Así fué Mayo (1810-1814)
Mayo en el interior y el litoral
 
 
La materia histórica es fluida por naturaleza, razón por la cual no corresponde clasificarla entre las disciplinas científicas propiamente dichas: “la esencia misma de la Historia es el cambio” —anota J. Burckhart—. Sin embargo, ella descansa en ciertas constantes que le dan fijeza y continuidad.

Una de esas constantes —acaso la de mayor importancia— es, sin duda, la tradición. Actúa de regulador, decantando la vida de los pueblos en el molde de creencias, costumbres, maneras y modos de ser que se van transmitiendo de padres a hijos, no obstante el aporte original —inédito— de cada generación que la enriquece de continuo en el decurso de su existencia.

Así, las evoluciones propias del tiempo encuentran su reposo —su equilibrio armónico y viable— cuando son asimiladas por la tradición del pueblo que las sufre. Sólo ella es capaz de dar sentido y estabilidad a la incesante mutación de los siglos. Lazo de unión, puente, por así decir, que junta el pasado con el futuro: actúa de catalizador en el proceso temporal de desarrollo de las comunidades humanas. Sin su impronta, la vida carecería de contrapeso; volveríase puro presente: juguete del vendaval de los acontecimientos como las hojas en otoño, desprendidas de la planta.

La tradición marca, así, la ruta de nuestro destino al hacer imposible la cotidiana victoria de las tendencias anárquicas de la naturaleza sobre el orden sedimentado en que descansa una forma social, impidiendo que el capricho presente triunfe sobre el futuro factible; y la muerte sobre la vida. Ella —la tradición— otorga verdadera personalidad a los hombres y a los pueblos. Porque traduce, en último término, el ser de la historia.

“El conocimiento histórico no es posible fuera de la tradición histórica —expresa al respecto Berdiaeff 1—. El reconocimiento de la tradición es una especie de apriorismo, es algo categóricamente absoluto en el conocimiento histórico. Sin ello nada hay completo y nos quedan tan solo fragmentos”.

Como se ha dicho, la tradición es el elemento estático de la Historia. Lo dinámico son las ideas y los hombres que, por contraste, de continuo cambian renovando la vida. Explícase, por lo demás, esta transmisión casi inalterable —a través del tiempo— de creencias y costumbres teniendo en cuenta su origen ritual (religioso diría yo) en el sentido amplio y lato de la palabra. Ya que la tradición tiene sus orígenes —como el teatro— en el drama trágico de la conducta y no en la comedia frívola de los caprichos circunstanciales y de las modas. En sus comienzos nace de la actitud sacra (no profana) del hombre ante el gran misterio del mundo circundante. Los pueblos van conformando toda su liturgia social que luego recoge la posteridad, como reacción frente a la naturaleza bruta o al medio ambiente en que viven. Sólo así puede explicarse, sin deformaciones, la fuerza terriblemente conservadora (y hasta reaccionaria) que informa todo resabio de tradición verdadera.

“Religio praecipuum humanae societatis vinculum” (La religión es el vínculo capital de la sociedad humana), enseñaba Bacon con razón. En este orden de ideas, nos repite contemporáneamente Hilaire Belloc 2: “La religión es el elemento determinante que actúa en la formación de toda civilización”.

La Iglesia Católica, por otra parte: ¿no ha resultado acaso —con independencia de su papel escatológico en la tierra—, un depósito vivo; un riquísimo venero de egregias tradiciones morales y sociales, en el milenio de su existencia universal? De ahí que quienes por partidismo mal entendido o por ignorancia niegan esta simple verdad humana, no merecen, ciertamente, el nombre de historiadores.


Antiporteñismo en el Norte

La quiebra del régimen virreinal que trajo entre nosotros la destitución de Cisneros, repercutió no sólo en Buenos Aires sino también en toda el área jurisdiccional gobernada desde la capital porteña. La lucha de tendencias dividió en el poder a morenistas y saavedristas. Esto produjo imprevistas consecuencias fuera de los estrechos límites urbanos donde aquella lucha naciera.

El Interior y el Litoral interpretaron, a su turno y cada cual —de manera bien distinta, por cierto—, los hechos políticos consumados por la Junta bonaerense durante el tormentoso año de 1810.

En efecto, la primera expedición al Norte había implantado como sistema el terrorismo en los pueblos mediterráneos a medida que los iba dominando. Seguía, así, las unilaterales directivas de Moreno para quien el interés, el odio, la ambición o el escarmiento, constituían eficacísimos reactivos capaces de conmover a fondo el miserable corazón humano.

Bajo las órdenes supremas de Castelli, aquél ejército improvisado de voluntarios fue al Interior con una consigna terminante: arrollar la menor resistencia u oposición al nuevo orden de cosas existente aquí desde el 25 de Mayo. Además, marchaba también rumbo al Alto Perú con el secreto designio de vengar a las víctimas criollas, tan injustamente sacrificadas en las terribles represiones realistas de Chuquisaca y La Paz. No parecía llevar, sin embargo, a aquellos pueblos resentidos y castigados —grave error—, el menor propósito de mejorar su “status” económico. Aún cuando en lo social iba con el encargo de otorgar plena libertad legal al indio en las regiones donde, los “chapetones”, asentaban con fuerza su secular soberanía.

“Los porteños —escribe atinadamente Ricardo Zorraquín Becú 3— se apoderaron enseguida de los principios liberales que tanto en materia política como económica, favorecían las miras ambiciosas de la creciente ciudad. Y ese espíritu localista hizo olvidar con excesiva frecuencia los intereses del interior, que no podía soportar un sistema que sin reportarle ventaja alguna, provocaba su paulatina decadencia industrial. Pero los gobiernos de Buenos Aires, fijas sus miras en el puerto que constituía casi su única fuente de recursos, y dependientes en grado máximo de la opinión metropolitana, no otorgaron a las regiones del interior la importancia que merecían”.

La libre introducción de mercaderías extranjeras bajo el régimen de relativa libertad establecido eventualmente por Cisneros, al decretar la apertura del puerto de Buenos Aires, había provocado hondas resistencias en las ciudades y pueblos mediterráneos del virreinato. Esto era tan cierto que, en el «Plan» de operaciones de la Junta (atribuido a Moreno), a pesar de propiciar el librecambio con Inglaterra, en su artículo 3° recomendaba a los cabildos del interior que elevaran cargos contra el virrey y las autoridades españolas por haber destruido la felicidad pública: concediendo “franquicias del comercio libre con los ingleses —dice— el que ha ocasionado muchos quebrantos y perjuicios”.

No obstante lo dicho, en lugar de buscar apoyos en el Norte a la causa de Buenos Aires, ofreciendo las protecciones económicas que tanto necesitaba y reclamaba, Castelli recibió órdenes de sojuzgarlo a la política (librecambista y anglófila) del morenismo triunfante en el gobierno. “Buenos Aires asumió directamente el manejo de los negocios públicos, recurriendo a violencias y fraudes —consigna al respecto Juan Alvarez 4. Fue así como los apremios de la guerra iniciada voladamente contra la metrópoli provocaron la anarquía: su primer aspecto, fue negarse cada región a reconocer el gobierno provisorio mientras los intereses locales no fuesen debidamente consultados. Tal es el fenómeno que conocemos con el nombre de aparición de las autonomías provinciales”.

En este sentido no hubo, por parte de la Junta, rectificación del cisnerismo: acaso por una excesiva condescendencia con Inglaterra. Guerra a sangre y fuego para mantener, a toda costa, la hegemonía de Buenos Aires, cuya Aduana enriquecíase en perjuicio de la manufactura nativa de tierra adentro. Castelli recurrió para ello a métodos repudiados por la moral ortodoxa: engañando, traicionando, intrigando. Y en tanto eliminaba a las principales cabezas del viejo régimen, sin compasión, levantaba a las indiadas altoperuanas con promesas de cumplimiento suicida para el grupo dominador hispanoamericano. Julio B. Lafont comenta el hecho en su texto de «Historia Argentina», con estas palabras: “Lo que llevó al colmo el encono de los peruanos contra Castelli fue la emancipación de los indios, proclamada por él, el 25 de mayo de 1811, en las ruinas del Templo del Sol de Tiahuanaco, a corta distancia del lago Titicaca; después de un meditado discurso sobre los abusos y las crueldades del despotismo y los beneficios de la libertad: Pues bien, preguntóles, y ahora decidme vosotros: ¿qué queréis? Es fama que la indiada a coro respondió: “Abarrente, tatay! (Aguardiente, señor)”.

Así se ahondaba la funesta división entre el Interior y su Capital, cuya rivalidad tenía origen en el Bando de Libre Internación de 1777 y la neutralización consecuente de la Aduana Seca de Córdoba.

Tal división fue aprovechada hábilmente por el gobierno de Gran Bretaña, apoyando el centralismo de Buenos Aires después de 1810 y favoreciendo su política librecambista y exportadora (que buscaba el auxilio de aquella gran potencia para poder sostenerse y prosperar económicamente), a costa del resto de las intendencias, provincias y demás ciudades del virreinato.


La cuestión religiosa

La victoria lograda en Suipacha envalentonó a la facción morenista que dominaba en la Capital. A partir de entonces habría de comenzar, en todo el Norte —y con calculada violencia—, la persecución de los sospechosos, tibios e indiferentes al triunfo del nuevo sistema político. De todos aquellos individuos que, en general, no demostraran —por sus actos y antecedentes— el mismo fanatismo libertario y antitradicionalista de Castelli y los suyos.

El 18 de noviembre de 1810, la Junta de Buenos Aires ordenaba, imperativa, a su representante de confianza en la expedición, “no quede un sólo europeo”. Y el 3 de diciembre repetía la sentencia con estas palabras de Mariano Moreno: “el verdadero espíritu de la Junta es que no quede en el Perú ningún europeo militar o paisano que haya tomado armas contra la Capital”.

“Sabemos que eran duras, muy duras, las medidas dispuestas por la Junta —escribe Julio César Chaves 5—. Para Nieto. Sanz, Córdoba, González Socasa, Goyeneche, Cañete y el Obispo de La Paz, La Santa y Ortega, la última pena. Para medio centenar de sus partidarios, el destierro. Poco tiempo después de los acontecimientos de Potosí, escribía Castelli a Chiclana: “Quisiera que Vd. leyese mi corazón para que no dudase cuan sensible me ha sido la eliminación de esos hombres. Crea que el Gobierno Superior me dio la lista a la que yo no agregué sino unos muy malos a juicio universal, y di cuenta. En el intermedio recibí las iniciativas más serias al cumplimiento con ampliaciones que no me dejaron el menor arbitrio, so pena de ser mirado como un arbitrador perjudicial a la seguridad de la Patria. Yo no fiaré a Vd. hasta la vista lo que me cuesta servir a la Patria. Mire pues, como podré facultarle para que haga regresar a alguno aunque sea Santo. Por lo demás he sido contemplativo como pude en todo”.

El tenaz espíritu porteño de persecución no se iba a detener a mitad del camino, circunscribiéndose a combatir solamente un régimen caduco en lo ideológico o en lo político. Invadió con saña masónica el campo vedado del culto religioso tradicional. Ello originaría, por cierto, las resistencias más enconadas en todo el Alto Perú.

La reacción antirrevolucionaria —recuperada en pocos meses por obra de aquella campaña insólita— comenzaba, ahora, a ganar prosélitos alzando la vieja bandera de la guerra santa. Malograría a la postre, nuestra primera y espléndida victoria de armas lograda por Balcarce. Goyeneche, en efecto, inició enseguida —y con gran éxito— una especie de cruzada contra los “corrompidos, ateos y herejes” insurgentes de Buenos Aires, que culminó en el desastre militar del Desaguadero del 20 de junio de 1811. Los cisneristas volvían, así, por los fueros de la popularidad de que adolecieron siempre, declarando en volantes, panfletos y pasquines, la cruenta exterminación, querida por Dios, de los “árabes —según rezaba su propaganda— del Río de La Plata”. Con este epíteto pretendieron exhumar equívocamente, en el siglo XIX, los gloriosos fastos de la epopeya peninsular contra el odiado mahometano de la Edad Media.

Julio Raffo de la Reta en su «Historia de Juan Martín de Pueyrredón», al reseñar la marcha de la primera expedición al Alto Perú enviada el año 1810 por la Junta de Mayo, señala la “Torpe conducta de muchos oficiales de Buenos Aires, que creían atraer la admiración general con expresiones de desusada incredulidad y ateísmo hablando con irreverencia de asuntos y temas religiosos”. “Se cuenta que una noche, casi al amanecer —anota el citado autor— al regresar de un baile a sus alojamientos, unos jóvenes oficiales porteños advirtieron unos indios y mestizos prosternados ante una cruz, entonando cánticos y oraciones, por lo que se indignaron, calificando el acto como una expresión de atraso y superstición y, arrancada la cruz de su sitial, la arrastraron hasta la plaza en medio de las más indignadas protestas del grupo de creyentes. Este hecho, expresión del atolondramiento juvenil de sus autores, motivó una intensa agitación que fue explotada con mañosa habilidad por los realistas emboscados en las ciudades. Castelli reprimió con energía la impertinencia de sus oficiales, pero al poco tiempo Monteagudo, vestido con ropas de sacerdote, se trepó en Potosí al pulpito de una iglesia y pronunció un sermón sobre el tema: «La muerte es un largo sueño»“.

La acción antirreligiosa del morenismo en Chuquisaca, Cochabamba y Potosí, iba a desprestigiar rápidamente —de manera irreparable y por muchos lustros— a la Revolución de Mayo en las zonas comarcanas al Río de la Plata. Ello fue el principal obstáculo que hizo fracasar, en dos ocasiones reiteradas, los intentos de Belgrano y Rondeau de llegar a Lima por tierra, sublevando hispanoamérica a través del altiplano.

Tomás Manuel de Anchorena, secretario de Belgrano durante la segunda invasión al Perú, lo recuerda en una notable carta histórica dirigida a Juan Manuel de Rosas, que publicó Saldías hace ya bastante tiempo 6. Dice así el interesante documento, en su párrafo pertinente: “...el ejército de mil hombres enviado al Perú era mandado por una Junta de patriotas en comisión, cuya autoridad después fue concentrada en el abogado doctor Castelli, que con su inmoralidad y la de otros que le acompañaban, como don Juan Martín de Pueyrredón, puso en la mayor confusión todas las provincias del interior, y más que todo las que hoy componen la República de Bolivia; y después de haberlas anarquizado y de haber consumido inmensidad de recursos que nadie es capaz de calcular, se retiró con una mano atrás y otra adelante, dejando a todo lo que hoy es Bolivia en poder del enemigo, y a los pueblos de más abajo sumidos en la confusión y miseria”.

En sus «Memorias», el General Lamadrid que iba en esa misma expedición nos trae, por su parte, la siguiente referencia ilustrativa: “al encontrarme antes de la batalla de Salta con un soldado enemigo, interroguélo por sorpresa amenazándolo con una pistola: —Ud. es porteño y quiere engañarme— ¿Porteño? Ni Dios lo permita, me replicó el sargento, a cuyo tiempo se sintió un fuerte tiroteo al frente de nuestra derecha y agregó: Allí está mi guerrilla, que es la que está peleando: lléveme usted allá y verá que soy cristiano y no porteño”.

Pero las esencias entrañables de que están hechas las naciones prevalecen siempre a la larga. Eso ocurrió en nuestra sociedad de antaño, modelada por el catolicismo recuperado de la Contrarreforma: dinámico y militante durante siglos. La reacción del 5 y 6 de abril en Buenos Aires —obra de las fuerzas armadas y del populacho criollo— lo iba a demostrar bien pronto en los hechos. Aquél mal llamado «motín» o «asonada», no abrigaba solamente propósitos superficiales de rectificación gubernativa en el orden político y económico. También la tradición religiosa de un pueblo formado en el evangelismo de las Leyes de Indias, revolvíase viril ante la provocación descarada del laicismo, afrancesado y liberal, de las logias europeas.

Porque alguna explicación profunda tiene —no caben casualidades en la historia— la circunstancia coincidente de ser un sacerdote (el Deán Funes), la personalidad fuerte, dirigente y representativa del saavedrismo en el poder. En verdad, Funes fue el autor de la fulminante caída —política y personal— de Moreno, consumada en el mes de diciembre de 1810. Un miembro saavedrista de la Junta Grande, el diputado por Corrientes don Simón García de Cossio, escribía a su Cabildo, con fecha 19 de abril de 1811: “El día 6 de abril es el más célebre de cuantas épocas pueden contarse desde que las armas británicas turbaron la seguridad de estos dominios”. Y el propio Gregorio Funes, presunto númen de la opinión restauradora, comentaba acerca de la trascendencia del golpe anti-morenista, el día 8, en carta privada a su hermano Ambrosio: “No pudo ser más detestable el plan que se habían formado los conjurados: en él entraba el aniquilamiento de la religión. De esto también se queja mucho el Perú. Castelli se maneja como un libertino. Está sumamente desacreditado: desearía que cuanto antes concluyese cuentas con él, porque me temo alguna novedad”.

Saavedra y su partido lograron, en cierto modo, dar término a aquellos procedimientos violentos tendientes a comprometer al movimiento de Mayo con la impopular doctrina del liberalismo: enemiga de la Iglesia y de nuestras tradiciones hispánicas de vida. “Los enemigos del gobierno —se lee en «La Gaceta de Buenos Aires» del 30 de junio de 1811— son esos mismos terroristas, que imitadores de los Robespierres, Dantones y Marates hacen esfuerzos por apoderarse del mando, y abrir esas escenas de horror, que hicieron gemir la humanidad”.

Pero la rectificación a estos desvaríos que intentó la Junta Grande desde la influyente capital platense, sobre ser tardía, carecería de la firmeza y duración indispensables para conseguir el éxito que buscaba. Todo el Norte quedó profundamente resentido contra la revolución porteña, aniquilada, según se creyó, en Huaqui, por el cisnerismo resurrecto. “Goyeneche, aprovechándose hábilmente de nuestras faltas, sin ser tan religioso como el general Belgrano, había fascinado a sus soldados, en términos que los que morían eran reputados por mártires de la religión, y como tales volaban directamente al cielo a recibir los premios eternos —refiere el general Paz sus «Memorias Póstumas»—. Además de política, era religiosa la guerra que se nos hacía, y no es necesario mucho esfuerzo de imaginación para comprender cuánto peso añadía esta última circunstancia a los ya muy graves obstáculos que teníamos que vencer. El General Belgrano, haciéndose superior a críticas insensatas y a murmuraciones pueriles, tuvo la firmeza bastante para seguir una marcha constante, que inutilizó las astucias de Goyeneche y restableció la opinión religiosa de nuestro ejército”.

Por lo demás, estos versos tomados del «Cancionero Popular de Salta» que tiene publicado Juan Alfonso Carrizo, correspondientes —según su recopilador— a una trova «De las guerras por la libertad» (copla arribeña que dataría, al parecer, del año 1811), vienen a probamos la amarga protesta de las provincias del noroeste argentino, recordando el paso de los porteños rumbo al Alto Perú:


“Nuestra vida y nuestros bienes

No los contamos seguros,

Porque en trabajos y apuros

A cada instante nos tienen;

Las comisiones que vienen

Todas con crueldad nos tratan;

Vacas, caballos y plata,

Todo nos quieren quitar

No nos dejan trabajar

y vienen gritando Patria!

Nada queda garantido

Desde que patria se dijo

Ni cuenta el padre con su hijo

Ni la mujer con marido.

Las leyes han abolido

Marcha el hombre a padecer

Y lo llevan sin saber

A qué fin lo obligan tanto

Mientras lloran su quebranto

Los hijos y la mujer”.


Al pie de estos versos. Carrizo —en una breve nota—, nos hace el siguiente comentario explicativo de sus estrofas: “Estas décimas me fueron dictadas en Guachipas, por don Esteban Giménez, el 29 de abril de 1930. Giménez, es un hombre de 45 años y había oído esta trova en Ledesma (Jujuy), en 1902, a un viejito cuyo nombre no recordaba, pero que decía, era la trova «De las luchas por la libertad». Yo también creo que son de las guerras por la libertad, y que datan del año 1811, pues dice las leyes se han abolido, como aludiendo al hecho reciente de la caducidad del régimen español imperante hasta mayo de 1810 y a que vienen gritando patria, como una novedad. Para que esto sea así, es necesario ubicar la trova en 1811 y 1812, cuando pasó el ejército revolucionario, al Alto Perú, al mando de Antonio González Balcarce y Castelli. A estar a lo que dice el General Belgrano en sus comunicaciones al Gobierno, en el año 1812 cuando se hizo cargo de las tropas en Yatasto, las poblaciones estaban muy mal impresionadas del ejército, parte por las exacciones a que se las obligaba, como por el espíritu abiertamente liberal y revolucionario de los oficiales porteños con Castelli a la cabeza”.


Los lemas ortodoxos

Triunfante la Junta Grande, el saavedrismo adoptó una actitud que podría llamarse contemporizadora en los métodos, mostrándose tolerante con los opositores que, por entonces, no eran pocos.

La acción de independencia frente al régimen virreinal —llevada, quemando etapas y vidas, por los morenistas—, volvía a encontrar nuevamente su primitiva razón de ser que la hiciera aceptable a la opinión sensata; y hasta lícita y necesaria políticamente hablando.

Los avances napoleónicos en la península y la disolución consecuente, en Cádiz, de la Junta Central derrocada por el populacho enfurecido, justificaban aquí la eliminación pacifica de Cisneros en defensa de Buenos Aires, geográficamente tan vulnerable. Ya que en ningún momento los hombres de Mayo habían cuestionado su adhesión formal —y no siempre tan insincera como se dice— a Fernando VII y sus legítimos sucesores.

La mayoría de los actores de la Revolución de Mayo profesaban ideas reformistas en cuanto a la transformación del sistema virreinal en América. Pero ninguno de ellos renegó en Buenos Aires de la monarquía, forma de gobierno que les era tradicional a todos, ni se manifestó en público partidario de la implantación de una democracia en el Plata.

El cambio querido, a la sazón, por los revolucionarios criollos coincidía en forma notable con la aspiración de los liberales españoles de su tiempo. Vale decir: implantar la monarquía constitucional en lugar de la absoluta que ya entonces se juzgaba anacrónica y perjudicial al desarrollo de los pueblos hispánicos (afrancesadas sin remedio sus clases dirigentes, como lo estaban, por el liberalismo dieciochesco cuyo pontífice institucional era Montesquieu).

La monarquía no estuvo, por eso, en tela de juicio en la mente de los principales actores de nuestra revolución, Y ni siquiera fue discutida —según lo ha intentado demostrar no hace mucho tiempo Enrique de Gandía—, por ese liberal extremista que fue Mariano Moreno. “Moreno se consideraba español y consideraba españolas estas tierras, como lo eran en realidad —escribe el citado autor en su trabajo «Las Ideas Políticas de Mariano Moreno»—, pero no como colonias, sino como parte integrante de la monarquía... Por otra parte, el monarquismo de Moreno y su fidelidad a Femando VII eran entonces más que evidentes— prosigue de Gandía—. Habría que admitir que Moreno no fue sincero en ninguno de sus innumerables escritos en que se expresó con elogio del Rey de España. Pero no creemos necesarias todas estas suposiciones forzadas: ni la insinceridad de Moreno, ni la adulteración de sus palabras por copistas desconocidos. Moreno no se expresó con malos términos de Fernando VII, habló, sencillamente, como un liberal español, en contra de las monarquías despóticas, absolutistas de tiempos pasados. Jovellanos y otros españoles de la península usaban términos y acusaciones muchísimo más graves. En cuanto a la idea de la república, téngase en cuenta que no se refería a una nueva nación, sino a un nuevo orden institucional: el que perseguían, indistintamente, los liberales de España y de América”.

Sea como fuere, en este orden de ideas puede hoy afirmarse, —y con criterio de certeza histórica—, que el movimiento de Mayo se hizo conscientemente contra el virrey; no contra el rey de España (victima política de los franceses). Sólo así se explica de manera satisfactoria, su indudable popularidad inicial que duró casi hasta el desastre del Desaguadero. Los patriotas americanos pedían —en ausencia del monarca legítimo— igualdad de tratamiento con los españoles de la metrópoli, constituidos por sí y ante sí en un Consejo de Regencia ilegal, prepotente y dispuesto a capitular con el invasor en cualquier momento. A eso se reducía toda la cuestión en debate, por entonces.

No se les ocurrió a nuestros próceres atacar la monarquía en sí (institución de derecho público), a la manera jacobina de allende los Pirineos. Los principios democráticos de Rousseau —demasiado comprometidos con el regicidio, el crimen y la confiscación de bienes— eran profundamente repudiados por la sana comunidad vernácula: espiritualmente católica y socialmente jerarquizada por la acción de la Iglesia que, aún en el Nuevo Mundo, prolongaba su influencia unificadora de siglos. “La Revolución de Mayo se encuentra desde luego con un largo e intenso trabajo precursor, que había difundido las concepciones de la filosofía moderna, sin desalojar por cierto el fondo acumulado de ideas y sentimientos tradicionales —anota con imparcialidad Alejandro Korn 7—. La mayoría de los elementos dirigentes no aceptan las nuevas doctrinas sino con muchas reservas mentales; persistía sobre todo la modalidad forjada por la acción secular del dogmatismo escolástico como un molde al cual habían de adaptarse. Apenas si la generación aún joven, nacida después de la expulsión de los jesuitas, se había penetrado algo más del espíritu de los tiempos”.

Frente a tales testimonios y a otras abrumadoras pruebas de reciente data 8, resulta absurdo —según se ve— intentar un paralelo entre el ideario del movimiento criollo de 1810 (de fondo y sentido netamente hispánico) con el repertorio de temas y métodos de la Revolución Francesa: cismática, individualista y despiadada en su trato con el hombre de carne y hueso que hubo de resignarse, por fuerza, a aceptar las reformas masónicas a cambio de no morir como una res en la guillotina.

En estas latitudes, los morenistas de la Junta —aunque superficialmente afrancesados por la ideología liberal del siglo— no llegaron a tales extremos. Ante el peligro de una restauración virreinal amenazada de represiones y venganzas, acudieron —es cierto— al terror y a la pena capital para sostenerse. Como lo habían hecho a su tiempo, pero con distinta finalidad y alcance, el Comité de Dantón y la república robesperriana en la belicosa acefalía francesa del noventa y tres, copada por las sociedades populares de un París en guerra con el extranjero. Pero en tanto Luis XVI, traidor a la Nación, era ejecutado en la plaza de la Concordia por connivencias probadas con el invasor austríaco, en el Río de la Plata se exaltaba el nombre de Femando VII, símbolo de odio patriótico contra el agresor de afuera (enemigo de España y de las testas coronadas de la Cristiandad tradicional).

La diferencia, según puede verse, aparece transparente a los ojos de cualquier sociólogo o historiador avisado.

No obstante ello, la impopularidad de los métodos empleados por los regicidas de Francia —enemigos declarados de Cristo y perseguidores de su Iglesia— extendióse a estas playas al desatarse la implacable contraofensiva morenista, en perjuicio de los españoles partidarios del virrey depuesto. El presidente de la Junta escribía, así, a su amigo Chiclana, repudiando la política de Mariano Moreno en términos enérgicos y terminantes; “El sistema Robesperriano que se quería adoptar en ésta —le dice en carta del 15 de enero de 1811—, la imitación de la revolución francesa que se intentaba tener por modelo, gracias a Dios que han desaparecido...” Y en otra misiva dirigida casi treinta días después al mismo destinatario (11 de febrero de 1811), añade don Cornelio esta lacónica advertencia que, en una frase, define el sentido cristiano de la reacción del 5 y 6 de abril (francamente avalada por los pueblos del Interior del virreinato argentino): “Ya te dije que el tiempo del terrorismo ha pasado y las máximas de Robespierre, que quisieron imitar, son en el día detestables”.

Sin duda, aquella “furiosa democracia, desorganizada, sin consecuencia, sin forma, sin sistema ni moralidad, cuyo espíritu era amenazar nuestra seguridad en el seno mismo de la patria y escalar esa libertad que buscamos a costa de tantos sacrificios” (según la califica el indignado Manifiesto que publicó la «Gaceta Extraordinaria» de Buenos Aires, el 15 de abril de 1811), constituía una flagrante violación a los lemas ortodoxos que habían dado prestigio popular y legitimidad jurídica, en sus orígenes, a la revolución rioplatense.

Ahora bien: ¿Cuáles eran, en resumen, esos lemas ortodoxos? '

En los estribillos de la difundida «Canción Patriótica» 9, coreada en 1810 por el pueblo en las calles de la capital porteña, han quedado grabadas las máximas fundamentales —”slogans”, se diría hoy— de nuestra primera epopeya nacional. Como se verá, no hubo aquí planes preconcebidos de separatismo ni fanática fidelidad a teorías revolucionarias importadas, negadoras de la trayectoria hispánica de vida que nos caracteriza. La independencia efectiva vendrá recién más tarde, como imposición de los hechos de la política europea contemporánea y, en buena parte, por la torpe y vengativa incomprensión de Fernando VII frente a los legítimos movimientos de autonomía americana, iniciados, todos ellos, durante la década de hegemonía napoleónica en el viejo mundo.


“Viva compatriotas

Nuestro patrio suelo,

Y la heroica Junta

De nuestro Gobierno”;


repite, a manera de sonsonete el coro de la Canción mencionada. En tanto va desarrollando con acierto pedagógico —en estrofas de persuasiva apologética antijacobina y antibonapartista—, los temas de la revolución criolla por la UNIDAD de los pueblos hispánicos y la FIDELIDAD a la religión católica y al rey Fernando (vínculos simbólicos, ambos, entre americanos y europeos) en su común cruzada contra los herejes invasores de la madre patria.


“Heroycos patriotas

En unión cantemos

A la madre patria

Sonoros conceptos:

Ella que os ofrece

Tesoros inmensos,

Unión fraternal

Sólo os pide en premio”


Luego de semejante profesión de fe hispanista, vuelve la Canción —con machacona insistencia— a expresar agravios contra los regicidas franceses del 89 y contra José I, el usurpador rechazado por el pueblo peninsular en 1808.


“No es la libertad

Que en Francia tuvieron

Crueles regicidas

Vasallos perversos:

Si aquellos regaron

De su patria el suelo

Con sangre, nosotros

Flores alfombremos.


La infamia y el vicio

Fue el blanco de aquellos;

Heroyca virtud

Es el blanco nuestro:

Allí la anarquía

Extendió su imperio

Lo que es en nosotros

Natural derecho.


Nuestro Rey Fernando

Tendrá en nuestros pechos

Su solio sagrado

Con amor eterno;

Por Rey lo juramos,

Lo que cumpliremos

Con demostraciones

De vasallos tiernos.


Mas si con perfidia

El corso sangriento

A nuestro Monarca

Le usurpare el Cetro

Muro inexpugnable

En unión seremos,

Para no admitir

Su tirano imperio.


Si la dinastía

Del Borbón excelso,

Llega a recaer

En José Primero;

Nosotros unidos

Con heroyco esfuerzo

No hemos de adoptar

Su intruso gobierno.


La América tiene

El mismo derecho

Que tiene la España

De elegir Gobierno:

Si aquella se pierde

Por algún evento

No hemos de seguir

La suerte de aquellos”.


Patriotismo, hispanismo, antijacobinismo, antibonapartismo, fidelidad al legítimo rey y, subsidiariamente, independencia de toda dominación forastera. Tal sería —según quedó consignado en las estrofas de la «Canción Patriótica»— el auténtico repertorio de temas que propagó la Revolución de Mayo en el Virreinato del Río de la Plata, al día siguiente de la caída del Virrey Cisneros.

Pero, a más de estas solidaridades en lo político con el levantamiento español que se desangraba en los campos de batalla, jaqueado por el emperador de los franceses, dos motivaciones de raigambre histórica explican a mi ver la fervorosa adhesión con que, desde un principio, contó el nuevo régimen presidido por Saavedra. Sintetizando, puede denominárselas así: religiosidad tradicional y unión americana.

Sobre tan firme y positivo programa de acción —en pugna por cierto, con el liberalismo individualista de la Revolución Francesa—, insiste mucho la mentada «Canción Patriótica» con palabras de extraordinaria actualidad continental:


“La infame doctrina

Del Vil Maquiavelo

Esos egoístas

Tenaces siguieron

Sin amor al Rey

Ni a la patria menos,

Son de nuestra ruina

El cruel instrumento.


Nuestra desunión

Fue el primer proyecto,

Que para destruimos

Inventaron ellos:

Heroycos patriotas,

Ahora estáis en tiempo

De hacer que se frustre

Un plan tan funesto.


Amor, paz y unión

Sea nuestro objeto

Y la religión Del Dios verdadero

Con las bellas artes

Será nuestro suelo

Otra antigua Roma. ..

Parayso ameno.


Guerras intestinas

Destruyen los reynos;

Pero con la unión

Se forman imperios:

Unión compatriotas,

Que así triunfaremos,

Sellando en los fastos

Futuros recuerdos.


Y como última instancia, en tono amenazador agrega:


Si hubo un Wassinton

En el norte suelo,

Muchos wassintones

En el sud tenemos:

Si allí han prosperado

Artes y comercio:

Valor compatriotas

Sigamos su exemplo”.


Sesenta y nueve años más tarde, el poeta José Hernández pondrá en boca del gaucho Fierro verdades parecidas a las de estos anónimos versos del cancionero de la Revolución de Mayo. Como si de aquel patriótico llamado a la paz política y social de los pueblos —urgente invitación a la imperial unidad hispanoamericana— dependiera la futura grandeza nuestra, tal cual la soñaron los fundadores de la histórica Confederación Rioplatense.

He aquí la estrofa:


“Los hermanos sean unidos

porque esa es la ley primera;

tengan unión verdadera

en cualquier tiempo que sea

pues si entre ellos pelean

los devoran los de ajuera”.


La Iglesia y el clero

“Desde los albores del coloniaje, gracias a su vitalidad sobrenatural, la Iglesia fue paulatinamente constituyéndose y ejerciendo su acción fecunda y bienhechora en todos los órdenes hasta tal grado que se puede afirmar, sin temor de ser desmentido, que América y en modo especial lo que constituía el antiguo Virreinato del Río de la Plata, debe inmensamente más a ella que a los conquistadores hispanos —ha escrito con acierto don Enrique Udaondo 10—. Estos, amparándose en la distancia y en la impunidad y contrariando muchas veces mandatos expresos de sus monarcas, dejaban con frecuencia la huella de sus abusos y arbitrariedades injustificables; aquélla, protectora nata del débil, los defendía de las crueldades de los encomenderos y de los abusos de los poderosos, reducía suavemente a los naturales, los plasmaba y cambiaba en sus costumbres y hábitos de vida, desbastando y civilizando esos seres incultos y bárbaros, gracias a la religión del crucificado, el trabajo ennoblecedor y al ejemplo de virtudes sublimes para ellos desconocidas”.

Desde el fondo de los siglos la Iglesia —bajo cuyo signo España descubriera y colonizara el nuevo mundo— ejercía, así, su legítima rectoría en las comunidades indianas, conformando no sólo el alma nativa sino también sus ideales terrenos, sus costumbres típicas y —por qué no decirlo— hasta el carácter en sus más mínimos detalles. De ahí lo acertado que resulta esta observación crítica de Lucas Ayarragaray: “...La sociedad de la Colonia era monástica en su conformación, costumbres, prejuicios, y mojigaterías. La sólida piedad era el gran elemento de cohesión moral” 11.

En las provincias del Interior sobre todo —donde la huella de la conquista española ha quedado indeleble hasta nuestros días—, el apego al culto religioso heredado de los antepasados fue patente durante el largo desarrollo dialéctico y, en ocasiones, contradictorio, de la revolución de Mayo. El historiador Bernardo Frías, en su «Historia de Güemes y de Salta», escribe sobre este particular lo siguiente: “...apenas la noticia de los sucesos de Mayo hubieron llegado por allí, de todos los rincones de aquellas montañas, del seno de aquellos valles, al pie de todas aquellas iglesias, de parroquias, y de todos aquellos pulpitos, comenzaron a derramarse las nuevas doctrinas que bajaban a los pueblos desde los labios de sus curas. Hombres de virtudes y ciencias crecidas, como la eran muchos de ellos, habían cosechado en la Universidad las luces de la inteligencia, y yacieron perdidos en aquellos rincones, sin hacer ruido en el mundo hasta que, en 1810, levantando su voz, esparcieron por la patria la influencia más poderosa que se puede tener sobre los hombres; y movieron poblaciones enteras al sostén de la nueva causa, que enunciaban como la de una segunda y ansiada redención, mereciendo que contemos entre ellos, a más de Alberro, al Dr. Juan Ignacio Gorriti, en la campaña de Jujuy; al Dr. José Miguel de Zegada, por el lado de Tarija; y al Dr. Andrés Pacheco de Meló, en Chichas, de quienes hemos hallado memoria. Todos ellos, si se exceptúa el cura Latorre, de Tupiza, y el cura Costas (salteño), de Potosí, tenían la adhesión más profunda por la Revolución, habiendo sido sus servicios grandes... Debemos, a más, decir que en aquellos tiempos, como sólo los nobles o decentes de las ciudades entendían de leer, y hasta aquellos extremos de la tierra no llegaban' impresos, que, al fin, de nada servían sin lectores, los curas del campo hicieron un papel de propaganda y de instrucción mayor aún que en nuestros días la prensa diaria, el folleto o el libro; y el poder que, por tanto, les daba su ministerio en circunstancias semejantes producía un efecto formidable, pues la pasión y la decisión de tal modo levantadas venían a ser de fuerza poderosa e incontrastable”.

Es Sarmiento —que no era en vida precisamente un beato— quien nos da en su «Facundo» el elocuente testimonio de esa religiosidad norteña, en bellísima página evocativa: “Hallábame en la Sierra de San Luis, en casa de un estanciero cuyas dos ocupaciones favoritas eran rezar y jugar —escribe allí el gran sanjuanino—. Había edificado una capilla en la que los domingos por la tarde rezaba él mismo el rosario, para suplir al sacerdote y el oficio divino de que por años habían carecido. Era aquel un cuadro homérico: el sol llegaba al ocaso; las majadas que volvían del redil hendían el aire con sus confusos balidos; el dueño de la casa, hombre de sesenta años, de una fisonomía noble, en que la raza europea pura se ostentaba por la blancura del cutis, los ojos azulados, la frente espaciosa y despejada, hacía coro, al que contestaban una docena de mujeres y algunos mocetones, cuyos caballos, no bien domados aún, estaban amarrados cerca de la puerta de la capilla. Concluido el rosario, hizo un fervoroso ofrecimiento. Jamás he oído una voz más llena de unción, fervor más puro, fe más firme, ni oración más bella, más adecuada a las circunstancias que la que recitó. Pedía en ella a Dios lluvia para los campos, fecundidad para los granos, paz para la República, seguridad para los caminantes... Yo soy muy propenso a llorar, y aquella vez lloré hasta sollozar, porque el sentimiento religioso se había despertado en mi alma con exaltación y como una sensación desconocida, porque nunca he visto escena más religiosa, creía estar en los tiempos de Abrahán, en su presencia, en la de Dios y de la naturaleza que lo revela; la voz de aquel hombre candoroso e inocente hacia vibrar todas las fibras y me penetraba hasta la médula de los huesos”.

En cuanto a las poblaciones del Litoral rioplatense (geográficamente alejadas de los centros fundadores de la conquista y económicamente pobres en oro y plata), recibieron, por contraste, la influencia directa de la cultura metropolitana al promediar el siglo XVIII, en pleno apogeo de un régimen antitradicionalista y afrancesado. Sin embargo, ellas fueron ganadas a la causa del catolicismo con mucha anterioridad a aquella centuria, por obra de los promotores de la Contrarreforma en América, paladines de la Iglesia católica, afirmada —en acción política, económica y social— por la tenaz y esforzada militancia de los hijos de Loyola.

En efecto, la “República Cristiana” o “República Guaraní” —según indistintamente la denominaban los contemporáneos— fue implantada en el Paraguay por los jesuitas, a partir de 1610 y con autorización real expresa, en ambas bandas de la gran cuenca platense. Ella presentaba caracteres francamente autónomos respecto de aquel absorbente burocratismo español de la época. Su régimen “sui géneris”, de jerarquías administrativas, de planificación coordinada para lo religioso, de férrea disciplina para lo político y militar, y de relativa independencia frente a los funcionarios civiles de la Corona, se veía reforzada por la fuerte orientación teocrática —con tendencia a la autodeterminación interna— con que fue concebido y puesto en ejecución por sus creadores, en constante lucha con las camarillas del oficialismo metropolitano y los intereses imperialistas extranjeros.

El sistema adoptado por los Padres Ignacianos, en lo económico se basaba en la tradicional organización de convivencia indígena, con fundamento en el trabajo obligatorio y no en la propiedad individual de la tierra (el derecho de propiedad, de origen romano, fue implantado aquí con la punta de la espada conquistadora, por la Corona española). Reconocía así, como un paso avanzado de justicia distributiva cristiana, el prorrateo periódico —condicionado a las circunstancias— de los frutos de la comunidad que, sin espíritu alguno de lucro, debía producir y elaborar cada reducción para su exclusivo provecho y subsistencia.

Antiprotestantismo en lo religioso; anticesarismo en lo político; anticapitalismo en lo económico y antieuropeísmo en lo social. Tales fueron, en síntesis, los principios de que se valió la contrarreforma jesuítica en nuestra tierra para ganar su más importante batalla de tres siglos, defendiendo la Cristiandad amenazada de muerte por los avances, en el viejo mundo, de la disgrega dora actitud renacentista (denominada más tarde «despotismo ilustrado»): cismática en lo religioso, maquiavélica en lo político, monopolista en lo económico y atomizadora en lo social.

“Ante esta filosofía individualista y revolucionaria, las leyes morales, los principios tradicionales, las costumbres nacionales, las tendencias solidarias, se vieron amenazados —se lee en un trabajo de Sofía Suárez (Tesis Universitaria laureada en 1920), titulado «El Fenómeno Sociológico del Trabajo Industrial en las Misiones Jesuíticas»—. Y la Compañía de Jesús, que se había levantado, precisamente, contra el individualismo protestante, debió recibir los primeros golpes de la nueva reacción. Por boca de Voltaire, los enciclopedistas condenaron la organización total de Misiones, fijándose principalmente en la vigilancia estricta, ejercida sobre las acciones de sus individuos. Pero España, ya fuera por instinto, por su configuración geográfica o por otro motivo, resistió la invasión, y se mantuvo conservadora durante largo tiempo... De manera, pues, que el ambiente filosófico del siglo se prestaba admirablemente para la propaganda antijesuítica del marqués de Pombal. Por lo cual, las alarmas que éste difundió acerca del peligro que para Europa significaba la nueva civilización americana (que por su organización económica, militar y política amenazaría a la civilización de la raza blanca) se hicieron carne en los filósofos y estadistas, quienes empezaron a buscar el medio de contrarrestar la poderosa acción de la Compañía de Jesús”.

Consecuentes con su posición combativa y polémica, los meritorios hijos de Loyola venían divulgando ya desde los albores del siglo XVII, en las viejas aulas de Córdoba y en las no menos añejas de Chuquisaca (a comienzos de la siguiente centuria lo hicieron también en Buenos Aires y Asunción), las doctrinas políticas del egregio filósofo de la Compañía, P. Francisco Suárez, para quien “el poder temporal que originariamente está en Dios”, no le corresponde a una persona determinada, sino que le toca de suyo “a la comunidad al establecer el régimen gubernativo y aplicar la potestad a una persona determinada”. “Por derecho natural inmediato —enseñaba Suárez 12 refutando la tesis del absolutismo, practicada más tarde en España por Carlos III y sus sucesores— solo la comunidad humana perfecta, congregada políticamente para formar el cuerpo de una República, tiene la suprema jurisdicción temporal sobre sí misma”. Y aclara Suárez con precisión filosófica: “donde quiera que el régimen no es democrático el pueblo ha transferido al príncipe la suprema potestad”.

Esta doctrina lograba conciliar sabiamente los derechos del pueblo con el sistema monárquico tradicional de la madre patria; y fue enseñada, por eso, en todas las altas casas de estudio de Hispanoamérica a partir del año 1551 en que, Carlos V, dispuso fundar una Universidad en Lima. “Suárez fue durante todo el siglo XVII y XVIII, el gran pensador que ejerció mayor influjo en el Río de la Plata —ha escrito Guillermo Furlong en su erudito opúsculo: «Los Jesuitas y la Cultura Rioplatense»—. Discípulos de Francisco Suárez fueron todos los profesores que en Córdoba, Buenos Aires y la Asunción abrieron cátedras de filosofía y teología, entre los que hemos de recordar los nombres de los Padres Núñez, Juan Cavero, Francisco Burgos, Diego Ruiz, Ignacio de Arteaga, Jayme Aguilar, Jerónimo Núñez, Jerónimo Boza, Gaspar Phitzer, Benito Riva, José Rufo, Luis de los Santos, José ángulo, Ignacio Leiva, Juan de León, Mariano Suárez, Vicente Sanz, José Verón, y tantos otros, hoy día desconocidos pero que en el transcurso de dos centurias disciplinaron las mentes de la juventud americana”.

Teniendo en cuenta los citados antecedentes, a nadie debe extrañar la actitud del clero del Virreinato bonaerense que, en 1810, había “hallado una justificación filosófica a la rebelión —según lo hace notar Rómulo Carbia 13— en las doctrinas jesuíticas acerca del poder, para cuya aceptación, los preparaba cierta instrucción un poco más amplia que la común de la colonia”. Los curas del Interior y del Litoral, apoyaron, así, en gran número y desde el principio el movimiento criollo de Mayo, invocando aquellos argumentos solidarios con Fernando VII y en defensa de sus dominios amenazados por el tirano Bonaparte; pero oponiéndose, por las mismas razones, al pretendido reconocimiento ilegal del Consejo de Regencia gaditano.

“Fuera de toda duda, el cabildo eclesiástico de Buenos Aires —anota R. Carbia en su trabajo «La Revolución de Mayo y la Iglesia»— estuvo a toda hora del lado del nuevo régimen y se caracterizó por la vehemencia del apoyo que prestó a la obra revolucionaria. Al Cabildo acompañó un núcleo de sacerdotes que, desde el primer día de la emancipación, se declaró por ella. La «Gaceta» abunda en testimonios, no sólo de la adhesión de los clérigos aludidos, sino, también, de su cooperación pecuniaria al sostenimiento de los ejércitos libertadores. Hojéese el periódico en cuestión, en lo que va de 1810 a 1821, y se constatará cómo entendían ellos el sostén que debían a la revolución. Hubo casos, como el del padre Zambrana, dominico, que no teniendo otra cosa que dar a la patria, donó un negrito esclavo; como el de Mariano Medrano, que puso a disposición del gobierno todas sus rentas del curato de la Piedad; como el del presbítero Romero y Reyes, que ofreció su persona, y como el de tantos otros, que dieron dádivas, según el poder de sus recursos. Por lo demás, el clero que aceptó el nuevo estado de cosas, contribuyó en toda forma a su sostenimiento y solidificación, desde la instalación de la primera junta hasta tiempos posteriores al Congreso de Tucumán, en el que culminó —ello es sabido—, el gesto de un sacerdote: Fray Justo Santa María de Oro. Y si en el cabildo abierto del 22 de Mayo estuvo numerosamente representado el clero, su presencia fue efectiva en las asambleas que lo siguieron, desde 1812 hasta el Congreso de Tucumán. Así fue —concluye Carbia— como colaboró [el clero] en la tarea de formar el país”.


La rebelión en el Litoral

En Buenos Aires, la revolución de Mayo fue hecha por hombres de ciudad: militares criollos, jóvenes funcionarios y sacerdotes patriotas. Allí se elaboró, pues, la doctrina del gobierno propio.

En el Interior, el movimiento repercutió en anacrónicas comunidades laboriosas, en rancias oligarquías de hábitos medievales —descendientes de conquistadores— y en una masa indígena pasiva y secularmente esclava. Allí la revolución debió enfrentarse con la realidad económica y el sentimiento religioso y clasista de tierra adentro, aprehendiendo la fecunda lección del hecho vivo hispanoamericano.

En el Litoral, en cambio, la revolución de Mayo fue hecha por el gaucho de llanura —sufrido proletario de la pampa— y por el indio misionero —valeroso soldado de la frontera oriental—, huérfano éste último de la patriarcal y próspera tutela jesuítica desde hacía más de medio siglo (1767). Ambos, gaucho e indio, alzáronse rebeldes, contra el régimen virreinal —capitalista, burocrático y ciudadano— al que, por opresor, nunca pudieron adaptarse del todo ya que negaba peculiares maneras de ser del hombre terrícola. Aprovecharon así, las masas campesinas, el levantamiento porteño, para reivindicar sus libertades y autonomías propias, anteriores al reinado de Carlos III.

En la Banda Oriental, la revolución de Mayo, reactivada por el invasor portugués, manifiestamente aliado del último virrey rioplatense Javier de Elío, buscó sin reatos, a partir de 1813 14, el camino radical de la independencia política respecto de la Corona de España. Pero vayamos por partes.

Desde tiempos remotos, muy anteriores, por cierto, a la emancipación: “Ese proletariado de las campañas (5.897 en 1744 frente a los 186 propietarios), que sorprendería a un gobernador de Buenos Aires —escribe Juan Agustín García en «La Ciudad Indiana»—, se había creado cuatrereando en una atmósfera moral en la que andaban confundidas y mezcladas las ideas de lo bueno y de lo malo”. En los valles y planicies del interior argentino, su habitante —más sedentario, aunque hijo de conquistadores y connaturalizado desde siempre con el caballo— frecuentemente transformábase, por necesidad, en arriero y terminaba siendo propietario de bueyes y carretas. Las industrias rudimentarias de que vivían, a la sazón, nuestras ciudades mediterráneas, exigían medios de transporte abundantes para cubrir el tráfico de mercaderías desde el Alto Perú hasta el puerto de Buenos Aires.

De esta manera, en nuestras viejas provincias del centro, fértiles y soleadas; en las de Cuyo y del noroeste andino, lindantes con Chile y Bolivia, aquel rudo tipo de proletario trashumante, clásico en las pampas de nuestro litoral fluvial y marítimo, llegó a desaparecer casi por completo. Se convirtió en pequeño capitalista y, a la larga, fue absorbido por las necesidades y costumbres del comercio regular de las ciudades más pobladas de aquella parte del Imperio.

Por el contrario, la vida a que obligaba la campaña bonaerense, merodeada por tribus de bárbaros alzados y extraordinariamente despoblada en relación a su superficie, donde “la pampa tuvo algunos dueños teóricos, herederos de las viejas mercedes reales o hábiles acaparadores de tierras públicas; pero careció de valor mientras las vacas se vendieron a dos pesos plata y sobró campo donde instalarse para cazarlas” 15, repercutió en la psicología de su original representante: el gaucho del Paraná y Río de la Plata o el gauderio de la Banda Oriental del Uruguay.

Fue despectivamente llamado así por funcionarios peninsulares y urbanos propietarios de estancia, como sinónimo de “vago”, “perdido”, “vagamundo” o “mal entretenido”, en su denigrante e ilícito oficio de «cuatrero» de haciendas o «changador» de cueros. Enemigo del orden público español en Indias, hubo de ser perseguido como tal por el preboste de la Hermandad, quien, con su brigada de famélicos Blandengues o Dragones del rey, era el encargado de aplicar la ley sumariamente, castigando a los contrabandistas y haciendo respetar por la fuerza, el derecho de propiedad rural, basado, no en la posesión material de la tierra, sino en una escritura —título a merced— otorgada por el Soberano distante.

Mas, como muy bien lo puntualiza Vicente Fidel López 16: “el gaucho argentino no necesitaba de semejante título para tener tierra, ni para satisfacer sus necesidades, y en un estado semejante, era natural que no le fuese fácil concebir que los demás hombres tuviesen razón y justicia para privarle de la facultad de ocupar el desierto como cosa suya, o para poner su rancho donde mejor le conviniera... El gaucho argentino vivía absoluto e independiente, con un individualismo propio y libre. Se emancipaba de sus padres, apenas comenzaba a sentir las primeras fuerzas de la juventud, vivía abundantemente de las volteadas de los animales que Dios criaba en el desierto. Armado del lazo, podía hechar mano del primer potro que le ofrecía mejores condiciones para su servicio; escogía por propio derecho la vaca más gorda para mantenerse, y si necesitaba algún dinero para procurarse los objetos comerciales que apetecía, derribaba tantos toros cuantos quería, les sacaba los cueros y los iba a vender en las aldeas de la costa, a los mercaderes que traficaban con ellos para surtir el escaso comercio que teníamos con Europa. La ley civil, la regla política, no pesaba sobre él, y aunque no había dejado de ser miembro de una sociedad civilizada, vivía sin sujeción a las leyes positivas del conjunto”.

Esta vida nómade y ociosa del gaucho durante la colonia debióse en gran medida, a la baratura de la explotación ganadera observada por los propietarios de campo, que perjudicaba al trabajador rural. Descontadas las accidentales faenas anuales de la yerra, la esquila y el levantamiento de la magra cosecha, el resto de los meses faltaba ocupación en la pampa. Y nuestro paisano, errabundo y sin tierra para poder progresar, hubo de ponerse al servicio del contrabandista de ciudad —casi siempre brasileño—, por precio, custodiando en montonera la mercadería prohibida a través del desierto hasta el lugar convenido de su entrega.

“A principios del siglo XIX se ha formado en Buenos Aires una casta privilegiada: la de los comerciantes; que se unen a los hacendados para obtener franquicias en favor del Puerto de Buenos Aires, las que logradas, aumentan la riqueza de los pudientes y hacen que lleguen los comerciantes a constituir una clase que envía sus hijos a estudiar a Europa, a Chuquisaca o Córdoba, de donde vuelven para integrar el futuro patriciado del país, imbuidos de la ideología de la naciente economía política que ve un «vago» de todo aquél que no es propietario — escribe Vicente D. Sierra 17—. Vinieron los saladeros, y la carne que, hasta entonces, no tenía valor, comenzó a tenerlo. Había que evitar que se la siguieran comiendo gratis los gauchos, de manera que el sistema de consumir la carne entregando el cuero al estanciero, no podía subsistir; el gaucho debía ir a trabajar al saladero y ganar el jornal y pagar la carne”. Como dice Juan Alvarez en su libro «Guerras Civiles Argentinas»: “la salazón de carnes era empresa de capitalista y no se pensó reconocer a los gauchos como socios”.

Ahora bien, decretada la apertura del puerto de Buenos Aires por el virrey Cisneros (6 de noviembre de 1809), los ingleses “pusieron la ley a las exportaciones fijando ellos mismos el precio al cual debían vender los cueros y el sebo los estancieros criollos... Los hacendados se encontraron obligados entre aceptar la ley o dejar pudrir sus cueros en las atiborradas barracas” 18. El corambre con que se pagaba el intercambio clandestino con Inglaterra, en perjuicio del fisco pero en favor del castigado gremio de desocupados campesinos, dejó de ser, desde entonces, la codiciada moneda de las transacciones con el extranjero. “El decreto de Cisneros transformó en negocio licito lo que antes se obtuvo por medio del contrabando —escribe Alvarez 19— y dejó sin ocupación a muchos gauchos que vivían de afrontar sus peligros. Meses después pasó el gobierno provisorio a manos de una Junta que representaba la tendencia «libre cambista» (25 de mayo de 1810), y resolvió rebajar los derechos de exportación. (Decretos de junio 5, agosto 3 y noviembre 3 de 1810)”.

Así, la política económica del morenismo —al no rectificar la de Cisneros en: materia aduanera— terminó proletarizando del todo a miles de gauchos del litoral, quienes, extraños durante el virreinato al derecho real de propiedad y a su disfrute y perseguidos por la ley, acabaron enrolándose como soldados en las filas rebeldes para ser —de una vez para siempre— dueños y señores de la tierra y del gobierno. Por eso, combatieron con tanta saña aquel sistema institucional que favorecía a los pudientes capitalistas y a inescrupulosos comerciantes del viejo mundo.


El Comandante José Artigas

Uno de los arduos problemas que en 1811 ocupó la atención de la Junta Grande, fue el relativo a la hostilidad de Montevideo, en franco entendimiento con la Corte portuguesa instalada en Río de Janeiro.

Fracasadas las iniciales misiones de persuasión y apaciguamiento (a cargo, como se sabe, de Juan José Paso la primera, ante el Cabildo y demás autoridades de la otra Banda; y de Mariano Moreno, su hermano Manuel y Tomás Guido la siguiente, destinada a Londres haciendo escala en la capital del Brasil), el conflicto agravóse con la súbita llegada a la vecina plaza, el día 12 de enero de 1811, de don Francisco Javier de Elío, designado por el Consejo de Regencia de Cádiz para ocupar el cargo de virrey y capitán general de los Provincias del Río de la Plata y Alto Perú, respectivamente.

“Mandar a Elío al Río de la Plata como hombre de guerra, era soberanamente ridículo, porque de Montevideo no podía sacar medios ni poder con qué imponerse a la Capital —comenta el historiador Vicente Fidel López 20—. Mandarlo como magistrado capaz de traer a buen acuerdo los ánimos y los intereses de la Revolución, era contar con un verdadero desatino. El era precisamente el hombre de toda España en quien las provincias pudieran confiar menos para aceptar una reconciliación cualquiera. Sus notorios antecedentes, sus actos de 1808 y 1809, los instintos feroces de que había dado muestras, sus tropelías, sus insinuaciones perversas contra Liniers y contra los hijos del país, su altanería grosera y ultrajante, su inclemencia, su audacia y sus innegables cualidades de hombre de guerra, eran motivos más que suficientes para que no se pensara siquiera en desistir de la marcha revolucionaria... Elío daba ahora la noticia de que España existía y de que, aliada a la generosa Inglaterra, muy pronto quedaría victoriosa... Y él estaba persuadido de que la Junta haría reconocer y jurar a las Cortes de Cádiz, enviando sus diputados a la mayor brevedad, que autorizaba y comisionaba al oidor de la Audiencia de Chile, don José Acevedo, para que pasase a Buenos Aires con estos pliegos y negociase todo lo conducente a la entrega del mando que le correspondía”.

Pero la Junta, presidida por Saavedra rechazó de plano y con indignación la exigencia del último virrey español del Río de la Plata. Y en tanto era perentoriamente despachado de la Capital el emisario Acevedo, la agitación subversiva crecía en todo el territorio de la Banda Oriental en favor de la causa de Mayo, encendida por agitadores como Pedro Sainz de Cavia; por sacerdotes como Santiago Figueredo, Silverio Martínez y los frailes Ignacio Mestre, Manuel Weda, Casimiro Rodríguez, Ramón Irrazábal y José Rizo; por militares como Prudencio Murgiondo, Juan Balbín Vallejo, Jorge Pacheco, Patricio Beldón, José Cano, Rufino Barza y Ramón Fernández; por alcaldes como José Arbido; por abogados como Lucas Obes; por hacendados como Nicolás Delgado y Miguel del Cerro; por comerciantes como Baltasar Marino; por paisanos como Pedro Viera y Venancio Benavidez. Y por otros cien precursores más, patricios y plebeyos, cuyos nombres —que figuran registrados en los archivos históricos de la época— debo omitir aquí en homenaje a la brevedad del relato.

Recordaremos una referencia interesante, omitida en casi todos los textos de historia argentina. En el tan controvertido «Plan» de operaciones atribuido a Mariano Moreno del 30 de agosto de 1810, como medida de extrema importancia política para el éxito del movimiento revolucionario en el Río de la Plata, se recomienda de manera particular “atraerse a dos sujetos, por cualquier interés y promesas —reza el citado documento— así por sus conocimientos que nos consta son muy extensos en la campaña, como por sus talentos, opinión, concepto y respeto: son el capitán de dragones, don José Rondeau y el capitán de blandengues, don José Artigas...”. Con el apoyo de estos dos hombres el perspicaz Secretario Moreno suponía —no sin fundamento— formalizar el sitio de la plaza de Montevideo, en menos de seis meses. ¡Formidable vaticinio histórico!

La suerte corrida por el capitán Rondeau (bautizado con el mote de Tupac-Amaro con que se designaba a los revolucionarios 21, no fue muy lucida que digamos. El susodicho habría de ser separado de su regimiento, dándosele traslado a Paysandú, al tiempo que el capitán de navío Michelena aprontábase a invadir la villa de Concepción del Uruguay. Por su parte, el capitán Artigas en aquellos momentos prestaba servicios en la Colonia “bajo las órdenes del duro gobernador Muesas” 22. Anticipándose a los acontecimientos partió sólo para Buenos Aires, el 15 de febrero de 1811, ofreciendo sus servicios a la Junta (para derrocar al dos veces separatista virrey Elío) y rendir, así, en nombre de la más estrecha «Unión Fraternal» con sus vecinos occidentales del Plata 23 al bien pertrechado baluarte montevideano defendido por el funcionario de marras.

En premio al reconocido prestigio de que gozaba en su provincia natal, las autoridades de la revolución designaron Teniente Coronel de Blandengues al guerrillero criollo, con encargo de insurreccionar las poblaciones de la Banda Oriental: “lo que cumplió —anota don Enrique Udaondo 24—, dando lugar con la victoria que sus hombres consiguieron en las Piedras, a que el Coronel Rondeau pudiera llevar su ejército a sitiar Montevideo”.

Artigas, en efecto, investido ya con los atributos del caudillo después de su resonante triunfo sobre las huestes de Elio (18 de mayo de 1811), acampó su fanatizada montonera gaucha en el Cerrito. “La batalla de Las Piedras retempló en toda América el espíritu de la revolución de Mayo —señala Juan Zorrilla de San Martín 25—. La Junta de Buenos Aires se sintió compensada de los desastres de Belgrano en el Paraguay y del descalabro de Huaqui, que acaece casi en el mismo tiempo (junio de 1811) y confirió al vencedor el grado de coronel, y le decretó una espada de honor. El nombre de su victoria, como la del otro Artigas en San José, suena, junto con las de San Lorenzo y Suipacha y Tucumán, en las estrofas del himno que hoy canta el pueblo argentino y enseña a cantar a sus niños al recordar sus efemérides de gloria”.

Tan tremendo fue el golpe asestado al régimen liberal de las Cortes, reunidas por entonces en Cádiz, que, dos días después de aquella derrota, su representante acreditado en Montevideo, reconociendo paladinamente la impotencia en que se hallaba, atrevióse a escribir el siguiente parte confidencial al señor Ministro del despacho de Estado de S. M. (un documento histórico poco conocido y que no tiene desperdicio): “Excmo. Señor —dice la nota reservada—: La División avanzada que constaba de la mejor y mayor fuerza disponible de esta Plaza ha sido tomada y destrozada con su artillería por los contrarios, por cuyo motivo me veo ya obligado a abandonar enteramente el punto de la Colonia y reunir aquí las fuerzas todas, la Plaza jamás puede ser tomada por ellos a la fuerza como lo he asegurado muchas veces, pero en apurando mucho al vecindario, única defensa que me queda, pues un resto de las demás tropas más me sirven de embarazo que deventaja por creerlas adictas a la causa del país, ignoro lo que podrá ser. El vecindario Europeo, que es el único principal y pudiente de esta Plaza, en caso de verse apurado, estoy cierto preferiría llamar a los Ingleses para enarbolar en ella su Pabellón que el entregarse a la Junta de Buenos Aires, tal es el horror que le tienen y al cual en efecto se ha hecho acreedora por su conducta. Es imposible poder asegurar a V. E. el desenlace de este negocio, pues depende de causas muy difíciles de calcular, resultando de todo el gran riesgo en que se halla esta América del Sur. Dios guarde a V. S. muchos años. Montevideo, 20 de Mayo de 1811. Excmo. Señor Xavier de Elío. (Rubricado)”.

El “desenlace de este negocio” para el impopular virrey en desgracia, no fue otro, en definitiva, que acceder y rendirse a los insistentes reclamos de la princesa Carlota. Cualquier cosa (hasta pactar con el diablo, consintiendo el más indigno de los renunciamientos al honor castellano), antes que entregarse a la Junta de Buenos Aires. Y así, como protocolizando la decadencia de España, un fuerte ejército portugués al mando del General Diego de Souza atravesó con ostentación —haciendo oídos sordos a las advertencias de Lord Strangford— la antigua frontera hispano-lusitana, penetrando en la provincia Oriental con propósitos de conquista.

Pero quedaba en pie, insobornable, el comandante José Artigas: conductor de multitudes gaucho-indígenas fanatizadas y decididas a morir por su jefe. Desde 1807 no se había visto, en todo el virreinato, un ejemplo semejante de obediencia y resolución de defender, a toda costa, la tierra de los antepasados. Artigas fue el primer caudillo popular de Mayo que se alzó, gallardo, contra el bélico avance portugués en la patria común y contra la actitud del último virrey, enemigo de una paz honorable con Buenos Aires. Precursor, en la acción, del Federalismo criollo (único sistema capaz de coordinar empíricamente el mundo americano de habla española, frente al hecho de la acefalía real y de la anarquía política); capitán de Blandengues durante la dominación hispánica; comandante de los Orientales, después; y Protector de los Pueblos Libres plebiscitado por las masas ríoplatenses en el apogeo de su década de gloria.

“Algunos no creían hombres a esos indios. Artigas sí —escribe Zorrilla de San Martín 26—; los creyó hombres y los amó con predilección; hasta habló su lengua. Artigas se expresaba con facilidad en guaraní. Ellos, en cambio, lo juzgaron un semi-dios, y le dieron toda la sangre que les pidió. Y él hizo de ellos soldados, soldados de la patria, disciplinados, valientes... cuando Artigas, vencido y abandonado de todos, se hunde en la sombra paraguaya, los indios de las Misiones, los últimos amigos, saldrán a su encuentro y le pedirán la bendición, como si vieran en él al gran sacerdote de un dios, o al Dios mismo; la revelación de lo divino en la carne. Se dijera que la pobre raza condenada a muerte se agarraba de él para quedar en la tierra. Refiere Saint Hillaire, en la narración de su viaje a Río Grande, que vio allí un niño indio del Uruguay, que, caído prisionero en la guerra contra Artigas, servía de paje al gobernador portugués. El indio estaba bien vestido, bien tratado; tenía su bonita librea azul con botones dorados. El viajero francés le preguntó si estaba contento. El niño bajó la cabeza. —¿Deseas algo?, le dijo—. Sí. —¿Y qué es lo que más desearías? —¡Irme con Artigas —contestó el niño—, irme con Artigas!”

Es con Artigas pues —enemigo de los invasores brasileños y de sus aliados europeos o criollos—, que recién comenzara a manifestarse en estos pueblos ubicados al sur de Río Grande, el fermento de una revoluciónsocial típicamente campesina, que dio tono y color local al cruento proceso de nuestra emancipación definitiva de la madre patria.