Buenos Aires en el centenario /1810-1834
Crisis de gobierno (1832—1834)
 
 
Sumario: Balcarce sucede a Rozas y éste se prepara para expedicionar a los desiertos. — El plan de la expedición al desierto; medidas del Ministro de la Guerra para cohonestarla. — La conquista realizada por la División Izquierda de Buenos Aires. — Propósitos ulteriores de Rozas para asegurar el éxito de la conquista: cómo quedan establecidos con las Provincias los limites de Buenos Aires. — Los límites de la provincia de Buenos Aires por el sur hasta Magallanes y por el oeste hasta los Andes. — Resumen de los títulos que justifican los límites de Buenos Aires. — Extralimitación del Congreso al fijar a algunas provincias límites que ya habían fijado éstas en uso de la soberanía que investían: protesta del Gobierno de Buenos Aires por la ley del año de 1878. — Cómo se desenvuelve la crisis de Gobierno: antecedentes y compromisos políticos del general Balcarce. — Influjo absorbente del ministro Martínez: plan de éste contra el partido federal y hostilidades contra el ejército expedicionario que comandaba Rozas. — El partido oficial del lomo negro: el Gobernador ordena la suspensión de las elecciones de Representantes. — Las leyes sobre la prensa periódica: parangón entre la prensa del año de 1822 y la de 1833. — La licencia de la prensa llega al escándalo. — Infructuosas tentativas de transacción que proponen los federales. — La acusación al Restaurador de las Leyes: la reunión en la plaza de la Victoria. — La revolución se organiza en Barracas bajo las ordenes del general Pinedo; impotencia del Gobierno para sofocarla. — Pinedo invoca el patriotismo de Balcarce para que renuncie; hostilidades de las fuerzas del Gobierno. — La Legislatura exonera i Balcarce y nombra a Viamonte.


Terminado el período gobernativo del general Juan Manuel de Rozas y habiendo éste por dos veces declinado la reelección, la legislatura eligió el 12 de Diciembre para sucederle en el mando de la Provincia al general Juan Ramón Balcarce, a quien Rozas entregó el bastón de mando el día 17, prometiéndole su ayuda (1) en ese acto solemne de la vida política de Buenos Aires que no tenía más precedente que el del general Martín Rodríguez. —Rozas manifestaba el deseo de realizar cuanto antes su antigua idea de expedicionar a los desiertos, dando a tal expedición la trascendencia capital que le dieron los gobernantes de nuestros días. En las postrimerías de su gobierno éste era el tema de sus conversaciones con sus amigos de la Ciudad y de la campaña y con los militares a quienes expresamente llamaban, hablándose de la cantidad y calidad de la columna expedicionaria y de las fuerzas con que concurrirían al mismo objeto otras provincias. En su último Mensaje, al referirse a algunos fortines en la frontera y a la conveniencia de fomentar estas poblaciones, habla de la necesidad de que se faciliten los recursos para expedicionar contra los indios enemigos. Su proclama al bajar del mando se circunscribe a encarecer la adhesión y apoyo al nuevo gobernante y la conveniencia de llevar adelante esa expedición. «Hacendados, dice Rozas: vosotros sabéis que la campaña y la frontera se encuentran hoy enteramente libres de los indios enemigos; que aterrados por los repetidos golpes de muerte que han sufrido en sus mismas tolderías, se han refugiado al otro lado del río Negro de Patagones y a las faldas de la Cordillera de los Andes. Nuestras divisiones se acampan o corren sin recelo desde la laguna grande de Salinas hasta las márgenes del río Negro. Un esfuerzo más y quedarán libres para siempre nuestras dilatadas campañas y habremos establecido la base de nuestra riqueza pública, y acabado la empresa que ha burlado por más de dos siglos el valor y la constancia de nuestros mayores. Vosotros prestareis con el patriotismo acostumbrado cuanto sea indispensable para expedicionar sobre los últimos asilos de los indios enemigos y para perfeccionar la población de nuestras fronteras. La nueva administración tendrá así la gloria de coronar al fin esta grande obra.» (2).

Inmediatamente Rozas se dirigió al partido del Monte, donde tenía establecida la comandancia general de campaña ydonde se reunían milicias y algunos escuadrones de línea con destino a la División Izquierda, cuyo mando en jefe le fué conferido por decreto de 28 de Enero de 1833 (3). A últimos de Marzo de 1833, Rozas se puso en marcha al frente de dos mil hombres (4); y cuando a mediados de Mayo llegaba al río Negro, las dos divisiones del Centro yDerechaal mando respectivo de los generales Ruiz Huidobro y Aldao, quebaban inutilizadas para continuar las operaciones contra los indios envalentonados; por manera que las fuerzas de la división Izquierdase vieron en el caso de extender sus operaciones a todo el extenso teatro de la guerra. Para que la situación de esta división fuese más crítica, el gobierno del general Balcarce la abandonó a sí misma, cortándole los recursos más indispensables, a punto que se vio reducida a los socorros de los amigos del comandante en Jefe; y el ministro de la guerra, después de haber promovido, sin éxito, sublevaciones entre los indios reducidos, escribió a varios jefes y oficiales de dicha división que provocasen la deserción de las milicias y se viniesen ellos con la fuerza veterana que quisiere seguirlos.

A pesar de todo, la división Izquierda conquistó los dilatados territorios que se extienden doscientas cincuenta leguas por el Oeste y Noroeste hasta las inmediaciones de la cordillera de los Andes; y por el Suroeste más de doscientas leguas río Valchetas arriba, tierra de los Tehuelches, a los 41° latitud y 9° longitud meridiano de Buenos Aires; fraccionándose en columnas expedicionarias que al mando del coronel Pedro Ramos y los tenientes coroneles Francisco Sosa, José María Flores, Hilario Lagos, Narciso del Valle, Juan J. Hernández, Leandro Ibáñez y Ventura Miñana, recorrieron victoriosas el país de los Ranqueles y la Pampa Central; toda la línea de los ríos Negro, Neuquén y Limay; la región andina hasta la frontera de Mendoza; la región de Valchetas hasta enfrentar el Cabo de Hornos, últimos confines de la provincia de Buenos Aires. En esta campaña de un año, la división Izquierda puso fuera de combate más de diez mil indias, rescató cerca de cuatro mil cautivos, cuyos nombres se publicaron en papeles de la época y por la primera vez clavó el pabellón de la Patria en las altas cordilleras Argentinas. A principios del año de 1834 el general Rozas regresó con la división Izquierda a Napostá, dejando guarniciones en la Isla de Chuele-Choel, en el cuartel general del Colorado, en la margen del río Negro y en los puntos donde antes había establecido fortines, y las cuales se mantuvieron hasta el año de 1852. Al licenciarla, Rozas en una proclama dijo: ¡Soldados de la Patria! Las bellas regiones que se extienden hasta la cordillera de los Andes y las costas que se desenvuelven hasta el afamado Magallanes, quedan abiertas para nuestros hijos. Habéis excedido las esperanzas de la Patria» (5).

Realizado en el terreno el propósito de la expedición, Rozas quiso asegurarlo en los tiempos, y al efecto se proponía insistir con el gobierno de Chile y con el general Quiroga para que juntos redujesen o destruyesen los indios del Oriente y Occidente de la Cordillera. Entretanto insistió en que las provincias de Santa Fe, San Luís y Mendoza consignasen oficialmente lo que el año de 1831 había arreglado con dichos gobiernos, y lo que como general de la División Izquierda había declarado en documentos, con asentimiento de los mismos, en lo que se refería a los límites de la provincia de Buenos Aires. Así fue como después de terminada la campaña se ratificó el convenio anterior, estableciéndose en virtud de la soberanía que investían los gobiernos respectivos, que los límites de Buenos Aires, por la parte de Santa Fe, eran la línea de Melinqué, dejando ésta a la derecha; por la parte de Mendoza hasta las nacientes de río Grande y línea de San Rafael, y por el Sur hasta el estrecho de Magallanes. Las legislaturas de dichas provincias celebraron el ensanche general de sus fronteras decretando honores singulares a Rozas por el feliz término de la expedición al desierto (6).

Los límites de Buenos Aires por el Sur hasta el estrecho de Magallanes y por el Suroeste la cordillera de los Andes, aparte de estar marcados por la naturaleza, son los mismos que fijan a dicha provincia las cédulas reales y documentos oficiales desde la de 1683 hasta después de 1782 en que el piloto Villarino verificó sus exploraciones por cuenta y orden del gobierno de Buenos Aires; y desde 1820 hasta 1831 en que este mismo gobierno provincial ejerció actos de soberanía sobre los territorios desiertos comprendidos entre los mencionados límites. A partir del año de 1833, la provincia de Buenos Aires ejerció sobre los mismos territorios, sin oposición alguna, una serie de actos que, aun prescindiendo de los antecedentes apuntados, establecen el dominio legal, a saber: ocupó permanentemente con sus armas esos territorios; consintió que bajo su autoridad los poblasen los indios reducidos a la civilización; afirmó el hecho de la ocupación y de la posesión, así en el Cerro Payen como en el río Valchetas, y los pobló por medio de una línea de guarniciones desde Bahía Blanca hasta Chuele-Choel y desde el río Colorado hasta los Andes, las cuales guarniciones, con las familias de los soldados, permanecieron hasta después del año de 1852. Todavía en el año de 1857, la provincia soberana de Buenos Aires verificó expediciones a sus desiertos del Sud, en virtud de sus derechos a ésos territorios que nadie le disputó dentro de los límites que están consignados en su constitución del año de 1854.

Resumiendo los antecedentes y los títulos, consta, pues, que hasta esta época los territorios que se extienden por el lado de Santa Fe hasta Melincué; por el lado de Mendoza hasta la línea de San Rafael; por el Oeste y Suroeste hasta la cordillera de los Andes, y por el Sur hasta Magallanes, han pertenecido de hecho y de derecho a la provincia de Buenos Aires: lo Por el deslinde y repartición que de sus provincias el rey de España ordenó que se verificase, según cédulas y documentos fehacientes, y consiguiente jurisdicción que sobre los mismos territorios ejercitaron sin interrupción los gobernadores intendentes de Buenos Aires, aun después de creado el virreinato de este nombre; 2º Por la posesión continuada y actos de dominio que ejercieron los gobiernos de la provincia de Buenos Aires desde el año de 1820; 3° Por la ocupación militar, establecimientos y poblaciones que realizó e implantó en esos territorios el gobierno de la provincia de Buenos Aires, y de acuerdo con las provincias limítrofes confederadas, pero soberanas e independientes, según el pacto de 4 de Enero de 1831 y sus leyes fundamentales; 4º Por el asentimiento con que todas las provincias argentinas acogieron las declaraciones oficiales y comunicaciones en las cuales el gobierno de Buenos Aires fijaba aquellos límites a esta provincia.

La constitución federo-nacional reformada en el año de 1860, dejó a salvo aquel pacto y los correlativos por lo que se refería a la provincia de Buenos Aires; reconociendo, por consiguiente, los derechos que ésta se había creado como Estado soberano, por sí y con relación a las demás provincias soberanas también en la época de la separación administrativa en que vivieron. Así, ni durante la presidencia del general Mitre, ni durante la del general Sarmiento el Congreso Argentino expidió disposición alguna que desconociese ni restringiese el derecho de la provincia de Buenos Aires a los territorios que poseía desde tiempo inmemorial y que conservó lista esos días a precio de grandes sacrificios. Ha sido bajo la presidencia del doctor Avellaneda cuando el Congreso dictó una ley de 4 de Octubre de 1878, por la que se declara territorios nacionales los que pertenecen a las provincias contratantes de 1834 y se arrebata a la de Buenos Aires más de ocho mil leguas de territorio que siempre le perteneció, limitando éste en la línea del Río Negro hasta encontrar el grado 5º de longitud occidental, y la del mismo grado 5º en la prolongación norte hasta su intersección con el grado 35 de longitud. Esta arbitrariedad fue contestada por el gobernador de Buenos Aires, don Carlos Tejedor, en su mensaje del año de 1879, y ello, como el voto de la razón pública, es la única protesta que subsistirá hasta que una justicia serena presida la resolución que debe recaer en ese punto importantísimo del derecho federal argentino, en el que va envuelto un ataque sin precedente a la soberanía y derechos de las provincias de Santa Fe, Córdoba, Mendoza, San Luís y Buenos Aires (7).

Mientras las armas de la provincia de Buenos Aires llevaban a cabo la campaña trascendental de la conquista del desierto, arrojando del otro lado de las cordilleras a los salvajes que lo habían recorrido por los siglos de los siglos, un cúmulo de circunstancias preparaba en la Capital la revolución llamada de los Restauradores, que produjo la verdadera crisis de Gobierno y las resoluciones extremas a que llegaron los partidos exacerbados o incapaces. El general Juan Ramón Balcarce y los amigos que su renombre histórico y sus prendas morales le atraían, habían aceptado sin reservas la política que se inició con Rozas en el año de 1829. En su carácter de ministro de la guerra bajo ese gobierno, Balcarce prestó su concurso a la reorganización de Buenos Aires y al triunfo del partido federal que la llevó a cabo. Nombrado comandante en jefe del ejército de reserva contra el general Paz, contribuyó a afianzar el partido federal en Córdoba; y en la circular en que comunicó a los gobiernos de provincia su exaltación al de Buenos Aires, les declaró que «los principios consignados por su ilustre antecesor el señor brigadier don Juan Manuel de Rozas, formarían inalterablemente la política de su gobierno» (8).

Pero Balcarce, a pesar de la experiencia de los años, conservaba incólume la ingenuidad de doncel noble y valeroso. Fácilmente cayó bajo la influencia avasalladora y absorbente de su ministro de la guerra el general don Enrique Martínez, cuyas glorias, comandando las divisiones libertadoras de América, no habían apagado en su espíritu aventurero las propensiones a la intriga para dominar sobre los hombres y las cosas. Bien pronto el Gobernador mostró la tendencia a independizarse del partido que lo levantó, y a abatir los prestigios políticos de Rozas que aparecía, como jefe de ese partido. Para esto se propuso crear un partido suyo, y cohonestar de todos modos la expedición al desierto. Lo primero era, al sentir del general Martínez, necesario para impedir que Rozas volviese al gobierno; y lo segundo para que éste no se entronizase apoyado en el ejército con que volvería. Al efecto, el ministro de la guerra empezó a colocar en cargos de importancia a sus parientes y amigos los generales Olazabal, Espinosa, Iriarte y otros, quienes, a estar a las publicaciones de la prensa federal de esos días, estaban en correspondencia y unidad de miras con los directores del partido unitario, residentes en el Estado Oriental. A la división expedicionaria en el desierto el ministro Martínez le negó toda clase de recursos en armas y ganados como en artículos indispensables para su entretenimiento. El motivo de la escasez del erario que aducía, era desvirtuado por la prensa que denunciaba larguezas de mero lujo personal a expensas de los dineros del Estado. A los partes que le dirigía el jefe de esa expedición acompañando diarios de observaciones astronómicas, de navegación, de marchas difíciles y sin precedentes en el país, el ministro respondía con simples acuses de recibo, y la prensa ministerial con diatribas tendientes a demostrar que la expedición fracasaría porque el Gobierno le negaba su apoyo al que la dirigía. Y como viese que, a pesar de todo, y sin manifestar en modo alguno su desagrado, Rozas continuaba con éxito singular esa campaña, el ministro se propuso entonces desbaratar el ejército expedicionario fomentando la sublevación de los indios reducidos en Tapalqué y Salinas, y de algunos de los jefes y oficiales de su devoción que en el ejército formaban.

Si bien estas medidas le enajenaron la voluntad del partido federal, el gobernador Balcarce y su ministro consiguieron formar un núcleo en la legislatura, y atraerse algunos hombres de relativa importancia, como Ugarteche, Cabía, Del Campo, Cernadas, Martínez, Rubio, Galván, Zavaleta, Navarro, Valencia, Bustamante, Barrenechea, etc., quienes con los generales Iriarte, Olazabal y Espinosa, iniciaron la formación del partido de los lomo-negros, así llamados por el color de las listas de candidatos a representantes que el Ministerio se propuso hacer triunfar en las elecciones próximas. El día 16 de Junio fueron a las urnas los federales, fiados en su gran mayoría, y los lomo-negros, fiados en el apoyo oficial que se pronunció desde las primeras horas de la mañana. El elemento militante de estos últimos, dirigido por el general Olazabal en persona, tomó posesión a viva fuerza de los comicios de la Concepción, San Nicolás, Piedad, San Telmo y Balbanera, lo que ocasionó desórdenes sangrientos. Restablecido el orden y cuando los federales llevaban el triunfo, el Poder Ejecutivo mandó suspender las elecciones (9).

En esos días el general Olazabal presentó en la legislatura un proyecto para derogar los decretos de los años de 1829 y 1833 restrictivos de la libertad de imprenta y restablecer la ley de 8 de Mayo de 1828. «La Patria, dijo al fundarlo, exigió grandes sacrificios para reconquistar las libertades que le fueron arrebatadas ignominiosamente; es, pues, esta misma patria, libre hoy de traición y discordia, que reclama de los depositarios de sus más sagrados derechos, la remuneración de tantos sacrificios. Oigamos, señores, el grito de la razón ilustrada por ellos, sentidos por nuestra propia experiencia; y encargados, como estamos, del depósito sagrado de las libertades públicas, recordemos, a fin de conservarlas, que hemos dado ante el Eterno y la Patria el sagrado Juramento de sostenerlas» (10). Los partidos militantes se posesionaron de la hermosa libertad de la palabra escrita, que tan fácilmente se desnaturaliza cuando quien usa de ella no posee la ecuanimidad o el patriotismo necesario para subordinar sus pasiones al supremo interés del bien publico. Por un momento se pensó que continuaría en Buenos Aires el movimiento de ideas progresistas que tan luminosos rastros dejó la prensa periódica del 1821 al 1827. Pero... habían hecho su época El Centinela, La Abeja Argentina, El Ambigú, El Tribuno, El Argos, El Mensajero Argentino, que propagaron la revolución social elaborada por Rivadavia, y los principios del régimen representativo federal por obra de Dorrego. La prensa del año de 1833 perseguía tan sólo los propósitos inmediatos de la opinión que la empujaba. No doctrinaba; estimulaba el absolutismo que excluía al adversario del Gobierno, en razón del precedente bárbaro, que había creado cada partido político cuando estuvo en el poder. Hacía de lado las ideas orgánicas, para discutir los conatos de los hombres y las aspiraciones de las muchedumbres. Y estos conatos y estas aspiraciones reducíanse a conservar las cosas de modo que presentasen las mayores facilidades a los personajes o Jefes de partido a quienes respectivamente exaltaban. Sobre esto únicamente versaba la diferencia que mantenía en dos campos intransigentes a la prensa del año de 1833. En ello iba aparejado su propio proceso; pues más valía no hacer alarde de la libertad de imprenta que ejercitarla para fines tan limitados como serviles.

De una parte El Constitucional, El Defensor de los, derechos del pueblo, El Amigo del país, El Patriota, El iris, El Conciliador y una multitud de papeles sueltos que descargaban granizadas contra el partido federal y contra Rozas entre alardes licenciosos. De otra parte, La Gaceta Mercantil, El Restaurador de las leyes. El Diario de la tarde, El Rayo, El Federal Neto y una barahunda de hojas que acusaban el mal gusto de la época, estrujado por la noción más vulgar de la decencia publica, que fustigaba al ministro Martínez principalmente, a Balcarce y a los lomo-negros. Y que todo salía de su quicio lo indica, entre otras hechos, el de que los hombres del Gobierno atizaban el escándalo descendiendo a esas hojas para recoger los insultos de los opositores, como lo hacía el arrogante general don Félix de Olazábal o el propio ministro omnipotente Martínez, quien en gruesos caracteres publicaba el siguiente reto: «Mientras que la vida publica del Ministro de la Guerra sea la de un patriota enemigo de la tiranía, amigo de las leyes y de todas las libertades publicas, la privada se le importa muy poco que se la saquen, porque llegado el caso el telón se correrá y sin tapujo alguno (porque no los usa) publicará la de todos los enemigos de la libertad, firmando como lo hace ahora Martínez» (11).

A medida que crecía la agitación contra el Gobierno, la prensa se excedía en virulencia. Todos los hombres públicos, sus esposas, familias y actos privados, sirvieron de blanco a los ataques de ese monstruo político que destruye las reputaciones y escarnece la libertad, llamado prensa licenciosa. El escándalo llegó al colmo cuando al anuncio del Defensor de los derechos del pueblo, de que el partido gubernista había de luchar brazo a brazo el día de las elecciones para integrar la legislatura, respondía franca y resueltamente El Restaurador de las leyes: «no hay transacción; el pueblo porteño no capitula. La opinión publica no cede a los caprichos de un oriental» (12). En presencia de la crisis latente y ante la perspectiva de que se renovasen los estragos de la anarquía, varias comisiones de notables representaron al gobernador Balcarce la alta conveniencia de que diese un corte a la situación dejando que la legislatura se integrase con hombres conocidos de ambos partidos y formando un ministerio mixto del que no formase parte el general Martínez. El Restaurador de las leyes que había respetado al gobernador Balcarce en lo más recio del combate, recordable sus antecedentes y compromisos y agregaba: «...Volved, señor, sobre vuestros pasos...aprovechad del aprecio que aun se os conserva: este es el único camino para salvaros y para salvar a la Provincia. Todavía es tiempo» (13).

Pero Balcarce se mantuvo inaccesible a estas indicaciones que cualquiera en su situación habría atendido para no fracasar estérilmente. Con su negativa a todo avenimiento recrudeció la agitación y la procacidad de la prensa opositora, lanzada en el terreno revolucionario para demostrar que el Gobierno no llenaba su misión. Por su parte el Gobierno acuarteló sus fuerzas, aseguró los cargos militares en jefes de su devoción y ordenó al Fiscal de Estado que acusase los diarios que abusaban de la libertad de imprenta. El fiscal doctor Pedro J. Agrelo acusó un diario ministerial y cinco oposicionistas, entre los que se contaba El Restaurador de las leyes. Esta acusación presentó la oportunidad para producir el desenlace que perseguían los elementos políticos más poderosos que actuaban por entonces en Buenos Aires. En la madrugada del 11 de Octubre, que era el día designado para la reunión del Jujuy que debía conocer de aquella acusación, fijóse en los puntos más céntricos de la ciudad y en los suburbios grandes carteles donde se anunciaba que a las diez de la mañana se iba a juzgar a El Restaurador de las leyes, « equívoco malicioso cuya perfidia se deja traslucir de suyo y no necesita comentario », según decía el gobernador Balcarce al dar cuenta de esos sucesos a la legislatura (14). Mucho antes de la hora fijada para el juicio, las galerías de la casa de justicia (Cabildo) fueron ocupadas por grupos numerosos que obedecían órdenes de jefes y vecinos conocidos. Cuando el jurado comenzó a funcionar la reunión pasaba de dos mil ciudadanos. El ministro Martínez mandó redoblar la guardia de la cárcel (que estaba en el primer piso del Cabildo) y formó las fuerzas que había reconcentrado en el Fuerte. La guardia veterana quiso desalojar a las gentes de las galerías, pero los que llevaban la dirección del movimiento popular manifestaron su firme resolución de permanecer allí. El oficial mandó cargar las armas. Alguien anunció que el Juicio no podía tener lugar por falta de Jurados. Entre protestas de los unos y amenazas de los otros, los ciudadanos retrocedieron hasta la pirámide de Mayo, Un mendigo prorrumpió en gritos de viva el Restaurador de las leyes La guardia veterana desplegó en batalla. Dos gendarmes se apoderaron del mendigo. Entre el choque de las armas y las inauditas vociferaciones que se confundían sucesivamente como espumas bramadoras de un mar embravecido, esa masa de hombres a pie, a caballo, se precipitó fuera de la plaza en dirección a Barracas, donde se organizó militarmente. Al día siguiente llegaron allí considerables grupos de ciudadanos armados y muchos jefes y oficiales, quienes aclamaron jefe del movimiento al general Agustín de Pinedo (15).

Y las medidas de represión que tomó el Gobierno inmediatamente no le dieron resultado. El mismo día 12 ordenó al general Espinosa que batiese a los revolucionarios, pero después de un corto combate cerca del río de Barracas, aquel jefe se vio obligado a replegarse a la ciudad dejando que estos últimos se apoderasen de las armas que guardaba el comandante militar de Quilmes. El general Izquierdo y el coronel Cortina, a quienes ordenó que batiesen las fuerzas que comandaba el general Prudencio Rozas, se pronunciaron por la revolución, de modo que al gobierno no le quedó más fuerza que la que guarnecía la Ciudad y la que comandaba el general Juan Manuel de Rozas, a quien comunicó todo lo ocurrido, según lo anticipó a la legislatura. Esta nombró una comisión para que se entendiese con el jefe de las «fuerzas disidentes» a fin de evitar la efusión de sangre. Después de acordar una suspensión de hostilidades, el general Pinedo manifestó a la comisión que el fin de los ciudadanos armados era elevar una petición a la legislatura para que el general Balcarce, cuyos actos calificó de tiránicos, bajase del mando aunque resoluciones espontáneas serían referentes a las que debiesen su origen al uso del derecho de petición» (16).

En este estado de la cuestión, el ministro Martínez ordenó al general Espinosa que se pusiese en marcha sobre el Puente de Márquez venciendo los obstáculos que encontrase. El gobernador Balcarce, por su parte, respondió a la comisión de la legislatura que contaba con medios suficientes para contener a los sublevados. La legislatura dejó a la responsabilidad del Poder Ejecutivo la elección de los que emplease con tal objeto, y se sometió de buen o de mal grado al rol que le asignasen los sucesos. El día 20, después de infructuosas salidas del general Olazábal al frente de una columna de infantería, las fuerzas revolucionarias estrecharon el asedio de la Ciudad. El general Pinedo dirigió una nota al gobernador Balcarce en la que invocaba el patriotismo para pedirle que renunciase el cargo; y como el ministro Martínez le ordenase que se abstuviera de dirigir comunicación de ninguna especie al Gobierno, y el general Olazábal declarase al enviado que diputó con el mismo objeto que el único medio de conciliación era el desarme de los sublevados, Pinedo elevó a la legislatura una exposición de los hechos ocurridos desde el día 11 de Octubre, declarando que, habiendo agotado todos los medios de conciliación, se veía obligado a tomar la ofensiva (17). Todavía otra comisión compuesta del general Díaz Vélez y de don Gervasio Rozas se entendió con don Braulio Costa y don Félix de álzaga para conferenciar con Balcarce y los notables que éste convocó. Balcarce, que conservaba su cargo únicamente a instigaciones de su ministro Martínez, ofreció renunciarlo al día siguiente. Pero al día siguiente prevaleció la influencia de Martínez. (18).

Al amanecer del 1° de Noviembre, los revolucionarios avanzaron sobre la Ciudad por el norte, sur y oeste simultáneamente ocupando algunas plazas y alturas importantes. El cañón del Fuerte anunció al pueblo el peligro. A medio día el Gobernador elevó un mensaje a la legislatura en el que, al dar cuenta de lo ocurrido, manifestaba contar «como uno de los medios principales para conservar las libertades publicas y el orden constitucional con la obediencia, influjo y patriotismo del comandante general de campaña y con el poder moral y material del ejército que bajo sus órdenes obra contra los indios salvajes.» La legislatura obtuvo todavía otra suspensión de hostilidades del general Pinedo. El Gobernador aprovechó el momento para producir lo que podía llamarse su testamento político, en un último mensaje en el que, subordinándose a las circunstancias y reclamando medidas de orden publico para evitar choques y antagonismos entre los defensores del Gobierno y los revolucionarios, declara que bajo tal condición «se somete a la resolución que la Honorable Sala adopte sobre el cese de su destino». Y como para justificar la necesidad de una dilatoria en tal sentido y sincerarse de lo que los federales le atribuían presentando casos concretos, agrega: «Hace algún tiempo los sublevados manifestaban como principal objeto de sus miras sediciosas, vindicar la reputación del comandante general de campaña brigadier don Juan Manuel de Rozas, cuyo crédito imputaban al Gobierno se esforzaba en deprimir. Entretanto, la temeridad de esta inculpación no puede ser más notoria. Al fijarse el Gobierno en este suceso y, al ver, por otra parte, figurando entre los sublevados a muchos amigos y beneficiados de aquel general, y también a varios miembros de su familia, considero que la maledicencia mancharía la reputación de aquel distinguido ciudadano, presentándolo ante el mundo como cómplice de las maquinaciones de los que han subvertido el orden público. Desde entonces creyó necesario a la conservación del buen nombre de aquel digno jefe, que se pronunciara de un modo perentorio sobre este suceso escandaloso. De aquí la repetición con que el gobierno se ha instruido de estas ingratas ocurrencias. De aquí la necesidad, que el Gobierno cree subsiste todavía, de esperar la resolución del comandante general. » (19). Simultáneamente con ésta, la legislatura recibió otra nota en la que el general Pinedo, al recapitular los actos de hostilidad, que sin resultado producía el ministerio de la guerra, se preguntaba: «¿Qué espera el general Balcarce? ¿No concibe que no pueda mandar ya? El sur, el oeste y el norte de la ciudad se han pronunciado contra él...» La legislatura, comprendiendo que aquello no podía prolongarse más sin efusión de sangre, en su sesión de ese mismo día 3 de Noviembre, admitió el encargo del Gobernador de deliberar sobre la continuación de éste en el mando, y nombró para reemplazarlo al general Juan José Viamonte, quien se recibió del gobierno el día 4 (20).