Así fué Mayo (1810-1814)
Mayo en bancarrota y anarquía
 
 
Restablecer y reinterpretar las tradiciones madres de la patria tergiversadas por nuestra historia liberal, es el deber que se impone a la joven promoción de argentinos atraídos a la investigación del pasado.

La tarea es, sin duda, urgente en esta hora. La experiencia nos está enseñando lo que aquellas valen en el siglo revolucionario que vivimos; y los peligros de todo género a que a diario se exponen los pueblos que carecen o reniegan de las suyas propias.

El panorama mundial contemporáneo no puede ser más aleccionador, en este orden de ideas. “La ruptura entre el pasado y el futuro nos sume en las más profundas tinieblas y nos veda cualquier percepción del proceso histórico —enseña Nicolás Berdiaeff 1—. Y es, precisamente, esta separación la que realizan aquellos que quieren apartarse del magno pasado histórico, con lo cual ya no son capaces de concebir el magno futuro que nos espera”.

El apartamiento de su magno pasado histórico convirtió al país, progresivamente, en colonia, en factoría, en turbamulta babélica. He ahí el fruto sin sustancia de nuestra tan cacareada organización constitucional de 1853. Nuestras escuelas y universidades, desde que existen, nos lo han venido enseñando como un axioma pedagógico irrebatible. Cumplen, así, las funciones docentes previstas por aquellas anacrónicas instituciones que mal copiamos de los anglosajones y protestantes del Norte. “Somos dependencia del comercio extranjero y de las comisiones que lo agitan —exclamaba, con amargura, don Vicente Fidel López 2—: nuestra producción, es decir, nuestra materia prima, que es lo único que la constituye, depende necesariamente de la demanda de los mercados extranjeros. Ellos nos fijan la línea a que puede llegar. Ellos nos tienen bajo su tutela despótica”.

Todo esto prodújose —no lo olvidemos— como efecto inmediato del pensamiento de Sarmiento, de Alberdi y de Mitre: acaso explicable en su tiempo, pero superado sin duda en nuestra Argentina del siglo XX, cuya conciencia ha empezado a despertar en las nuevas generaciones. Aquel pensamiento quedó adherido, a la manera de un cáncer, a nuestro derecho público escrito, retardando en setenta años el desarrollo del espíritu independiente y el aprovechamiento de la riqueza nacional. Lo lamentamos amargamente ahora. Y aunque en muchos círculos inteligentes ha comenzado a insinuarse una reacción promisoria, los funestos colazos de aquel repudio primero a nuestras tradiciones heredadas —defendidas a punta de lanza en el período de la emancipación—, los estamos sintiendo todavía en carne viva, como una plaga bíblica.

Habrá que robustecer, pues, mediante una pedagogía ortodoxa pero inteligente —adaptada a los tiempos— el alma nacional, para un porvenir en el cual los pueblos, complementados al máximo económicamente, se distingan entre sí solo por su cultura. 'Vale decir, dejen de ser aburridamente homogéneos gracias a su propia autenticidad de fondo: espiritual, histórica y moral. He ahí, a mi juicio, el nudo de la cuestión sobre la que descansa el destino —nada menos— de la Nueva Argentina que amanece.


Imperialismo y mediación diplomática

Cuando Wellington entró victorioso en Madrid después de Albuera (17 de mayo de 1811), Gran Bretaña —aliada de los españoles desde 1808— tenía estudiados planes muy concretos de hegemonía económica sobre el vasto mundo hispanoamericano, sumido, a la sazón, en anarquía. Esos proyectos —reactivados a raíz de aquél efímero triunfo militar— iban a ser puestos en ejecución casi enseguida en perjuicio de las Cortes de Cádiz, de Femando VII y de la integridad de su imperio de ultramar. “Económicamente, la apertura al comercio británico de las colonias españolas salvó a Inglaterra de la quiebra y arruinó el bloqueo continental, organizado por Napoleón”, ha escrito con verdad André Fugier en un capítulo de la «Historia de la Nación Argentina» 3.

Y bien: a comienzos de 1811 fundábase en Buenos Aires —al margen de las Leyes de Indias pero en consonancia con el tratado de comercio anglo-español del 14 de enero de 1809— la «British Comercial Room» 4, sociedad constituida por miembros de la «Comisión de Comerciantes de Londres» que, desde la apertura del puerto, venía funcionando bajo la dirección de Alex Mackinnon. Como en tiempos de Mariano Moreno, la flamante entidad hubo de inspirar medidas de política general, adoptadas “entre gallos y medias noches” —en horas amargas de derrota— por la Junta Grande; y más tarde por el Triunvirato de Rivadavia.

Consecuencia de ello —como lo anunció dos años atrás en el Consulado, don Miguel Fernández de Agüero—, fue la bancarrota monetaria originada por el libre cambio, tan grato al embajador Strangford. Pues la exportación clandestina del oro y la plata de un país, en pago de mercaderías entradas para el consumo, sin tener en cuenta la defensa de elementales intereses de las industrias vernáculas, produce a la larga la inflación y el paro obrero. La ruina del productor provinciano sobrevino, así, en 1811 5, llevándolo al odio contra Buenos Aires y a la lucha por la reivindicación de sus libertades injustamente arrebatadas en beneficio del capitalismo anglosajón.

Esta política fratricida de desunión, convenía, en verdad, a los banqueros de Londres y tenía un objetivo imperialista bien definido. Ya que Inglaterra, potencia acreedora —dueña por fin del mercado criollo—, iba a constituirse a los pocos años en única prestamista haciéndose árbitro de los destinos de la inerme colectividad platense, explotada por ella. Indispensable resulta conocer estos antecedentes para explicarse el verdadero alcance de la intervención de Gran Bretaña en el Río de la Plata, durante el período que precedió a la desintegración del imperio español en el siglo XIX.

A Inglaterra, en efecto, nunca le interesó —puede afirmarse con rigurosa imparcialidad— la independencia argentina lograda “motu proprio” en los campos de batalla. Aquella más bien buscó su gravitación exclusiva, mediante la artera presión diplomática, aprovechando todas las oportunidades, a fin de obtener para sí, con el menor esfuerzo, lo que no pudo conseguir por decisión armada a principios de la centuria (1806-1807) en momentos en que España era su enemiga. De ahí su primordial interés, siempre demostrado a través de las mil vicisitudes de nuestra revolución de Mayo: usufructuar de un imperio ajeno, mientras pudo, ejerciendo actos de soberanía en sus estratégicas posesiones con la anuencia de sus dueños, endeudados a la sazón hasta la coronilla. Para ello era fundamental impedir las posibles segregaciones del bloque hispánico de ultramar, en tanto subsistiera, —en pie de abierta competencia— el peligro napoleónico de hegemonía en el viejo mundo. Lo contrario redundaba en perjuicio directo de quienes abrigaban el secreto y ambicioso designio de quedarse con todo, en nombre de una hipócrita y utilitaria libertad de comercio protegida por los cañones de la “Home Fleet”.

He ahí las razones por las cuales S. M. B. buscó obtener —después del triunfo de Albuera— la pronta reconciliación de las partes en el pleito entre Buenos Aires y el Consejo de Regencia gaditano. Y con el lógico interés de legatario de un mundo acéfalo, preñado de futuro (pero que por nada quería “cambiar de amos”), transmitió —hábil comedia de la neutralidad anglosajona de todos los tiempos— la inedia palabra a sus diplomáticos acreditados en Cádiz y Río de Janeiro: ¡Mediación!

En este orden de ideas: “el 4 de mayo de 1811, el marqués Wellesley, ministro de Relaciones, escribió a su hermano Enrique una importante carta, dándole instrucciones de cómo debía encarar el asunto ante el gobierno español —señala al respecto Carlos Roberts6—. Le indica en ella que inmediatamente se ponga en comunicación con la regencia y explique que cuando empezó la revolución, el principal objeto del gobierno inglés era evitar la intromisión francesa y su posible ayuda para favorecer a la independencia, y, para ese objeto, creyó que su mejor política era seguir con las colonias un comercio amigable, evitar por la fuerza la intromisión francesa, y ofrecerse como amigable componedor entre las colonias y la madre patria. Inglaterra no ha reconocido formalmente la legitimidad de los gobiernos nuevos de Sudamérica, ni ha escrito al de Buenos Aires, y su intención es evitar, por medios pacíficos, que España y sus colonias se hagan la guerra. Inglaterra había esperado que España hubiese aceptado con agrado su oferta de mediación, pues si España combate contra las colonias, querrá decir que restará elementos a su guerra a muerte contra Napoleón, dañando así a los objetivos españoles e ingleses, e impidiendo que Inglaterra se haga de recursos para ayudar a España”.

Tales eran los interesados argumentos a emplearse para lograr éxito en la mediación, proyectada por el naciente capitalismo británico, “pro domo sua”. Y mientras buscábase paralizar (por la diplomacia) una ofensiva de los realistas en todos los frentes americanos, la «British Comercial Room» —antecedente histórico de la actual Cámara de Comercio británica— imponía de hecho el monopolio económico en todo el virreinato de Buenos Aires, saboteando sus industrias, adquiriendo a vil precio sus cueros y quedándose con la plata de sus riquísimas minas de Potosí en pago de “chiches y abalorios” manchesterinos.

La Junta Grande resistió cuanto pudo la ofensiva de “conciliación” intentada por Lord Strangford, en favor de un eventual reconocimiento de la Regencia y de las Cortes de Cádiz. Pero la insensatez de Castelli en el Alto Perú, culminada en formidable derrota militar, dejó inerme al gobierno saavedrista, minado por la lucha interna de facciones, con el erario exhausto y a merced del odio implacable de los vencedores. Y así Inglaterra, vestida con piel de cordero, pudo imponer fácilmente a los contendientes, desde el Brasil, sus miras imperialistas en la emergencia.


Después de Huaqui

“No puede negarse que gran parte de las reformas dictadas en la capital no podían aplicarse sino gradualmente en el Alto Perú —escribe César Chaves 7—, pues es imposible transformar de golpe el orden social existente en virtud de que las leyes y decretos no son capaces de cambiar de improviso las costumbres. Los factores económicos y sociales pesaron decididamente en los sucesos... Para completar el cuadro reaccionario, agregúese la incesante campaña de los curas españolistas, que, desde centenares de pulpitos, predicaban la guerra santa contra el impío porteño. A ese frente, fuerte y compacto, presentaban los patriotas el suyo, resquebrajado por las divisiones intestinas, agrietado por los regionalismos”.

Y bien, el 20 de junio de 1811, la revolución sufría su primer contraste serio en la guerra contra el régimen depuesto. “Se apoderó de todos los hombres —dice uno de sus actores: Juan José Viamonte8 —un terror extraordinario, cuyo origen no he podido comprender aún, y que rompió todos los diques de la disciplina y quebró toda la organización militar”.

En un instante se perdía todo lo ganado el primer año de la patriada argentina: gloria, amistades, riquezas, territorio, autoridad y entusiasmo. También era derrotada, junto al Desaguadero, la fe en la autodeterminación de estos pueblos, amenazados —más que nunca— por intereses dinásticos y mercantilistas de las testas coronadas europeas, todavía no restablecidas del terrible sarampión napoleónico. Lo único que pudo ser salvado, no obstante, gracias al arrojo personal de Juan Martín de Pueyrredón, fue una parte del metálico acuñado en la ceca de Potosí.

En plena retirada, con fecha 10 de julio, Pueyrredón —haciéndose cargo de las consecuencias del desastre— oficia a la Junta de Buenos Aires y le da cuenta de la grave situación por la que atravesaba. En un párrafo admirable, sin un reproche para nadie, resume su pensamiento con estas palabras cargadas de amargo pesimismo: “Hay que hacer un esfuerzo para desbaratar enteramente al enemigo, o apurar los arbitrios de la política, para hacer una composición amigable con el Virreinato de Lima. ¡Resuelvan Vds.!”

Y en tanto iniciaba negociaciones extraoficiales con Goyeneche sobre la base de reconocimientos y recíprocas tolerancias frente al crudo hecho consumado, en la seguridad de que: “serían adoptados —decíale Pueyrredón al jefe realista— cuantos tratados de paz se propusiesen mutuamente en beneficio de ambos territorios...”; en la Banda Oriental el General Diego de Souza, avanzando, había vadeado el río Yaguarón, apoderándose sin resistencias, de Villa Belén y Cerro Largo.

En tales circunstancias la Junta Grande (puesta así entre la espada y la pared; y minada a fondo por la crisis política y la bancarrota financiera) accedió, presionada desde Río de Janeiro por Sarratea, a entrar en negociaciones con Elío, a cuyo efecto partieron a Montevideo: el Deán Gregorio Funes, José Julián Pérez, Juan José Paso, Ignacio Alvarez Thomas y José de la Rosa, en carácter de mediadores. “De parte de Elío, la delegación se confirió a José Acevedo, Antonio Garfias y Miguel Sierra. Ambas delegaciones se reunieron en la Real Fortaleza, y después de varias conferencias, firmaron las «Preliminares de paz» de 2 de setiembre de 1811 en diez artículos, por los cuales la Junta reconocía que las provincias de su mando formaban parte integrante de la nación española, se comprometían a enviar socorros a la Madre Patria y acreditar diputados a las Cortes. De este modo, Montevideo quedaría bajo la jurisdicción exclusiva de Elío; se levantaría el bloqueo, se pediría el retiro de las tropas portuguesas de la Banda Oriental y se aunarían los esfuerzos contra cualquier agresión extranjera” 9.


La renuncia porteña en el Este

En verdad, aquella tregua impuesta directamente por el embajador de Gran Bretaña en el Brasil, concretóse algo más tarde en el ominoso armisticio celebrado el 20 de octubre de 1811 entre el gobierno montevideano y nuestro flamante primer Triunvirato. En virtud de una de sus cláusulas. Buenos Aires renunciaba sin reservas a ejercer su imperio sobre la Banda Oriental del Uruguay —incluyendo una parte del territorio de Entre Ríos—, que le pertenecía por herencia del virreinato.

A la sazón: “Por uno de aquellos vuelcos sorprendentes que son como para derrotar todas las previsiones del juicio político, don Manuel de Sarratea entraba a formar parte principal en el Triunvirato —comenta, con su estilo habitual, el historiador López 10—. Sarratea acababa de desobedecer al Gobierno, comprometiéndolo cobardemente en un armisticio cuyas consecuencias podían haber sido funestas y gravísimas si hubiera continuado la buena fortuna de nuestras armas en el Alto Perú. A pesar de eso, de un día a otro viene a ser el hombre hábil, el hombre sagaz, el genio previsor del momento en razón de ese mismo armisticio que debía haberlo hecho victima del furor popular en otras circunstancias. Pero, dada la situación en que la derrota de Huaquí ponía a Buenos Aires; dado el peligro inevitable de que Goyeneche entrara por Salta y Tucumán, con sus seis mil soldados vencedores, era cuestión de vida o muerte retirar el ejército que sitiaba a Montevideo, y hacerlo la base o el núcleo de la resistencia que debía salvar la patria. Desde luego, la importancia de Sarratea era un hecho del momento. Con visos de verdad, él se jactaba abiertamente de haberlo previsto. Acriminaba a la Junta de que hubiera pretendido ofender a Lord Strangford; y, como todos comprendían que era menester recuperar el poderoso apoyo del embajador inglés, de cuya amistad y confianza se gloriaba Sarratea, la opinión pública le designó como un miembro necesario en el Triunvirato; como un signo de la mancomunidad de los intereses y de la obsecuencia que el país daba a los consejos y a las insinuaciones de Gran Bretaña”.

Pero, por fortuna, en la Banda Oriental el Comandante Artigas iba a resistir con sus huestes intactas todavía, negando reconocimiento a una paz concluida sin su autorización en el litigio con los aliados hispano-portugueses. Y engañado por los políticos porteños, dóciles a Lord Strangford (los mismos que lo habían incitado, meses atrás, a la insurrección armada), levantóse solo, como un héroe, para combatir a la vez —”con palos, con los dientes y con las uñas”, según sus propias palabras— a Elío, al ejército de Diego de Souza y a la oligarquía liberal de Buenos Aires.

Entre tanto, otro caudillo inspirado en el ejemplo de Artigas, adoptaba una actitud análoga de rebelión en Entre Ríos. Es Francisco Ramírez quien, muy joven —sólo tiene entonces 25 años—, ya acusa las dotes excepcionales del conductor de pueblos. Un biógrafo suyo, Aníbal S. Vázquez, nos explica los motivos de la incorporación del prestigioso adolescente (de “cutis blanco y ojos negros, enérgicos y dominadores”; “todo un caballero con las damas”) a la militancia antiporteña, llamada más tarde federal, en defensa de la integridad de territorios que pertenecieron al antiguo virreinato del Río de la Plata. La tierra natal de Ramírez: “la villa de Concepción del Uruguay —escribe Vázquez 11— quedaba anexada (por el tratado del 20 de octubre) a la jurisdicción territorial del virreinato de Montevideo (el de Elío), lo que no podía ser del agrado de los hombres que hicieron causa común con la revolución de la independencia. Este comportamiento solidario (con Artigas) debió intensificar las relaciones amistosas entre aquellos dos caudillos, sin duda propicias por idiosincracia y temperamentos personales.

El hecho de que el primero, terminado el pintoresco peregrinaje del Ayuí, estableciera su cuartel general en el arroyo de la China, robustece la presunción de que esas amistades intimaron, franqueándose”.

El odio al portugués (enemigo tradicional de nuestros gauchos mesopotámicos) que no evacuaba las provincias litorales de sangre y habla españolas, determinó a sus caudillos —condenados a ser juguetes de la política europea amasada por los letrados del Triunvirato— a pedir ayuda al Paraguay: pueblo indócil, por entonces, a la tutela de los bonaerenses. Y desde su homérico campamento del Ayuí, el vencedor de las Piedras, obrando con el visto bueno de Buenos Aires, ofreció al hermano guaraní una alianza contra el secular invasor, como paso previo a la federación de los Estados platenses. La comunicación del jefe oriental fue leída públicamente en Asunción, entre vítores y aplausos; y el Cabildo en sesión especial acordó los términos de la respuesta. El Paraguay que procede en todo de acuerdo a los tratados celebrados con Belgrano, acepta el mensaje de Artigas por intermedio de Laguardia; “que va —dice en su nota diplomática—, con credenciales y misión de cumplimentar a V. S., dar razón de la actual situación ventajosa y oír de su boca el «Plan» que haya de concertar y poner en ejecución contra los portugueses”.

Casi al mismo tiempo, desde su cuartel general del Perdido (el 19 de noviembre de 1811), el héroe gaucho de la revolución de Mayo escribe a Mariano Vega estas hermosas palabras, definidoras de su intransigencia frente a las desmembraciones consentidas por los porteños: “Sostener los hombres el primer voto de sus corazones es lo que da dignidad a sus obras. Usted obra con carácter, cuando declara ser permanente en seguir nuestra causa. El Gobierno de Buenos Aires abandona esa Banda a su opresor antiguo; pero ella enarbola, a mis órdenes, el estandarte conservador de su libertad. Síganme cuantos gusten, en la seguridad de que yo jamás cederé”.

Pero las cosas no llevaban miras de componerse. Continuaban, por el contrario, de mal en peor. “Muy pronto Sarratea, director del Triunvirato —comenta Hugo Barbagelata 12—, y Rademaker, enviado especial en Buenos Aires del Príncipe Regente de Portugal (persona sumamente grata a Lord Strangford, ministro británico en Río de Janeiro), iban a dar nuevo sesgo a los asuntos platenses y a definir una vez por todas los principios imperantes en ambas márgenes del estuario. Los planes hispanófilos de la princesa Carlota se estrellaban [así] para no levantarse sino magullados y contusos”.


Crisis en 1812

El ano 1812 es, en el ámbito europeo, año de ofensiva militar y diplomática para Inglaterra. Napoleón, irremediablemente embarcado en la campaña de Rusia y lejos de los familiares campos de batalla, no pudo impedir que sus mariscales fueran derrotados por Wellington en España. Bastante aliviada de enemigos, S. M. B. presionará ante la Regencia y las Cortes de Cádiz a favor de la cesación de hostilidades con Buenos Aires, sobre la base de aceptar ésta la Constitución que los liberales acababan de sancionar en la península.

El año 1812 es también, para el Triunvirato porteño —en el orden de la política doméstica—, año de confiscaciones, de empréstitos forzosos, de desocupación interna y de renunciamiento a la lucha contra un régimen que despojó a la Corona del derecho de soberanía para transferirlo a organismos improvisados; usurpando así, sin mandato, el nombre de una nación dividida y militarmente ocupada por extranjeros. Ya lo veremos más adelante.

El historiador Víctor Gebhart 13, refiriéndose al estado de las relaciones entre los gobiernos español y británico, hace el siguiente comentario por demás ilustrativo: “En sesiones secretas resolvieron, [las Cortes] otras materias de no menor entidad, y señaladamente la de la mediación para arreglar las desavenencias de América, ejercida el año anterior por Inglaterra. Admitiéronla la Regencia y las Cortes sobre ciertas bases que desechó Gran Bretaña, mas, al fin, vino a quedar reducido el negocio a nada, saliendo de Cádiz las comisiones inglesas, herida la dignidad española por la manera como había sido aquel conducido y receloso el Gobierno español de que Inglaterra obedeciese en todo ello a su interés más que a la buena fe” Y en tanto Sarratea, brazo derecho del Triunvirato y amigo de Lord Strangford, hacía comunicar a éste en nota oficial del 12 de julio: “el aprecio que le merecen las insinuaciones de V. E. y cuanto desea complacer a la Nación Británica”, arreciaba la crisis económica provocada por la política de libre cambio y los gastos cuantiosos de una guerra que, en dos frentes, se hacía interminable.

“...En 1812 la situación se hizo delicada —expresa en este orden de ideas Juan Pablo Oliver 14—, hubo rebaja general de sueldos y pensiones y finalmente el 15 de mayo de 1812 hubo que apelar a un empréstito extraordinario sin cláusula de reembolso aplicada a los comerciantes divididos por especialidades (mayoristas, almaceneros minoristas, panaderos, boticas, cafés y billares, etc., vecinos en general y estancieros a razón de cuatro reales por vaca) que en total produjo 638.000 pesos oro, suma bastante crecida para la época. Pero este empréstito, que en realidad era una contribución forzosa, no alcanzó para los gastos militares y administrativos que aumentaban sin cesar. En 1812, con motivo de la conspiración de Alzaga, comenzaron las primeras confiscaciones de bienes, sistema que luego se hizo general contra todos los enemigos de la revolución y de los gobiernos de turno”.

De todo ello resultaba responsable el hombre fuerte del Triunvirato: Bernardino Rivadavia, que, con José Julián Pérez y Vicente López, compartía las secretarías del Gobierno pluri-personal con preponderante influencia en la orientación del mismo.

Rivadavia —personaje de mentalidad dieciochesca— pudo haber sido un excelente ministro de los reyes borbónicos. Fue toda su vida un “déspota ilustrado” optimista y dogmático. Gustaba de las frases pomposas; sin embargo demostró poseer — igual que su antecesor Mariano Moreno— un alma despiadada e implacable con el adversario en desgracia que cruzaba su camino a la consagración y al éxito. Como estadista careció de prudencia y de tacto diplomático. Dócil a las presiones del poderoso, sirvió indirectamente sus planes, acaso porque creía en la socorrida táctica política del “mal menor”, frente a las dificultades internacionales que lo obsesionaban. Ante lo europeo, no pudo disimular un complejo de inferioridad irreprimible, que muchas veces lo llevó a la obsecuencia inconsciente. Su obra “carece completamente de la iniciativa original y propia con que se la ha ensalzado —opina Vicente Fidel López 15— pues no pasa de ser una copia bien intencionada de las reformas y mejoras realizadas en España por el famoso ministro Floridablanca”. No fue, propiamente hablando, un revolucionario hispanoamericano del siglo XIX. Y es explicable que su acción adoleciera así, de autenticidad y de verdadero arrastre en el Río de la Plata, sublevado contra Cádiz desde 1810.

Según Ricardo Rojas 16, “era reaccionario en su programa de organización gubernativa... en tal sentido, la acción de Rivadavia no se liga propiamente a la de Moreno y Gorriti, que no sintieron simpatía por él, sino a la de Bucareli, Vértiz y Carlos III”.

Ahora bien, desterrado por los saavedristas del Tribunal de Seguridad, el Secretario del Triunvirato esperó, con resentida paciencia, la ocasión de devolver el agravio a sus declarados enemigos de ayer. La oportunidad se produjo cuando la Junta Conservadora dio a luz el Reglamento Orgánico redactado por el Deán Funes. Impugnado el documento por el Ejecutivo — como se sabe—, la insistencia del otro poder —depositario de la soberanía de Femando VII— determinó el espectacular golpe de estado del 7 de noviembre de 1811. El cuerpo de Patricios sublevóse veintinueve días después de este atropello, y el motín —en apariencia intrascendente— fue tomado como pretexto por el Gobierno para acusar de traición al saavedrismo acéfalo, expulsando de Buenos Aires a sus diputados en el plazo improrrogable de 24 horas. “Era el centralismo de Rivadavia que triunfaba —escribe Luis V. Várela 17—, pero, es menester reconocer que ese triunfo sólo lo obtenía en la Capital. Los diputados provincianos, obligados a salir de Buenos Aires, en término perentorio, en forma vejatoria y perseguidos con el anatema de enemigos de la Patria, llevaron a sus respectivas ciudades, con la palabra de su propia defensa, la voz de alarma en contra de las usurpaciones del poder que cometía el Triunvirato y el partido porteño”.

La bullanguera Sociedad Patriótica —compuesta de morenistas militantes— no comulgaba, por su parte, con las tendencias de un oficialismo impopular y anarquizador de pueblos. Su prédica libertaria contradecía los objetivos políticos del Gobierno, obediente, a la sazón, a los cantos de sirena del embajador inglés en Río de Janeiro. El frenético Monteagudo, separado de la redacción de «La Gaceta», funda entonces el periódico opositor «Mártir o Libre» (y posteriormente el «Grito del Sur») desde cuyas páginas clama iracundo contra la transigencia de las autoridades que, pasivamente, daban la espalda al movimiento de Mayo presionados bajo cuerda desde el extranjero. “Yo creo que ahora más que nunca urge la creación de un Dictador —vociferaba el desprejuiciado tucumano, con fecha 13 de abril de 1812—; no hay acontecimiento que no sea una prueba palpable de esta necesidad. ¡Infelices de nosotros si no aprendemos los medios de salvar la existencia pública a costa de los continuos contrastes que sufrimos!”


Artigas y el Triunvirato

Artigas, entre tanto —amigo del Paraguay, sublevado contra Velazco— había presentado (el 15 de febrero del año 1812) al Triunvirato del que dependía, el «Plan de Campaña» que por ese entonces le solicitaron Chiclana, Sarratea y Rivadavia para deshacer al enemigo hispano-portugués, victorioso en el Este. Con su buena fe habitual, el héroe de Ayuí —nuevamente engañado por los porteños en trance de aceptar la Constitución de Cádiz y los buenos oficios de Strangford ante la Corte de Braganza— explica en esquemática nota, con admirable precisión, sus puntos de vista militares sobre el particular. Veamos aquí algunos párrafos de ese interesantísimo «Plan» de independencia rioplatense, del que no se dieron por enterados nuestros historiadores del siglo pasado.

“Ante todo —recomienda Artigas al Gobierno de Buenos Aires—, es preciso obrar sin tardanza; todo parece gritamos que ya es tiempo. Debo moverme inmediatamente, para llamar primero sobre mi la atención del español y desviarlo de sus proyectos contra Buenos Aires; pero tengo, al mismo tiempo, que distraer a su aliado el portugués, y, con ese objeto, invadiré antes de quince días el territorio de éste, el de las Misiones Orientales, que él nos detenta; ocuparé sus pueblos; levantaré en masa contra él todos sus habitantes. Comenzaré por apoderarme de las dos márgenes del río Uruguay; sin éste, nada pueden los portugueses en la Banda Oriental; con él, por parte de ellos, nunca podrán ser sino muy limitados nuestros proyectos. Con la conquista de las Misiones quitaremos al portugués, por otra parte y para siempre, la esperanza de poseer el Paraguay cuyo concurso estoy pidiendo precisamente, y espero conseguir entusiasta... Y marcharé luego sobre Montevideo —añade el gran caudillo— que abrirá sus puertas, y no será menester la sangre para levantar en medio el pabellón sagrado... Todas las posibilidades son nuestras, pues allí, en mi tierra, contando como cuento con toda la población y con el contingente que de Buenos Aires se me remita, no hay una sola presunción a favor del enemigo”. Y con fecha 13 de abril, ardiendo de entusiasmo, el coronel Artigas se dirige —en términos análogos— a las autoridades paraguayas, recabándoles su activa participación en la campaña libertadora del Este, para limpiar de invasores la patria común como primera etapa de la marcha triunfal hacia Lima. “No lo dude V. S.; éste es el último esfuerzo de la América del Sur; aquí se va a fijar su destino —escribe proféticamente el caudillo a los representantes del pueblo guaraní—. Con desprenderse V. S. de 500 hombres sólo hasta las Misiones, éstos quedarán allí de guarnición, según mi plan, y yo entonces no me veré en la necesidad de desprenderme de otra tanta fuerza, y podré marchar con lo bastante sobre Montevideo y sobre el grueso del ejército portugués. . . Yo sé muy bien que la señal de ataque que yo dé es la última que va a oírse en obsequio de la libertad. ¡Momento terrible, pero muy glorioso, señor, si lo aseguramos! ¡Cómo doblarán las rodillas los déspotas! ¡Qué grado de grandeza no tomarán nuestras armas, para arrancar, con otro solo golpe, la cadena que mantienen los opresores del Perú!”

En el interín, el Triunvirato, como queriendo revelar ya su política contrarrevolucionaria, desautorizaba por dos veces al General Belgrano (marzo y junio de 1812), por el delito de haber izado —en la Bajada del Paraná, primero, y en la ciudad de Jujuy después—, la bandera azul y blanca: “que ya nos distingue de las demás naciones —decía el General en su sorprendida respuesta— no confundiéndonos igualmente con los que a pretexto de Femando VII usan las mismas señales que los españoles subyugados por Napoleón”.

En junio de aquel mismo año, el Triunvirato designaba, para desgracia de la revolución, a Manuel de Sarratea como General en Jefe del ejército oriental en reemplazo de Artigas, antes que éste pudiera iniciar su formidable «Plan» de liberación rioplatense. Y al par que eran suprimidos los estancos — 22 de agosto de 1812— reglamentándose la venta libre de tabacos en perjuicio directo del Paraguay, se creaba pocos días después, una aduana fronteriza en Corrientes encerrando así, comercialmente, a la provincia misionera comprometida con el vencedor de Las Piedras. Lord Strangford —con fecha 13 de septiembre—, como ratificando las órdenes de retirada recibidas por Belgrano, ofrecía al Gobierno de Buenos Aires su mediación para llegar a un arreglo con España “... Uniéndose cordialmente con sus Hermanos Europeos —dice la nota del embajador inglés—, reconociendo a su Soberano legítimo el Señor Don Femando VII y contribuiendo baxo su nombre en una proporción justa y razonable a los esfuerzos gloriosos, que se hacen ahora en la Europa para sustentar la integridad de la Monarquía, y la independencia de la Nación Española... La Corte de Londres espera con toda confianza que una participación amplia, perfecta y segura en todos los derechos y privilegios de la Constitución española se podrá obtener por la mediación para los Americanos, y que se podrá garantir tanto contra cualquier innovación, o ataque injusto, como contra el intento de hacer renacer aquellos abusos, e innovaciones de que antiguamente tenían motivos de quexarse”.

La política de Sarratea y Rivadavia estaba dando, así, sus frutos; bien amargos, por cierto, a esa altura de la guerra entablada contra el régimen liberal español en América desde 1810. Una sospechosa locura por extranjerizarlo todo, a tambor batiente, notábase en las medidas gubernativas dadas a luz por el Triunvirato, desde su erección en poder público. Y en tanto el héroe de la Defensa de Buenos Aires, Martín de Alzaga —a instancias de Rademaker, intringante ligado a Lord Strangford y para satisfacción del demagogo Monteagudo—, caía en la plaza pública junto a sus amigos españoles (condenados, todos ellos sin pruebas ni proceso válido por una comisión de hombres de partido, movilizada bajo cuerda por Rivadavia); por “decreto del 4 de septiembre de 1812 denominado “sobre fomento de la inmigración y la industria” —enseña Juan Pablo Oliver 18—, se dieron amplias facilidades a los individuos de todas las naciones que quisieran establecerse en el territorio del Estado, garantizándoseles el pleno goce de sus derechos; se ordena repartir tierras y auxilios para los establecimientos rurales que establezcan y a los que se dedicasen a la minería se les repartiría gratuitamente las suertes mineras baldías de oro, plata y otros metales. Por otro decreto del 11 de noviembre de 1812 se deroga expresamente el del 6 de noviembre de 1809 del Virrey Cisneros disponiéndose que los extranjeros podrán vender en el país como mayoristas sus cargamentos y establecerse con casa de comercio propia. Estos decretos —señala Oliver— representan una reforma fundamental en la política económica seguida hasta entonces; fueron de un extremado liberalismo, en consonancia con las ideas que triunfaban entonces en la misma España y que en el Río de la Plata favorecieron especialmente a los comerciantes británicos que, pese a la prohibición, ya se habían instalado en gran número en Buenos Aires, pero que como es lógico, exigían un estatuto legal. Dichos decretos inician, además, una política de proteger y enaltecer todo lo extranjero a la par de subestimar y hostilizar lo nacional; en tal forma se incubarán las futuras reacciones populares de tinte federal”.


La política de San Martín

El 9 de marzo de 1812, arriba a Buenos Aires la fragata inglesa «George Cánning». Procedente de Londres, un grupo de jóvenes oficiales de carrera —recibidos en las academias militares de Europa— toca tierra americana después de larga travesía marítima. Sobre los móviles que traían los recién llegados, daba cuenta el Triunvirato al General don Juan Martín de Pueyrredón —jefe del ejército del Norte derrotado por Goyeneche— en los siguientes términos, reveladores de la disposición de ánimo de los viajeros: “En la fragata inglesa «George Cánning», que hace tres días llegó a este puerto, han venido dieciocho oficiales facultativos y de crédito, que desesperados de la suerte de España quieren salvarse y auxiliar a que se salven estos preciosos países. El último ejército español de veintiocho mil hombres, al mando de Aslake, fue derrotado por Suchet, y de sus resultas ocupa Valencia, Murcia, Asturias, y una gran parte de Galicia. Las cortes sin cortejo; en Cádiz sin partido, dominante por los franceses. Las tropas que lo sitian son la mayor parte de regimientos españoles del ejército de José, y todo anuncia la conquista total de un día a otro. De todos modos, V. S. avisará los resultados”.

Tales eran las últimas noticias, contadas por testigos presenciales, sobre el lamentable estado de la madre patria al finalizar el año 1811. Uno de los desembarcados, “desesperado de la suerte de España” y que llegaba a Buenos Aires a “auxiliar a que se salven estos preciosos países” de la tiranía napoleónica, era el gallardo mozo de 34 años de edad. Comandante del regimiento de Dragones de Sagunto: don José Francisco de San Martín y Matorras.

Aquel grupo de oficiales —entre los que se destacaba San Martín— ofreció su espada al gobierno porteño para continuar la guerra contra el usurpador de tronos, Bonaparte, que —luego de abdicar el rey en Bayona— habíase posesionado del territorio peninsular debido a la inepcia de las autoridades, protegidas, a la sazón, por la escuadra británica. Por eso, asqueado de la conducta de Femando VII y sabiendo, por propia experiencia, que la Regencia y las Cortes —títeres de su aliada Inglaterra— estaban muy lejos de merecer la confianza de un pueblo acéfalo y sublevado, José de San Martín —hijo, al fin, de tierra misionera— decidió salvar a hispanoamérica de la ocupación y la entrega que comprometía irremediablemente el destino soberano de España. Con este limpio propósito fundó —ayudado por su amigo y compañero de viaje, Carlos de Alvear —la Logia Lautaro, cuyo intransigente programa político —Independencia y Constitución— iba a dar vigoroso impulso al movimiento criollo iniciado en 1810, y renovadas esperanzas a muchos patriotas rioplatenses a punto ya de resignarse (bajo la presión de Lord Strangford) a las menguadas libertades que prometía la exótica Constitución de Cádiz.

Pero San Martín y Alvear, pese a ser hijos del viejo solar jesuítico, no podían dar la espalda a su formación europea. Eran, ante todo, oficiales españoles. Admirador de Federico de Prusia, el primero, e influenciado por Napoleón el segundo, adoptaron aquí, de sus maestros, el método, la organización práctica y la eficiencia tesonera en la acción. Estrategas profesionales, ensayaron aplicar a la emancipación americana sus tácticas guerreras, como lo hacen los jefes de estado mayor antes de lanzarse a la batalla. Se habían formado ambos en España, e ignoraban, por eso mismo, los problemas vitales del nuevo continente, así como los entrañables motivos sociológicos que determinaron el levantamiento en armas de los pueblos del Plata. Su revolución, propiamente dicha, les era desconocida.

San Martín, de manera particular, odiaba —como buen soldado— el desorden y la conmoción violenta tendientes a promover cambios profundos en la constitución de la jerárquica sociedad de su tiempo. El buscó la independencia política de su patria amenazada 19; más sin comprometer, en la demanda, el viejo orden establecido por la ley y la costumbre virreinales.

Embarcado en esta corriente de ideas, el Gran Capitán escribe desde Chile a su amigo el Conde de Fife, a fines del año 1817: “Los resultados de una revolución estéril y de una guerra ruinosa han colmado las pasiones propias de los cambios políticos, y la opinión de los hombres, ya más serena, aspira únicamente a la emancipación de España, y la instauración de alguna forma de Gobierno, cualquiera que sea... En una palabra, amigo mío, las naciones democráticas han perdido el noventa por ciento de apoyo de los hombres dirigentes, tanto en este Estado como en las Provincias Unidas. La razón obvia es que la guerra ha sosegado la disposición de hombres indecisos; los gobiernos se consolidan cada día más; el orden se afianza en forma sorprendente”.

Y en términos análogos, se dirige el mismo San Martín —también desde Chile— con fecha 20 de agosto de 1817, al diputado cuyano Tomás Godoy Cruz, aconsejándole para su patria: “una forma de gobierno pronta, segura y bajo bases permanentes —dice—, de modo que contenga las pasiones violentas y no pueda haber las oscilaciones que son tan comunes en tiempo de revolución”.

Estos categóricos juicios que he transcripto explican la posición ideológica del héroe de San Lorenzo, de Chacabuco y de Maipo, frente al problema de las formas de gobierno —monarquía o república— que tanto habrá de dividir a los grandes bonetes de la revolución de Mayo, a partir del año 1813.

“Por la época y ambiente. San Martín debió ser un eco perfecto de la enciclopedia. Sin embargo, su actitud política desmiente esta presunción, pues, como se verá luego, no puede llamarse enciclopedista, ni menos jacobino, a quien defiende la aplicación de la monarquía, el respeto a la autoridad, la afirmación de los principios jerárquicos y el fortalecimiento de la religión —escribe, en un serio trabajo de interpretación histórica, el peruano José Agustín de la Puente Candamo 20—. Pero no se puede negar que San Martín, recibe los efluvios de la enciclopedia en cierta base liberal, que aunque tenue, se desliza en afirmaciones suyas; pero él, sobre todo, es un doceañista, sin constitución, sin respetar ni reconocer a la Carta en lo que vincula a la América, pero sí en el fundamento y espíritu que la generan y por ello concuerda perfectamente su amor a la libertad con su respeto y defensa de la monarquía. Pero un doceañista a la americana, vale decir, más lento y opaco en sus definiciones y principios, que nunca alcanza los excesos de los hombres de España. No sufre la transición de Monteagudo, ni las ilusiones rouseaunianas de un Moreno —añade de la Puente Candamo—; él, desde los años iniciales de la lucha, antes de pasar a Chile, ya define la estructura fundamental de su pensamiento político que sufre variaciones en lo accidental, mas no en la esencia de la doctrina”.


Conservatismo y montonera

Y bien, al lema sanmartiniano de 1812 que en la mañana del 8 de octubre volteó al Primer Triunvirato (Independencia y Constitución), enfrentábasele ahora, desde la otra banda del Plata, la tremenda reivindicación social por la que luchaba y moría la montonera gaucho-indígena acaudillada por Artigas (Independencia y Revolución).

“Artigas es (como San Martín) el enemigo del «poderío español»; pero no lo es de la casta española; él, es, por el contrario, el hombre de la raza, el hispanoamericano por excelencia” —señala con acierto uno de sus biógrafos uruguayos 21—. “Con los porteños podré entenderme —dijo una vez Artigas—; con los españoles, no”. Pero también dijo en otra ocasión que conocemos: “Nuestros opresores, no son por su nación; sólo por serlo, deben ser objeto de nuestro odio”. No era el afán de independencia, pues, lo que separaba a Artigas de San Martín (si algo los separaba) en aquel año crucial de la historia rioplatense; ambos —sin ser ninguno de los dos antitradicionalistas ni renegados— querían la emancipación con fervor y parejo entusiasmo. Lo que en cambio distinguía a la Logia Lautaro del artiguismo, si bien se mira, fue la idea de revolución política e ideológica, en contraposición a la idea de revolución social y económica.

La primera —descartando el sarampión principista de época y ciertas reivindicaciones de la alta burguesía criolla— implicaba dejar intactos los estamentos sociales en que reposaba el viejo régimen, excluyendo a las masas del nuevo orden de cosas. La segunda, llevaba aneja la pretensión de cambiar aquellos estamentos radicalmente, mediante la irrupción violenta de las masas al poder político y a la propiedad de la tierra, casi nunca trabajada por sus dueños legales.

La amenaza de profundos desplazamientos de este tipo, que interesaban la hechura sociológica de la patria ajustada a la medida de antaño, transformó a muchos de nuestros próceres, de revolucionarios teóricos que fueron, en «reaccionarios» prácticos; en defensa de intereses propios —muchas veces— o por instinto de conservar —en otras ocasiones— las formas muertas de un pasado mejor.

“Aterrábalos a la sazón el siniestro espectáculo de las masas campestres, que alzaban con su bandera y su acción impetuosa terribles escollos contra las evoluciones teóricas de los pensadores —escribe José Manuel Estrada en sus clásicas «Lecciones sobre la Historia de la República Argentina»—. El prestigio que alcanzaban en el litoral argentino las germinaciones federativas del resto de las provincias, eran fuerzas nuevas, que trataban de abrirse círculo y de funcionar en órbitas peculiares. Los jefes de la Capital no tenían el sentido de la actualidad. .. La inmensa masa puesta en movimiento, era el hombre desgraciado de las campañas. Los altos espíritus americanos proclamaron la revolución, y el gaucho argentino vino a la sombra de su bandera inmortal, mas, ¿por qué vino? —se pregunta Estrada—. ¿Sabía, por ventura, que los pueblos son los jueces de los tiranos? Una cosa sabía por la infalibilidad del instinto, que era víctima, que otro gozaba, mientras él veía empaparse su fría ramada con lágrimas arrancadas a su hijo que se moría de hambre; sabía que no le era posible aplacarla, sino con el robo —triste destino al cual le condenaba la ley— y de dolor en persecución y de persecución en iniquidad, atravesaba su vida de tártaro, cuando sorprendido por el grito regenerador de Mayo, vino a su servicio, arrastrado por pasiones vindicativas. Evoco el recuerdo de las más encumbradas glorias de mi país, y veo allí al gaucho, héroe y triunfador por la libertad. Al propagarse la revolución, como hemos dicho —continúa Estrada— los pueblos prestaban obediencia a los gobiernos fundados para servirla: gobiernos sin órbita legal, revolucionarios en su origen y estructura, y cuya responsabilidad moral ante la opinión tenía por criterio el supremo punto de mira de la revolución. Tales gobiernos, señores, no estribaban sino en la adhesión popular, y en tanto que mayor halago prestaban a las pasiones, por desenfrenadas que ellas fueran, como tenían necesariamente que serlo en muchedumbres semibárbaras, mayor sería también el prestigio y la consistencia de su poder. No preguntemos, pues, por qué era omnímoda y popular la autoridad de Ramírez. Lo era porque se armonizaba con la situación fisiológica de la masa que acaudilló”.

Y bien. San Martín —que nunca fue caudillo político— aprovechó el estoico valor de aquellos “naturales de los pueblos de Misiones” —en lucha contra portugueses y metropolitanos a la vez—, a los fines de la guerra de emancipación americana que llevó a cabo; haciendo enviar a Yapeyú a su paisano Francisco Doblas (por decreto del 18 de agosto de 1812), con el importante encargo de reclutar voluntarios para la inmediata formación del flamante regimiento de Granaderos a Caballo. Y todo ello, por cuanto la historia y su experiencia personal le habían enseñado que sólo contando con una masa gaucha de pueblo a caballo —a riesgo de afrontar convulsiones internas— los rioplatenses podían lograr su independencia verdadera; no sólo de España —que esa independencia se había obtenido ya de hecho, en 1810—, sino principalmente “de toda otra dominación extranjera” (como lo hiciera declarar el prócer en el seno del Congreso de Tucumán). Independencia verdadera que, en ocasiones, corrió pareja con los pródromos de una conmoción social en la gloriosa patria común. Asi, verbigracia, en 1806 y 1807, en 1815 y 1820, en 1838 y 1845, para ilustrar nada más que con algunos ejemplos, los momentos álgidos de las grandes crisis argentinas, formativas de nuestra nacionalidad.

Y la historia —no tengo duda— se ha de repetir en el futuro.


Las facciones revolucionarias

Después del golpe militar del 8 de octubre, San Martín logró imponer por un instante al Segundo Triunvirato su concepto personal sobre independencia americana. Tal concepto —como se ha visto— era coincidente, en lo político, con el de Artigas y su montonera rebelada contra el invasor portugués y las cómplices maniobras de Elío en Montevideo. Ambos próceres consideraban incompatible cualquier transacción con potencias europeas, antes que éstas reconocieran la soberanía de derecho de los pueblos hispanoamericanos, en trance de desacatar anacrónicas tutelas de otros siglos.

Pero San Martín, por desgracia, gravitó poco tiempo en el seno de la Logia Lautaro. El grupo descontento y opositor del extinguido Club morenista —liberales «puros» y «teóricos»— constituido ahora en Sociedad Patriótica, también había contribuido —y públicamente— a la caída del repudiado régimen rivadaviano. Aquellos jóvenes, discípulos de Francisco Miranda, reconocían por caudillo a don Bernardo de Monteagudo, secretario de Castelli en la infortunada campaña del Alto Perú, periodista revolucionario y fogoso tribuno del histórico Café de Mallco.

“Jacobino frenético, demagogo versátil, proclamador más tarde del régimen aristocrático —según nos lo pinta Juan Canter 22—. ... La postura ideológica de Monteagudo era en este momento coincidente con la de los morenistas, que habían extremado el credo de su numen tutelar”. La Sociedad Patriótica, en efecto, anatematizaba, a cara descubierta, la política tran-sadora con la Regencia y las Cortes inspirada por Sarratea y Rivadavia desde Buenos Aires. Por eso le costó poco embanderarse de inmediato —dogmática e intransigente— con la flamante logia sanmartiniana, cuyo lema exigía en dos palabras: «Independencia y Constitución».

Más se trataba, entre ambas, de una alianza superficial y aleatoria; ya que las partes no concordaban en los fines ni en los medios operativos de lucha y sólo, si, en las palabras y en el rótulo partidario expresados. Pues entre San Martín y Monteagudo existían, como se verá, divergencias filosóficas profundas que respondían a conceptos opuestos de la vida y de la política a alcanzar en un futuro próximo. Así, el primero buscaba la emancipación en la guerra, para salvar al nuevo mundo del afrancesamiento disolvente en que había caído España, dominada por los Bonaparte. En cambio, el segundo la quería en las leyes, para romper con la tradición española y crear, en estas tierras, la nueva «Humanidad» soñada por los enciclopedistas franceses y por los intelectuales resentidos de la dictadura jacobina.

Mientras San Martín perseguía —hombre de formación clásica —la erección de un Estado políticamente independiente, conservando intacto el acervo de costumbres, orden y jerarquías sociales heredado de la madre patria, Monteagudo —continuador de Mariano Moreno— buscaba la reforma radical de las instituciones hispanoamericanas recurriendo al terror y al exterminio facciosos, como único medio de extirpar de los espíritus la Historia: incompatible con el liberalismo de sus engendros de segunda mano.

Y bien, días antes de descubierta la llamada conspiración de Alzaga (junio de 1812), Monteagudo arengaba en el seno de la Sociedad Patriótica, proponiendo al gobierno una política de ejecuciones a ultranza con estas palabras textuales: “Quiero por el bien de la humanidad que se inmolen a la patria algunas víctimas, que se derrame la sangre de los opresores para que no perezca el pueblo; quiero que el Gobierno se aproveche de las tristes y frecuentes lecciones que recibe y olvide esa funesta tolerancia que nos ha traído tantos males desde que Moreno se separó de la cabeza del Gobierno.. . Ninguno llega al templo de la libertad, si no camina sobre las ruinas de la opresión y destruye a los que la sostienen. ¡Sangre y fuego contra los enemigos de la Patria, y si por nuestra eterna desgracia estamos condenados a ser víctimas de la opresión, perezcan ellos en la víspera de la nuestra!.. . ¡Oh, Patria mía!... Si yo conociese que mi brazo tuviera bastante fuerza para aniquilar a todos nuestros enemigos ahora mismo los aniquilaría con un puñal, aunque mi sangre se mezclase después con la de ellos, y mis últimos alientos fuesen las exequias de los suyos!”

Como se ve, hay odio fratricida en la tendencia emancipadora de la Sociedad Patriótica, encarnada, entonces, en el arrebatado verbo de Monteagudo. Veamos ahora el punto de vista opuesto, antifaccioso, expresado francamente por San Martín en carta que, desde Mendoza, escribe a su amigo Guido con fecha 28 de enero de 1816: “...yo creo que estamos en una verdadera anarquía, o por lo menos una cosa muy parecida a esto. ¡Carajo con nuestros paisanitos! toma liberalidad y con ella vamos al sepulcro... En estos tiempos de revolución no hay más medio para continuarla que el que manda diga hágase, y que esto se execute tuerto o derecho: lo general de los hombres tienen una tendencia a cansarse de lo que han emprendido, y si no hay para cada uno de ellos un Cañón de a 24 que les haga seguir el camino derecho todo se pierde. Un susto me da cada vez que veo estas teorías de libertad, seguridad individual, ídem de propiedad, libertad de imprenta, etc., etc.; ¡qué seguridad puede haber cuando me falta el dinero para mantener mis atenciones, y hombres para hacer soldados! ¿Cree Vd. que las respetaré? Estas bellezas sólo están reservadas para los pueblos que tienen simientes sólidos, y no para los que ni aún saben leer ni escribir, ni gozan de la tranquilidad que da la observancia de las leyes. No hay que cansamos, quantos gobiernos serán despreciados y removidos ínterin los pueblos subsitan baxo tales bases...”.

Por otra parte, entre el bullanguero grupo liberal individualista —libresco y ciudadano— que dio la cara en el motín de octubre (Sociedad Patriótica) y la sufrida hueste social nacionalista —telúrica y proletaria— que ofrecía la vida en los campos de batalla de la Banda Oriental (artiguismo) 23, mediaban divergencias étnicas, sociológicas, psicológicas, económicas y culturales que hacían incompatibles a ambos movimientos dentro del marco continental abarcado por la revolución de Mayo.

En medio de estos dos extremismos criollos que, a la larga, traerán en la Argentina la guerra de la ciudad y el campo — unitarios y federales—, el planteo emancipador de San Martín en 1812 representó una tercera posición auténtica. Y ella quedará subrayada a grandes rasgos en la política que el bisoño Jefe de los Granaderos, logró infundir en los tres miembros del Segundo Triunvirato: Juan; José Paso, Nicolás Rodríguez Peña y Antonio Alvarez Jonte. Insinúa Bartolomé Mitre aquella influencia sanmartiniana, independiente de toda bandería, con las siguientes palabras extraídas de su «Historia de San Martín y de la Emancipación Americana»; “El gobierno convocó una Junta de Militares [entre ellos San Martín] y de vecinos notables —dice— para que asociada al Cabildo le aconsejasen el plan de campaña que debía seguir. La Junta fue de opinión que el General Belgrano, con la fuerza que reuniese después de ser reforzado, atacara al enemigo en Salta y le venciese, marchando enseguida hasta el Desaguadero, y que el sitio de Montevideo se estrechase hasta rendirlo a todo trance”.

El 13 de octubre se firma, así, un oficio impartiendo terminantes instrucciones a Belgrano que se hallaba en Tucumán, al frente de sus tropas, recuperadas en disciplina y moral después de la victoria del 24 de septiembre. “Antes de ponerse en marcha —escribe Mitre 24— mandó Belgrano hacer funerales por los muertos de los dos ejércitos en la batalla del Tucumán, a los que asistió personalmente con todo su estado mayor, enseñando prácticamente que los odios no deben pasar más allá del sepulcro, a la vez que consolidaba la opinión de religiosidad que iba adquiriendo su ejército. Las monjas de Buenos Aires, a cuya noticia habían llegado los actos de piedad del General, le habían remitido cuatro mil escapularios de la Merced, para que, a la manera de los cruzados, los soldados de la revolución vistiesen el símbolo de su fe, llevando a la vez sobre sí las armas de la que habían elegido por su Generala. La distribución de estos escapularios tuvo lugar en esta ocasión, a medida que los cuerpos se ponían en marcha hacia el punto general de reunión, y practicóse este acto con toda solemnidad en el atrio del templo, colocándolos sobre su uniforme desde el General en jefe hasta el último soldado. Los escapularios vinieron a ser una divisa de guerra en el curso de la campaña que iba a abrirse”.

Y en tanto el general Rondeau, cumpliendo órdenes del gobierno, llegaba al Cerrito (20 de octubre de 1812) para estrechar el cerco de Montevideo en unión del capitán Culta — montonero federal que había enarbolado allí la bandera azul y blanca de Belgrano—, Carlos de Alvear dirigíase al campamento de Artigas en carácter de mediador, sin reparar que Sarratea, desde el alto cargo que todavía ocupaba, haría fracasar, con sus intrigas y maniobras, los sanos propósitos gubernamentales aconsejados por San Martín con intenciones de pacificación interna.

Frustrada así, esta oportunidad de arreglo con el caudillo del litoral, por ligerezas e intemperancias del propio Alvear, la reacción artiguista contra las autoridades porteñas no se hizo esperar. El lacónico oficio del 5 de diciembre, recibido por Sarratea, nos muestra con extraordinaria elocuencia la magnitud política de la ruptura de relaciones en ese momento histórico preñado de amenazas y peligros: “No cuente V. E. con ninguno de nosotros —expresa resentido Artigas al delegado de la Capital—. El pueblo de Buenos Aires es y será siempre nuestro hermano, pero nunca su Gobierno actual. Las tropas que se hallan bajo las órdenes de V. E. serán siempre objeto de nuestras consideraciones, pero de ningún modo V. E.”.


Postergación de la independencia

En el interín (24 de octubre), el Segundo Triunvirato había expedido ya su importante decreto de convocatoria a la «Asamblea General Extraordinaria» —prevista en la Representación Popular del día 8—, con el propósito de dar inmediato cumplimiento a las consignas triunfantes de la Logia Lautaro: Independencia y Constitución.

Considerando tales miras políticas, el gobierno creyó oportuno dar respuesta a la nota dirigida por Lord Strangford al Primer Triunvirato, en la que aquél ofrecía sus buenos oficios para lograr una mediación con España. La contestación al embajador inglés, fue terminante, rechazando de plano la mediación propuesta dos meses antes, al complaciente equipo rivadaviano. “Este Gobierno no quiere prevenir el juicio de la Asamblea General que acaba de convocar —reza un pasaje del documento, expedido el 13 de noviembre de 1812— pero se atreve a anticipar a V. E. el seguro concepto, de que la independencia de estas Provincias no será nominal, y que su elevación a una nueva existencia y dignidad, ofrecerá sobre todo a la Gran Bretaña las mayores ventajas y proporciones para sostener la coalición contra el común Tirano de Europa” (se refiere aquí a Napoleón). A todo lo cual Strangford, dando cuenta de esta insólita actitud al ministro Castlereagh, escribió desde Río de Janeiro —fastidiado por el fracaso— la siguiente opinión personal que no tiene desperdicio para nosotros (24 de diciembre de 1812): “Actualmente, están muy ocupados (los criollos) en discutir la conveniencia de declarar su independencia antes o después de la Asamblea General. El Capitán Heywood me informa que su ignorancia y orgullo [de los porteños] son insoportables, y les conduce a cometer diariamente cosas absurdas. En prueba de este aserto, basta mencionar que Passo, actual Jefe de Gobierno, ha manifestado con frecuencia al Capitán Heywood y a otros «que Gran Bretaña no podría proseguir la guerra si se viera privada de las ventajas derivadas del comercio con Buenos Aires, que ha sido permitido en forma tan liberal por el Gobierno de esta ciudad». Y V. E. notará en la carta de la Junta indicios evidentes de la creencia abrigada por ese cuerpo de que el comercio con Buenos Aires, es considerado por Gran Bretaña como de la mayor importancia...”25.

Como se ve, la consigna sanmartiniana de emancipación a ultranza respecto de toda dominación europea y su tercera posición en la lucha interna por el poder, frente a las fuerzas revolucionarias vernáculas, dieron tono propio —después del golpe de octubre— a la política del Segundo Triunvirato en las postrimerías de 1812.

Pero bien pronto, en la Logia Lautaro, la influencia de San Martín será suplantada por la de Alvear —su antítesis en las ideas y en el temperamento—. Ello ocurrió a los pocos meses de abrir sus solemnes sesiones la famosa Asamblea Constituyente del año XIII.

''El incumplimiento de esa parte del programa de la revolución del 8 de octubre se debe a diversas causas —escribe Julio B. Lafont 26—. Dos facciones se disputaron la supremacía en la Asamblea: los alvearistas y los sanmartinistas. San Martín mantendrá incólumes los principios directores de la revolución: Independencia y Constitución; Alvear querrá subordinarlos a la previa resolución de los problemas exteriores —amenaza portuguesa, invasión del norte— y era partidario de la unificación del Poder Ejecutivo, proyecto que hubo de abandonar el 8 de octubre. En tomo a esos dos grupos los demás diputados se subdividirán en teocráticos, acomodaticios e independientes; pero todos ellos se inclinarán a la facción más influyente: el alejamiento de San Martín en los primeros días de sesión y su campaña de San Lorenzo dieron a Alvear toda facilidad para alistar en su bando a los acomodaticios y constituir el grupo más numeroso, 19 diputados, lo que significó la postergación de los problemas internos: Independencia y Constitución”.

Recién al triunfar Artigas, dos años después sobre Alvear —valiéndose del coronel Alvarez Thomas—, fue posible que lo más importante del programa de San Martín se cumpliera en la Ciudad de Tucumán, aquel histórico y glorioso 9 de Julio argentino. Pero sólo interesó a nuestros directoriales, con visión europea, la retórica de la declaración escrita. Se hizo necesario años más tarde, la temida aparición —proféticamente anunciada por San Martín— de don Juan Manuel de Rosas. Y este gobernante —príncipe entre gauchos— fue en verdad, el realizador en los hechos (durante los años de 1838 y 1845) del glorioso sueño sanmartiniano de Independencia en el vasto ámbito territorial del Río de la Plata.