Etapas históricas de la educación argentina
Tercera etapa: Educación liberal
 
 



Ya en el segundo período de nuestra historia, en la época de la Revolución y de la Independencia (1806-1820), la preocupación absorbente de la guerra, necesaria para alcanzar la soberanía, impidió el desarrollo orgánico de la educación. No obstante, en esta nueva etapa se produjeron algunas iniciativas de importancia, como la supresión de los castigos corporales “bajo las más severas conminaciones” aunque de relativa vigencia y se introdujo el sistema lancasteriano, que facilitó la multiplicación de la acción educativa en el nivel elemental; en tanto que, en el nivel medio, en Mendoza se fundó el Colegio de la Santísima Trinidad, y en Buenos Aires el Colegio de la Unión del Sud, más tarde transformado en el de Ciencias Morales.


Con la Revolución de Mayo se inició una época contradictoria, durante la cual, mientras algunos dirigentes pretendieron alterar el orden tradicional, ya conmovido durante la época anterior, otros trataron de sostener los fundamentos básicos de la nacionalidad consagrados en el período hispánico. Esto se ve claramente reflejado, en lo que se refiere al aspecto educativo, en la actitud del segundo secretario de la Junta, Mariano Moreno, que propició la impresión del Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau aunque expurgado de los delirios religiosos del autor, para reafirmar los derechos del hombre; y, paralelamente, en la decisión del Cabildo de Buenos Aires, de editar el Tratado de las obligaciones del hombre, de Juan de Escoiquiz. Ya en 1807 se había recibido una real orden por la cual se imponía como libro de texto en las escuelas una obra compuesta por el carmelita descalzo fray Manuel de San José, titulada: El niño instruido por la divina palabra, que estaba destinada a exponer las obligaciones para con Dios, para consigo mismo y para con sus semejantes. El libro del presbítero Escoiquiz, que había sido preceptor de Fernando VII y más tarde su ministro y consejero, también señalaba las obligaciones para con Dios, para consigo mismo, para con el prójimo y, por fin, las obligaciones particulares, todo en forma precisamente didáctica. Tal circunstancia demostró el peso de la concepción anterior, que está claramente expuesta en el Reglamento redactado por Manuel Belgrano para las cuatro escuelas que donara con el importe del premio que le otorgó la Asamblea General Constituyente de 1813 por su triunfo en la batalla de Salta.



El Reglamento de Belgrano


El Reglamento está fechado en San Salvador de Jujuy, el 25 de mayo de 1813, y en su artículo 1º establece Belgrano que el fondo de 40.000 pesos que le concedió en premio la Asamblea, por decreto del 8 de marzo de ese año, lo destina “para que con sus réditos se doten cuatro escuelas: una en [San Bernardo de la Frontera de] Tarija, otra en esta Ciudad [San Salvador de Jujuy], y las dos restantes en [San Miguel de] Tucumán y Santiago del Estero”. Estas escuelas, según lo prescripto en el artículo 2º, debían instalarse “bajo la protección, inmediata inspección y vigilancia de los Ayuntamientos”


El artículo 3º contiene una interesante disposición, en virtud de la cual la provisión del cargo de maestro de estas escuelas se haría por oposición. “Cada tres años señala el artículo 4º podrá el Ayuntamiento abrir nueva oposición, y convocar opositores si lo tuviere por conveniente o hubiese proporción de mejorar de maestro. El que ha servido o desempeñado la escuela en igualdad de mérito y circunstancias, deberá ser preferido”.


En estas escuelas debía enseñarse “a leer, escribir y contar; la gramática castellana; los fundamentos de nuestra sagrada Religión y la Doctrina Cristiana por el Catecismo de Astete, Fleurí y el compendio de Pouget; los primeros rudimentos sobre el origen y objeto de la Sociedad, los derechos del hombre en ésta, y sus obligaciones hacia ella y al Gobierno que la rige” (art. 5º). Cada seis meses habría exámenes públicos y a los jóvenes sobresalientes se les daría asiento de preferencia, algún premio o distinción de honor, “procediéndose en esto con justicia” (art. 6º).


Los artículos 7º y 9º se refieren al aspecto religioso: “En los Domingos de renovación, y en los días de rogaciones públicas, asistirán todos los jóvenes a la Iglesia presididos de su maestro; oirán la Misa Parroquial, tomarán asiento en la banca que se les destine y acompañarán la Procesión de nuestro Amo. Todos los domingos de Cuaresma concurrirán en la misma forma a oír la Misa Parroquial, y las exhortaciones o pláticas doctrinales de su pastor” (art. 7º). “Todos los días asistirán los jóvenes a Misa, conducidos por su maestro; al concluirse la Escuela por la tarde, rezarán las Letanías a la Virgen, teniendo por Patrona a Nuestra Señora de Mercedes. El sábado por la tarde rezarán un tercio de rosario” (art. 9º).


En cuanto al artículo 8º, merece destacarse en especial por el elevado concepto que encierra de la profesión docente: “En las funciones del Patrono de la Ciudad, del Aniversario de nuestra regeneración política, y otras de celebridad, se le dará asiento al Maestro en Cuerpo de Cabildo, reputándosele por un Padre de la Patria”.


Los artículos subsiguientes, hasta el 14º, inclusive, se refieren al calendario y el horario escolar; y los artículos 15º, 16º y 17º, a la disciplina. En este último aspecto se disponía que: “Sólo se podrá dar de penitencia a los jóvenes el que se hinquen de rodillas; pero por ningún motivo se les expondrá a la vergüenza pública, haciendo que se pongan en cuatro pies ni de otro cualquier modo impropio” (15º). “A ninguno se le podrán dar arriba de 6 azotes por defectos graves; y sólo por un hecho que pruebe mucha malicia, o sea de muy malas consecuencias en la juventud, se le podrán dar hasta 12, haciendo esto siempre separado de la vista de los demás jóvenes” (16º). “Si hubiere algún joven de tan mala índole o de costumbres tan corrompidas que se manifieste incorregible, podrá ser despedido secretamente de la Escuela, con acuerdo del Alcalde de Primer Voto, del Regidor más antiguo y del Vicario de la Ciudad, quienes se reunirán a deliberar en vista de lo que previa y privadamente les informe el Preceptor” (17º).


El artículo 18 es también digno de destacarse y debiera grabarse en la conciencia de todos los docentes del país; en él se prescribe que: “El Maestro procurará con su conducta, y en todas sus expresiones y modos, inspirar a sus alumnos amor al orden, respeto a la Religión, moderación y dulzura en el trato, sentimientos de honor, amor a la virtud y a las ciencias, horror al vicio, inclinación al trabajo, desapego del interés, desprecio de todo lo que diga a profusión y lujo en el comer, vestir y demás necesidades de la vida, y un espíritu nacional que les haga preferir el bien público al privado, y estimar en más la calidad de Americano que la de Extranjero”.


Los artículos subsiguientes hasta el 22º, con que finaliza, contienen disposiciones formales.


En cuanto a la instalación y funcionamiento de las escuelas donadas, la Provincia de Jujuy fue la primera que dispuso en 1813 la habilitación de una escuela, de acuerdo con lo establecido por Belgrano, que se inauguró en 1825; en Santiago del Estero, en 1822, el Cabildo resolvió cumplir con la creación de la escuela; en Tarija, el legado de Belgrano estuvo a punto de concretarse en 1825, pero recién en 1967, nuestro país financió el proyecto y construcción de una escuela, que donó a la República de Bolivia; y en Tucumán, a pesar de la preocupación de algunos de sus gobernantes, en especial de Alejandro Heredia, desde 1832 hasta su asesinato en 1838, no se ha concretado todavía la fundación. En el presupuesto nacional para 1994 se incluyó una partida especial para su construcción, que tampoco se llevó a cabo. Por fin, en 1997, por resolución ministerial 114, se dispuso destinar el dinero recibido por las herencias vacantes al cumplimiento del mandato histórico de Belgrano.



Las Escuelas y Academias de Matemáticas


La Escuela de Matemáticas que apuntaba a convertirse en una escuela militar creada en Buenos Aires por la Junta, el 19 de agosto de 1810, e inaugurada el 12 de setiembre siguiente, estuvo abierta hasta 1812, con la dirección del teniente coronel Felipe Sentenach que, por su participación en la conspiración que encabezó Martín de álzaga, fue ejecutado en ese año. El proyecto de creación de esta Escuela se le debe también a Belgrano. El plan de estudios comprendía: aritmética, geometría y trigonometría, geometría práctica, álgebra inferior y superior, secciones cónicas, principios de mecánica y estática y nociones generales de geografía.


Según relata Juan María Gutiérrez: “El día que tuvo lugar la inauguración de la Escuela de Matemáticas, fue de verdadera fiesta. Los salones de la casa del Consulado se abrieron para la ceremonia, a que concurrió la Junta Gubernativa, la Real Audiencia, el Excmo. Cabildo y una numerosa oficialidad” 1. En esa ocasión Belgrano, designado protector de la Escuela, pronunció el discurso de apertura.


Posteriormente se realizaron nuevos intentos con el mismo objetivo, mediante la fundación de una nueva Escuela de Matemáticas, que funcionó entre 1815 y 1817; y una Academia para la Enseñanza de las Matemáticas y las Artes Militares, que data de 1816, dirigida por Felipe Senillosa, que perduró hasta 1820. En la Academia se cursaban las siguientes materias: 1er año: Aritmética, cuatro reglas de álgebra y propiedades de la línea recta. 2º año: Aplicaciones del álgebra a la aritmética, trigonometría rectilínea y esférica, aplicaciones del álgebra a la geometría, secciones cónicas y principios de geometría descriptiva. En 1828 durante el breve lapso del gobierno de Manuel Borrego en la Provincia de Buenos Aires, se creó una Academia Teórico-práctica de Artillería, cuyo director fue Francisco Biedma.



El Instituto Médico Militar


El 31 de mayo de 1813, por imperio de las circunstancias políticas, la Escuela de Medicina se transformó en el Instituto Médico Militar, destinado a formar los médicos necesarios para las campañas libertadoras, con la dirección de Cosme Mariano Argerich, que permaneció en el cargo hasta 1820, año en que falleció repentinamente y fue reemplazado por Cristóbal Martín de Montúfar. En 1814 el director supremo, Gervasio Antonio de Posadas, dictó un Reglamento para su funcionamiento, dándole el carácter de Cuerpo de Medicina Militar. Los estudios duraban seis años y el currículo del Instituto se integraba con anatomía y fisiología, patología general, química farmacéutica, materia médica, patología quirúrgica, enfermedades internas, huesos, partos y medicina legal. Al año siguiente de su instalación, se inscribieron sólo diez alumnos, entre quienes sobresalió Francisco Javier Muñiz, a quien, por su actuación posterior, puede considerarse el primer sabio argentino. Los profesores tuvieron grado militar y los alumnos debieron someterse a la disciplina castrense.


Este Instituto subsistió hasta la creación del Departamento de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, en 1821, que comenzó a funcionar el 7 de marzo del año siguiente. A su vez, el Protomedicato, que había continuado existiendo como institución no docente, fue disuelto el 11 de febrero de 1822. Dos meses más tarde, con fecha 9 de abril, fue aprobado el Reglamento de Medicina, en el cual se contemplaba la existencia de un Tribunal de Medicina y Farmacia, cuyo primer presidente fue Juan Antonio Fernández y vocales, los profesores Francisco Cosme Argerich y Francisco de Paula Rivero. Este nuevo organismo subsistió hasta 1852 en que fue reemplazado por el Consejo de Higiene Pública.



Reglamentos para las escuelas de primeras letras


En 1816, Rufino Sánchez y Francisco Javier Argerich redactaron un Reglamento para las escuelas de primeras letras de la campaña de la provincia de Buenos Aires. En este Reglamento se disponía que: “el preceptor, así como debe tratar a sus discípulos con amor y liberalidad, sin oprimirlos despóticamente, debe también exigir de ellos todo el respeto y obediencia dignos de su autoridad”. A tal efecto, en casos graves podían aplicar a sus alumnos la pena de hasta seis azotes, pero a condición que lo hiciera “en un lugar separado de la vista de los demás, para que no se pierdan la vergüenza con la publicidad y frecuencia de estos actos”. En el Reglamento se establecían también los contenidos de la enseñanza, que incluían “los primeros rudimentos sobre el origen y objeto de la sociedad, derechos del hombre, obligaciones hacia ella y al gobierno que la rige, haciéndoles entender el legítimo sentido en que deben tomarse las palabras seguridad, libertad e igualdad”. Asimismo, por el carácter rural de las escuelas, se contemplaba la enseñanza de la agricultura, incluyendo la previsión del tiempo de vacaciones de los alumnos. Es interesante destacar la imposición del principio de obligatoriedad de la enseñanza, responsabilizándose de su cumplimiento al alcalde y al cura del lugar, quienes “obligarán precisamente con todo el rigor de la justicia, a los padres de familia o tutores, manden a sus hijos o pupilos a la escuela, de la cual no saldrán ni se les dispensará falta de asistencia hasta que estén suficientemente instruidos”.


Los mismos autores redactaron otro Reglamento para el funcionamiento de las Juntas Inspectoras de las escuelas de primeras letras de los pueblos de campaña, en el que se disponía que la misión principal de las Juntas que se integrarían con el alcalde de hermandad, el cura o teniente cura y un vecino, sería la de inspeccionar la conducta del preceptor y el adelanto de los alumnos. Se establecía también que los cargos de preceptor se cubrirían por oposición y se fijaba el sueldo que debían cobrar.



La preocupación del Padre Segurola por la educación


Saturnino Segurola y Lezica vio la luz en la ciudad de Buenos Aires el 11 de febrero de 1776. Como muchos jóvenes de su generación cursó estudios en el Real Colegio de San Carlos y luego se doctoró en teología en la Universidad de Santiago, en Chile. Una vez ordenado sacerdote regresó a Buenos Aires, donde alternó el ejercicio de su misión sagrada con los estudios e investigaciones históricas, actividad esta última que le permitió reunir un importante archivo y una valiosa biblioteca. Cuando, en 1810, se fundó la Biblioteca Pública, fue nombrado bibliotecario juntamente con fray Cayetano Rodríguez. Dos años después fue electo diputado a la Asamblea General Constituyente que se reunió en Buenos Aires a partir de 1813. En 1817 se hizo cargo de la Casa de Niños Expósitos, entonces bajo dependencia de la Hermandad de la Caridad, donde desarrolló una proficua labor. En ese mismo año fue designado por el Cabildo de Buenos Aires como director general de Escuelas, porque, según sostiene Salvadores, “tenía clara visión de lo que debía ser la enseñanza” y era capaz de “barrer con innumerables prejuicios que gravitaban sobre el prestigio de la enseñanza”2. Segurola se distinguió en el desempeño de estas funciones, procediendo a la reorganización de las escuelas de la ciudad y la campaña. En ese entonces se publicaron dos libros para la enseñanza, uno de gramática y otro de aritmética. El primero fue compuesto por el periodista cubano Antonio Valdés y el segundo se debe a la pluma del director de la Academia de Matemáticas, Felipe Senillosa.


Al año siguiente 1818 Segurola puso en vigencia un nuevo Reglamento que redactó para las escuelas de la ciudad, de fecha 16 de julio, y otro de fecha 18 del mismo mes para las escuelas de la campaña, en los que se reconocía al Cabildo como autoridad escolar suprema. En el primero se establecía que la designación de los maestros debía efectuarse mediante un examen ante una comisión designada ad-hoc y dos maestros. Los maestros procurarían “no ultrajar a los niños con dicterios indecentes, ni estropearlos con golpes”, previniéndoles “que sustituyan el castigo de azotes por otras reprensiones que miren al pundonor de los niños”. Se fijaba, además, el período de vacaciones, que se reducía a 16 días. En el segundo, se preveía la formación de Juntas Protectoras en cada partido, en lugar de Juntas Inspectoras, que estarían integradas por el cura o su teniente, el alcalde y un vecino distinguido, cuyas funciones serían las de vigilar las escuelas, recaudar fondos y administrar el sostenimiento de las mismas. En los dos reglamentos se dispuso que los maestros debían pasar cada seis meses “una lista de los niños que existieran en sus respectivos escuelas” y remitir “una plana de cada niño para que se archive, después de reconocerse por ellas los progresos de los niños”.


Segurola se mantuvo en el cargo hasta 1819 en que renunció, probablemente porque en esos momentos se favorecía la difusión del sistema lancasteriano, con el que no estaba de acuerdo.



El sistema lancasteriano


En esta etapa de la educación argentina, aunque siguió penetrando con mayor vigor la nueva corriente pragmática europea, permaneció subyacente la corriente tradicional. No obstante, a través de sus artículos en La Gaceta, Mariano Moreno trató de promover una renovación en la concepción educativa, que trascendiera los límites de la escuela y se manifestara en el periodismo y en el libro.


Posteriormente, Bernardino Rivadavia, durante su gestión como ministro de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, ensayó una reforma eclesiástica que repercutió en el sistema educativo y generó una gran resistencia, sobre todo en el interior del país, y con mayor énfasis en aquellos lugares, como la Provincia de San Juan, donde se pretendió imitarla. Entre sus principales iniciativas en materia de educación, se encuentra la implantación, por decreto de 1822, del método de enseñanza concebido en Inglaterra por José Lancaster, introducido por el predicador protestante escocés Diego Thomson secretario de la Sociedad Lancasteriana de Londres y de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, llegado a Buenos Aires en octubre de 1818 y que en 1819 ejerció el cargo de director general de Escuelas de la Provincia en reemplazo de Segurola. En 1821 se le confirió a Thomson la ciudadanía argentina en mérito a sus servicios


El sistema lancasteriano o de enseñanza mutua, consistía en la enseñanza por monitores o maestros ayudantes, que colaboraban con el maestro titular. Debido a que Thomson como dijimos era, a la vez, agente de la Sociedad Bíblica Británica y predicador protestante, su presencia en Buenos Aires fue considerada peligrosa, por lo que debió salir de la provincia y radicarse en Cuyo en 1821, de donde pasó a Chile y el Perú. Poco antes había fundado en Buenos Aires la Sociedad Lancasteriana, que efectuaba reuniones en el convento de San Francisco, que había sido confiscado por el gobierno como parte de la reforma eclesiástica y que también fue utilizado para establecer una escuela de primeras letras, que estuvo a cargo, primero del español José Cátala y luego de Juana Hyne. Como secretario de la Sociedad se desempeñó el Pbro. Bartolomé Muñoz. En su paso por Mendoza y San Juan, Thomson fundó sociedades semejantes. En sus cartas, publicadas en 1827, cuenta que pudo desembarcar sin dificultades en el puerto de Buenos Aires, 4.000 Nuevos Testamentos.


A pesar del alejamiento de Thomson, la aplicación del sistema lancasteriano, despojado de su connotación religiosa, prosperó como un eficaz instrumento didáctico y fue adoptado también en otras provincias, donde contribuyó al progreso de la enseñanza de las primeras letras. En 1819 se publicó en Buenos Aires un folleto titulado Origen y progresos del sistema de Lancaster, destinado a su difusión, y en un artículo titulado “Reflexiones sobre el método de Lancaster”, aparecido en enero de 1821, el padre Francisco de Paula Castañeda recomienda la adopción de este procedimiento didáctico. Durante la efímera presidencia de Rivadavia, en 1826, recibió un nuevo impulso desde el gobierno.



El Colegio de la Santísima Trinidad


Una vez producida la declaración de la independencia y alejada la guerra de nuestras fronteras naturales, asistimos a la creación de dos nuevos centros educativos de gran repercusión: el Colegio de la Santísima Trinidad, en Mendoza, en 1817; y el Colegio de la Unión del Sud, en Buenos Aires, en 1818.


El Colegio de la Santísima Trinidad, de Mendoza, fundado por iniciativa de Joaquín de Sosa y Lima, con el apoyo del gobernador intendente de Cuyo, coronel mayor José de San Martín, inició sus actividades durante el mandato transitorio del coronel Toribio Luzuriaga, el 17 de noviembre de 1817, nombrándose rector interino al Pbro. José Lorenzo Güiraldes, que había integrado la comisión encargada de los trabajos fundacionales. Los estudios que se cursaban en este Colegio tenían una duración de tres años y comprendían cuatro cátedras: idioma (gramática, ortografía, latín y francés); filosofía (lógica, física, metafísica y moral); matemática (aritmética, álgebra, geometría, trigonometría, geometría descriptiva, astronomía y geografía); y dibujo (teórico y práctico).


Al claustro de profesores se sumaron un matemático francés, recién arribado al país, Carlos Francisco Ambrosio Lozier, que incorporó la enseñanza experimental de la física, y un profesor español de dibujo, Vicente Muñoz. La cátedra de idioma fue desempeñada por el Pbro. Nolasco Mayorga y la de filosofía, por fray Benito Gómez. En 1822 se agregó al plan de estudios una cátedra de leyes y al año siguiente se hizo cargo de la cátedra de filosofía, Juan Crisóstomo Lafinur, de discutida actuación, fundador de la Sociedad Lancasteriana en Mendoza y agente de la política rivadaviana; lo cual provocó la resistencia del sector tradicionalista de la población, de arraigada convicción católica. Esta situación determinó el alejamiento del Colegio, de Lafinur y del rector que, años más tarde, en 1825, fue sustituido por su hermano, el Pbro. Sebastián Güiraldes. En esa época funcionaban, con escaso número de alumnos, las cátedras de gramática, filosofía y jurisprudencia a cargo, respectivamente, de Jesús Mayorga, Marcos González y Francisco de Borja Correas. En cuanto a Lafinur, pasó a Chile, donde falleció en 1824, luego de retractarse de todos sus “delirios y extravíos”, según sus propias palabras.


Cabe señalar que, desde su fundación se advirtió en el plan de estudios y Constitución del Colegio, redactados por José Lorenzo Güireddes, Manuel Calle, José Cabero y Clemente Godoy como lo destaca el historiador Héctor C. Quesada, un “amplio espíritu de renovación, libertad y rebeldía”. En su introducción se decía: “Felices tiempos en que disfrutamos al fin, la dulce libertad de proporcionar a nuestra preciosa juventud una educación literaria digna de sus bellas disposiciones, rotas en el despotismo las trabas, con que una política maligna la ligaba a la rutina miserable de las antiguas Universidades Españolas”3. Consiguientemente, en sus aulas no se enseñó teología.


Por esa época también se proyectó crear un colegio en la ciudad de San Juan, que se instalaría en la Casa de Ejercicios, que entonces servía de cuartel provisorio a la guarnición local, pero la idea no prosperó.


Durante la época de Rosas, el Colegio debió competir con un nuevo establecimiento, el de San Agustín. También funcionó una escuela normal con ese nombre. Después de Caseros, en 1852, el Colegio de la Santísima Trinidad fue reestructurado e incluyó también una escuela normal. En ese entonces el rectorado era ejercido por Alfonso Bernal, que ya se había desempeñado con éxito en San Juan. Con la colaboración de la Junta Protectora, redactó un nuevo Reglamento para el Colegio.


El Colegio desapareció con el terremoto de 1861, que destruyó a la ciudad de Mendoza. Cuando se llevó a cabo la reconstrucción, en su lugar se creó el Colegio Nacional, a semejanza del existente en Buenos Aires, que comenzó a funcionar en 1865.



El Colegio de la Unión del Sud


En cuanto al Colegio de la Unión del Sud, de Buenos Aires, reconoce su origen en el decreto suscripto por el director del Estado, Juan Martín de Pueyrredón, el 2 de junio de 1817, por el cual se dispuso el restablecimiento del Colegio de San Carlos y de los estudios públicos “bajo un plan de la extensión que sea correspondiente a los altos destinos a que es llamada nuestra patria”. Un año después, por nuevo decreto del 15 de junio de 1818, Pueyrredón ordenó la apertura del Colegio, que se denominaría de la Unión del Sud.


El Colegio se inauguró oficialmente el 16 de julio siguiente en el templo de San Ignacio, y poco después fue puesto bajo la advocación de Santa Rosa de Lima, que había sido declarada patrona de la independencia por el Congreso de Tucumán. Se desempeñó como rector el Pbro. Domingo Victorio de Achega, canónigo de la catedral de Buenos Aires y exalumno del Colegio de San Carlos; y en calidad de vicerrector el Pbro. José María Terrero, que había sido profesor de latín en dicho Colegio. La enseñanza que se impartía estaba dividida en las siguientes cátedras: teología, tres cursos; gramática latina, dos cursos; inglés, francés e italiano. Al año siguiente de su creación, se suprimieron dos cátedras de teología, reemplazándolas por una de derecho público y otra de historia natural. Para esta última cátedra fue designado el luego famoso naturalista francés Amadeo Bonpland, entonces residente entre nosotros. Como director de estudios actuó el Pbro. Dr. Andrés Florencio Ramírez, que era arcediano de la catedral.


En 1820, el profesor Juan Crisóstomo Lafinur fue acusado de haberse pronunciado contra el dogma católico, por lo cual se vio obligado a dejar su cátedra y dirigirse a Mendoza donde, como vimos, tuvo análogas dificultades. Lafinur había inaugurado la cátedra de ideología, disciplina que se basaba en las doctrinas de los enciclopedistas franceses.


Para ingresar en el Colegio se requería tener diez años de edad como mínimo y haber cursado las primeras letras. Los estudios eran pagos, pero se concedieron numerosas becas, que fueron costeadas por funcionarios civiles y eclesiásticos. Los alumnos debían subordinarse a sus superiores y confesar y comulgar en comunidad. Les estaba prohibido leer libros contrarios a la religión, al Estado y a las buenas costumbres. La disciplina estaba a cargo de celadores. Las vacaciones duraban dos meses, aunque durante quince días los estudiantes debían residir en la casa de campo del Colegio.


Las actividades docentes se realizaban dentro de un horario riguroso. Los alumnos se levantaban al amanecer y después de higienizarse y desayunar, rezaban sus oraciones en la capilla del Colegio. Luego concurrían a las aulas donde se dictaban las clases, de 8 a 11 por la mañana y de 14 a 17 por la tarde. Durante el almuerzo los estudiantes escuchaban la lectura de un texto de historia. Según el testimonio de un inglés anónimo, radicado entre nosotros por aquella época, a quien se identifica con Thomas George Love, fundador del semanario British Packet: “El Colegio cuenta con 125 alumnos, entre 15, 16 y 17 años de edad. En sus paseos visten uniforme negro con una cinta azul en la casaca. Su comportamiento es superior al de los muchachos de nuestras escuelas públicas [...] En el Colegio de Buenos Aires se instruye a los pupilos en todas las ramas de la cultura clásica”4.


Si bien en este Colegio se mantuvieron los lineamientos fundamentales de la educación tradicional, ya apuntaba en él un espíritu liberal, propio de los principales dirigentes de la Revolución. Como se ve, se introdujo en el plan de estudios el aprendizaje de los idiomas vivos, a cuyo efecto se nombró como catedrático a Vicente Virgil; y, entre otros aspectos, se sustituyó la lectura espiritual por otra pragmática.



El Padre Funes y la Universidad de Córdoba


A partir de 1808, por influencia del virrey Santiago de Liniers, se retiraron los franciscanos de la Universidad de Córdoba, la que pasó a depender del clero secular, nombrándose rector al padre Gregorio Funes, de intensa actuación en los sucesos posteriores a la Revolución de Mayo. El padre Funes proyectó en 1813 un nuevo plan de estudios en el que incorporó el conocimiento de la matemática y la física experimental. El plan comprendía los estudios preparatorios, en los que se enseñaba gramática castellana y latina, lógica y metafísica, aritmética, geometría, física, trigonometría y filosofía; y los estudios superiores, que abarcaban teología y jurisprudencia. Al año siguiente se honró a Funes con el título de Protector de la Universidad.


En 1820, debido a la preocupación del entonces gobernador de Córdoba, general Juan Bautista Bustos, la Universidad pasó a jurisdicción provincial. El canónigo José Gregorio Baigorri, nombrado visitador, propició algunas reformas en el plan de estudios y en 1824 dictó nuevas Constituciones. En 1822 se había creado una Junta Protectora de Escuelas, integrada por el rector y el cancelario de la Universidad y el alcalde de primer voto y el síndico procurador del Cabildo. La Junta tuvo por objetivo la fundación de una escuela de primeras letras en cada curato de la campaña y la aplicación del sistema lancasteriano.


Durante la época de la Confederación Argentina, la Universidad siguió funcionando normalmente, con la conducción, entre otros, del padre Pedro Nolasco Caballero, “sacerdote esclarecido, una de las mentes más altas de su tiempo”, en opinión de Enrique Martínez Paz 5. En 1854, la provincia cedió la Universidad a la Nación, que fue aceptada por decreto del presidente Justo José de Urquiza, ratificado por ley nacional del 11 de septiembre de 1856. Dos años después la Universidad aprobó su Constitución con carácter provisorio, hasta 1879, en que se dictó la definitiva, que estuvo en vigencia hasta que se sancionó la ley Avellaneda, en 1885.



La Academia de Jurisprudencia de Buenos Aires


La Academia de Jurisprudencia Teórico-Práctica de Buenos Aires, comenzó a funcionar el 16 de marzo de 1815, durante el efímero directorio de Carlos de Alvear Fue su fundador Manuel Antonio de Castro, doctorado en teología en Córdoba y en jurisprudencia en Charcas. Según sus Constituciones, redactadas por su fundador con fecha 22 de noviembre de 1814, y aprobadas por el Gobierno el 20 de diciembre siguiente, la Academia de Jurisprudencia tenía por objeto “el adelantamiento y esplendor de la Jurisprudencia tanto para la instrucción de los jóvenes, que aspiran a profesarla, como para la mayor perfección de los Profesores”.


La creación de la Academia se inspiraba en la existencia de las anteriores de Santiago de Chile y de Charcas; sobre todo de esta última, que le sirvió de modelo, fundada, como dijimos, en 1776.


De acuerdo con lo establecido en las mencionadas Constituciones, la Academia tenía un director, un presidente, un vicepresidente, dos censores, un celador fiscal, un secretario, un prosecretario, un maestro de ceremonias y un portero. La elección del director se hacía siempre por nombramiento del Superior Gobierno en alguno de los miembros de la Cámara de Apelaciones, tribunal que había sustituido a la antigua Audiencia de Buenos Aires en 1812. La elección de los demás oficios se hacía por votación de todos los miembros de la Academia el segundo día de enero de cada año, con cédulas secretas, a propuesta en terna del director para cada empleo. La elección de vicepresidente, censores y celador fiscal, debía recaer en abogados recibidos, pero la de secretario, prosecretario, procurador y maestro de ceremonias, en académicos practicantes.


En consonancia con estas disposiciones, por decreto del 16 de enero de 1815, fue nombrado director de la Academia el Dr. Castro y presidente el Pbro. Dr. Antonio Sáenz, futuro fundador y primer rector de la Universidad de Buenos Aires. En cuanto a los miembros, según lo determinado por las Constituciones, serían socios natos de la Academia todos los abogados del distrito de la Cámara de Apelaciones; también serían socios de número todos los egresados como doctores, licenciados o bachilleres en derecho civil, que lo solicitaran. En ese caso, debían acompañar la fe de bautismo y el título del grado obtenido y rendir luego una prueba o examen académico. Si resultaban aprobados, tomarían posesión “pronunciando una brevísima oración jaculatoria”.


Nadie podía oír práctica en los estrados de la Cámara de Apelaciones sin haber ingresado en la Academia como socio practicante, ni recibirse de abogado sin haber cumplido tres años de asistencia continua y rendido los exámenes y disertaciones correspondientes.


La Academia celebraba sesiones ordinarias, de dos horas por lo menos, los días martes y viernes por las noches, destinándose el último martes o viernes de cada mes para las disertaciones. El director de la Academia era quien establecía los temas de las doce disertaciones anuales, las que eran distribuidas por orden de antigüedad entre los académicos practicantes. Una vez realizada su disertación, el indicado debía contestar dos réplicas. Con motivo de los exámenes de ingreso e incorporación de nuevos miembros y de los exámenes de práctica, al concluir el lapso de ejercitación establecido, la Academia realizaba sesiones extraordinarias.


A través de la intensa labor desarrollada, la Academia de Jurisprudencia, según la autorizada opinión del historiador Ricardo Levene, “preparó la conciencia sobre la necesidad del estudio del derecho patrio y la reforma de la legislación” 6. La Academia funcionó regularmente hasta 1872 en que fue suprimida, creándose en su lugar una cátedra de procedimientos judiciales, que se agregó al plan de estudios en vigencia.



La educación en los primeros ensayos constitucionales


Como lo señala el académico Héctor F. Bravo, en los primeros ensayos constitucionales: “Tibiamente aparece lo que más tarde ha de ser el derecho de aprender, como un deber impuesto a la sociedad con carácter de asistencia social”. En el Estatuto provisional sancionado en 1815, se establece que es deber del cuerpo social: “Aliviar la miseria y desgracia de los ciudadanos, proporcionándoles los medios de prosperar e instruirse”. También se dispone que: “Todas las provincias pueden, sin necesidad de licencia, y con solo aviso al Director [del Estado], hacer todos los establecimientos que crea serles útiles y promuevan su industria, artes y ciencias, con los fondos que ellas arbitren sin perjuicio de las del Estado”. Además se incluye una providencia general, por la cual: “Queda revocado el decreto del 9 de octubre de 1813, que desautoriza a los maestros de la enseñanza y educación pública para la corrección de sus discípulos; debiendo, en caso de exceso o inmoderación, acudir los padres o los que tengan a su cargo niños, a los regidores diputados de escuelas, para que refrenen y castiguen a dichos maestros cuando fueren culpables”.


Las dos primeras disposiciones se mantuvieron en el Estatuto provisional de 1816 y en el Reglamento de 1817. Posteriormente, en la Constitución de 1819 aparece como atribución del Congreso: “Formar planes uniformes de educación pública y proveer de medios para el sostén de los establecimientos de esta clase”. Y como facultad del Poder Ejecutivo la supervisión de todos “los establecimientos públicos nacionales científicos y de otro género, formados o sostenidos con fondos del Estado bajo las leyes u ordenanzas que los rigen”. Estas disposiciones perduraron en la Constitución de 1826 y, como veremos, en la de 1853; y se agregó el principio, plenamente vigente en la actualidad, de que la educación primaria es de competencia provincial.