Bases y alternativas para una Ley federal de educación
Capítulo 5° | La relación gobierno federal-gobiernos de provincia
 
 

5.1. La cuestión


5.1.1. Encuadre conceptual. En la introducción de esta exposición de motivos, al considerarse las relaciones jurídicas involucradas en una ley federal de educación (N° 1.1.3), se mencionaron en segundo lugar las relaciones del gobierno federal con los gobiernos de provincia, y las de éstos entre sí, en materia educativa. Naturalmente, se trata de un problema exclusivo de los países federales, en los cuales debe conciliarse la necesaria unidad de todo sistema educativo con las legítimas e irrenunciables autonomías provinciales, en un doble plano: 1) el normativo (conjunto de normas que rigen la organización y el funcionamiento del sistema) y 2) el operativo (creación y administración de servicios educativos oficiales, y reconocimiento y supervisión de servicios educativos privados).


5.1.2. Encuadre constitucional. Los principios constitucionales aplicables a esta materia son los de unidad normativa y de concurrencia federal, considerados anteriormente al analizar el llamado “triángulo” constitucional (N° 1.2.1). Para su correcta interpretación conviene distinguir los aspectos normativo y operativo que acaban de mencionarse:


a) En el aspecto normativo, el principio ordenador está contenido en el artículo 67, inciso 16, que garantiza la unidad normativa del sistema de educación pública. Dicho inciso, como se sabe, dice textualmente: “Corresponde al Congreso... proveer lo conducente a la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de todas las provincias, y al progreso de la ilustración, dictando planes de instrucción general y universitaria...”


El texto transcripto dio lugar a algunas dificultades en lo que respecta al significado de los términos “instrucción general” y “planes de instrucción”.


Con respecto al término instrucción general, los primeros comentaristas de la Constitución tuvieron ciertas divergencias. Para algunos (Estrada) tal término era sinónimo de instrucción primaria. Para otros (Joaquín V. González y González Calderón) era sinónimo de instrucción secundaria. De acuerdo con estas interpretaciones, habría un nivel educativo —el primario o el secundario— excluido de las atribuciones legislativas del Congreso y reservado exclusivamente a la legislación provincial. Hoy nadie sostiene esta posición y todos los analistas concuerdan en que los términos “instrucción general y universitaria” comprenden todos los niveles educativos, sin excepción.


Con respecto al término planes de instrucción ha ocurrido algo similar. Para algunos intérpretes, sería equivalente a “planes de estudios” y las atribuciones del Congreso en la materia serían por lo tanto similares a las que le otorga el artículo 67, inciso 11, de la Constitución, en virtud del cual, mientras el Congreso dicta los códigos de fondo (civil, comercial, penal, laboral, etc.), las provincias se limitan a dictar los códigos de forma o de procedimientos. Esta interpretación, que podría denominarse técnico-pedagógica, implica una restricción extrema de las atribuciones de las provincias en materia de planes de estudios, porque ellas estarían privadas —como ocurre con los códigos de fondo— de la posibilidad de adecuarlos a sus necesidades locales, o introducirles cualquier otra variante de índole regional. Pero, al mismo tiempo, dicha interpretación restringe las atribuciones del propio Congreso, al negarle indirectamente toda competencia en los demás aspectos de la educación pública, cualquiera sea su importancia.


Por poco que se profundice la cuestión, se verá que, desde el ángulo de “la prosperidad del país, el adelanto y bienestar de todas las provincias, y el progreso de la ilustración”, lo que importa fundamentalmente no son los planes de estudios en sí mismos, sino la educación pública en general, sus fines, su organización, su desarrollo. Es decir, no sus aspectos técnico-pedagógicos, sino los aspectos políticos —en el más alto sentido de esta palabra— involucrados en ella. Según esta interpretación, que podría denominarse político-pedagógica, el término “planes de instrucción” es sinónimo de planes de organización y desarrollo de la educación pública, y las atribuciones del Congreso y de las provincias en la materia no se excluyen sino que se integran. Al Congreso le compete el dictado de las normas “básicas” de organización y funcionamiento del sistema educativo, comunes a todas las jurisdicciones; y a las provincias, su desarrollo, ampliación y adecuación a la realidad sociocultural. Y esto se aplica, tanto a los planes de estudios cuanto a cualquier otro aspecto fundamental de la educación pública. Con esta salvedad: que por “normas básicas” debe entenderse exclusivamente aquéllas que son necesarias para asegurar la unidad del sistema, no más. Esta es, fuera de toda duda, la interpretación racionalmente más lógica y la única que se ajusta a la forma federal del Estado, adoptada por la Constitución.


b) En el aspecto operativo, es incuestionable que, según se vio anteriormente (N° 1.2.1), la Constitución, en lugar de fijar competencias exclusivas —con la reserva de lo dispuesto en su artículo 5° acerca de la educación primaria—, adoptó implícitamente el principio de las llamadas facultades concurrentes. En virtud de este principio, la creación, administración y sostenimiento de servicios educativos oficiales, así como el reconocimiento y la supervisión de servicios educativos privados, corresponden indistintamente al gobierno federal y a los gobiernos locales, en todo el territorio nacional. Ahora bien, las facultades concurrentes son irrenunciables, pero su ejercicio es discrecional. Y así como una determinada política educativa puede llevar a ejercerlas en un cierto sentido, otra puede llevar a hacerlo en un sentido diferente o, simplemente, a no ejercerlas. En otras palabras, el gobierno federal puede en una época asumir una responsabilidad operativa y, en otra época, dejar esa responsabilidad a los gobiernos locales, o viceversa. Es, pues, la prudencia política —guiada desde luego por el espíritu de la Constitución y una adecuada apreciación de la realidad socio-cultural— la que debe fijar en cada época las respectivas esferas de responsabilidad operativa —no de competencias— entre aquellos gobiernos. Y como esto supone un mínimo de coordinación entre todas las jurisdicciones, la cuestión se convierte en un caso típico de lo que ha dado en llamarse concertación federal o federalismo concertado, versión moderna y realista de un principio que nació con la nacionalidad.



5.2. El régimen vigente


5.2.1. Primera época: la fundación del sistema (1853-1905). Al momento de sancionarse la Constitución Nacional, la tasa de analfabetismo en la población adulta ascendía aproximadamente al 90%, y la acción del Estado en el campo de la educación era insignificante. Lo urgente, sin duda, más que dictar leyes, era abrir escuelas, especialmente primarias, esfuerzo que correspondía constitucionalmente a las provincias y que el gobierno federal apoyó indirectamente mediante subsidios.


El esfuerzo directo del gobierno federal se volcó, en cambio, en la enseñanza media y superior. En 1863 Mitre fundó el primer “colegio nacional” y, en 1870, Sarmiento hizo otro tanto con la primera “escuela normal” nacional. Sólo en 1880, a raíz de la capitalización de Buenos Aires y de la conquista del desierto, comenzó el gobierno federal a administrar escuelas primarias en la Capital Federal y en los territorios nacionales. Y con tal motivo dictó para dichas escuelas la “ley de educación común”, n° 1.420, del año 1884. Un año más tarde fue dictada la primera ley universitaria, n° 1.597, conocida como “ley Avellaneda”.


Al amparo del artículo 5° de la Constitución y de la doctrina de las “facultades concurrentes”, se fue estructurando un régimen que, desde el punto de vista de este análisis, puede caracterizarse así:


a) En el aspecto normativo, la nota dominante era la existencia de 15 regímenes legales paralelos (el nacional y los catorce provinciales), sin otras normas comunes que las contenidas en la Constitución Nacional.


b) En el aspecto operativo, podían distinguirse dos sectores que, en el fondo, respondían a una distribución tácita de responsabilidades: el sector de la educación primaria, a cargo de los gobiernos locales y el sector de la educación media y superior —constituido fundamentalmente por la escuela normal, el colegio nacional y la universidad— a cargo del gobierno federal.


c) En síntesis, se estableció de hecho un sistema dual: legislación y administración local para el nivel primario y legislación y administración federal para el resto de los niveles.


A pesar de la practicidad de este régimen, los gobernantes no habían olvidado el espíritu federalista de la Constitución. En 1900, el presidente Julio A. Roca y su ministro Osvaldo Magnasco enviaron al Congreso el primer proyecto de transferencia de escuelas normales y colegios nacionales —con excepción de cinco— a las respectivas provincias. “El adjunto proyecto de ley —decía el mensaje del Poder Ejecutivo— responde a tres conceptos fundamentales de gobierno: primero, a armonizar paulatinamente el régimen de la educación y el de la constitución política, entregando a cada provincia federada la administración de la enseñanza en las diversas ramas que corresponden a la instrucción general del pueblo, sin otras limitaciones que las derivadas de la Constitución Nacional...”. Y más adelante, al comentar la solución “práctica y prudencial” propuesta en el proyecto de ley, agregaba el mensaje: “...ella reserva al poder central lo único que constitucionalmente le pertenece: la intervención en los planes de estudios y la inspección superior...”.


5.2.2. Segunda época: el apogeo del centralismo (1905-1962). En lugar del proyecto Roca-Magnasco, el Congreso aprobó en 1905 la ley 4.874, denominada “ley Láinez”, en virtud de la cual el gobierno federal comenzó a crear escuelas primarias en todas las provincias. Y no sólo conservó los establecimientos secundarios que ya poseía, sino que, años más tarde, al producirse la gran expansión de la enseñanza media, los multiplicó por todo el país. Lo mismo ocurrió con los institutos de nivel terciario para la formación de profesores. Al propio tiempo, a través del régimen de “incorporación” —y luego de contribuciones financieras— el gobierno nacional colocó a todos los establecimientos secundarios privados del país bajo su exclusivo control. Dentro de la misma tendencia puede citarse también la ley 12.558, del año 1938, llamada “ley Palacios”, que autorizó la creación de escuelas-hogares nacionales en todo el territorio. Frente a este panorama, no puede llamar la atención que al provincializarse los antiguos territorios nacionales —entre 1951 y 1955—, sus escuelas, incluidas las primarias, continuaran bajo la dependencia del gobierno federal, contrariando lo dispuesto en las propias leyes de provincialización.


Hacia 1960, antes que este proceso se detuviera para luego revertirse, la Nación llegó a tener, en territorios provinciales, 6.500 escuelas primarias en las que se educaba el 34% de los alumnos primarios del interior. En materia de enseñanza secundaria, tenía en los mismos territorios 932 establecimientos propios y supervisaba además 887 establecimientos privados, en los cuales recibían instrucción el 60% y el 25%, respectivamente, de los alumnos secundarios del interior.


Naturalmente, este proceso de centralización progresiva no respondió a ninguna política específicamente educativa. Era una simple secuela de un proceso más general de deterioro acelerado del federalismo y de correlativa concentración del poder político y económico en el gobierno central y en la capital de la República.


Durante medio siglo, muy pocas voces se alzaron para clamar contra este uso abusivo del texto constitucional. En 1918, el diputado bonaerense Luis Agote presentó un proyecto de ley por el cual las escuelas creadas en virtud de la ley Láinez (n° 4.874) debían ser transferidas a las provincias, aumentándose al mismo tiempo la subvención nacional a los gobiernos locales en la medida necesaria para su sostenimiento. En 1928, un diputado santafesino, Agustín Araya, presentó otro proyecto para derogar expresamente aquella ley y transferir a las provincias las escuelas creadas en su consecuencia, con sus respectivos presupuestos. En 1941, varios diputados, encabezados por el profesor Américo Ghioldi, presentaron un proyecto mucho más orgánico para unificar normativamente y descentralizar operativamente la enseñanza primaria en todo el país. En contraste con estas voces aisladas, no faltaron tampoco quienes reclamaron una mayor centralización. En 1949, el senador Gómez del Junco presentó un proyecto de ley destinado a unificar toda la enseñanza del país sobre la base de los “planes y programas” que habría de dictar el Poder Ejecutivo. El mismo proyecto disponía la transferencia de los establecimientos educativos secundarios y terciarios provinciales al gobierno federal.


Mientras tanto, las provincias, en la medida de sus posibilidades, continuaron extendiendo su acción educativa en el campo de la enseñanza primaria, secundaria y superior (incluida ocasionalmente la universitaria), con lo cual la superposición de jurisdicciones y la duplicación de servicios alcanzó a todos los niveles y a todo el territorio.


Esto agravó otro problema que ya existía desde antiguo: la validez nacional de los estudios cursados en los establecimientos provinciales y de los títulos por ellos expedidos, en especial los de nivel secundario y superior (entendiéndose por tal, no la validez de esos títulos y estudios en otras provincias, sino en los establecimientos dependientes del gobierno federal).


El gobierno federal adoptó al respecto una postura rígida. La ley 934, del año 1878, admitió expresamente el pase de alumnos de establecimientos provinciales a establecimientos nacionales, sobre la base de “programas con las mismas materias”, fórmula que trababa cualquier intento de iniciativa u originalidad pedagógicas por parte de las provincias. Con el correr del tiempo, y el incremento de la acción educativa de éstas, el problema se fue agravando progresivamente, pero el gobierno federal endureció aún más su posición.


En virtud de lo dispuesto por la ley 14.389 del año 1954 y por el decreto 17.087/56 (ratificado por el decreto-ley 13.315/57), para que los títulos y certificados de estudios provinciales de nivel secundario pudieran gozar de dicha validez “nacional”, las respectivas provincias debían adoptar los planes de estudios y regímenes de ingreso, calificaciones y promoción vigentes en el orden nacional, solicitar el registro de cada uno de sus establecimientos y planes en el organismo nacional competente, y someterse a su inspección periódica. La primera de las leyes citadas comenzaba con esta curiosa declaración: “El Ministerio de Educación de la Nación es el organismo del Estado con competencia natural y exclusiva para el otorgamiento de títulos en las distintas ramas de la enseñanza media”. A partir de 1958 con la sanción del “Estatuto del docente” (ley 14.473), los títulos provinciales quedaron sometidos a un nuevo trámite discriminatorio: el requerido para su inclusión —con el carácter de docentes, habilitantes o supletorios— en los “anexos” de dicho estatuto.


El reconocimiento de estudios y títulos entre provincias, por su parte, dependía enteramente de lo que dispusieran los acuerdos interprovinciales.


Desde el punto de vista de este análisis, el régimen vigente durante la época que se está considerando —1905 a 1962— merece estas observaciones:


a) En el aspecto normativo subsistía, agravado, el sistema de regímenes legales paralelos (el nacional y los provinciales), sin normas comunes a las distintas jurisdicciones, fuera de las constitucionales. Hablando estrictamente, no había un sistema educativo sino 23 subsistemas paralelos. Pero existía, en cambio, un sistema de hecho, basado en dos factores convergentes: 1) el prestigio del subsistema dependiente del gobierno federal, extendido ampliamente por todo el país, que obraba sobre los restantes, a manera de modelo; y 2) la presión ejercida por dicho gobierno, a través de las condiciones impuestas para el reconocimiento de los títulos y certificados de estudios expedidos por establecimientos educativos provinciales. A raíz de esto, la unidad del sistema estaba, hasta cierto punto, preservada; mas no por los medios expresamente previstos en la Constitución —que el Congreso no ejerció nunca—, sino por vías indirectas, de predominio político y económico.


b) En los aspectos operativos, como consecuencia del modo con que el gobierno federal interpretó y ejerció la parte que le correspondía en las llamadas facultades concurrentes, no existió una distribución racional de responsabilidades —expresa o tácita— entre aquel gobierno y los de provincia, ni siquiera una coordinación de esfuerzos. El resultado fue la duplicación, superposición y desconexión de servicios, en todos los niveles, bajo el impulso de motivaciones circunstanciales que no respondían a ningún plan.


c) En síntesis, este régimen no podía calificarse de federal, ni tampoco de unitario. Era simplemente un caso de incoherencia jurídica y administrativa, en el que se manifestaban las contradicciones internas de un Estado formalmente federal, sometido a una política de centralización descontrolada.


5.2.3. Tercera época: el retomo a las fuentes (1962-1983). La reacción contra el régimen descripto precedentemente provino de las dos partes interesadas. El gobierno federal, obligado por las circunstancias a racionalizar su propia administración, comenzó por proponerse la transferencia a las provincias de las escuelas primarias nacionales del interior. Las provincias, por su parte, se propusieron el reconocimiento de la validez nacional de sus títulos y planes de estudios.


El gobierno federal demoró 25 años para alcanzar su propósito. El decreto-ley 7.977 de 1956, que restableció el Consejo Nacional de Educación, autorizó a dicho organismo a convenir con las provincias la transferencia de las escuelas primarias nacionales, con aprobación del Poder Ejecutivo, sin que esta norma tuviera efecto alguno. Años más tarde, el decreto 495/62, basándose en la autorización que se venía reiterando desde 1959 en todas las leyes de presupuesto, dispuso la transferencia unilateral y masiva de dichas escuelas a las provincias; pero meses después, a raíz de un cambio de gobierno, la norma fue derogada por otro decreto, el 7.814/ 62. De las pocas transferencias que habían llegado a efectivizarse, sólo subsistió la correspondiente a la provincia de Santa Cruz (23 escuelas). A 57 años de la promulgación de la ley Láinez, el retomo a las fuentes, aunque muy modestamente, había comenzado.


En 1968, la ley 17.878 autorizó al Poder Ejecutivo a reiniciar los trámites de transferencia, lo que permitió, entre 1968 y 1969, transferir las escuelas situadas en las provincias de Buenos Aires, Río Negro y La Rioja (680 escuelas en total). En 1970, la ley 18.586 estableció un nuevo régimen de transferencias (para toda clase de servicios), que reemplazó al de la 17.878 y además derogó expresamente la ley Láinez (n° 4.874) al cabo de 65 años de vigencia; pero sólo obtuvo, como fruto, la transferencia de los establecimientos secundarios nacionales situados en la provincia de Río Negro (que poco después quedó sin efecto en lo relativo a los establecimientos dependientes del Consejo Nacional de Educación Técnica). Luego, durante casi una década, el proceso quedó interrumpido.


Finalmente, en 1978, las leyes 21.809 y 21.810 y los convenios que se celebraron en su consecuencia permitieron transferir prácticamente el resto de las escuelas primarias nacionales (6.236 en total), a las provincias, la Municipalidad de la Capital Federal y el Territorio Nacional de la Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sud. A fines de 1980, las leyes 22.367 y 22.368 dispusieron otro tanto con respecto a los establecimientos y servicios educativos del nivel primario dependientes de la Dirección Nacional de Educación del Adulto (excepto los anexos a unidades militares).


Las provincias, por su parte, vieron igualmente demorado el logro de sus aspiraciones con respecto a sus títulos y planes de estudios. En 1968, la ley 17.778 estableció un régimen de reconocimiento de las universidades provinciales por el Estado federal y la validez de sus títulos y estudios en todo el país, previa adopción de determinados recaudos, de conformidad con el espíritu del artículo 67, inciso 16, de la Constitución Nacional. Dos años después, la Conferencia de Ministros de Educación, reunida en Santa Fe, reclamó la extensión de aquella validez a los títulos y estudios de los demás niveles. Tal aspiración fue satisfecha, entre 1972 y 1973, por la ley 19.988 y por las leyes que, en concordancia con ella, dictaron todas las provincias. En virtud de tales leyes, la Nación y las provincias, y éstas entre sí, se reconocieron recíprocamente sus títulos y certificados de estudios no universitarios, quedando expresamente derogados la ley 14.389 y el decreto 17.087/56 (ratificado por el decreto-ley 13.315/57), anteriormente citados.


Dentro de este proceso de paulatino retomo a las fuentes constitucionales del sistema, no podría dejarse de mencionar al Consejo Federal de Educación, creado en 1972 por la ley 19.682, integrado por los ministros de Educación de las provincias y presidido por el ministro nacional del área, que institucionalizó las conferencias de ministros que venían celebrándose desde años anteriores. Aunque las resoluciones del Consejo —que la ley 22.047 del año 1979 denomina Consejo Federal de Cultura y Educación— tengan sólo carácter de recomendaciones, su fuerza moral y política es considerable, y contribuye, al menos de hecho, a la unidad e integración del sistema, a través de una relativa “concertación federal” (N° 5.1.2, b).


En contraste con estos pasos hacia la descentralización, hay que señalar un proceso inverso, ocurrido en el campo de la educación universitaria. En la década del 60 cuatro provincias crearon sus propias universidades. Buenos Aires (Mar del Plata), San Juan, Neuquén y La Pampa. A los pocos años, todas fueron transferidas al gobierno federal. Esto último parece ser una constante histórica, pues las universidades nacionales más antiguas (Córdoba, Buenos Aires, La Plata, Litoral y Tucumán) fueron también provinciales —al menos parcialmente— antes de ser nacionales. En la actualidad no hay más que una universidad provincial: la de La Rioja. Con todo, no hay que extraer de estos hechos conclusiones apresuradas.


Más que una manifestación de centralismo, ellos son una expresión de las contradicciones de la política educativa del pasado, pues no tenía mucho sentido que las provincias crearan y sostuvieran universidades mientras el gobierno federal seguía creando y administrando establecimientos primarios y secundarios en los territorios provinciales. La lógica parecería indicar que la descentralización no tiene por qué comenzar por los establecimientos universitarios.


Desde el punto de vista de este análisis, el régimen vigente, con las transformaciones experimentadas a partir de 1962, merece las siguientes observaciones:


a) En el aspecto normativo, los regímenes implantados por las leyes 17.778 y 19.988 constituyen un notorio progreso en lo que hace a la unidad e integración del sistema. Sin desmedro de ello, deben hacerse algunas distinciones.


La ley 19.988, sus decretos reglamentarios (n° 1.040/73 del 31-12-73 y 1.606/74, del 27-5-74) y sus concordantes de orden local establecen la obligación del reconocimiento recíproco de títulos y estudios no universitarios entre todas las jurisdicciones, sobre la base de la presunción de que ellos son realmente equivalentes, pero no adoptan ningún recaudo previo para que esa presunción legal responda en todos los casos a la realidad. La equivalencia es, por lo tanto, más formal que sustancial. Por otra parte, la estabilidad de este régimen es jurídicamente precaria, pues se asienta sobre 23 leyes (una nacional y 22 provinciales), independientes aunque concordantes, que equivalen a un pacto tácito entre todas las jurisdicciones, pero no garantizan la reciprocidad ni prevén las consecuencias de la ruptura de ese pacto por alguna de ellas. Hasta ahora, estas deficiencias del régimen fueron paliadas por la acción del Consejo Federal de Educación, a través de recomendaciones sobre “contenidos mínimos” para los distintos niveles y ciclos educativos, elaborados en su seno, que satisfacen la necesidad de una coordinación previa de los planes de estudios, no contemplada en la ley 19.988.


La ley 17.778, en cambio, sin desconocer las atribuciones propias de las universidades provinciales, ni las de sus respectivos gobiernos, fija algunos requisitos mínimos de organización y funcionamiento universitarios y otorga al Poder Ejecutivo nacional una intervención previa, aunque limitada, en la creación de carreras, títulos y grados, así como en la aprobación de la estructura general de los planes de estudios; todo lo cual permite suponer que la equivalencia de títulos y estudios establecida por la citada ley entre las universidades provinciales y todas las demás tiene una base real, no sólo formal.


b) En los aspectos operativos, el cambio producido en esta etapa permite hablar de una redistribución de servicios entre el gobierno federal y los de provincia. Esta redistribución, como se ha visto, tiene doble mano: en los niveles primario y preprimario las transferencias han sido del gobierno federal a las provincias; en el orden universitario, en cambio, lo fueron de las provincias al gobierno federal. Queda pendiente el problema de la enseñanza secundaria, que ningún gobierno ha encarado todavía y que constituye un punto fundamental para la federalización integral del sistema, pues en ella subsiste y se agrava año a año el problema de la duplicación, superposición y desconexión de servicios. En 1982 había, en territorios provinciales, 1.300 establecimientos secundarios provinciales, con 338.000 alumnos; 1.218 nacionales, con 532.000 alumnos; y 2.185 privados supervisados por el gobierno federal, con 356.000 alumnos. Sea por respeto al federalismo o por necesidades de racionalización político-administrativa, el sistema exige evidentemente la descentralización operativa y la concertación interjurisdiccional.


c) En síntesis, con relación al período 1905-1962, la situación parece haberse invertido. Entonces no existía, jurídicamente hablando, un verdadero sistema, pero sí un sistema de hecho, apoyado —como ya se explicó— en el predominio del subsistema dependiente del gobierno federal, que preservaba indirectamente su unidad. Actualmente, las bases jurídicas comunes a todas las jurisdicciones se han ampliado (leyes 17.778 y 19.988); pero, al transferirse los establecimientos educativos a las provincias, han perdido su vigencia las normas dictadas en su momento por el gobierno federal para regirlos. Urge, por lo tanto, dictar nuevas normas —esta vez obligatorias para todas las jurisdicciones— que reemplacen a aquéllas. De lo contrario, se corre el riesgo de que formalmente haya un solo sistema, pero, en los hechos, 23 sistemas distintos.



5.3. El anteproyecto


5.3.1. Pauta general. El anteproyecto opta decididamente por la federalización integral del sistema, principio que algunas veces ha sido sintetizado mediante la frase “unidad normativa y descentralización operativa”. En realidad, para respetar el espíritu y la letra de la Constitución, habría que decir: unidad normativa básica y descentralización operativa limitada, porque no se pueden desconocer las atribuciones de las provincias en los aspectos normativos, y tampoco es necesario, en función del federalismo, que el gobierno federal decline toda responsabilidad en los aspectos operativos de la educación pública.


5.3.2. Los aspectos normativos. En los aspectos normativos (normas de organización y funcionamiento del sistema) el anteproyecto adopta la fórmula analizada en el encuadre constitucional de la cuestión (N° 5.1.2), a saber: establecer las normas básicas comunes a todas las jurisdicciones, estrictamente necesarias para asegurar la unidad del sistema, y dejar el resto a las legislaciones locales. Ahora bien, la gravitación de la ley federal dentro del conjunto de la legislación educativa es mayor o menor, según la materia de que se trate. En efecto:


a) En materia de principios fundamentales (Título I del anteproyecto: fines, derechos y deberes de las personas y funciones de la comunidad y el Estado) la gravitación de la ley federal es máxima, pues se trata del desarrollo de principios constitucionales que prácticamente no dejan margen a la iniciativa local.


b) En materia de organización del proceso educativo (Título II: estructura básica y características de cada nivel, en especial, sus finalidades, requisitos de admisión, planes de estudios, pautas organizativas y pedagógicas, régimen de promoción, títulos y certificados finales, etc.), la gravitación de la ley federal y la de las leyes locales están en cierto modo equilibradas, como se puede apreciar en el procedimiento de elaboración de los planes de estudios (entendiendo por tales al conjunto de objetivos, contenidos, métodos y actividades de cada nivel, modalidad o carrera y la determinación concreta de los efectos jurídicos del aprendizaje, esto es, el título o certificado final y sus habilitaciones). Tal elaboración —con excepción de los planes universitarios— se efectúa a través de tres instancias: 1) el Poder Ejecutivo, previa consulta al Consejo Federal de Educación (integrado por los ministros de todas las jurisdicciones), aprueba “las bases federales” de cada plan; 2) cada jurisdicción establece sus propias bases locales, desarrollando, adecuando o ampliando las federales; y 3) cada establecimiento educativo adecúa las bases anteriores a sus necesidades y agrega sus propios objetivos y contenidos particulares.


c) En materia de establecimientos educativos (Título IV), y de derechos y deberes de docentes, alumnos y padres de alumnos (Título V), la gravitación de la ley federal es mínima (salvo en lo relativo a establecimientos universitarios), pues en principio tal materia es de la competencia de los gobiernos locales. No obstante, debe señalarse que la unidad del sistema y la calidad del servicio educativo dependen no sólo de la planificación del proceso de enseñanza-aprendizaje propiamente dicho, sino también de una adecuada organización y un buen funcionamiento de los establecimientos educativos y, por ende, de una conveniente regulación de los deberes y derechos de docentes, alumnos y padres de alumnos. De allí que sea enteramente lógico y legítimo que una ley de esta naturaleza contenga también en esta materia algunas normas básicas comunes a todas las jurisdicciones.


d) En cuanto a los títulos y certificados de estudios otorgados por cualquier jurisdicción, de conformidad con el régimen proyectado ellos gozan de validez nacional (entendiéndose por tal la validez interjurisdiccional, es decir, en todo el país). En determinados casos, gozan también de equivalencia automática con los de las demás jurisdicciones. Este punto es fundamental dentro de la estructura del sistema proyectado y no admite excepciones de orden local (Capítulo 15°).


e) La adhesión de las provincias a este régimen es automática, por aplicación estricta del artículo 67, inciso 16, de la Constitución, y también de su artículo 7°, según el cual “Los actos públicos y procedimientos judiciales de una provincia gozan de entera fe en las demás, y el Congreso puede por leyes generales determinar cuál será la forma aprobatoria de estos actos y procedimientos, y los efectos legales que producirán”. Son innecesarias, pues, las ratificaciones expresas previstas en el régimen instaurado por la ley 19.988. La hipótesis inversa, es decir, que una provincia se aparte del sistema por propia decisión, aunque improbable, puede revestir dos formas: una es el desconocimiento, en su propio subsistema, de las bases comunes establecidas en la ley federal; otra es la negación de validez a los títulos o certificados de estudios de las restantes jurisdicciones.


En tal hipótesis, caben los siguientes remedios: 1) como primer recurso, el Poder Ejecutivo, previo dictamen del Consejo Federal de Educación, puede excluir del régimen de equivalencia automática a los títulos y certificados de estudios de la jurisdicción disidente, con lo cual ésta quedará otra vez en la situación anterior a la ley 19.988, perjudicando a los alumnos de sus propios establecimientos (Capítulo 15°); 2) como segundo recurso, el Poder Ejecutivo, con la autorización previa del Congreso, puede suspender transitoriamente la entrega a la jurisdicción disidente del subsidio federal ordinario, previsto en el mismo anteproyecto (Capítulo 30°); y 3) finalmente, si el apartamiento del régimen común afectara, no ya a cuestiones orgánicas que hacen a la validez y equivalencia de los estudios, sino a cuestiones fundamentales que afectan directamente a la unidad del sistema, e indirectamente a la unidad nacional, el remedio corresponde exclusivamente al Poder Legislativo, a través del procedimiento previsto en el artículo 6° de la Constitución, sin necesidad de que la ley lo diga.


f) Por otra parte, el régimen de coordinación federal, puesto en marcha hace varios años con la creación del Consejo Federal de Educación, se mantiene y perfecciona. Aunque las funciones de este Consejo sigan siendo consultivas, el Poder Ejecutivo nacional está obligado a requerir su asesoramiento, antes de dictar alguna de las normas reglamentarias a las que el anteproyecto otorga fuerza obligatoria para todas las jurisdicciones (Capítulos 16° y 18°).


5.3.3. Los aspectos operativos. En los aspectos operativos (creación y dirección de establecimientos educativos oficiales y reconocimiento y supervisión de establecimientos educativos privados) el anteproyecto, de conformidad con los principios analizados precedentemente, opta por una descentralización limitada. En efecto:


a) En los niveles preprimario, primario y secundario, el Poder Ejecutivo queda obligado a transferir a las jurisdicciones locales (incluida la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires y el Territorio Nacional de la Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur) todos los establecimientos educativos de su dependencia, así como la supervisión de los establecimientos educativos privados. Concordantemente, se reserva al Poder Legislativo (es decir, se prohíbe al Ejecutivo) la creación de establecimientos oficiales y el reconocimiento de establecimientos privados similares a los transferidos. No obstante, estas transferencias no son instantáneas y, en sus disposiciones transitorias, el anteproyecto establece el modo y la oportunidad de su concreción (Capítulos 16° y 32°).


b) En el nivel terciario no universitario, se mantiene la actual concurrencia operativa del gobierno federal y de las provincias, en lo referente a establecimientos educativos, tanto oficiales cuanto privados. Pero se autoriza al Poder Ejecutivo —sin obligarlo— a transferir su administración o supervisión a las jurisdicciones locales, cuando considere que están dadas las condiciones para ello. El fundamento de esta excepción al principio general de descentralización operativa radica en la situación actual de este sector educativo. Si bien el nivel terciario de formación docente está muy desarrollado y podría ser transferido sin inconvenientes en la mayor parte de las provincias, el nivel terciario de formación técnica es absolutamente insuficiente con relación a la demanda de educación terciaria y a las necesidades del país. Por eso, se considera que por el momento el gobierno federal debe tener una participación significativa en el esfuerzo que habrá de realizarse en este campo (Capítulos 16° y 32°).


c) En materia de educación universitaria se mantiene el régimen vigente, que reserva para el gobierno federal las máximas responsabilidades operativas en todo el territorio nacional. En el estado actual del país y del sistema, se considera que ésta es la solución más conveniente (Capítulos 12°, 13°, 16°, 24° y 25°).


d) En lo que respecta al régimen financiero, íntimamente ligado al problema de la transferencia de servicios nacionales a las provincias, el anteproyecto establece un sistema de subsidios federales ordinarios y extraordinarios, destinados en definitiva a asegurar la igualdad de oportunidades educativas en todo el territorio, por encima de las desigualdades económicas regionales. Su monto no podrá ser nunca inferior, en valores constantes, al del presupuesto correspondiente a los servicios cuya transferencia prevé el anteproyecto (incluidos los subsidios a los establecimientos privados). La transferencia de establecimientos educativos no significa, pues, una reducción de los recursos asignados a educación en el presupuesto nacional. Es lo que corresponde, mientras no se modifique el sistema impositivo según criterios más acordes con la forma federal del Estado (Capítulos 16° y 30°).


e) En concordancia con todo lo anterior, se encomienda e impone al Poder Ejecutivo la organización y el sostenimiento de los servicios técnico-pedagógicos centrales de apoyo a todo el sistema (planeamiento, investigación, experimentación, documentación, estadística, asesoramiento y tecnología educativos). Una vez concluido el proceso de transferencia de los establecimientos educativos a las jurisdicciones locales, la prestación de tales servicios será, sin duda, la gran misión del ministerio del área. No hace falta aclarar que la existencia de estos servicios centrales no obsta al funcionamiento de servicios similares de carácter local. Se trata de un servicio, no de un monopolio (Capítulo 16°).


f) Finalmente, en materia de coordinación federal operativa se prevé la intervención del ya mencionado Consejo Federal de Educación (Capítulos 16° y 18°).