Bases y alternativas para una Ley federal de educación
Capítulo 4° | La relación persona-comunidad-estado
 
 

4.1. La cuestión en general


4.1.1. Encuadre conceptual. Al considerarse, en la introducción de esta exposición de motivos, las relaciones jurídicas involucradas en una ley federal de educación (N° 1.1.3), se mencionaron en primer lugar las relaciones del Estado —Estado federal y provincias— con las personas y con las comunidades y entidades intermedias que ellas integran por naturaleza o libre voluntad.


El tema excede evidentemente el ámbito educativo, pero es en éste y particularmente en el de la educación pública donde adquiere su máxima significación, en razón de una doble circunstancia: por una parte, la estrecha vinculación existente entre la educación y los derechos fundamentales de la persona humana y, por otra, la necesaria y compleja intervención del Estado que todo sistema de educación pública implica (N° 1.1.2).


El análisis de estas relaciones permite identificar conceptualmente un conjunto de derechos y deberes recíprocos que, pese a su íntima trabazón, no deben ser confundidos.


En materia de derechos, pueden señalarse estos tres:


a) El derecho de toda persona a la educación, fundado directamente en la naturaleza humana, alrededor del cual giran todos los demás derechos y deberes educativos;


b) El derecho de las personas a educar a sus semejantes o, más exactamente, a contribuir a su educación, ya sea individualmente, o asociadas con otras, en las múltiples comunidades y entidades intermedias que ellas integran por naturaleza o libre voluntad. Se trata también de un derecho fundado en la naturaleza social del hombre, pero su ejercicio posee modalidades muy diversas, que obligan a distintos tratamientos jurídicos. Por su misma esencia, este derecho está subordinado al anterior, porque en la relación educativa es el educador el que está al servicio del educando y no a la inversa;


c) El derecho o atribución del Estado a reglar el ejercicio de los derechos de las personas y el cumplimiento de sus deberes, en materia educativa (como ocurre con todas las actividades sociales, en virtud del llamado “poder de policía”) y, en particular, por los fundamentos ya expuestos (N° 1.1.2), a organizar la educación pública; respetando obviamente, en ambos casos, los derechos inherentes a la persona humana.


En materia de deberes, pueden citarse otros tres:


a) El deber de educarse, fundado en la propia naturaleza social del hombre y en sus obligaciones con respecto al bien común; deber que incumbe, en general, a todas las personas, pero de modo especial a quienes aspiran a ejercer determinadas actividades profesionales;


b) El deber de educar, o de contribuir a la educación de sus semejantes, que en sentido estricto tienen determinadas personas con respecto a otras (por ejemplo, los padres con respecto a sus hijos o los docentes con respecto a sus alumnos) y que, en sentido lato, tiene la comunidad en general con respecto a todos sus miembros;


c) El deber del Estado de garantizar el goce y ejercicio de los anteriores derechos de las personas, no sólo mediante una legislación que asegure su respeto formal, sino también mediante la prestación de los servicios concretos que sean necesarios para lograr su efectiva vigencia.


4.1.2. Encuadre constitucional. Los derechos y deberes que acaban de enunciarse están contemplados en el “triángulo” constitucional analizado anteriormente (N° 1.2.1), de la siguiente manera:


a) En materia de derechos, el artículo 14 y sus concordantes (arts. 16, 25 y 28) reconocen explícita y lacónicamente —según el estilo de la época— el derecho educativo primario de la persona en su doble faz: como derecho a la propia educación (“aprender”) y como derecho de contribuir a la educación de los demás (“enseñar”); y en su doble dimensión: la igualdad y la libertad. Estos principios rigen en todo el ámbito educativo, incluido lógicamente el de la educación pública, como se desprende de los propios textos, en especial el del artículo 28 (según el cual, “los principios, garantías y derechos reconocidos en los anteriores artículos no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio”). Los derechos del Estado, por su parte, están establecidos expresamente, en lo que respecta a la educación en general, en el mismo artículo 14 (“conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio”) y en lo que respecta a la educación pública, en los artículos 5 y 106 (educación primaria) y 67, inciso 16 (planes de instrucción general y universitaria).


b) En materia de deberes, la Constitución explícita únicamente los del Estado, en dos aspectos: el aseguramiento de la educación primaria (artículos 5 y 106) y el dictado de planes de instrucción general y universitaria (artículo 67, inciso 16). El resto de la acción educativa del Estado —concebida como un deber de éste— está prevista implícitamente en los grandes objetivos del preámbulo (“constituir la unión nacional, promover el bienestar general, asegurar los beneficios de la libertad”), y en el encabezamiento del artículo 67, inciso 16 (“proveer lo conducente a la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de todas las provincias, y al progreso de la ilustración”).


4.1.3. El anteproyecto. El anteproyecto parte, como no podría ser de otra manera, de los principios contenidos explícita o implícitamente en la Constitución Nacional, toda vez que, como se señaló anteriormente, una ley federal de educación es, ante todo, el desarrollo de los principios constitucionales en materia educativa y su adecuación concreta a la realidad socio-cultural de una determinada etapa de la vida nacional. El Título I, denominado “Principios fundamentales”, está dedicado íntegramente al tema. Su propósito inmediato es la armonización práctica de los derechos y deberes recíprocos de los distintos sujetos que participan del proceso educativo, a la luz de los principios constitucionales citados, de acuerdo con el siguiente plan:


a) En primer lugar se enuncian los fines de la educación y del sistema, partiendo de una concepción integral y permanente de la educación (Capítulo 2°);


b) En un segundo capítulo se desarrollan los principios generales con respecto al derecho de las personas a la educación y al correlativo deber de educarse (Capítulo 3°);


c) A continuación, y como respuesta a tales derechos y deberes, se desarrollan los principios generales relativos a la función educativa de la comunidad y del Estado (Capítulos 4° y 5°);


d) Dentro de este entrecruzamiento de derechos y deberes hay un artículo clave (incluido en el Capítulo 2°), que constituye el punto de equilibrio entre unos y otros o, si se prefiere, entre unidad y libertad, en materia de concepciones educativas.


Tal equilibrio tiene como base y punto de referencia el orden público constitucional.


Como se puede advertir, el desarrollo del tema alcanza cierta amplitud. Las razones de esto han sido dadas con anterioridad. En efecto, si la gravedad de la hora —según se ha visto (N° 3.1.1)— exige una verdadera movilización del potencial educativo de la comunidad nacional, y si al mismo tiempo —según también se vio (N° 2.2.2)—, para vastos sectores de ella la seguridad jurídica en materia educativa es insuficiente, aquel desarrollo constituye una necesidad ineludible. Sólo así podrán disiparse las eventuales dudas acerca del actual alcance de los grandes principios constitucionales y, sobre la base de su respeto irrestricto, sumarse y armonizarse los esfuerzos de todos los sectores. La tarea técnico-jurídica se convierte de este modo en una tarea clave dentro de la estrategia global para enfrentar los problemas que plantean la formación del hombre argentino y el fortalecimiento del ser nacional, en el mundo que se avecina.


4.1.4. Cuestiones particulares. Dentro del amplio panorama de las relaciones entre la persona, la comunidad y el Estado, hay algunas cuestiones que históricamente han tenido un tratamiento jurídico y político más complejo que otras —especialmente a partir de la explosión escolar del siglo pasado—, en razón de su directa vinculación con las dos dimensiones básicas de todo derecho: la igualdad y la libertad. Entre ellas merecen analizarse, en particular:


a) La cuestión de la igualdad educativa o igualdad de oportunidades educativas;


b) La cuestión de la libertad en la elección de establecimientos educativos;


c) La cuestión de la libertad en la elección de orientaciones educativas.



4.2. La igualdad educativa


4.2.1 La cuestión. Históricamente la primera cuestión planteada a partir de la explosión escolar del siglo pasado gira en torno de la igualdad. En efecto, para no quedar reducido a una fórmula vacía, el derecho a la educación requiere necesariamente: 1) la existencia de oportunidades educativas concretas, en cantidad, calidad y variedad adecuadas a los requerimientos de la comunidad; y 2) la posibilidad de que todos tengan acceso a esas oportunidades, sin otra condición que el propio mérito. Esta igualdad educativa o igualdad de oportunidades educativas es, por lo tanto, un componente esencial del derecho a la educación. En la práctica, ella es la que garantiza el acceso a la educación de los sectores populares menos favorecidos (por razones económicas, sociales o geográficas) y, por eso mismo, constituye un factor esencial —tal vez el más importante— del proceso histórico de democratización social.


Naturalmente, la vigencia práctica de estos principios depende más de una adecuada asignación de recursos que de normas jurídicas ideales. De otro modo, es imposible que un sistema educativo pueda expandirse y perfeccionarse, cuantitativa y cualitativamente, hasta cubrir las necesidades de la población.


Ahora bien, la experiencia universal demuestra:


a) Que la comunidad por sí sola es impotente para resolver este problema. En consecuencia, cualquiera sea la importancia de su esfuerzo en este campo, la solución de fondo sólo puede ser dada por el Estado, como promotor del desarrollo social y educativo más que como legislador formal, a través de su acción directa (creación y administración de servicios educativos) o indirecta (apoyos y subsidios al esfuerzo espontáneo de la comunidad).


b) Que aún en los países más desarrollados, los recursos asignados a la educación resultan siempre insuficientes, y nada permite suponer que esta situación vaya a cambiar en el futuro inmediato, porque la elevación del nivel educativo de la población realimenta automáticamente la demanda educativa.


Encuadrada en estos términos, la cuestión se transforma en un problema de política educativa y lleva necesariamente a la conclusión de que el objetivo prioritario de esa política no puede ser otro que asegurar la efectiva vigencia del principio de igualdad de oportunidades educativas en toda la extensión del territorio, mediante un empleo debidamente planificado de los recursos disponibles.


En lo que respecta a nuestro país, tal conclusión tiene indudable sustento constitucional en los artículos 5, 14, 16,67 inciso 16 y 106 y en los grandes objetivos del preámbulo, anteriormente citados (N° 4.1.2).


4.2.2. El régimen vigente. El principio de igualdad de oportunidades educativas está profundamente enraizado en la tradición argentina. A partir de la organización nacional, su vigencia se fue extendiendo a través de los sucesivos niveles, gracias a la acción perseverante del Estado.


a) La primera meta que se propuso el Estado en este sentido fue la universalización de la educación primaria, meta expresada en los artículos 5° y 106 de la Constitución Nacional, que imponen a las provincias la obligación de asegurar constitucionalmente la educación primaria, como condición para obtener a su vez la garantía del goce y ejercicio de sus propias instituciones por parte del gobierno federal. Al dictarse la Constitución —1853— la tasa de analfabetismo en la población adulta (mayores de 14 años) era aproximadamente del 90%, lo cual revela la insignificancia del esfuerzo estatal en el campo educativo, hasta ese momento. A partir de entonces la política educativa cambió radicalmente, impulsada por una generación de estadistas, cuyo símbolo es la figura de Sarmiento. Medio siglo después, al analfabetismo había bajado al 50% y, en la década del Centenario, al 35%. En 1914, año del tercer censo nacional, los alumnos matriculados en la escuela primaria ascendían a 900.000 (lo que equivale al 60% de los niños en edad escolar, es decir, de 6 a 13 años). El esfuerzo había sido enorme. En medio siglo el país se colocó en este aspecto a la cabeza de todos los países latinoamericanos y por delante de muchos europeos. Pero la universalización de la educación primaria no fue sólo el instrumento para la erradicación acelerada del analfabetismo. Fue también el medio para fortalecer la conciencia nacional y cívica (“educar al soberano”), asimilar los aportes inmigratorios y poner en marcha un proceso cultural de efecto multiplicador. En 1982 la matrícula primaria llegó a 4.400.000 alumnos, lo que representa el 95% de los habitantes de 6 a 12 años, aunque luego de esa edad, a consecuencia de la repetición de algún grado, muchos abandonen la escuela primaria sin haber aprobado sus siete grados.


b) La segunda meta no fue más que la prolongación natural de la anterior: la universalización de la educación media o secundaria. Para el Centenario —año que evoca un pasado de esplendor y de opulencia— los alumnos secundarios no llegaban a 20.000. En 1982 pasaban de 1.400.000. Mientras el país no alcanzó en ese lapso a aumentar 5 veces su población, la matrícula secundaria aumentó 70 veces.


c) La tercera meta fue la expansión de la educación terciaria (universitaria y no universitaria). Entre 1910 y 1982 la matrícula respectiva pasó de 5.500 alumnos a 550.000, vale decir, aumentó 100 veces. Las 3 universidades de entonces se han convertido en 51 (28 oficiales y 23 privadas).


d) La cuarta meta, no siempre advertida pero indiscutible, es la universalización de la educación pre-primaria. Pese a no ser ella obligatoria, en 1982 la matrícula respectiva (que aumentó 370 veces en los últimos cincuenta años) llegó a 570.000 alumnos. Prácticamente el 50% de los alumnos que ingresan al nivel primario provienen actualmente del pre-primario.


e) A esta serie de metas cuantitativas y cualitativas debe agregarse una meta paralela, de suma importancia para la vigencia efectiva del principio de igualdad de oportunidades: la generalización de la gratuidad de la enseñanza. Aunque en la reforma constitucional de 1860 se suprimió la referencia a la educación primaria “gratuita” que tenía el texto del artículo 5° de la Constitución sancionada en 1853, la gratuidad fue generalizándose hasta convertirse en norma, como correlato lógico de la obligatoriedad de la educación primaria dispuesta por las leyes provinciales de educación, a partir de la década del 70. En 1918, la ley 11.539 derogó incluso el pago de la matrícula anual, por cierto muy modesta, que establecía el artículo 44, inciso 7°, de la ley 1.420. La gratuidad se extendió a la enseñanza media, y a partir de 1949, también a la universitaria, pese a no ser ellas obligatorias, con lo cual cubrió todos los niveles del sistema.


Por otra parte, desde 1947 cubre también todos sus sectores. En efecto, la ley 13.047, sus modificatorias y las provinciales concordantes con ellas ampliaron la posibilidad de que fueran gratuitos también los establecimientos educativos privados, al hacerse cargo el Estado, en tal caso, del pago íntegro de las remuneraciones de sus docentes. En 1981, el 66% de os establecimientos supervisados por la Superintendencia Nacional de Enseñanza Privada que percibían aporte estatal eran gratuitos. De este modo, el beneficio de la gratuidad alcanza virtualmente a todos los alumnos argentinos. La única excepción, en este momento, tanto en lo que hace a los establecimientos estatales cuanto a los privados, es la enseñanza universitaria.


f) En conclusión, debe reconocerse que, en este aspecto, el esfuerzo del Estado y de la comunidad entera ha sido y sigue siendo enorme, no sólo por lo hecho hasta aquí sino sobre todo por la tendencia que los datos citados revelan. Los resultados están a la vista. Como ya se señaló, en la actualidad hay 7.000.000 de habitantes matriculados en el sistema de educación pública, lo cual representa el 25% de la población, y la tasa de analfabetismo en la población adulta en condiciones de votar (excluidos por consiguiente los extranjeros) apenas sobrepasa el 6%. Conviene tenerlo en cuenta para no incurrir en ciertas apreciaciones sombrías que suelen difundirse con poco fundamento.


No obstante, este cuadro tan alentador tiene sus sombras. Por una parte, hay que reconocer la existencia de una marginalidad educativa, que no es sino la consecuencia de la marginalidad social y regional. Lo prueba la tasa de analfabetismo, baja pero persistente, así como la alta tasa de deserción en el nivel primario (abandono de la escuela antes de aprobar el séptimo grado), que supone un cierto grado de semianalfabetismo no registrado estadísticamente; fenómenos ambos que no se dan uniformemente en todo el país sino sólo en las zonas críticas del interior y de los suburbios de las grandes concentraciones urbanas. La tasa nacional de analfabetismo en la población adulta en condiciones de votar, por ejemplo, es del 6,22%; pero mientras en la Capital Federal llega apenas al 0,96%, hay diez provincias que superan el 10% (de las cuales, tres están próximas al 20%). Desigualdades semejantes pueden encontrarse en todos los rubros de la estadística educativa.


En el otro extremo del sistema podría señalarse la demanda no satisfecha de educación terciaria, que, pese a la creación de 45 nuevas universidades oficiales y privadas en un cuarto de siglo, sigue siendo muy superior a la capacidad del sistema, como lo demuestran los cupos implantados en los últimos años.


Por todo ello, aunque la expansión del sistema sea constante, la meta histórica de la igualdad de oportunidades está lejos de haberse alcanzado: la demanda es superior a la oferta y la situación de los marginados culturales permanece estacionaria.


4.2.3. El anteproyecto. Con respecto a esta cuestión, el anteproyecto contiene las siguientes previsiones:


a) Consagra expresamente el principio de igualdad de oportunidades educativas (Capítulo 3°);


b) Extiende la formación general obligatoria al ciclo básico del nivel secundario (Capítulo 6°);


c) Establece explícitamente la obligación del Estado de prestar los servicios educativos necesarios para satisfacer adecuadamente los requerimientos de la comunidad, en orden, precisamente, a la efectiva vigencia del principio de igualdad de oportunidades (Capítulos 5°, 21° y 28°);


d) Ratifica la gratuidad de la educación pública, incluso para los establecimientos educativos privados que quieran acogerse a ella. Toda excepción a este principio debe ser autorizada por ley del Congreso (Capítulos 5°, 16° y 30°);


e) Establece asimismo la obligación del Estado de prestar servicios asistenciales complementarios, cuando ellos sean necesarios para asegurar la eficacia de la acción educativa y la vigencia del principio de igualdad de oportunidades (Capítulos 5° y 30°).


No es mucho más lo que puede hacer una ley por sí sola en esta materia. El resto es cuestión de política educativa y acción de gobierno.



4.3. La libertad en la elección de establecimientos educativos


4.3.1. La cuestión. La explosión escolar del siglo pasado, y la consiguiente aparición de los sistemas de educación pública, plantearon también algunas cuestiones vinculadas con las libertades educativas. La primera de ellas fue la coordinación de los servicios educativos que el Estado comenzó a crear en cantidad creciente, en todos los niveles del sistema, con los servicios educativos —antiguos y nuevos— creados por la iniciativa social o privada; cuestión que, en última instancia, gira en torno de la libertad en la elección de escuelas.


Teóricamente, la unidad normativa de un sistema de educación pública, con el sentido y los alcances dados anteriormente (N° 1.1.2 y 3.2.1), no implica una organización escolar monopólica, sino, por el contrario, una organización escolar plural y abierta, como la comunidad y la cultura.


En lo que respecta a nuestro país, es incuestionable que la educación pública (la “instrucción general y universitaria” del artículo 67, inciso 16, de la Constitución) es una especie de la educación en general (el “enseñar y aprender” del artículo 14) y, por lo tanto, los derechos relativos a esta última no pueden ser “alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio” (artículo 28), como son precisamente las que organizan la educación pública.


Sentado lo que antecede, conviene hacer dos aclaraciones más:


a) La primera es que esta cuestión ha sido encasillada generalmente bajo los rótulos de libertad de enseñanza o derecho de enseñar, términos que no son suficientemente claros y comprensivos. En efecto, antes que la libertad o el derecho de enseñar, lo que está en juego aquí es la libertad o el derecho de aprender, una de cuyas manifestaciones básicas es la de poder elegir la escuela que se prefiere, cualquiera sea el motivo de la preferencia. De hecho, son los alumnos —o sus padres, cuando se trata de menores— quienes eligen escuelas y, por ende, maestros, y no a la inversa. La libertad de enseñar está, pues, condicionada a una opción previa, en manos exclusivas del educando o su familia. Quien no tiene alumnos, nada puede enseñar.


b) La segunda aclaración es que, tradicionalmente, la cuestión ha sido vinculada con la orientación ético-religiosa o ético-filosófica de la educación y con los derechos y libertades de esa índole. Pero esto es sólo una parte del problema. En rigor de verdad, aunque ninguno de tales derechos y libertades estuviera en juego, no existiría razón alguna de orden conceptual o constitucional para negar a una persona, para sí o para sus hijos menores, el derecho de elegir, promover o crear la escuela de su preferencia, mientras ella se encuadre en las normas generales del sistema de educación pública. Y, desde luego, tampoco la habría para que aquéllos que están técnica y moralmente en condiciones de prestar un servicio educativo de esa naturaleza se vieran privados de poder hacerlo.


4.3.2. El régimen vigente: primera época (1853-1947). En la evolución del régimen vigente en esta materia pueden distinguirse dos épocas. Durante la primera, que abarca desde 1853 hasta 1947, coexistieron tres regímenes legales paralelos, a saber:


a) En el nivel primario, que estaba originariamente a cargo exclusivo de las provincias, la coordinación entre la enseñanza oficial y la privada se estableció sobre bases muy simples: igualdad de derechos, condicionada a la observancia de determinados requisitos mínimos en materia de instalaciones, docentes y estudios, bajo el control de una inspección común a ambos sectores de la enseñanza. Es el régimen que, a partir de 1884, adoptó la ley 1.420 para las escuelas privadas (“particulares”) primarias de la Capital Federal y de los territorios nacionales.


b) En el nivel secundario —durante muchos años a cargo exclusivo del gobierno federal— la coordinación tuvo una modalidad propia, debida a la dispersión de los establecimientos por todo el país y a las dificultades existentes para una inspección centralizada. La ley 934, del año 1878, fijó también determinados requisitos a los establecimientos privados (“particulares”) de este nivel y otorgó a sus alumnos el derecho a ser examinados en los “colegios nacionales” por un tribunal formado por profesores de ambos establecimientos, el oficial y el privado. Así nació el régimen llamado de incorporación, que con el tiempo y a través de sucesivos decretos evolucionó en varios sentidos. En primer lugar, cada establecimiento particular fue “incorporado” o “adscripto” a un determinado “colegio nacional”; luego el mismo régimen fue extendido a toda clase de estudios secundarios, no sólo al bachillerato; y, finalmente, se simplificó la constitución de los tribunales examinadores y se aplicó a los establecimientos privados el régimen de exámenes y exenciones de los oficiales.


c) El nivel terciario —universitario y no universitario—, en cambio, se mantuvo legalmente vedado a la iniciativa privada.


4.3.3. El régimen vigente: segunda época (1947-1983). El año 1947 señala el comienzo de una significativa transformación del régimen anteriormente descripto, llevada a cabo, coincidentemente, por sucesivos gobiernos de muy diversa extracción política. El punto de partida fue la sanción de tres cuerpos legales: la ley 13.047, del año 1947, el decreto-ley 6.403/55 (art. 28) y el decreto 4.857/58.


La ley 13.047, primero de los cuerpos legales citados, se refiere a los establecimientos privados de nivel primario y secundario supervisados por el gobierno federal y constituye una expresión cabal de la coincidencia que se acaba de mencionar, pues habiéndose originado en el Poder Ejecutivo, fue votada en el Congreso por unanimidad. Para que esto último fuera posible, los diputados Sobral y López Serrot retiraron un proyecto similar, del que eran autores. Las características generales de esta ley y sus posteriores efectos son los siguientes:


a) En el aspecto económico-financiero, la ley 13.047 estableció, bajo ciertas condiciones, una contribución estatal a los establecimientos privados, para el pago de los sueldos de su personal docente. La ley respondía a preocupaciones de tipo preferentemente laboral en beneficio de dichos docentes, tanto que es conocida con el nombre de “Estatuto del personal docente de los establecimientos de enseñanza privada”. Pero, en la práctica, tuvo consecuencias más vastas, pues al aliviar la carga económica de quienes optaban, para sí o para sus hijos, por una escuela privada, extendió a los sectores sociales de menores recursos la posibilidad de elegir la escuela de su preferencia, sin obstáculos de tipo económico. En tal sentido, como ya se señaló (N° 4.2.2, e), puede decirse que constituye una real expresión del principio de igualdad de oportunidades. Al procurar la igualdad de los docentes de establecimientos oficiales y privados, estableció de hecho la igualdad entre los alumnos de unos y otros. Este régimen, modificado por las leyes 13.343 (artículo 9°) del año 1949, y 14.395 (artículo 25), del año 1954, y reglamentado actualmente por el decreto 15/64, fue adoptado también, en lo fundamental, por la mayor parte de las provincias, para las escuelas primarias privadas de sus respectivas jurisdicciones.


b) En el aspecto jurídico-administrativo, el artículo 5° de la lev 13.047 autorizó al Poder Ejecutivo a reglamentar “el ingreso y promoción de los alumnos de los establecimientos adscriptos a la enseñanza oficial”. En ejercicio de tales atribuciones, dicho poder procedió a unificar y reformar los regímenes preexistentes de supervisión estatal (leyes 934 y 1.420), de la manera que a continuación se explica.


Entre los años 1959 y 1960 se reformó el régimen de los niveles secundario y superior. La reforma tuvo dos aspectos. Por una parte, el decreto 12.179/60 implantó el llamado “régimen de gestión propia” que, entre otras cosas, reemplazó el sistema de exámenes ante tribunales mixtos por el de exámenes ante tribunales del propio establecimiento. Por otra, el decreto 7.728/59 y sus modificatorios (N° 9.247/60 y N° 2.704/68) reemplazaron la incorporación y supervisión de establecimiento a establecimiento por la incorporación y supervisión centralizadas, a cargo de un organismo denominado sucesivamente —por los decretos citados— Dirección General de Enseñanza Privada, Servicio Nacional de la Enseñanza Privada y Superintendencia Nacional de la Enseñanza Privada. Dichos establecimientos se rigen desde 1964 por el “Régimen de incorporación de los institutos privados a la enseñanza oficial”, aprobado por el decreto N° 371/64.


En 1968, la reforma se extendió a los niveles primario y preprimario. El decreto 5.923/68 dispuso al respecto dos medidas: por una parte, el reemplazo del sistema de fiscalización (ley 1.420) por el de incorporación (decreto 371/64); y, por otra, la supervisión de los establecimientos primarios y preprimarios privados por la actual Superintendencia Nacional de la Enseñanza Privada (en lugar del Consejo Nacional de Educación).


Régimen legal y supervisión quedaron así unificados en todos los niveles expresados. El decreto 371/64, actualmente vigente en dichos niveles declara en su artículo 1° que “la incorporación es el medio por el cual el Estado reconoce la enseñanza que imparten los institutos privados de nivel medio y superior, de acuerdo con planes aprobados oficialmente”, y en su artículo 4° establece que la incorporación faculta al instituto de enseñanza privada para “matricular, calificar, promover, otorgar pases, certificados y diplomas y aplicar el régimen disciplinario y de asistencia de los alumnos, de acuerdo con las normas que dicte el Ministerio...”.


c) En el aspecto técnico-pedagógico propiamente dicho, la ley 13.047 no introdujo modificación alguna. Ella presupone la aplicación de los planes oficiales (o planes aprobados oficialmente, como dice el decreto 371/64). Los decretos 8.061/67 y 940/72 abrieron la posibilidad de proponer planes alternativos a los de carácter general; y hasta el momento hay más de 20 planes de nivel secundario aprobados oficialmente por esa vía, a propuesta de establecimientos privados. Si bien este número es importante, el de los establecimientos que lo aplican resulta muy poco significativo, pues casi todos los establecimientos privados optan por aplicar directamente los planes, de los establecimientos oficiales.


Hasta aquí se han considerado las transformaciones del régimen legal de los establecimientos educativos privados originadas en la ley 13.047. Hay, como ya se señaló, otros cuerpos legales de similar importancia, gracias a los cuales la iniciativa privada pudo acceder, entre 1955 y 1958, al nivel superior, que hasta entonces le había estado vedado. En efecto:


a) El artículo 28 del decreto-ley 6.403/55 admitió, por primera vez, la existencia de universidades libres o privadas, con capacidad para otorgar títulos profesionales, régimen que fue completado y perfeccionado por las leyes 14.557, del año 1958, y 17.604, del año 1967.


b) Por su parte, el decreto 4.857/58, ratificado por el 371/64, extendió a los establecimientos terciarios de formación de profesores el régimen de incorporación y supervisión vigente en la enseñanza secundaria privada.


En la práctica, al amparo de esta legislación, vastos sectores de la comunidad argentina promueven y organizan con dinamismo notorio escuelas y universidades inspiradas en sus propias concepciones pedagógicas. En la enseñanza primaria y en la universitaria, estos establecimientos tienen aproximadamente el 18% de la matrícula respectiva y en la enseñanza pre-primaria, secundaria y terciaria no universitaria, el 30% (con un pico del 36% en el bachillerato y en la modalidad comercial).


4.3.4. El anteproyecto. Con respecto a esta cuestión, el anteproyecto contiene las siguientes previsiones:


a) Reconoce el derecho de optar por los establecimientos educativos que mejor respondan a las propias preferencias —del educando o de su familia— o, en su defecto, promover su creación (Capítulo 3°);


b) Reconoce, correlativamente, el derecho de las personas naturales y jurídicas a prestar servicios educativos —bajo las condiciones establecidas por la ley— a quienes requieran esos servicios, en ejercicio del anterior derecho de opción (Capítulo 4°);


c) En materia de establecimientos universitarios, mantiene sin mayores variantes el régimen vigente para las universidades privadas (Capítulos 24° y 25°);


d) En materia de establecimientos de otro carácter (pre-primarios, primarios, secundarios y terciarios no universitarios), transfiere a las jurisdicciones locales la supervisión de todos los que actualmente están bajo la jurisdicción del gobierno federal (Capítulos 16° y 32°); y simultáneamente extiende a todo el sistema, con carácter obligatorio para todas las jurisdicciones, las normas básicas del régimen de incorporación y subsidios actualmente vigentes en jurisdicción nacional (Capítulos 23° y 30°);


e) Procura una mayor integración entre los sectores oficial y privado del sistema, mediante diversas disposiciones, especialmente la citada transferencia de la supervisión estatal a las jurisdicciones locales, porque es precisamente en el plano local donde aquella integración es más fácil de alcanzar (Capítulos 16°, 19° y 32°);


f) Amplía el margen de autonomía pedagógica de los establecimientos privados —y también de los oficiales— mediante la reserva de un porcentaje de las horas lectivas para el desarrollo libre de sus propios objetivos institucionales (Capítulos 6° y siguientes).



4.4. La libertad en la elección de orientaciones educativas


4.4.1. La cuestión. La segunda cuestión vinculada con las libertades educativas que se planteó —o al menos se agudizó— a partir de la explosión escolar del siglo pasado, y la consiguiente aparición de los sistemas de educación pública, se refiere a la orientación de esta última. Se trata, obviamente, de un problema distinto al que acaba de analizarse, pues teóricamente podría concebirse un sistema en el cual, habiendo libertad para la elección de establecimientos educativos, éstos estuvieran no obstante obligados a mantener una uniformidad pedagógica absoluta.


La cuestión tiene dos alcances:


a) En su alcance más amplio —y más delicado— ella gira alrededor de los fines de la educación y del sistema educativo. Es indudable que, en la medida en que se reconozca que la educación tiene por fin la formación integral dela persona humana, se estará admitiendo que ella requiere, como base de sustentación explícita o implícita, una concepción integral de la vida. En última instancia, toda pedagogía es expresión y efecto de una visión específica del hombre y de la realidad.


Ahora bien, en las sociedades modernas, caracterizadas entre otras cosas por el pluralismo cultural e ideológico, el Estado, al organizar la educación pública, se encuentra ante un dilema. Por una parte, debe procurar que el sistema educativo promueva y facilite la formación integral del educando. Por otra, no puede optar por una determinada concepción de la vida, sin invadir una esfera reservada exclusivamente a la conciencia del educando. Y en esta materia —no está de más subrayarlo— no caben excepciones fundadas en la tradición nacional o en la voluntad de la mayoría, porque frente a la libertad —y en especial a la de conciencia— todas las personas son iguales.


El hecho de que todo Estado se apoye, explícita o implícitamente, en un conjunto de valores comunes que constituyen el marco de referencia ético y filosófico en el cual se inspira su constitución política, no invalida este razonamiento, porque cuando tales valores se fundan en la dignidad de la persona humana y en el respeto de sus inalienables derechos —como ocurre en los estados democráticos— no puede haber oposición real entre ellos y el pluralismo cultural e ideológico antes mencionado.


Por otra parte, tampoco debe verse en este pluralismo un obstáculo para la unidad nacional o para la preservación de la identidad cultural de la nación, pues éstas no exigen una uniformidad monolítica sino más bien un permanente diálogo cultural que enriquece y fortalece la unidad.


En consecuencia, volviendo al dilema planteado inicialmente, la única manera de conciliar la neutralidad filosófica y religiosa del sistema educativo con la dimensión integral que caracteriza a toda educación digna de ese nombre, es armonizando la formación que aquél brinda con la concepción de la vida que la conciencia de cada educando reconoce como verdadera. De otro modo, o se sacrifica la integralidad de la formación o se sacrifica la libertad de las conciencias.


Esta solución, evidente en sí misma, encuentra en la práctica algunas dificultades. En los establecimientos educativos privados, nada obsta para que la educación esté orientada de acuerdo con una determinada concepción de la vida —mientras ella no contradiga el orden público constitucional—, toda vez que son los mismos educandos —o sus familias si fueran menores— los que optan libremente por ella al matricularse. En los establecimientos educativos oficiales, en cambio, por el hecho de estar abiertos necesariamente a todos, la armonización entre la neutralidad del sistema y la integralidad de la educación tiene aspectos más complejos, como poco más adelante se podrá comprobar, al analizar el régimen vigente.


b) Pero la cuestión de la libertad educativa no se agota en el terreno de los fines de la educación. Con alcances más limitados —y ciertamente menos conflictivos— ella se ejercita a lo largo de toda la formación humana, a través de múltiples opciones pedagógicas, de acuerdo con la vocación particular de cada persona, entendida como el modo propio y exclusivo de realización personal que cada uno elige para sí. Entre esas opciones, pueden mencionarse, en primer lugar, las que corresponden a las distintas modalidades, especialidades y carreras, en cada uno de los niveles de la educación pública, para cuya elección teóricamente no existe ninguna traba. En la práctica, sin embargo, no siempre es así. No sólo por la insuficiente diversificación del sistema, sino también porque una mala organización de las diversificaciones existentes puede obligar al educando a opciones prematuras que se convierten para su futuro en un problema aún más grave. Deben mencionarse, además, otras opciones pedagógicas menores, absolutamente necesarias para la completa formación de la personalidad, dirigidas a estimular y cultivar la iniciativa, la creatividad y la responsabilidad individuales. Más adelante, al analizarse la relación alumnos-docentes-autoridades educativas, se volverá sobre estos temas (N° 7.1.1 a 7.2.2).


c) En síntesis, puede decirse que, así como la unidad del sistema no implica necesariamente un régimen escolar monopólico, tampoco implica un régimen educativo monolítico, en ninguno de los alcances considerados. Desde luego, todos estos principios tienen una incuestionable base constitucional en el “triángulo” normativo ya mencionado (N° 1.2.1 y 4.1.2).


4.4.2. El régimen vigente. Según acaba de decirse, el problema de la armonización de la neutralidad filosófica y religiosa del sistema con la integralidad de la educación que en él se imparte adquiere su mayor complejidad en los establecimientos educativos oficiales. Las fórmulas ensayadas en ellos para resolver el dilema antes mencionado son suficientemente conocidas. En las primeras escuelas primarias oficiales, que eran todas provinciales, la fórmula originaria —acorde con la conformación histórica del país— consistió en infundir a la enseñanza moral y religiosa el contenido católico tradicional y exceptuar de esa enseñanza a los pocos alumnos de otras convicciones religiosas o filosóficas.


En 1884, al dictarse la ley 1.420, destinada a regir las escuelas primarias de la ciudad de Buenos Aires, recientemente federalizada, y las de los territorios nacionales, que en esa época comenzaban a crearse, la fórmula que se adoptó, según el conocido texto del artículo 8° de la citada ley, fue la siguiente: “La enseñanza religiosa sólo podrá ser dada en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los diferentes cultos, a los niños de su respectiva comunión y antes o después de las horas de clase”. Esta fórmula se extendió de hecho a los establecimientos secundarios y terciarios pertenecientes al gobierno nacional, y fue adoptada por gran parte de las provincias.


El artículo 8° de la ley 1.420 consagra dos principios doctrinarios y un régimen horario. Los principios son: 1) la igualdad de los alumnos en materia de formación religiosa (todos tienen derecho a una formación conforme a su credo); y 2) la responsabilidad de las comunidades o comuniones religiosas en dicha enseñanza (el Estado no enseña religión sino que facilita su enseñanza a quienes tienen misión y autoridad para ello). En cuanto al régimen horario, se adoptó el propio de las que hoy se llaman actividades extraprogramáticas (antes o después de las horas de clase).


En la práctica, la enseñanza religiosa dentro del horario previsto en el artículo citado llegó a impartirse sólo en muy contados casos. Con lo cual, en realidad, la neutralidad de la escuela estatal en materia religiosa privó a la educación por ella impartida de su dimensión integral.


Este hecho no dejó de preocupar a muchos argentinos de diversas tendencias. Uno de los testimonios más insospechables en este sentido es el del general Julio A. Roca, quien, en su segunda presidencia —16 años después de haber propiciado y promulgado la ley 1.420— elevó al Congreso, conjuntamente con su ministro Osvaldo A. Magnasco, el primer proyecto de ley general de educación, denominado “Plan de instrucción general y universitaria”. En el mensaje de elevación, al referirse a las “bases principales” de un plan de ese carácter, y luego de destacar la prioridad del desarrollo orgánico o físico del educando, decía textualmente: “En realidad de verdad, tan señalada preferencia debiera ser compartida con el concepto religioso y, a fuer de sincero, debe el poder ejecutivo decirlo para no ahogar las sugestiones de una de sus más firmes convicciones educacionales. Nada hay que fortalezca mejor las virtudes humanas que un sentimiento religioso bien constituido y dirigido y así debe ser cuando las más grandes naciones de la tierra ofrecen como el primer renglón de sus programas de estudios, este factor esencial en la educación de sus generaciones. De la inconsciente incredulidad de los tiempos actuales jamás ha de salir ni la austeridad individual ni la austeridad cívica. Es claro que el poder ejecutivo está muy lejos de pretender por eso un sistema de odiosas preferencias, incompatibles con las declaraciones de nuestra carta constitucional, ni mucho menos llegar a la monstruosidad de la imposición de los dogmas particulares; pero es evidente que tan grave es eso como el silvestre escepticismo al que han sido imprevisoramente abandonados nuestros educandos”.


Lo más curioso de este testimonio es que el proyecto de ley general acompañado no proponía ninguna reforma concreta en este punto. Y en tal sentido, constituye el símbolo de una actitud muy generalizada, entonces y después, en la opinión argentina: la de una clara conciencia del problema y una postergación indefinida de toda solución.


En concreto, durante un siglo la fórmula del artículo 8° de la ley 1.420 ha venido rigiendo en la mayoría de las escuelas oficiales primarias y prácticamente en todas las oficiales secundarias; salvo el paréntesis de los años 1943 a 1954, durante el cual se aplicó un régimen de opción entre la enseñanza moral y religiosa católica y la enseñanza moral no confesional (decreto-ley 18.411/43 y ley 12.978 del año 1947, derogada por la ley 14.401 del año 1955; y sus concordantes).


4.4.3. El anteproyecto. Con respecto a esta cuestión, el anteproyecto contiene las siguientes previsiones:


a) En el plano de los principios comienza por reafirmar, por una parte, el carácter integral de la educación y, por otra, el principio de inviolabilidad de las conciencias, es decir, el derecho de las personas a decidir, de conformidad con la propia conciencia, la orientación ético-religiosa o ético-filosófica de su educación. Ambas declaraciones deben interpretarse en concordancia con las normas que establecen: 1) que tratándose de menores él ejercicio de los derechos enunciados en el texto corresponde a sus padres o representantes legales; y 2) que el goce y ejercicio de los derechos que se reconocen o establecen en el mismo texto estarán encuadrados en los principios y normas fundamentales del orden público constitucional y condicionados a su acatamiento (Capítulos 2° y 3°).


b) En el plano algo más concreto de las pautas organizativas y pedagógicas establece: 1) que la formación ética —juntamente con la formación nacional, social, cívica y lingüística— constituirá un objetivo implícito de la programación de la enseñanza en todos los niveles y comprometerá la responsabilidad común de los docentes; 2) que ella estará basada en la moral natural, arraigada en la tradición nacional y común a las diversas corrientes espirituales que actualmente integran la comunidad argentina; y 3) que los alumnos serán orientados y estimulados a completar personalmente esta formación a través de la profundización de sus convicciones religiosas o filosóficas, y la asunción de los valores y normas de vida que en ellas se fundan (Capítulos 2°, 4° y 6°). Estas pautas —que valen tanto para los establecimientos oficiales cuanto para los privados— son ciertamente muy generales, pero ponen de manifiesto el propósito de infundir a la neutralidad escolar en materia religiosa y filosófica un sentido positivo y dinámico. Es decir, tratan de que dicha neutralidad signifique igualdad y no privación de derechos; respeto y no indiferencia por las convicciones religiosas o filosóficas de los alumnos; de modo tal que, en la mayor medida posible, la educación que impartan los establecimientos educativos oficiales y privados tenga realmente la dimensión integral que le corresponde por naturaleza. Al proponer estas pautas, no se desconoce que en esta materia la responsabilidad más grave y delicada —particularmente cuando se trata de niños y adolescentes— corresponde a la familia; simplemente, se procura que entre escuela y familia no haya oposición ni fractura sino armonía y colaboración recíproca, única manera de lograr una educación integral en una época en la que —según se señaló con anterioridad (N° 3.1.1)— la influencia de ambas instituciones decrece progresivamente frente a la influencia, muchas veces negativa, de otros factores sociales.


c) En lo que respecta a la enseñanza religiosa especifica (es decir, de determinadas religiones) el anteproyecto distingue naturalmente entre establecimientos educativos oficiales y privados. Estos últimos se rigen por sus propias normas particulares (sin perjuicio de lo expresado anteriormente acerca del orden público constitucional). Para los oficiales, en cambio, se propone —por primera vez— un régimen general, obligatorio para todas las jurisdicciones, que extiende a todo el país y a todos los niveles los dos principios contenidos en el artículo 8° de la ley 1.420: la igualdad de todos los alumnos en materia de enseñanza religiosa y la responsabilidad exclusiva de las respectivas autoridades religiosas en todo lo que a ella se refiere. En cuanto al horario, se mantiene el régimen vigente, de indudable base constitucional: cada jurisdicción decide el propio. Para los establecimientos dependientes del gobierno federal se dan tres alternativas, una es la reproducción literal del artículo 8° de la ley 1.420 (“antes o después de las horas de clase”) y las restantes flexibilizan ligeramente su texto, sin alterar su espíritu (“dentro de los horarios de las actividades optativas” o “dentro de los horarios de clase, como actividad optativa”). Son alternativas técnicas sobre las cuales hay opiniones discrepantes y cuya elección corresponderá en definitiva al legislador (Capítulo 6°).


d) En lo que respecta a las demás opciones pedagógicas involucradas en la cuestión de la libertad educativa, las previsiones contenidas en el anteproyecto serán comentadas más adelante —como ya se aclaró— al analizarse la relación alumnos-docentes-autoridades educativas (N° 7.1.1 a 7.2.2).