de los ataques de la anarquía». (17)