Así fué Mayo (1810-1814)
Mayo en guerra civil
 
 
En el año 1813 se consuma, entre nosotros, el triunfo de la ideología deshumanizada sobre la vernácula realidad rioplatense; la primera victoria del sucedáneo legal, de tipo racionalista, sobre la auténtica vitalidad de un pueblo espontáneamente sublevado desde 1810.

Cuando una política revolucionaria pierde así contacto con la raíz de las cosas y, por ende, con los valores humanos de su tiempo, es natural que aquella provoque en la sociedad violentas reacciones capaces de desatar, a la larga, una guerra civil. Esto sucedió en el Río de la Plata como consecuencia de las reformas planificadas referentes a la Iglesia, al Estado, a la Sociedad, a la Economía y a la Familia criollas. Reformas todas ellas, ajenas al ambiente que iban a regir y, en el fondo, opuestas a las verdaderas aspiraciones colectivas de antaño.

Cuando la nueva ley se muestra irreductiblemente enemiga de las esencias del pasado, el pueblo que es copado por sorpresa —si inmediatamente no se levanta— entra en una crisis de escepticismo y de postración; y sólo hombres de carne y hueso pueden salvarlo de la muerte histórica que lo amenaza.

De ahí la aparición natural entre nosotros de los caudillos, en lucha franca con el régimen arbitrariamente legalizado de 1813 (indiferente, para colmo, a la conquista portuguesa del suelo patrio). Fue ésta una rebelión instintiva pero saludable, que hizo frente, con éxito, a la utopía del siglo y a los programas importados del viejo mundo en crisis.

Puede decirse, pues, que la obra histórica de la Asamblea del año XIII produjo, paradojalmente, como respuesta al desafío de los principios liberales sospechosos de entrega —resistidos, a la sazón, por la conciencia vernácula—, a los primeros caudillos de la historia argentina, cuya acción patriótica y viril debe ser estudiada con imparcialidad y amor por los historiadores contemporáneos de nuestro país.


El histórico año XIII

En los momentos que nos ocupa (1813), España vivía —con el apoyo de los ingleses— una etapa de franca transformación liberal en su política, a raíz de los sucesos revolucionarios por todos conocidos.

La infiltración francmasónica iniciada por Carlos III (el rey reformador) a mediados del siglo XVIII, había sido llevada adelante por sus sucesores sin variaciones de mayor importancia. Dicho legado —que era con cargo— persiguió el sistemático aniquilamiento de la lealtad al pasado en ambos lados del Atlántico. Y un brillante elenco de “déspotas ilustrados”, con Aranda a la cabeza, encargóse de ajustar el dispositivo antitradicional en las leyes del reino.

Más tarde, con intervención directa de la masonería internacional, era consumado “urbi et orbe” aquél plan borbónico de sutil descastamiento, por las Cortes reunidas en Cádiz el año de 1812. “No había que poner en la Constitución, o sea en la ley que hicieran para organizar España, cosas demasiado violentas: había, por el contrario, que decir que España seguiría siendo católica, que seguiría fiel a su Rey —anota con acierto José María Pemán 1—. Pero luego, a la espalda de estas declaraciones pomposas, había que deslizar cosas más prácticas para sus fines: se quitaba desde luego la Inquisición, se proclamaba la «libertad de imprenta», o sea el derecho de decir cada uno lo que quisiese sin censura ni cortapisas... Así fue aprobada la Constitución. El grupito que sabía adonde iba, fue el que triunfó. De los otros, hubo algunos que se dieron cuenta del peligro y protestaron. Los demás, burgueses y hasta beatos, la aprobaron como aprobó el beato y burgués Carlos III la ley contra los jesuitas: por «ir con los tiempos», por no parecer atrasados e ignorantes”.

De esta manera se abolían las viejas instituciones de la monarquía española, siendo reemplazadas por principios tomados de la farmacopea francesa de 1789, a saber: soberanía de la Nación, separación de poderes en el Estado, libertad de imprenta, sufragio electoral periódico, inviolabilidad de los representantes del Pueblo, derechos y seguridades del ciudadano, abolición de los señoríos y de la esclavitud, supresión de la Inquisición, reforma de las órdenes monásticas, prohibición de la pena de azotes, etc.

Mientras tanto, la sagaz y nada romántica Inglaterra no perdía el tiempo. Acomodada por tratados leoninos con el gobierno provisional gaditano, daba la espalda (por conveniencia propia) a los revolucionarios de hispanoamérica. “A partir de 1813, parece que Inglaterra, estrechamente aliada con España [cuyo comercio le resulta muy ventajoso] —se lee en una Memoria confidencial de 1816, escrita por el agente del rey de Suecia y Noruega en Buenos Aires, Sr. Jean Adam Graaner 2— ha abandonado completamente la dirección de los negocios políticos del Nuevo Mundo, al que ahoga por el rechazo de sus productos, reteniéndole fraudulentamente el oro y la plata”. Ello determinó al Triunvirato —noticiado, a la sazón, de los últimos triunfos de Wellington en la península— a “mandar un delegado a Londres para estudiar de cerca la política europea y cultivar la amistad británica. Para tal misión fue elegido Manuel de Sarratea que tenia la ventaja de haber conocido personalmente a Lord Strangford en su anterior misión al Brasil donde se le consideraba como persona grata. Encargósele que a su paso por el Brasil solicitase cartas de presentación del ministro inglés para la corte de Gran Bretaña. Sarratea se embarcó el 13 de marzo de 1813” 3. Más antes de partir, dejó bien plantadas en estas latitudes, sus odios, sus intrigas y sus venganzas.

Así, el 2 de febrero —por bando— había declarado “traidor” al caudillo Artigas; y designado por sorpresa a Otorgués como jefe de las fuerzas orientales, en lugar suyo. En cierto modo esto resultaba lógico, toda vez que la bienhechora influencia de San Martín en la política revolucionaria iba perdiendo rápidamente terreno y adeptos en las altas esferas. El fracaso de la mediación lautarina con Artigas —sufrido en carne propia por Alvear— fue, en efecto, un triunfo diplomático logrado por Sarratea (partidario del arbitraje... británico) que había formado parte del elenco depuesto en la castrense mañana del 8 de octubre. Y así, con eficaces apoyos exteriores veremos a un gran demagogo —Monteagudo— y a un gran oportunista —Alvear—, apoderarse de los comandos de la Logia y dirigir, desde la sombra, las resoluciones de la Asamblea General que acababa de inaugurarse en la Capital de las provincias del Plata.

Ahora bien, un mes antes de iniciar oficialmente sus sesiones aquella Asamblea, el gobierno —por inspiración de Monteagudo—, acaso pensando en el mal efecto que podría producir el abandono de la política sanmartiniana de Independencia, “...dictó un bando tremendo (23 de diciembre de 1812) —nos refiere Mitre 4—, que como todas las exageraciones de la energía debía producir el efecto contrario del que se tenia en vista. Por él se ordenaba que no podían reunirse más de tres españoles europeos, y caso de contravención, serían sorteados y fusilados: y si sucediere que se reuniesen muchos sospechosos a la causa de la revolución, o en parajes excusados, o durante la noche, todos serían sentenciados a muerte. Además se les prohibía andar a caballo, y se imponía la última pena al que se tomase en dirección a Montevideo, del mismo modo al que no delatara a los que tuviesen el proyecto de dirigirse allí”. Era el jacobinismo de Mariano Moreno que reverdecía —artificialmente ahora— en un clima de impunidad satisfecha, que hubiera avergonzado, sin duda, al terrible numen de la Primera Junta de 1810. Se quería disimular así, la debilidad de fondo, con decretos ostentosos de un rigor irritante.

Mientras, el 31 de enero de 1813, el Congreso General inauguraba —previa misa en la Catedral— sus deliberaciones declarando, a la manera de las Cortes de Cádiz 5, que era el titular de la soberanía ejercida hasta ese momento por Femando VII. Como consecuencia de lo dicho, el núcleo activo de la Sociedad Patriótica —con Monteagudo al frente y patrocinado ahora por Carlos de Alvear— terminó imprimiendo su ideología facciosa a las leyes más importantes del histórico año XIII. “Esta Asamblea —dice Mitre”—, aunque libremente elegida, componíase, en su mayor parte, de miembros de la Logia Lautaro, que obedecían a un sistema y a una consigna. Con este núcleo de voluntades disciplinadas no era de temerse la anarquía de opiniones que había esterilizado las otras asambleas; pero podía preverse que degeneraría más tarde en una camarilla”.

Aquellas leyes, según es notorio, fueron dictadas con espíritu liberal-individualista, sin tener en cuenta la poderosa reivindicación (política, económica y social) de las campañas, ni la fuerte opinión religiosa de las ciudades rebeladas contra el régimen establecido. Su obra —carente de autenticidad hispanoamericana— se nos aparece, así, como una reedición ingenua de la realizada en gran escala por el híbrido liberalismo español de 1812, enfeudado y sin recursos, con tutelas británicas para el nuevo mundo y barcos de guerra a la vista de Cádiz. Por lo demás, el fracaso de la rebelión en Venezuela que acababa de conocerse pocos días antes de ser instalada la magna Asamblea, amilanó el ánimo de no pocos dirigentes políticos con predicamento en ella que, hasta entonces, parecían decididos a todo.

Pues bien, las famosas y repetidas reformas legislativas del año XIII: ¿tuvieron buena acogida en la opinión responsable de las Provincias Unidas del Río de la Plata? He ahí una pregunta que aún no ha sido esclarecida a fondo por la mayor parte de nuestros investigadores de la Revolución de Mayo. Su dilucidación imparcial interesa, sin duda, a la historia argentina. Muchos trabajos de mérito se han escrito sobre tan importante tema del pasado nacional. Pero más todavía, a mi ver, es lo que en general aquellos omiten, fragmentando —en desmedro del conjunto— la cabal interpretación del proceso histórico de referencia.

Una breve reseña ilustrativa —sin pretensiones de engorrosa erudición— acaso sirva para orientar, en esta hora, a tantos jóvenes estudiosos que buscan enfocar (con independencia de señuelos ideológicos) la obra de la Asamblea Constituyente de 1813 a la luz de seculares tradiciones y rancias maneras de ser de la patria vieja. Vamos a continuación a intentarlo, enumerando apenas —por orden de materias— las principales y más conocidas reformas legislativas de que se trata.


Reformas religiosas

La presencia, con jerarquía dirigente, de Monteagudo y Agrelo “... nutridos de odios políticos contra la España y los españoles, admiradores de los grandes principios proclamados por la Revolución Francesa...”, nos dice Mitre 7, debió causar no poca alarma en el interior del país. Monteagudo, sobre todo, era el que inspiraba mayores recelos y desconfianza por su fanatismo heterodoxo puesto de manifiesto en actitudes que, en su hora, provocaron la violenta reacción del pueblo en contra suyo. Se recordaban todavía con indignación, sus irreverencias religiosas en Potosí, después de la victoria de Suipacha, siendo secretario de Castelli en la primera expedición al Perú. Esto, agitaba sin duda a la opinión sensata de tierra adentro, al tiempo de elegir sus representantes a la magna Asamblea Constituyente de 1813.

Una prueba documentada de lo dicho la encontramos en el proyecto de “Instrucción” —destinado a los diputados Nicolás Laguna y Juan Ramón Balcarce— del gobernador de Tucumán, José Gazcón, que fue aprobado con leves modificaciones por el Cabildo de aquella benemérita ciudad provinciana. En el articulo primero del documento se lee, en efecto, la siguiente recomendación categórica: “Habiendo llegado a entender que se trata en la Capital de las Provincias Unidas, de prevenir o inclinar a la Asamblea a la tolerancia o permisión de todos los cultos religiosos, se mandará a los Diputados que de manera alguna consientan semejante mutación, en el firme concepto de que este Pueblo no reconocerá, no permitirá más religión que una, que es la Católica, Apostólica, Romana”. Y tras de considerar inoportuna toda declaración inmediata de Independencia, por no encontrarse capacitadas las Provincias Unidas, dice: “...de hacer frente a cualquiera potencia extranjera que tome por pretexto la independencia para declaramos la guerra, principalmente Portugal y tal vez la Inglaterra, que ven de cerca agotarse por momentos todos nuestros recursos”; concluye el proyecto en su art. 11, con esta reticente reserva —que suprimió luego el Cabildo local— dirigida a los facciosos de Buenos Aires, encabezados ahora por Monteagudo: “últimamente la experiencia de tantos males y general calamidad en que se hallan envueltos todos los pueblos, especialmente desde la desgraciada acción de 20 de junio del año pasado en el Desaguadero, suministrará a los Diputados considerable número de profundas reflexiones para no aventurar la suerte del estado a la ligereza con que pensarán algunos fanáticos propensos a mover facciones que nos conducen precipitadamente a la ruina, y a ser desgraciada presa de cualesquiera potencia por nuestras continuas discordias y debilidades”.

Tales recomendaciones, que traducían el estado de ánimo de importantes centros poblados del interior argentino, fueron desoídas, empero, por la Asamblea, dominada a la sazón por un desenfrenado liberalismo. ¿Cuáles eran las razones?

En la organizada camarilla de la Logia Lautaro, predominaba una tendencia intervencionista en materia religiosa —con marcada inclinación al laicismo—, la misma que, a partir de la expulsión de la Compañía de Jesús, había caracterizado la política borbónica concretada, al fin, en la Carta Constitucional española de 1812. Esta tendencia resultó triunfante también entre nosotros, magüer la fuerte oposición de las viejas familias con arraigo y del tradicionalismo criollo en general. Y así, al tiempo que se implantaba la ciudadanía obligatoria para todos los eclesiásticos españoles (3 de febrero de 1813), se abolía la Inquisición (24 de marzo) y se ponían límites de edad para profesar en conventos y monasterios (19 de mayo), intentábase independizar la Iglesia de toda autoridad residente fuera del territorio nacional (4 de junio) y procedía la Asamblea a regular los nombramientos para llenar vacantes del clero, exclusivamente con sacerdotes adictos a la causa (27 de julio).

Como consecuencia de las nuevas leyes citadas, consideradas heréticas por la opinión —incluso en la propia ciudad de Buenos Aires—, cundió la alarma y el descontento contra el gobierno. Ello dio motivo a que el presbítero Domingo Victorio de Achega, al celebrar en la Catedral porteña la misa conmemorando el 25 de Mayo —declarado fiesta cívica por ley del 5 de mayo de 1813—, recordara en el sermón de circunstancias la tradición católica de la Patria, y cuáles habían sido los lemas ortodoxos que dieron legitimidad jurídica y calor popular a la Revolución de Mayo.

“... Sabemos que adonde llega la fuerza y el imperio del tirano de la Europa, allí llega también y domina la irreligión, el libertinaje y la inmoralidad; y nadie ignora que en materia de religión toda precaución es prudente, porque de ella sólo depende nuestra dicha —subrayaba, con clara intención, el orador sagrado—, ...a pesar de la impiedad, de la contradicción y de la envidia, no habrá ni se conocerá en las Provincias del Río de la Plata, otra religión que la Católica. El trastorno político de nuestra constitución civil, no perturbará en manera alguna la santidad de nuestro culto; serán siempre unos mismos sus dogmas, sus preceptos y sus máximas; el Gobierno velará con igual eficacia sobre el orden público que sobre su observancia y conservación y las virtudes cristianas serán siempre el objeto más interesante de sus cuidados y de su celo”.

Ahora bien, es oportuno recordar aquí que entre los lemas ortodoxos difundidos a comienzos de la revolución de 1810, figuraba, en primer término, la fidelidad a Fernando VII, cautivo de Napoleón Bonaparte. Por eso, la ley de la Asamblea (31 de enero de 1813) declarándose soberana —a la manera de las Cortes peninsulares—, llenó de confusión y de zozobra a mucha gente enemiga de las “perniciosas máximas” y del “nuevo sistema” implantado en Europa, a punta de bayoneta, por el alud en armas del liberalismo francés. Sobre las repercusiones de aquella famosa ley en el ambiente criollo de la época, nos dice el historiador Juan Canter: “Que no gozó de unanimidad y que en las circunstancias de su advenimiento existía un ambiente disconforme hasta ahora inadvertido” 8.

En este orden de ideas, el Padre Achega explicaba en el recordado sermón del día 25 de mayo, los alcances del nuevo juramento con razones que lo hacían lícito ante la conciencia de los patriotas tradicionalistas y de sus escrupulosos feligreses porteños, mientras la Asamblea, de espaldas a la realidad, daba una enfática proclama al “Pueblo Argentino”, en que alababa su heroico amor a la Libertad e Igualdad y apostrofaba contra los “tiranos”.

“Nuestro amado Rey Femando se halla cautivo y en manos de un tirano, no menos astuto que poderoso —dijo con sensatez el sacerdote en aquella memorable ocasión—; su rescate o libertad, por la misma razón, se ha hecho del todo difícil o moralmente imposible; ¿respecto de quién, pues, habernos de cumplir la fidelidad y la obediencia que le tenemos prometida? ¿Será la Nación española? ¿Pero qué privilegio tiene ésta para heredar sus acciones y sus derechos? ¿No podrá también la América, como parte muy principal de la monarquía, y acaso la mayor, disputarle la preferencia? Confesemos, hermanos míos, que la obligación de nuestro juramento se halla en el día en suspenso, como lo estuviera si por desgracia hubiésemos caído en manos de un vencedor a quien igualmente hubiésemos prometido nuestra obediencia. Si yo, con juramento prometo a Pedro una limosna y a Pedro lo llevan cautivo, mi obligación indudablemente queda en suspenso todo el tiempo que dure su cautiverio. Luego la capital de Buenos Aires y las Provincias Unidas no han faltado en un ápice a la religión del juramento en la instalación de un nuevo gobierno”.

Así, con razones profundamente morales y religiosas —poniendo ante todo de manifiesto la lealtad rioplatense y no el separatismo de ideólogos resentidos—, quedaba legitimada para la historia, por boca de un clérigo ilustre, nuestra primera declaración de soberanía argentina: el 25 de mayo de 1813.


Reformas políticas

Desde el mes de diciembre de 1812, la Logia Lautaro —obedeciendo a presiones del exterior e internas—, se mostraba dispuesta a dejar de lado las consignas sanmartinianas de Independencia y Constitución, por las que el cuerpo de Granaderos a Caballo había derribado al primer Triunvirato.

Conjurada la conspiración de Juan José Paso, gracias a la intervención personal de San Martín —según nos lo ha revelado el investigador Canter—, los cinco diputados que respondían a éste (derrotados en el seno de la Asamblea, no bien iniciadas las, sesiones, por la coalición Alvear-Monteagudo) debieron conformarse en la emergencia con los sucedáneos de una emancipación para consumo interno, a saber: soberanía nominal, ciudadanía obligatoria, himno nacional y nuevo sello o escudo patriótico.

Respecto a la segunda medida (ciudadanía), fue sancionada con fecha 3 de febrero una ley por la que se removía de sus empleos (eclesiásticos, civiles y militares) a “todos los europeos (sic) residentes en esta ciudad” que no hubieran obtenido el título de ciudadano en el perentorio término de quince días. Bien pronto, Monteagudo —el principal verdugo del alcalde Alzaga— mostró la hilacha de sus viejos resentimientos ideológicos. Aquella obligación, en efecto, iba a limitarse —inmediatamente después del triunfo de Salta— tan sólo a los empleados y funcionarios “españoles europeos” (23 de marzo), por puro odio faccioso —que todo liberal militante profesa y propaga— a la estirpe y tradiciones de España.

En cuanto al himno nacional argentino, bien se sabe que su letra fue compuesta por el diputado porteño Vicente López y Planes, que apoyaba el ideario sanmartiniano, según testimonios de un contemporáneo suyo, José Matías Zapiola. Como San Martín, López también era partidario, a la sazón, del sistema monárquico de gobierno. “...el doctor López, aunque insigne patriota, era monarquista, como lo eran casi todos los hombres que condujeron los primeros pasos de la revolución en el gobierno y fuera del gobierno —escribe Adolfo Saldías en «La Evolución Republicana durante la Revolución Argentina»—. Miraban la independencia como el bien supremo y a ella se libraban con el esfuerzo más noble de sus almas levantadas. Pero pensaban sinceramente que no podrían mantenerla y consolidarla sino por medio de la monarquía. Conceptuaban la república como la perspectiva del caos o el remache irremediable de las antiguas cadenas. Tal era el propósito fundamental de su propaganda y de su acción. Por esto —añade Saldías—, a la vez que exalta la libertad con nobles estímulos, el himno marcadamente acentúa la idea monárquica. Y al acentuarla presenta al trono en consorcio armónico con la democracia, como una promesa halagüeña que ya tenía el precedente de Napoleón I, quien había erigido a los más meritorios ante la victoria en reyes por derecho humano. .. Así, la primera estrofa del himno patriótico, al llamar a los mortales al grito sagrado de la libertad y con el ruido de las rotas cadenas de la opresión, es para que vean en trono a la noble igualdad”.

Por su parte, el nuevo sello de la Asamblea fue aprobado por ésta, en sesión del 13 de marzo de 1813. Encargado el diputado puntano Agustín J. Donado de su confección, buscó el concurso del grabador Juan de Dios Ribera, adoptando al fin los símbolos republicano-jacobinos que se conocen, de origen plebeyo, tan gratos por lo demás al ideario político de Monteagudo y su partido, de preponderante influencia, por entonces, en la Asamblea. En efecto, el gorro frigio y las manos unidas —motivos ambos tomados de la iconografía de la Revolución Francesa— prueban la filiación ideológica antimonarquista, que inspiró a nuestro escudo nacional. “La tradición atribuye a Monteagudo la ideación del escudo —anota Julio B. Lafont— y al pintor oficial Cañete su ejecución original...”

Como se ve, las dos tendencias del siglo XIX en el campo de la filosofía política (monarquía y república) dividieron también en facciones a la revolución argentina en 1813. Esta profunda divergencia de puntos de vista y de maneras de ser ha quedado por siempre grabada, con caracteres indelebles y como vivo testimonio de pretéritas generaciones, en la letra seudo-monárquica de nuestro himno y en la efigie seudorrepublicana de nuestro escudo.

Ahora bien: en punto a la declaración de independencia prometida, un grave problema debía resolver la Logia para lograr en los hechos la unidad rioplatense, voceada en discursos y difundida en manifiestos, alegatos y editoriales de propaganda periodística. Este problema era el de los postulados de la revolución gaucha del litoral —incompatibles con el liberalismo porteño en boga—, cuyo fermento telúrico cundía en la mesopotamia argentina bañada por los estratégicos afluentes del Plata. La reticente actitud paraguaya, en franco entendimiento ya —desde 1811— con el caudillo Artigas, venía a agravar además, si cabe, el obscuro panorama político que hizo fracasar los propósitos emancipadores de Mayo.

Por un momento, sin embargo, pareció que el conflicto encauzaríase por vías de una solución pacífica. La rehabilitación de Artigas por las autoridades bonaerenses (17 de febrero) y el retiro casi inmediato de Sarratea de la Banda Oriental, permitieron a las fuerzas antagónicas intentar una tregua que llenó de optimistas esperanzas a los patriotas bien intencionados de ambos lados del río. El segundo Triunvirato designó al héroe de Las Piedras, con el grado de “Comandante General de los Orientales”, consintiendo éste —como resultado del desagravio— en reforzar con su hueste el sitio de Montevideo junto a José Rondeau y a Domingo French. Y el 4 de abril, en el campo de Peñarol, el segundo Congreso artiguista —en sesiones históricas— resolvía aceptar la invitación de la Capital para enviar delegados a una Asamblea que iba a proclamar la Unión Constitucional —”urbi et orbe”— de las emancipadas Provincias platenses.

En consecuencia: “El 13 de abril fueron extendidas las Instrucciones a los representantes del pueblo oriental”. En ellas se exige, ante todo, la declaración de la independencia, la forma republicana de gobierno, la igualdad y la libertad civil y religiosa, la división de poderes y el sistema “de Confederación para el pacto reciproco con las provincias que formen nuestro Estado”. El concepto de autonomía y de expresión federal lo establecen en forma bien definida los artículos 7 y 11 9.

Por el artículo 9 de las Instrucciones exigíase la reivindicación territorial de las Misiones Orientales: zona fronteriza al Brasil, perdida por España en la infortunada guerra de 1801 contra los lusitanos. Dice así el mencionado articulo, textualmente: “Que los siete pueblos de Misiones, los de Batoví, Santa Tecla, San Rafael y Tacuarembó, que hoy ocupan injustamente los portugueses, y a su tiempo deben reclamarse, serán en todo tiempo territorio de esta Provincia”.

Y bien, la Asamblea General, en sesión del 11 de junio de 1813, resuelve rechazar, sorpresivamente, a los cinco diputados artiguistas invitados por ella, considerando sus poderes: “absolutamente nulos por incontestables principios”, según constancias publicadas en el acta de aquel día. Pero la razón recóndita de esta inconsulta medida —que trajo la guerra civil en el país— se debe a que los representantes de la Banda Oriental venían en apoyo de los principios intransigentes sostenidos por San Martín el 8 de octubre de 1812, vale decir: Independencia y Constitución.

El alvearismo tuvo, sin duda, la culpa de que la revolución de Mayo quedara, así, malograda y detenida en sus verdaderos fines de recuperación y unidad, frente a una Europa debilitada y dividida por dentro que —desde 1815— nos reclamará sus derechos con amenazas. Por eso Artigas —precursor de la Independencia y el Federalismo en hispanoamérica— fue tan combatido por los directoriales, que, aterrados, lo declararon fuera de la ley y traidor a la Patria, nada menos.

Mas, no obstante estas fratricidas campañas de desprestigio: “La Banda Oriental es la banda oriental de nuestro Río de la Plata. Nosotros debemos considerar a Artigas como caudillo argentino, ubicándolo en el proceso argentino como se ha hecho con Quiroga en La Rioja, Bustos en Córdoba, López en Santa Fe, Rosas en Buenos Aires, etc. —anota Emilio Ravignani10 estudiando con ponderable imparcialidad aquel momento de trascendental importancia para nuestra historia—. Por eso se verá que Artigas no pensaba fundar una república independiente; lo que quería era conseguir autonomía como provincia. Así resultó el argentino más federal que el país tuvo en el pasado y es el que sienta un precedente que imitan los demás caudillos. Es como si —en lo que respecta a Bustos o a López o a Quiroga—, por considerarlos caudillos de sus respectivas provincias, los estudiáramos como elementos separatistas dentro del escenario argentino. No hay República Oriental ni en 1812, ni en 1815, ni en 1825, pues ni aun en la Florida, cuyo centenario se conmemoró en 1925, llegóse a mencionar tal cosa. De modo que hablar en el año 1813 de un nacionalismo oriental es un error —agrega el Dr. Ravignani— y hablar de movimientos esporádicos de bandidos, es también otro error, es miopía patriotera. El movimiento de Artigas, en el año 1813, es un movimiento sensato, definido, oportuno, y los de la Asamblea del año XIII se equivocaron al creer que pueden gobernarse los pueblos desde un gabinete”.


Reformas económicas

Al inofensivo decreto permitiendo la libre extracción de harinas y granos., tendiente al fomento de la agricultura (15 de febrero), siguió casi inmediatamente la noticia de un estupendo triunfo militar de los patriotas. Belgrano, en un esfuerzo admirable, vencía —el día 20 de aquel mes— a los ejércitos de Tristán en Salta.

Todo el Alto Perú era, en consecuencia, reconquistado antes de cumplirse los dos años del desastre de Huaquí. Con ello, las riquísimas minas de plata de Potosí volvían de nuevo a poder del gobierno de Buenos Aires. “Se ordenó entonces acuñar pesos y medios pesos pero reemplazando la efigie o cara del Rey por un sol con el emblema “En Unión y Libertad”, y el reverso o sea la ceca llevaba la misma designación de valor anterior pero reemplazando el Escudo Real por el Escudo de Armas de la Asamblea— enseña el catedrático Juan Pablo Oliver 11—. Lo curioso es que estos cambios despertaron desconfianza y el público no quería recibirlas en sus transacciones, por lo cual el gobierno debió decretar el curso forzoso de estas monedas metálicas, lo cual constituye sin duda una novedad en la historia financiera de todo el mundo: imponer curso forzoso a monedas de plata”.

Era la oposición interna que movía, así, la desconfianza de las gentes. De ahí que la tendencia alvearista —dominante en la Asamblea—, dándose cuenta de su desprestigio fuera de la capital, hubo de recurrir al apoyo extranjero, enajenando las riquezas de nuestro subsuelo para sostenerse en el poder. Creyó eficaz y hasta oportuno ofrecer en bandeja a todos los aventureros —que no fueran, por cierto, españoles— la posibilidad de hacerse millonarios a costa de los fabulosos yacimientos de Potosí, recién recuperados por los ejércitos de la Patria. A tal efecto, el Triunvirato presentó a consideración del Soberano Congreso un proyecto tendiente a fomentar la industria minera, que revela, con toda claridad, los propósitos perseguidos por el partido gobernante.

El mencionado proyecto, precedido de largos considerandos, tuvo entrada oficial en la sesión del día 12 de abril de 1813. Luego de hacer extensas referencias relativas a la insoluble crisis que, a la sazón, afectaba a las industrias extractivas en el territorio de las Provincias Unidas, concluye expresando —entre otras cosas— el siguiente concepto, extraordinario, en verdad, para tiempos que pretendían ser integralmente emancipadores:

“En tales circunstancias parece no queda otro recurso al Estado —se lee en el preámbulo— que el de dejar al interés personal, y a la codicia de los extranjeros y nacionales que agencian este artículo [las minas] con todas las conveniencias, ahorros, y seguridades que les proporcionen sus relaciones en Europa”. Y por si esto fuera poco claro, la parte dispositiva de la ley —más explícita todavía— añade, textualmente, a continuación: “Cualquier extranjero sin excepción podrá catear los carros minerales de la comprehensión del estado, denunciar vetas y establecer trabajos... con la misma libertad y en los mismos términos que los nacionales. Los extranjeros dueños de minas e ingenios gozarán de los privilegios que las leyes conceden, y conceda en adelante a los mineros y azogueros nacionales. Los extranjeros que establezcan trabajos de minas de plata, o de oro y los que trabajen las de cualquiera otro metal, y de carbón de piedra, se declararán ciudadanos a los seis meses del establecimiento de sus labores siempre que lo soliciten... Ningún, extranjero emprendedor de trabajos de minas o dueño de ingenios ni sus criados, domésticos, o dependientes serán incomodados por materia de religión, siempre que respeten el orden público; y podrán adorar a Dios dentro de sus casas privadamente según sus costumbres ...”, etc.

Don Pedro José Agrelo, en sus «Memorias», escribe refiriéndose al sentido y repercusión de la obra legislativa de la Asamblea en general: “...unos actos tan públicos y decididos, como los que se acababan de exponer, ni el haber sido los autores de la revolución vinieron a ser repentinamente representados como unos traidores por los mismos, que eran marcados por tales hasta aquel día”.

Pues bien, con fecha 7 de mayo del año 1813 fue convertido en ley el desaprensivo estatuto de fomento de la minería, con la firma de los diputados Juan Larrea e Hipólito Vieytes. Y un mes más tarde (23 de junio), sancionábase otra ley por la cual era permitida la salida del oro y la plata al extranjero, sin restricciones de ninguna especie. Ello, como es lógico suponer, trajo la escasez de divisas; y los recursos públicos mermaron en consecuencia. La Asamblea tuvo que recurrir entonces al resistido expediente de los empréstitos forzosos. El primero fue votado el 5 de julio y su monto ascendió a “500.000 pesos por vía de préstamo; señalándose a la ciudad de Buenos Aires las dos quintas partes y repartiéndose el resto entre las demás ciudades y pueblos unidos”. El segundo tuvo aprobación el 9 de septiembre, hasta cubrir la cantidad de 600.000 pesos, y en su totalidad debió ser soportado exclusivamente por los “españoles europeos” de la capital.

“Sin embargo, a pesar de todo el reajuste y aparente severidad —concluye, en este orden de ideas, el historiador Juan Canter 12— las complacencias y la corrupción administrativa del régimen asambleísta, después que la facción de Alvear se posesionó del poder, han quedado ampliamente documentadas”. Ello pinta, a muestro juicio —y sin lugar a duda alguna—, una época de la historia argentina hasta ahora no bien estudiada en todos sus detalles por los tratadistas más conocidos de esta materia.


Reformas sociales

En este aspecto, la legislación sancionada por el Congreso de las Provincias Unidas, por falta de sentido de la realidad, hubo de resultar contraproducente.

Una marcada orientación liberal-individualista campea en las principales reformas, tendientes —todas ellas— a libertar al hombre de su pasado y de la “tiranía social” (sic) herededa del occidente cristiano. Se comenzó así por independizarlo de los vínculos y tradiciones que lo atan a la familia: verdadera célula madre de nuestra vida afectiva y de relación.

Con la abolición de la aristocracia hereditaria y de los títulos de nobleza en el Río de la Plata (21 de mayo de 1813), el cese de los mayorazgos (13 de agosto) y la prohibición de ostentar emblemas y blasones en los edificios particulares (29 de octubre), la burguesía criolla creyó, ingenuamente, haberse emancipado del viejo régimen de convivencia hispánico en América, de una vez para siempre. No lo logró entonces, sin embargo. Debió ser la generación del 80 la encargada de legalizar, entre nosotros, esa emancipación histórica que el liberalismo llevaba en sus entrañas desde el año 1810.

“El padre de familia colonial era más dueño y señor de sus bienes, podía ejercer sus influencias en un porvenir limitado, fundando mayorazgos, vinculando de diversas maneras sus propiedades —señala acertadamente Juan Agustín García 13—. Esta sólida organización legal, de primer orden para formar una sociedad conservadora, seria y estable, con su jerarquía, su gradación de respeto y subordinaciones, que comenzaban en el hogar y terminaban en el Estado, contrabalanceaba los gérmenes disolventes, las malas consecuencias de una situación social enfermiza. La revolución social del año 1810 —agrega García— embobada con los principios de la filosofía francesa, destruyó de raíz todas esas relaciones, buscando la satisfacción amplia de la actividad individual con el tipo de familia jacobina, que comienza con los padres y termina a la mayor edad de los hijos, relaja los vínculos de la autoridad paterna con la intervención del Estado, en todos los conflictos; con la emancipación forzosa que corta las últimas ligaduras del nido en cuanto el hombre puede dirigirse solo; con las restricciones de la libertad de testar, la legítima de los descendientes. La unidad del hogar ha sido disuelta: hasta su viejo y poético carácter sacramental ha desaparecido de la ley sin dejar el menor rastro”.

Otra preocupación de índole análoga que tuvo la Asamblea, fue terminar de raíz con la organización en clases de la sociedad constituida, invocando el sagrado nombre de la Igualdad y los “derechos” y “libertades” individuales —decíase— vulnerados por la nefasta acción del obscurantismo hispano.

En la sesión del día 2 de febrero —por iniciativa de don Carlos de Alvear— fue sancionada, con énfasis retórico, la conocida ley sobre libertad de vientres. “La Asamblea no hizo más que inspirarse en el clima imperante entonces —escribe Juan Canter—: las resoluciones de la Asamblea legislativa francesa, el bill suprimiendo el tráfico esclavo, las declaraciones de los revolucionarios de Venezuela, la proclamación española de la abolición de la esclavitud (10 de enero de 1812), los decretos del Triunvirato...”.

Y si de inmediato iba a dictarse un Reglamento para “La educación y ejercicio” de los libertos (6 de marzo de 1813), aquél, con el afán de no perjudicar el patrimonio de los patronos, limitóse a meras declaraciones y promesas teóricas de ayuda y amparo con intervención de la inspección de Policía que debía velar celosamente por la conducta de los liberados, cuidando de manera especial que “no se dedicaran a la vagancia”. En lo que respecta al trabajo, el Reglamento sólo prometía para el futuro —y bajo determinadas condiciones que allí se especificaban— acordarles, con el contralor policial, “cuatro cuadras cuadradas de terreno en propiedad” a los emancipados.

Lo único real, en verdad, fue que los libertos sirvieron como carne de cañón en la guerra, incorporados —de grado o por la fuerza— a los ejércitos de la patria por las autoridades revolucionarias; mucho menos retóricas y humanitarias en la práctica que en las frases escritas de sus proclamas y manifiestos, elucubrados casi siempre con vistas a lograr la simpatía y el apoyo extranjeros.

En lo que respecta al problema del indio, es cierto que la Asamblea, en sesión del 12 de marzo, resolvió derogar demagógicamente —como lo había hecho ya el Consejo de Regencia en la Isla de León, con fecha 26 de mayo de 1810— “la mita, las encomiendas y el servicio personal de los Indios bajo todo respecto, y sin exceptuar aún el que prestan a las Iglesias y sus Párrocos, o Ministros”. Más en lo referente a su declaración de que los indígenas serían desde aquel momento “hombres perfectamente libres, y en; igualdad de derechos a todos los demás ciudadanos”, muy pronto los decretos reglamentarios —que no se hicieron esperar— contradijeron ostensiblemente la validez del principio revolucionario proclamado. El 4 de mayo, en efecto, “la Asamblea General ordena, que en las Asambleas Electorales de parroquia y en las de la misma clase de partido ordenadas por el Superior P. E. para las cuatro intendencias del Perú (Charcas - Potosí - Cochabamba - La Paz) por lo respectivo a los cuatro diputados que deben representar a las comunidades de los indios, deberán concurrir y tener sufragio en ellas todos los americanos españoles mestizos, cholos, indios y demás hombres libres que se hallaren al tiempo de la elección en los indicados pueblos, en igualdad y concurrencia con los indios que se citan por el artículo primero del reglamento. Fdo.: Juan Larrea, Hipólito Vieytes”.

En buen romance, el derecho reconocido aquí a “todos los americanos españoles mestizos...y demás hombres libres” de sufragar “en igualdad y concurrencia con los indios”, a los efectos de la elección de diputados que representen a sus comunidades ante el gobierno, significaba, en el hecho, interferir en la política de aquéllas, torciendo con maniobras la analfabeta voluntad del nativo en la elección de sus representantes. El procedimiento —que por supuesto no era nuevo en la historia electoral de la Revolución de Mayo— contribuyó sin duda a la impopularidad de las autoridades emanadas de la Asamblea; siendo repudiadas sus leyes por los pueblos sublevados contra ella. Y el indio, “libre” en el papel pero explotado bajo cuerda por la misma burguesía criolla, utópica y sensiblera, que aboliera la encomienda, la mita y el yanaconazgo, dio la espalda definitivamente a sus redentores de ayer, volviendo a la barbarie y haciéndose cada día más refractario a la civilización europea.

Así, las reformas del histórico año XIII, debieron provocar —según hemos visto— efectos contrarios a los previstos por sus autores en la bien constituida sociedad del Río de la Plata. Y a aquellas impopulares reformas puede aplicarse la amarga queja, la indignada protesta que fluye de estos hermosos versos de nuestro cancionero nativo, extraídos de la monumental obra de Juan Alfonso Carrizo 14:


“Van llegando poco a poco

Las señales prometidas,

Se va perdiendo la fe

Con leyes desconocidas.

Los jueces y los ministros,

Presidentes y gobiernos,

Todos van a lo moderno,

Haciendo en todo registro

Quitan el poder a Cristo

Van ignorando de que

y sin saber el porqué

La vanidad y el rigor

Concluyen con lo mejor

¡Se va perdiendo la fe!


Huye tú de la bandera

Del que te ofrece grandezas

Y temporales riquezas

Con señales embusteras

Con signos de verdaderas,

Ofrecen eterna vida,

A dolerse nos convida

El que nos va libertando

¡Satán nos está engañando

Con leyes desconocidas!”.


Independencia - República - Federación

¡La hermandad rioplatense soñada por Artigas! El artiguismo aportaba a la acción política, según se ha dicho, el concurso de grandes masas humanas fanatizadas y enroladas por un caudillo decidido a todo. Fue el maduro ex-capitán de Blandengues quien, en este orden de ideas, aglutinó poblaciones enteras en pos de una voluntad revolucionaria de hermandad frente al exterior y de autodeterminación en lo interno. No sólo por oposición a un régimen (el español en vigor) decadente y anárquico que desvirtuaba nuestra convivencia, sino también contra la amenaza de invasión extranjera, atenta siempre a fomentar rivalidades y rencores entre vecinos para empequeñecerlos y dominarlos con más facilidad.

Estos peligros nos amenazaban concretamente desde dos direcciones o centros de irradiación: el continental propiamente dicho (Brasil), y el extracontinental (Estados europeos).

En ocasión de abandonar Artigas el sitio de Montevideo, emigrando con su pueblo al Ayuí (donde estableció su campamento como un Moisés del siglo XIX), se vio en el Río de la Plata un espectáculo de heroísmo y resolución colectivos que no tenía paralelo en hispanoamérica. Los epígonos porteños de Sobremonte habían transigido —el 20 de octubre de 1811— con la írrita autoridad del virrey Elío, Y la respuesta de la multitud victoriosa y así sojuzgada de pronto por presión de los intereses británicos, fue unánime: ¡autodeterminación o muerte!

Es con Artigas que se cumple, pues, la verdadera emancipación política y social de estos pueblos ubicados al sur de Río Grande. Con Artigas en el Este y con San Martín en el Oeste. Sin ellos, el 25 de Mayo de 1810 habría quedado en episodio intrascendente y desgraciado luego de la vuelta del rey Femando. El encumbramiento de otro jefe popular, igualmente obedecido (don Juan Manuel de Rosas), hará posible más tarde la reestructuración, desde Buenos Aires, de la secular heredad, rota años atrás por la ceguera de las “élites” criollas.

Y bien ¿cómo fue posible —nos preguntamos ahora nosotros— el milagro (en plena crisis y sin ayuda forastera) de hacer frente “con palos, con las uñas y con los dientes”, según la frase de Artigas, a la defección de unos elencos gobernantes que habían renunciado a la Independencia, cansados de fracasos y de derrotas?

Cierto que era muy seria la situación en aquél ambiente de derrotismo psicológico y moral reinante en 1814. Femando VII, lleno de prepotencia inferior, acababa de recuperar el trono español, acéfalo luego de la evacuación bonapartista. Los directoriales porteños, aterrados en el ínterin, suplicaban de Inglaterra la media palabra para volver a someterse, siempre a la rastra de los sucesos europeos, a otro monarca títere que se buscaba, desde luego, con el apoyo de la Santa Alianza. En tanto Artigas, digno émulo de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro, proclamaba el deber de resistir hasta la muerte, alzando intransigente la bandera tricolor (la popular bandera), símbolo de sacrificio, fraternidad y autodeterminación, en las ciudades y llanuras de Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Córdoba y en el corazón de la selva misionera. Le estaba dando así, el jefe de los orientales, la razón a San Martín, el brillante oficial de caballería de Buenos Aires, toda vez que operaba, en la emergencia, bajo el mismo lema revolucionario del fundador de la Lautaro: Independencia y Constitución.

Ahora bien, el “protectorado” del prócer en nuestras provincias ribereñas del Paraná y Uruguay, no tuvo en ningún momento la finalidad separatista que le atribuyen sus detractores. No fue Artigas el enemigo arbitrario de la Unión; ni mucho menos un vulgar bandolero, fomentador de la anarquía argentina, según lo sentencia Vicente Fidel López. Tampoco es cierto que hiciera fracasar, por ambiciones inconfesables —como lo ha fallado Mitre—, el sueño de Independencia proclamado por los congresales de Tucumán y jurado por el Directorio porteño. ¡Qué esperanzas! La historia nos prueba, precisamente, todo lo contrario.

Artigas oponíase —eso sí— a la homogeneidad racionalista e inhumana, perseguida por las logias en estas tierras. Combatió con todas sus fuerzas, los avances avasalladores del régimen metropolitano, implantado primero en Francia y más tarde en España por los Borbones, bajo el rótulo de “despotismo ilustrado”, lo que llamaríamos en nuestros días “mutatis mutandis”, un Super-estado Continental regulado, pero a contrapelo de los pueblos.

Y bien, Buenos Aires habíase transformado a partir de 1813 —a las órdenes de una camarilla apoyada por Gran Bretaña desde Río de Janeiro—, en una sucursal vergonzante de aquél Superestado regulado (con carácter de factoría) cuya orientación efectiva estaba en manos de la Santa Alianza. Por ello Artigas fue un decidido republicano; pero sin liturgias liberales perturbadoras y atento siempre al rumbo que iban tomando los hechos en hispanoamérica. La monarquía, en el instante lleno de posibilidades porque atravesábamos, representaba para las masas el dócil acatamiento a la media palabra de los vencedores de Napoleón, el cúmplase resignado de los dictados foráneos del Congreso de Viena. Y tal cosa resultaba suicida, por ser contraria a la autodeterminación real perseguida por los rioplatenses, después del triunfo de Las Piedras.

“Es cómodo para los directoriales haber desarrollado la política de la cobardía, de la indignidad y de la traición, y escribir después la historia de la calumnia —señala, en página notable como todas las suyas, el historiador Carlos Pereyra 15—. Para el criterio directorial, la anarquía es del pueblo y sale de abajo, como la fetidez de un pantano. La gente decente está obligada ante todo a defenderse de la canalla, pactando con el extranjero. Ahora bien, esto es no sólo infame, sino falso y absurdo. La anarquía no es producto popular. La anarquía es siempre una falta o un crimen de los directores. ¿Quiénes eran los caudillos y qué representaban? —añade Pereyra—. Entendámonos al hablar de caudillos, y no permitamos una confusión de mala fe. Los caudillos fuertes y primitivos —no los derivados perversos, pequeños y estúpidos que vienen después —, los caudillos hacen frente al enemigo mientras la sabiduría de las clases elevadas capitula miserablemente. ¿Quién salva a Buenos Aires? Güemes, mientras Buenos Aires, paga negociadores llenos de torpeza y abyección en Europa y Río de Janeiro. Salta arroja a los soldados del virrey mientras Rivadavia recibe en Europa, un puntapié de Femando VII. ¿Quién impide que el Río de la Plata se pierda y quede señoreado por un enemigo? Artigas. Sin embargo. Artigas es un criminal. ¡Un criminal porque no trata con los portugueses! Un criminal porque el instinto y el sentimiento le indican el camino de la organización que ha de realizar la historia. Para que Artigas pudiera ser considerado como un criminal se necesitaría que los “hombres de la civilización” hubieran intentado previamente utilizar la fuerza explosiva de la gente de los campos, comprendiendo que esa tenacidad indomable representa un factor del que no podían prescindir los gobernantes. Sí éstos se hubiesen dado cuenta que toda política debía fundarse en la afirmación positiva de la Independencia, y que la Independencia requería un ejército numeroso, bastante para hacer frente a todos los enemigos, en todos los territorios amenazados, bajo una dirección común —termina el pensador mejicano—, Artigas habría tenido que ser un general del ejército regular [y no un San Martín declarado bandolero], y San Martín habría sido el generalísimo de ese mismo ejército [y no un Artigas de gran estilo que expedicionaba en el Pacífico], mientras Artigas defendía el territorio de Misiones, cuna de San Martín, la diplomacia de Buenos Aires se hallaba dispuesta a tratar con todos los enemigos y a inutilizar el esfuerzo de todos sus defensores considerando como delincuencia el patriotismo”.

Y es que las huestes federales seguían entendiendo el patriotismo como un llamado de la “tierra de los padres”. Permanecían fieles al concepto clásico y tradicionalista de cosa recibida en herencia; de legado acrecentado por las generaciones con independencia de toda abstracción política o institucional que desdibujara su entrañable realidad. La minoría directorial urbana, de espaldas a la tierra, confundía el patriotismo con el esplendor de unas recetas aprendidas sobre “formas de gobierno” o “libertades mercantiles”, más o menos bien pergeñadas por la filosofía liberal, inteligible apenas para una “élite” de egresados de Chuquisaca.

Para Artigas, cada provincia —en el concierto confederativo de su sistema— no representaba un ente aislado, sinónimo de individualismo; sino más bien la unidad menor en el conjunto de una patria común organizada desde abajo. Para los epígonos de Sarratea, Rivadavia y Alvear, lo único importante seguía siendo el puerto y sus intereses, que era necesario centralizar desde arriba, pues la riqueza y las teorías de moda —equivalentes, según ellos, a la “civilización”— entraban, en definitiva, por allí, vía atlántica, procedentes de Europa.

El Protector de los Pueblos Libres había luchado por la integridad territorial del Río de la Plata, tal cual existió durante el virreinato, pero con un agregado nuevo: el respeto a las autonomías locales. Sus enemigos de Buenos Aires ¿no pelearon en verdad, por todo lo contrario? Así lo afirman, unánimemente y con razón, reputados estudiosos de la vecina orilla: todos ellos compatriotas del prócer cisplatino. Eduardo Acevedo escribe, por ejemplo, lo siguiente 16: “Una sola cosa no hizo Artigas: estimular entre sus compatriotas la idea de segregarse de las Provincias Unidas para organizar una república independiente... Artigas, que era una gran cabeza, a la par que una gran voluntad, quería una patria amplia y poderosa, compuesta de todos los pueblos del Río de la Plata”. Y Juan Zorrilla de San Martín anota, a su vez 17: “¡Reconocimiento de la Independencia de la Banda Oriental!... Eso, como lo veis, y como lo veréis más claro después, tiene todo el carácter de un sarcasmo. Esa independencia de sus hermanos (ofrecida por Alvear y Alvarez Thomas a Artigas) no es tal independencia para la Banda Oriental, es su abandono en ese momento; la soledad de que antes os he hablado como contraria a la esencia misma de la Revolución americana (y por eso fue rechazada de plano por el jefe de los orientales). Artigas no sabía en ese momento, a ciencia cierta, que el Directorio de Buenos Aires (el verdadero precursor del separatismo) estaba concertando en Río de Janeiro, la entrega de la Provincia Oriental a Portugal; pero lo presentía”. Por fin, otro prestigioso historiador uruguayo, Hugo Barbagelata, se expresa así refiriéndose a la política entreguista de nuestros directoriales 18: “Fueron esos mismos pordioseros de vástagos reales quienes ofrecieron al vencedor [Artigas] como vea mendrugo, para que se quedara tranquilo, la independencia de la Provincia Oriental, su patria. Parecían ignorar que el título de Protector de los pueblos libres, bastaba y sobraba para quien sólo quería la paz y la Unión Federativa de todas las provincias del ex-virreinato del Río de la Plata”. Y a mayor abundamiento, un investigador contemporáneo — Daniel Hammerly Dupuy— en su interesantísimo y documentado libro, «San Martín y Artigas», consigna en este orden de ideas: “Los que, desconociendo el verdadero sentido de la ideología artiguista, inculpan a Artigas de una actitud separatista irreductible olvidan que fue el prócer que más se interesó en persuadir al Paraguay para que se incorporara a las Provincias Unidas, a tal extremo que los paraguayos llegaron a considerarlo como agente de Buenos Aires. La separación de la Banda Oriental como país totalmente independiente tampoco fue la obra de Artigas siendo que el prócer cuyo concepto de la Patria abarcara todo el territorio del Virreinato del Río de la Plata, fomentó la incorporación de esa provincia a las demás como una de las tantas que formarían una gran República Federal”.

Y es que la vieja hermandad histórica en tomo a la cuenca fluvial que nos une, obstaculizada, hoy como ayer, por la presión y la intriga anglosajona, contó entre los uruguayos de la otra Banda con grandes partidarios en el siglo pasado, Y acaso continúa habiéndolos también en el presente. Los auténticos orientales de la gesta emancipadora —aún los de la leyenda antiargentina— la quisieron, como hemos visto, contra la propia tendencia desaprensiva (en el mejor de los casos) de nuestros gobiernos liberales.


Unión tradicional y fe católica

La tradición de un pueblo vivo no es cosa de archivos. Actúa en las entrañas, imperceptiblemente a veces, como la sangre que va irrigando las vísceras de un organismo en estado de salud.

Desconocida y aún falsificada por pedagogos o gobernantes, la tradición sin embargo se resiste a ser enterrada como una momia en el sarcófago de sus aburridas rutinas. Ella responde siempre a necesidades reales de los pueblos y está, en cualquier caso, por sobre las ideologías y sistemas con que pretenden suplantarla los teóricos de la política, o los testaferros —nada teóricos, por lo demás—de la hegemonía económica mundial por ellos perseguida.

Por eso, apremiados más que nunca por el hecho concreto y por la humana libertad que lo determina, hemos de volver a juntarnos en día no lejano —a pesar de las defecciones de ayer y de las inercias de hoy—, argentinos, uruguayos, paraguayos y bolivianos. Nuestros intereses regionales nada tienen que ver con el panamericanismo al servicio de Washington, ni con los regímenes de esclavitud forzada propuestos por el mesiánico cesarismo de Moscú. Sin antifaces exóticos habremos de reconocernos al fin de la larga jornada, en el claro espejo del propio pasado de cada pueblo al que pertenecemos. Porque la hermandad rioplatense soñada por Artigas y ensayada por Rosas, no es convencional, ni artificial, ni utilitaria; sino que es sencillamente HISTORICA.

Y bien, José Gervasio Artigas, refugiado en el Paraguay después de Tacuarembó, vernáculo precursor del Federalismo —en cuyo ejemplo habría de inspirarse don Juan Manuel—, tenía 86 años cuando entregó su alma a Dios, en la tarde del 23 de septiembre de 1850. El mejor de sus apologistas, el más talentoso de sus biógrafos, don Juan Zorrilla de San Martín1', nos relata con palabra veraz y emocionada los últimos momentos del anciano, tomados de la versión directa de un testigo presencial, relato éste que hace varias décadas le dejara escrito el Obispo en Asunción, Monseñor Fogarín. He aquí, en escueto resumen, la transcripción de que hago referencia:

“Cuando la enfermedad de Artigas se agravó, manifestó deseos de recibir los últimos sacramentos... En los momentos en que el sacerdote iba a administrarle el Santo Viático, Artigas quiso levantarse. La encargada del aderezo del Altar le dijo que su estado de debilidad le permitía recibir la comunión en la cama a lo que el General respondió: «Quiero levantarme para recibir a Su Majestad». Y ayudado de los presentes, se levantó, y recibió la comunión, quedando los muchos circunstantes edificados de la piedad de aquel grande hombre... El General, después de recibir el Viático, había quedado tendido en su pequeño catre de tijera y lonjas de cuero; en la semi-obscuridad se distinguía el crucifijo colgado en la pared sobre su cabeza blanca, tan blanca como los lienzos del pequeño altar en que brillaban los dos cirios inmóviles... El silencio se prolongaba, el silencio de la enorme proximidad. Las respiraciones se contenían: las miradas estaban concentradas en aquella cara aguileña, no muerta todavía. Artigas, que tenía los ojos cerrados, los abrió de pronto desmesuradamente. Causaba espanto; parecía muy grande. Se incorporó, miró a su alrededor... ¿Y mi caballo?, gritó con voz fuerte e imperiosa. ¡Tráiganme mi caballo!... Y volvió a acostarse... Sus huesos, ya sin alma, quedaron tendidos a lo largo del catre”.

Nosotros debemos estar unidos y dispuestos todos, solidarios con la historia común, a servir bajo la fraternal bandera de la Confederación Rioplatense, por cuya empresa tanto lucharon los verdaderos próceres de MAYO, ya fueran orientales o argentinos, en el pasado.

Debemos constituirnos en decididos continuadores no sólo del pensamiento, sino también de la POLITICA de aquellos patriotas que, valientes, defendieron juntos las respectivas soberanías a ambos lados del Estuario, para que sea posible, en día no lejano, el renacimiento de la Civilización y de la Fe en estas tierras metalizadas por el dólar y la libra esterlina.


Este libro

se acabó de imprimir

el 24 de Setiembre de 1956

en los Talleres Gráficos

de Domingo E. Taladriz,

San Juan 3875,

Buenos Aires.