Etapas históricas de la educación argentina
Segunda Etapa: Educación popular
 
 

La época de los reyes de la casa de Borbón, del redescubrimiento de América y la crisis del imperio español (siglo XVIII y comienzos del XIX), se caracterizó por la irrupción de las nuevas ideas liberales, del Iluminismo o la Ilustración, que sostenían los principios de la libertad personal, la igualdad y la fraternidad entre los hombres, la soberanía popular, el progreso material y la tolerancia religiosa, lo cual llevaba implícito la necesidad de impulsar la educación popular. De acuerdo con esta tendencia, en Buenos Aires se crearon los Reales Estudios y posteriormente el Real Colegio Convictorio Carolino, con miras a la fundación de una universidad que por el momento no llegó a concretarse. Por otra parte, el abogado Manuel Belgrano, nombrado por la Corona secretario perpetuo del Consulado de Buenos Aires, fundó las Escuelas de Náutica y de Dibujo.


En esta etapa de la educación argentina se mantuvieron, en general, las características del hombre argentino señaladas para la época anterior pero, como con el cambio de dinastía en España, penetraron en la península las nuevas ideas, que luego se difundieron en América, fue necesario establecer vallas de contención que canalizaran su influencia dentro de los límites precisos de la doctrina cristiana. Así fue que, sin subestimar los criterios tradicionales, se concedió mayor importancia a la formación práctica y a la educación de la mujer, como se puso de relieve en las ideas volcadas por Belgrano en las célebres Memorias del Consulado de Buenos Aires y en sus realizaciones concretas, que hemos mencionado. Esta nueva actitud también se puso de manifiesto en la obra llevada a cabo por el obispo del Tucumán, fray José Antonio de San Alberto, que apuntó a una educación de carácter pragmático. Asimismo, se procuró suavizar los castigos corporales, para lo cual se recomendó a los maestros tratar a sus alumnos con “dulzura, paciencia, bondad y ternura”.



El pragmatismo pedagógico


Como hemos dicho, las nuevas ideas repercutieron en el campo de la educación, con una marcada orientación laicista, que procuró erradicar la influencia de la Iglesia católica y del clero, en particular. Los filósofos de la Ilustración o del Iluminismo, que propiciaron este cambio, sostenían que las causas o los efectos de la conducta humana debían encontrarse en las leyes naturales antes que en la voluntad de Dios, para lo cual las personas debían guiarse por la razón y no por la autoridad.


Fruto de todas estas preocupaciones fue el Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, más conocido como la Enciclopedia, que comenzó a publicarse en Francia en 1751 y en cuya redacción participaron Diderot, D'Alembert, Condillac, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Turgot y otros pensadores. La Enciclopedia fue un eficaz instrumento de difusión de las nuevas ideas y, a la vez, inspiradora de una nueva corriente educativa, que también tomó elementos de la fisiocracia, doctrina económica elaborada por Francisco Quesnay, que sostuvo que toda la riqueza provenía de la tierra, por lo que sólo el agricultor era el productor auténtico. Los fisiócratas admitían la existencia de la monarquía absoluta y entendían que el rey debía vigilar el cumplimiento de la ley natural. Dentro de esta concepción, se atribuyó al Estado la obligación de ocuparse de la educación popular, con una orientación pragmática, que permitiera a los educandos desempeñarse con eficacia en el mercado del trabajo.


En España, Gaspar Melchor de Jovellanos sostuvo, en su famosa Memoria sobre la educación pública, “que las primeras letras son la primera llave de toda instrucción”. A lo que añadía: “Ellas serán entonces la verdadera educación popular. Abridle así [a la masa] la entrada a las profesiones industriosas y ponedle en los senderos de la virtud y de la fortuna”1. Y en el Río de la Plata, Belgrano, imbuido de las ideas de la fisiocracia, escribió en las Memorias del Consulado que: “Uno de los principales medios que se deben aceptar [...] son las escuelas gratuitas [...] allí se les podría dictar buenas máximas e inspirarles amor al trabajo, pues en un pueblo donde no reina éste, decae el comercio y toma su lugar la miseria [...]”2. Asimismo, el obispo del Tucumán, fray José Antonio de San Alberto, bregó desde su cargo por la educación popular y la enseñanza práctica. En sus cartas pastorales, dirigidas a la feligresía de su diócesis, expresó claramente que “el que no sabe leer ni escribir es un ser inútil y perjudicial, tanto para la sociedad como para la religión. Además sostuvo que era necesario “dar a cada uno un oficio, que esté de acuerdo con su naturaleza y talento”3.



El Colegio de Niñas Huérfanas de Buenos Aires


En 1727, por iniciativa de Juan Guillermo González y Aragón, se fundó en Buenos Aires la Hermandad de la Santa Caridad del Niño Jesús, la que, si bien en un principio se dedicó exclusivamente a dar cristiana sepultura a quienes morían sin dejar deudos, por iniciativa del hermano mayor Francisco Alvarez Campana, incorporó a sus actividades la educación, mediante la creación, en 1755, de un Colegio de Niñas Huérfanas, con el nombre Nuestra Señora de los Remedios, protectora de la Hermandad.


Como rectora del nuevo establecimiento, nombró Alvarez Campana a Teresa Basan, educada con las monjas catalinas en el convento que fundara en Córdoba Leonor de Tejeda. El Colegio comenzó a funcionar el 20 de noviembre de 1755 y se componía de dos salas altas y seis bajas, otra sala para enfermería, un refectorio, un salón, zaguán y puerta a la calle, que servía de escuela pública de niñas que concurrían a instruirse en la doctrina cristiana y a aprender a leer y escribir, coser y otras habilidades femeninas. Constaba, además, de tres patios espaciosos, con corredores que servían para las labores de las niñas y de cinco divisiones con destino a la habitación de las huérfanas y colegialas mulatas. En cuanto al número de alumnas, había en aquel momento 52 niñas españolas o indias y 15 mulatas, siendo considerable el número de postulantes por las ventajas que ofrecía el Colegio.


Con respecto a la distribución horaria que se observaba en los actos de piedad, instrucción cristiana y atenciones propias del sexo, era la siguiente: comenzaban a las cuatro y media de la mañana en verano y cinco y media en invierno, con misa y rezo de una parte del rosario, en lo que empleaban una hora; desde ésta hasta las once y media se ocupaban en sus respectivas labores y escuelas, que cesaban para dar de comer a las enfermas del Hospital de Mujeres anexo y ayudar a las destinadas a su asistencia. Luego seguían al refectorio, donde durante la comida se leía un libro espiritual y concluida aquélla se retiraban a descansar hasta las dos de la tarde, en que volvían al coro a rezar otra parte del rosario. Seguía un cuarto de hora de oración y después continuaban sus labores y enseñanza como por la mañana, repitiendo la asistencia a las enfermas. Al atardecer volvían al Coro para rezar la tercera parte del rosario. Después tenían examen de conciencia y un cuarto de hora de oración, pasando el resto de la noche, hasta el tiempo de cenar, en la lectura espiritual y ocupaciones de beneficio común. Después de la cena, en que se guardaba la misma distribución que al mediodía, se tocaba a las nueve a silencio y reposo. Cada ocho días tenían comunión y, asimismo, en las festividades particulares y solemnes.


En el Colegio funcionaba también una escuela externa, en la que se enseñaba a leer y escribir a las niñas autorizadas por sus padres, puesto que en aquella época tal aprendizaje se consideraba peligroso para las mujeres. A seis kilómetros del centro de la ciudad, en el actual barrio de Floresta, la Hermandad disponía de una chacra que servía de lugar de expansión para las huérfanas.


El Pbro. Dr. José González Islas, hijo del benemérito fundador, se desempeñó como capellán de la Hermandad y director del Colegio, desde 1744 hasta su muerte, acaecida en 1801. Tanto el Colegio, como la Hermandad, subsistieron a la Revolución de Mayo, hasta que, al poner en ejecución el ministro Bernardino Rivadavia su plan de reformas eclesiásticas durante el gobierno de Martín Rodríguez en la provincia de Buenos Aires, fueron suprimidos por decreto del 1º de julio de 1822.



Los Reales Estudios


Pocos años antes de la creación del Virreinato del Río de la Plata, en 1771, el entonces gobernador de Buenos Aires, Juan José de Vértiz y Salcedo, pidió opinión a los cabildos eclesiástico y secular acerca del progreso de la educación en la ciudad de Buenos Aires y la posibilidad de aplicar los bienes de los jesuitas expulsos para ese fin. El cabildo eclesiástico cuya respuesta fue redactada por el canónigo Juan Baltasar Maziel propuso crear un colegio convictorio y una universidad. Inclusive, sugirió que “el Patrón y titular de la Universidad, será en obsequio del nombre de nuestro Soberano, el glorioso Arzobispo de Milán San Carlos Borromeo [...]”4. A su vez, el cabildo secular coincidió con esta opinión y propuso, además, trasladar la Universidad de Córdoba a Buenos Aires. Consecuentemente, al año siguiente, como primer paso, el 10 de febrero se abrieron los Reales Estudios con la dirección de Maziel que había estudiado teología en Córdoba y luego se había graduado en derecho civil y canónico en la Universidad de Santiago, en Chile en el local que había ocupado el Colegio Grande o de San Ignacio de los jesuitas, cerrado, como hemos dicho, en 1767, con motivo de la expulsión de los religiosos decretada por Carlos III.


En los Reales Estudios funcionaron un curso de primeras letras y un aula de gramática. José Manuel García se desempeñó como maestro en el primero y el presbítero Cipriano Villota, con el mismo carácter, en la segunda. Poco después, el presbítero Carlos José Montero fue designado maestro de filosofía. Al año siguiente de su creación, el procurador general Manuel de Basavilbaso informaba que asistían 232 alumnos de primeras letras, 89 de gramática y 17 de filosofía. En 1776 se establecieron, además, tres cátedras de teología y se aprobaron los estatutos, redactados por el canónigo Maziel.



El Real Colegio de San Carlos


Siete años después, en 1783, habiendo sido nombrado Vértiz virrey, sobre la base del colegio de Reales Estudios, se inauguró, el 3 de noviembre, el Real Colegio Convictorio Carolina o de San Carlos, con más de 80 alumnos inscriptos. Sus constituciones establecían que el Colegio estaría a cargo de un rector, que debía ser clérigo y nombrado por el virrey. Los estudios eran de artes y teología, como en Córdoba. Cabe señalar que el 12 de abril anterior se había inaugurado el Colegio Seminario Conciliar de San Carlos de la Asunción, en el Paraguay, en un acto que fue presidido por el entonces gobernador de esa jurisdicción, Pedro Melo de Portugal, futuro virrey del Río de la Plata.


Las primeras autoridades del establecimiento de Buenos Aires fueron los presbíteros Vicente Anastasio Juanzarás y Escobar, rector; Marcos Salcedo, vicerrector y Pantaleón Rivarola, regente de estudios. El canónigo Maziel, a quien el historiador Juan Probst llama “el maestro de la generación de Mayo”5, continuó desempeñándose como cancelario. En 1786 falleció Juanzarás a temprana edad y fue reemplazado por el padre Luis José Chorroarín, canónigo de la catedral de Buenos Aires. Dos años más tarde murió Maziel y le sucedió el doctor Montero, como cancelario y primer catedrático de teología, quien renunció en 1804, por lo cual los cargos de rector y cancelario quedaron concentrados en Chorroarín. El régimen del Colegio era de internado y muy estricto. Según cuenta su exalumno Manuel Moreno: “A las cinco de la mañana los despiertan en verano para ir a la capilla a hacer oración mental y oír la misa, y en invierno a las siete. Comen en una mesa común, entretenidos por la importuna lectura de un libro devoto [...]”6. Expresión, esta última, que revela un espíritu anticlerical. El día de San Carlos Borromeo se celebraba en forma solemne en la capilla.


Los alumnos vestían uniforme y eran enseñados a tener buenos modales y acostumbrados al trato con personas distinguidas. Para ingresar en el Colegio debían ser cristianos viejos (no conversos), de buenas costumbres, saber leer y escribir y haber cumplido diez años de edad por lo menos. Una vez inscriptos, debían pagar la pensión puntualmente, aunque había algunas becas de gracia y becas extraordinarias para los de escasos recursos. No obstante, el Colegio tuvo dificultades para subsistir, por lo cual, la Junta de Temporalidades que administraba los bienes de los jesuitas expulsos le entregó la estancia de Areco y la chacarita (chacrita) del Colegio de San Ignacio, que habían pertenecido a la Compañía. En esta última pasaban las vacaciones de verano los alumnos del Colegio. Durante el mes de enero y parte de febrero los colegiales se trasladaban a la chacarita. El año escolar comenzaba el miércoles de ceniza y se extendía hasta el 6 de noviembre. La iniciación de los exámenes tenía lugar a partir del día 20 de ese mes. Las constituciones del Colegio, aprobadas el 9 de diciembre de 1783, autorizaban castigos corporales por faltas graves, los más frecuentes eran azotes, y, en casos extraordinarios, el cepo, aunque se prefería enviar al culpable a la casa de sus padres. La Constitución 17º, decía expresamente: “procurarán no aplicar con frecuencia el castigo de azotes cuando contemplen que por medio de otros penales ejercicios se pueden remediar sus faltas [...]”.


El Colegio era de estudios preparatorios, por lo que se cursaban en él: teología dogmática, teología escolástica, sagrados cánones y escrituras sagradas, además de gramática, filosofía y latín. El curso de filosofía duraba tres años y el de teología, cuatro. Los profesores en un principio fueron nombrados directamente por el virrey, pero luego, por concursos de oposición extremadamente rigurosos, lo que originó una sana competencia y un movimiento intelectual de proporciones. Las oposiciones duraban aproximadamente una semana y constituían una verdadera “justa solemne de inteligencia”, según la expresión de Guillermo Furlong, que tenía lugar en la iglesia de San Ignacio. Salvo la cátedra de teología, que era a perpetuidad, las demás se renovaban cada tres años.


Los alumnos eran también entrenados en la defensa de tesis. Los días jueves, viernes y domingos había debates. Los temas se sacaban en suerte con una semana de anticipación. En 1788 había 95 alumnos de gramática, 65 de filosofía y 55 de teología, que hacían un total de 225, por lo cual, en un informe enviado a España, se resaltaba “los muchos y graves perjuicios que se siguen de que los estudiantes después de concluidos pasen a Córdoba, Chile y La Plata [Charcas] a recibir los grados de doctor, insumiendo en estos viajes crecidos gastos con perjuicios de sus familias”, por lo cual se solicitaba que el Real Colegio de San Carlos pudiera conceder grados universitarios.


El Colegio perduró hasta 1807 en que, con motivo de la segunda invasión inglesa al Río de la Plata, fue desalojado y se transformó en cuartel del Regimiento de Patricios. A partir de entonces el Seminario Conciliar se hizo cargo de la educación de los jóvenes. En 1813 se unificó oficialmente el Colegio Seminario con el de San Carlos.


Desde el punto de vista ideológico, el Colegio no parece haber ejercido influencia sobre los protagonistas de la Revolución de Mayo, aunque no cabe duda que en sus claustros se discutieron las nuevas ideas de la Ilustración. Por sus aulas pasaron, entre otros, Cornelio Saavedra, Mariano Moreno, Juan José Paso, Manuel Belgrano, Bernardino Rivadavia, Francisco Castañeda, Antonio Sáenz, Tomás Manuel de Anchorena y Manuel Dorrego, que tuvieron como profesores a figuras de relieve, como Mariano Medrano, Diego Estanislao Zavaleta y José Valentín Gómez.



El Colegio de la Enseñanza


En febrero de 1780, las religiosas de Santa Clara, María Josefa Madariaga, Alfonsa Vargas Lescano y Teresa Sotomayor, procedentes de Santiago de Chile, iniciaron en la ciudad de Mendoza, las actividades del Colegio de la Enseñanza, o de María, o de la Compañía de María, que se estableció en un predio situado entre las actuales calles Córdoba, José F. Moreno, Corrientes y Salta. El edificio que se levantó al efecto, estuvo terminado recién en 1803.


La iniciativa de esta creación fue de Juana Josefa de Torres y Salguero, oriunda de la ciudad de Córdoba que, al quedar viuda del general Bartolomé Ugalde, se trasladó a Santiago de Chile para ingresar en el monasterio de Santa Clara, pero no pudo hacerlo por su precaria salud, por lo cual pasó a Mendoza, con la intención de instalar un monasterio, que estaría a cargo de religiosas de la Compañía de María, congregación fundada en Burdeos, Francia, en 1607, por la beata María Juana de Lestonnac, a semejanza de la Compañía de Jesús. Como no fue posible traer a estas religiosas de Europa, recurrió a las de Santa Clara de Chile.


En el Colegio de la Enseñanza se recibían alumnas de todos los sectores sociales. Además existía una dependencia especial para las esclavas y otra para las indias adultas.



Los Colegios de Niñas Huérfanas de Córdoba y Catamarca


José Antonio de San Alberto nació en el Fresno, provincia de Aragón, España, el 17 de febrero de 1727. Luego de cursar las primeras letras, se sintió llamado por la vocación religiosa y después de aprobar los estudios correspondientes fue consagrado sacerdote en la orden de los carmelitas descalzos en 1742, en el Convento de San José de Zaragoza. A partir de entonces realizó una brillante carrera eclesiástica, que lo llevó a desempeñar importantes cargos, como el de prior general y procurador de los conventos de su orden. Fue, además, predicador de Su Majestad y examinador sinodal del arzobispado de Toledo. Posteriormente, el rey Carlos III le ofreció el obispado de Cádiz, que no quiso aceptar; en cambio, se avino a ocupar la diócesis del Tucumán, en el lejano Virreinato del Río de la Plata. Llegó a estas tierras en 1780 y luego de asumir sus funciones, emprendió una intensa labor, a la vez apostólica y educativa. Ante todo, se propuso inculcar en el clero la vocación docente, obligando a los sacerdotes a perfeccionar sus conocimientos. “No es bastante la santidad sola para entrar en el ministerio -afirmaba-, son menester también la ciencia y la doctrina”7.


Con el apoyo del virrey Vértiz, inauguró en 1782 el primer Colegio de Niñas Huérfanas en la ciudad de Córdoba, que encomendó a las hermanas terciarias carmelitas descalzas de Santa Teresa de Jesús, entre las que se recuerdan los nombres de las hermanas María Josefa de los Dolores Echeverría, Feliciana de Santa Teresa, María de las Mercedes Cañete y María Ignacia de San José Yedros; y, posteriormente, en 1783, otro semejante en Catamarca, que puso a cargo de mujeres seglares, las hermanas Agustina, Juana Rosa y María Manuela Villagrán. Estos Colegios donde aplicó una verdadera pedagogía del huérfano, como la denomina Alberto Caturelli 8 tenían por objeto “familiarizar a los educandos con el trabajo y dar a cada uno aquel oficio que corresponda a su naturaleza y a su talento”. El obispo San Alberto pretendía que los niños fueran “labradores industriosos, artesanos diestros, comerciantes ingeniosos y, en una palabra, otras tantas manos fuertes que, aplicadas al cultivo, a las manufacturas y al comercio, preparen al Estado y a la Patria, en lo sucesivo, la abundancia y la felicidad”9.


Para ser utilizado en sus colegios, publicó un Catecismo civil, con lo cual culminó su obra en la región del Tucumán, ya que en 1784 fue promovido a la arquidiócesis de Charcas. Al mismo tiempo, el virrey Vértiz lo nombró visitador de la Universidad de Córdoba, con la misión de redactar sus nuevas Constituciones. El obispo San Alberto mantuvo en dicha Universidad a los franciscanos que, como hemos dicho, habían sucedido a los jesuitas en 1767, con motivo de la expulsión. Esta posición le valió un conflicto con los hermanos Funes Ambrosio y Gregorio, que propiciaban su entrega al clero secular. La cuestión fue zanjada en 1808 por una Real Cédula que separó a los franciscanos de la Universidad. Al año siguiente regresó a España, donde desempeñó un alto cargo. El 25 de marzo de 1804 falleció en Madrid, luego de una larga vida consagrada al servicio de Dios y de sus semejantes.



La Real Academia Carolina de Charcas


Desde 1681 se pudo cursar en la Universidad de Charcas derecho civil y en 1776 comenzó a funcionar la Real Academia Carolina de Jurisprudencia, para formar a los abogados en el ejercicio práctico de la profesión. La Academia fue organizada a partir de su aprobación real, por cédula del 28 de agosto de 1780, con la presidencia de un ministro de la Real Audiencia de aquella ciudad altoperuana. Para redactar sus Constituciones, se tomaron como modelo las de la Academia similar de Santiago de Chile.


En la Academia de Charcas, luego de rendir un examen de admisión, ingresaban los abogados, a quienes se entregaba un resumen de los casos que había considerado el Tribunal de la Real Audiencia, para que éstos lo resolvieran, previa distribución de roles, como demandante y demandado. El curso duraba tres años, lapso que se consideraba suficiente para adquirir la necesaria experiencia profesional.



Belgrano propulsor de la educación


Otro gran propulsor de la educación en esta etapa fue Manuel Belgrano, que nació en Buenos Aires el 3 de jumo de 1770. Luego de haber aprobado las primeras letras, siguió sus estudios preparatorios en el Real Colegio de San Carlos. En 1786 viajó a España, donde se inscribió en la Universidad de Salamanca para completar sus estudios superiores en derecho. Sin embargo, atraído por las nuevas ideas de la Ilustración, se trasladó a Madrid, donde se entusiasmó con la doctrina económica de la fisiocracia, que propugnaba el desarrollo de la educación popular para el mejoramiento de las tareas agrarias. Allí se vinculó con Pedro Rodríguez conde de Campomanes y con Gaspar Melchor de Jovellanos, quienes por entonces lideraban un movimiento renovador de la educación. También recibió la influencia del abate Benito Jerónimo Feijóo introductor del realismo pedagógico en España, quien valorizaba la ciencia experimental en contraste con el predominio del verbalismo en la enseñanza tradicional. Posteriormente reanudó sus estudios de derecho en la Universidad de Valladolid, donde se graduó de bachiller en leyes y en 1793 obtuvo el título de abogado.


Ese mismo año, el rey Carlos III lo nombró secretario perpetuo del Real Consulado que debía instalarse en Buenos Aires, por lo que emprendió el regreso a su ciudad natal donde, al año siguiente, asumió el cargo asignado. Como parte de sus obligaciones, anualmente debía redactar una Memoria que se leía al abrir las sesiones de la corporación, circunstancia que aprovechó para dar a conocer sus ideas renovadoras, inspiradas en la fisiocracia, aunque adaptadas a la realidad rioplatense. De esta manera, en una región donde predominaba la ganadería, propuso el fomento de la agricultura, la industria y el comercio; y, en particular, la introducción del cultivo del lino y del cáñamo y el establecimiento de curtiembres. Para facilitar el desarrollo de estas actividades, se pronunció por la promoción de la educación técnica de la juventud y de los adultos y la elevación de la condición social de la mujer, mediante la educación. Particular atención merece la Memoria que leyó el 15 de junio de 1796 que, según Esteban Fontana, “lo consagra como una de las mentes más claras que haya tenido nuestro país en materia educacional” 10 En este documento, entre otros aspectos, propicia la creación de una escuela práctica de agricultura y de escuelas gratuitas para niñas.



Las Escuelas de Dibujo y de Náutica


Por iniciativa de Belgrano, el 29 de mayo de 1799 se instaló en Buenos Aires una Escuela de Dibujo, con la dirección del escultor y tallista español Juan Antonio Gaspar Hernández, cuya denominación completa era Academia de Geometría, Perspectiva, Arquitectura y toda especie de Dibujo. Hernández se comprometió a ser el maestro director “sin estipendio alguno”, hasta que se hallaran los fondos suficientes para sostenerla. Esta Escuela, que funcionó en una de las salas del edificio del Consulado, llegó a tener 64 alumnos y subsistió hasta fines de 1800, en que se cerró por real orden del rey Carlos IV del 4 de abril de ese año, que adujo razones de economía. En cuanto a Hernández, cabe agregar que era considerado el maestro tallista de la ciudad. A él se le deben, por ejemplo, el retablo y la imagen de la iglesia de San Nicolás.


Debido al empeño de Belgrano, el 11 de noviembre del mismo año 1799 comenzó a funcionar, también en Buenos Aires, una Escuela de Náutica, cuyo director fue el ingeniero Pedro Cervino y subdirector el piloto agrimensor Juan Alsina. En su organización la Escuela siguió el modelo de los establecimientos similares existentes en España. Como patrono se nombró a San Pedro González Telmo, que ya lo era de la Escuela de Cádiz. La Escuela de Náutica funcionó en el edificio del Consulado, junto con la Escuela de Dibujo. En ella se enseñaban elementos de aritmética y álgebra y nociones de geodesia y cosmografía. El plan abarcaba cuatro años de estudios, que incluían ejercicios prácticos en embarcaciones. Además de las cátedras, la Escuela contaba con una biblioteca y un archivo de documentos, secciones de investigación para adquirir el conocimiento físico del territorio, un observatorio para determinaciones topográficas y una sociedad de instrucción general anexa a la Academia. Esta Escuela fue clausurada en junio de 1806, debido a que no había contado con la autorización del comandante de Marina de Montevideo que, por razones de jurisdicción, sostuvo que debía depender del Real Apostadero de Marina de esa ciudad. Una real orden del 22 de enero de 1807, dio cuenta de la desaprobación de la Corona a la creación de la Escuela.


En marzo de 1810 Belgrano inició la publicación de un periódico, el Correo de Comercio, de efímera existencia, pues desapareció en junio de 1811, en cuyas páginas también volcó sus preocupaciones por la educación. Con los sucesos que tuvieron lugar a partir de la Revolución de Mayo, Belgrano pasó a formar parte de la Junta de Gobierno como segundo vocal y, de inmediato, por exigencias del proceso revolucionario se transformó en un improvisado militar, convirtiéndose en el protagonista de las importantes campañas al Paraguay, a la Banda Oriental y al Alto Perú. Durante el transcurso de esta última, por su victoria en la batalla de Salta, librada el 20 de febrero de 1813, recibió de la Asamblea reunida en Buenos Aires una donación de 40.000 pesos que destinó a la fundación de cuatro escuelas públicas de primeras letras, para las cuales redactó un reglamento modelo Luego de haber acompañado a Rivadavia en el cumplimiento de una misión diplomática en Europa y de haber ejercido nuevamente el mando del Ejército Auxiliar del Perú, en forma transitoria, falleció en la ciudad de Buenos Aires el 20 de junio de 1820. El historiador Antonino Salvadores considera que Belgrano “es el verdadero propulsor de la educación”, “el verdadero padre de la escuela primaria argentina”11



El Protomedicato y la Escuela de Medicina


Por iniciativa del Dr. Miguel O'Gorman, de origen irlandés llegado al Río de la Plata con la expedición del virrey Pedro de Ceballos, con estudios de medicina realizados en Francia y el título de médico revalidado en Madrid, el 17 de agosto de 1780 se instaló en Buenos Aires el Tribunal del Protomedicato, destinado a otorgar las licencias para el ejercicio de la medicina y, a la vez, velar por la salud pública. El 22 de octubre de 1783, el rey aprobó su creación, aunque dejó en suspenso la designación de O'Gorman, cuya nacionalidad fue objetada. Recién el 1º de julio de 1798 se reconoció el establecimiento definitivo del Protomedicato Independiente de Buenos Aires, y el 18 de septiembre de 1799 inició sus actividades oficialmente.


Bajo su dependencia comenzó a funcionar, el 2 de marzo de 1801, con 14 alumnos, la Escuela de Medicina, según el plan de la Universidad de Edimburgo, en la que se enseñaba medicina, cirugía, farmacia y flebotomía. El cuerpo docente estaba integrado por el protomédico general y los catedráticos, ante quienes debían rendir las pruebas de competencia los médicos, cirujanos, sangradores y farmacéuticos. Los cursos se iniciaban cada trienio y las clases se extendían entre el 1º de marzo y el 20 de diciembre de cada año. Para el ingreso se exigía limpieza de sangre, fe de bautismo y certificación de haber cursado lógica y física experimental. El plan de estudios se desarrollaba en seis años lectivos y abarcaba las siguientes materias: 1er. año: anatomía y vendajes; 2°: elementos de química farmacéutica y filosofía botánica; 3º: instituciones médicas y materia médica; 4º: heridas, tumores, úlceras y enfermedades de los huesos; 5º: operaciones y partos; 6º: elementos de medicina clínica. Los catedráticos dictaban las clases teóricas en sus domicilios particulares y las clases prácticas se daban en el hospital de los padres bethlemitas. Los alumnos eran promovidos mediante exámenes.


Con O'Gorman colaboraron inicialmente Francisco Argerich y José Alberto Capdevilla, como conjueces y examinadores. Además, se desempeñó Joaquín Terrero como segundo examinador de “algebristas, hernistas, oculistas, flebotomianos y parteras”. Después se incorporaron Cosme Mariano Argerich nacido en Buenos Aires y graduado en España, como secretario, conjuez y catedrático de medicina; y Agustín Ensebio Fabre gaditano, cirujano de la Real Armada y médico del Real Colegio de San Carlos, como conjuez y catedrático de anatomía y cirugía. Durante las invasiones inglesas de 1806 y 1807, los estudiantes de medicina se desempeñaron en los improvisados hospitales de sangre para atender a los numerosos heridos. O'Gorman fue jubilado a principios de 1816, sucediéndole en el cargo de protomédico Justo García Valdez.