Juan Felipe Ibarra y el federalismo del Norte
El fin de un ciclo histórico
 
 

Sumario: Ultimas correspondencias con los Generales Rosas, Garzón y Urquiza — Defensa del orden social — Sentido religioso y moral — Enfermedad y muerte del Brigadier General Juan Felipe Ibarra.



Rosas recibiría en Buenos Aires la carta de Ibarra, la cual significaba una preocupación más, dentro del sistema federal, ante la posibilidad de perder a uno de los jefes más fieles y prestigiosos del país. Ello se sumaba a las otras preocupaciones y amenazas que en ese momento sufría la Confederación, en el plano internacional y en los conflictos locales. Toda la habilidad diplomática que en esos momentos desplegaba ante las potencias europeas el gobernante argentino, debía volcar en el espíritu del amigo conflictuado por los misterios de la muerte próxima. Y así lo hizo, cuando al fin pudo contestarle, entre las tantas ocupaciones de ese año, rico en preliminares de los cambios venideros.


La respuesta de Rosas a Ibarra, no figura en ninguna de las publicaciones históricas conocidas, ni en los cuerpos documentales publicados sobre ambos. Algún historiador suspicaz, hasta dudaba que hubiera existido. Hubo quien creía que lo desusado de la misiva, se parecía a un exabrupto, más propio de conmiseración que de respuesta lógica. Otros se contentaron con señalar el ridículo de aquella “legación” del gobierno, y nada más. Nosotros creímos que la seriedad del problema histórico planteado, exigía ubicar y publicar esa respuesta desconocida, dada la jerarquía política y la responsabilidad gubernativa de sus protagonistas. Así fue, como encontramos la respuesta de Rosas a Ibarra, publicada cual uno de los importantes documentos oficiales de esa hora, en las páginas de “La Gaceta Mercantil” de Buenos Aires. Dicho periódico reflejaba, por orden de Rosas, las actos de gobierno más dignos de conocimiento público y de ahí la importancia de esa reproducción in extenso.


El 19 de Octubre de 1849, contestaba al Gobernador Ibarra el Ministro Arana, en nombre de Rosas: “El Exmo. Señor Gobernador por su parte se complace sobremanera en que V. E. lo haya asociado a sus recomendables deseos en pro de los Santiagueños, para el inesperado acaecimiento del muy sensible fallecimiento de V. E.”. Reconocía Rosas que, “el bien y felicidad de todos los buenos hijos de la Confederación, ha sido y es uno de los principales objetos a que han tendido siempre, los más decididos esfuerzos” del gobierno de Ibarra. Por lo cual, y ante el pedido que hacía para el caso de su muerte, garantizaba “la seguridad de que velará cuidadoso a fin de que no tenga lugar en esa benemérita Provincia, el desarrollo de pasiones innobles que puedan perturbar la quietud y libertad de sus habitantes”. A ellos, ef mandatario nacional, rendíales culto, por cuanto “su constante patriotismo y la noble abnegación con que en todas épocas han combatido por la salvación de la patria contra crueles enemigos extranjeros y los salvajes unitarios, hácenlos acreedores a la más decidida eficaz protección de V. E.” 1.


Después de estas consideraciones, finalizaba la nota con la expresión valorativa que profesaba Rosas a Ibarra, asegurándole: “Es en vista de estos nobles títulos y de la muy estimable recomendación y solicitud de V. E. que el Exmo. Sr. Gobernador Gral Don Juan Manuel de Rosas, Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación, tiene viva complacencia en dar a V. E. la seguridad enunciada, y en dirigirle la tierna expresión de su más íntimo afecto” 2.


No hubo en todo este episodio, como se ha visto, por parte de ninguno de sus actores, ni discrecionalismo para disponer del poder como “herencia”, ni suplantación de la voluntad popular. Sólo estuvo presente la preocupación por la suerte del terruño y Rosas lo interpretó de esa manera, al no interferir en ese momento, ni después, en el destino autónomo de la Provincia de Santiago. Con toda seriedad el Gobernador Rosas daba detallada cuenta de este intercambio epistolar, al abrir el 27° período de sesiones de la Legislatura de Buenos Aires. En su Mensaje anual del 27 de Diciembre de 1849, informaba de la correspondencia con el Gobernador de Santiago, encareciendo las altas finalidades de la preocupación manifestada por Ibarra.


La respuesta de don Juan Manuel había demorado casi I un año en recibirse. Como para alejar del espíritu fatalista de Ibarra, la idea de un cercano fin. Pero, al aproximarse el año 1850, se renovaban los ataques de su mal. Para ese entonces, la hidropesía se le ha agudizado, y le impide los movimientos por la hinchazón de sus miembros y la intensidad de sus dolores. En medio de sus padecimientos, mantenía sin embargo las preocupaciones gubernativas. Y le seguía obsesivamente, el recuerdo de sus viejos amigos y camaradas, cuidando ese afecto como un bien imperecedero al que sacrificaba su tranquilidad.


Las referencias que ya hicimos, pueden aumentarse con una muestra de ese concepto que es a la vez, de su percepción política. La notoria y reiterada frecuentación epistolar con el Gral. Eugenio Garzón, señalada en diversos pasajes de la vida de Ibarra, se hizo extensiva, por medio del antiguo camarada, hacia la nueva figura militar que se imponía en. el Litoral: el Gral. Urquiza. Es casi premonitorio de la defección de ambos jefes federales, el empeño de Ibarra por mantener el trato amistoso con ellos.


Si bien el Caudillo no llegó a conocer personalmente a Urquiza, se trataron por carta y entre ambos actuó Garzón de mediador, queriendo acercarlos. Después de la batalla de Vences, y no obstante el comienzo de su enfermedad, Ibarra enviaba con carta del 15 de Enero de 1848 al Gral. Garzón, un fardito conteniendo un fino poncho de alpaca. Era su obsequio al General Justo José de Urquiza. Al recibirlo y enviarlo a su destinatario, contestaba Garzón desde el Cuartel General en Arroyo Grande el 6 de Marzo, a Ibarra: “Ya sabes que estoy a tu entera disposición; no ignoras las relaciones que tengo en las provincias, pues siempre te repito que Vos eres mi primer amigo, tales son los recuerdos y vínculos que me ligan a ello desde mi juventud; esto mismo refiero a mis paisanos y amigos de confianza cuando les hablo de vos”3.


Tales muestras de consideración, serían también correspondidas por Urquiza, al escribir a Ibarra, desde la Costa de Gualeguaychú, el 4 de Marzo de 1848, y decir: “He recibido con íntima complacencia el poncho de alpaca que Usted se digna enviarme como un fino obsequio de su amistad, tanto más apreciable para mí, cuanto que es de una lana exquisita y trabajada en el país por manos americanas”4. Es que el victorioso entrerriano, todavía leal al orden rosista, valoraba en el regalo como su mayor mérito, el provenir de la industria artesanal nativa.


Ibarra recibiría la respuesta conmovido, al leer la promesa final con que Urquiza rubricaba su amistad: “Me complazco sobremanera en manifestar a Usted mi gratitud —terminaba— y asegurarle que si aun por desgracia hubiese que dar batallas contra los enemigos de nuestra querida Patria, estrenaré el poncho en la primera que tenga lugar”5.


Esta aseveración daría paz al alma del Caudillo santiagueño. Estaban todavía frescos los laureles cosechados en Vences y faltaba un buen trecho para Caseros. La promesa de Urquiza, ¿se cumpliría en la marcha al Cerrito donde le acompañaba también Garzón? ¿O sería el poncho de Ibarra el abrigo protector de Caseros? Para ese entonces, Ibarra ya había muerto sin enterarse de la defección federal de Garzón, su amigo juvenil, y de Urquiza, su colega entrerriano. De habérselas anticipado alguien, de seguro le hubieran entristecido más que sus dolencias.


He ahí el fondo anímico y psicológico que conserva hasta el final, este “gaucho malo” de nuestra historia. La verdad, es otra. Aún en sus últimos años, se afana por combatir la vagancia, el juego, el alcoholismo, los robos y el abigeato, tratando como siempre, de hacer de su pueblo un conglomerado virtuoso y cristiano. Es que Ibarra tenía también la obsesión del “orden”, como Rosas y casi todos los caudillos paternalistas, y en ello entraba un respeto casi absoluto por el derecho de propiedad. Claro que el “orden” y la “jerarquía” como un fin en sí mismos, solo son pretextos para coartar la libertad. En cambio, cuando son un medio para conquistar una mayor felicidad popular, varía la interpretación. Y ese mismo respeto por la propiedad (cuando no mediaba la de un enemigo político) tiene su contrapartida en la sensibilidad social que le inclinan a la redención y la defensa de las masas nativas.


Para ello, el gobierno ibarrista, excede la vigilancia en la campaña. Lanza bandos y decretos conminatorios; controla pulperías y dirige coactivamente la participación popular en el culto religioso, al ejercer en forma celosa, el derecho de patronato provincial sobre la acción de la Iglesia. Desde 1847 en que por la sequía se había empobrecido y despoblado el campo, en forma paralela la sus otras medidas de asistencia social, Ibarra combate sin tregua a ladrones y cuatreros hasta terminar con ellos.


Por circular del 3 de Febrero de 1848, instruía a los comandantes de campaña, para reprimir a los ladrones de ganado. En el mismo año, otra del 30 de Octubre, mandaba combatir los juegos de azar, considerados una lacra de perjuiciosos efectos sociales 6. Ello no hacía más que refirmar al fin de sus días, el concepto con que llegó al gobierno. Uno de sus primeros actos oficiales, el Bando de Setiembre 12 de 1820, imponía severas penas por el robo de hacienda, y juego de naipes, dados y taba 7. Bando ratificado al reasumir el poder, por Decreto del 15 de Abril de 1833, donde se agregaban sanciones a la embriaguez y a los comerciantes o pulperos que la tolerasen 8. Ahora, su memoria repasaba febrilmente toda esa vieja lucha, que oscurecida y negada por la acción de sus enemigos, ha dejado la falsa imagen del Caudillo indígena, vicioso y sin sentido moral, al contrario de lo que fuera su vida.


Ese mismo objeto perseguía, en otro plano concurrente, la resolución del 20 de Febrero de 1850, dirigida a fray Eleuterio Portilla para que se hiciera cargo de la enseñanza en el convento de San Francisco. Durante el período de Ibarra, recuerda Olaechea, que allí “se daba enseñanza primaria y secundaria, y han sido reputados maestros y profesores de latinidad y filosofía los R.R.P.P. Alegre, Pajón, Nieva, Ambrosio Molina, Nicanor Pérez”9. Por el mismo tiempo, se ocuparon de la enseñanza los sacerdotes José Inocencio Flores y Vicente Bustos, en el Convento de Santo Domingo, donde funcionó durante 40 años una escuela primaria a cargo del Hno. Fray Juan Grande, de benemérita memoria. En cuanto a la mujer, Ibarra apoyó con numerosas donaciones, la obra de Sor Ana María Taboada, fundadora de la Casa de Belén, cuya actividad conventual y escolar florecía como un modelo en el Norte.


Es que en el virtuoso clero santiagueño, había hallado siempre Ibarra sus mejores colaboradores. Aquellos hombres, algunos notables por su cultura o piedad, lo comprendieron bien y fueron eficaces propagandistas de sus obras e ideas. Ahí estaban a su lado, junto a su esposa doña Ventura Saravia, que olvida sus diferencias pasadas y viene a cuidarlo, prodigando consejos y auxilios espirituales.


Durante más de dos años, en todo el largo proceso de la enfermedad, le acompaña su fiel amigo Fray Wenceslao Achával. Eminente franciscano, retoño del célebre instituto de la Orden en Catamarca, profesor y teólogo, a quien Ibarra ofreciera diputacías sin aceptarlas. Achával brilló en el sacerdocio argentino, fue Obispo de Cuyo en 1868 y participó del Concilio Vaticano I 10. Tal era el confesor y más íntimo acompañante de Ibarra en los últimos días, hasta ayudarle en la redacción de su testamento.


Compartía esos momentos con Fray Miguel López, otro incorruptible franciscano formado también en Catamarca junto a Esquiú, cuya belleza moral los acercaba 11. Finalmente, entre otros dignos exponentes del clero provincial, nadie más respetado ni estuvo en mayor identidad política con Ibarra por sus altos servicios a la patria, que el Pbro. Pedro León Gallo. El ilustre congresista de 1816, igual que su compañero en Tucumán don Pedro Francisco de Uriarte muerto años atrás, fueron leales amigos de Ibarra. Y Gallo, el tercero de aquellos insignes acompañantes, sería por eso mismo, perseguido, y sin consideración a su gloriosa ancianidad debió exilarse en Tucumán, donde murió al año siguiente 12.


Junto a ellos, que así cuidaban el alma, vinieron también los médicos del cuerpo. Llamados ante la gravedad de su estado y conscientes de la importancia pública de esa vida, llegaron los facultativos Dres. Vicente Arias, de Tucumán y, Benito Barcena, de Salta. Lo atendieron con intermitencias, hasta el fin. Pero, desde 1850, se trasladó a Santiago para asistirlo, el Dr. Víctor Bruland, médico francés que desde 10 años atrás, ejercía en el país 13.


El Dr. Bruland actuaba con instrucciones directas de Rosas, al cual elevaba los diagnósticos clínicos. Rosas los sometía al dictamen de sus mejores médicos, procediendo con Ibarra, como era costumbre en el caso de pacientes distinguidos. Seguía las alternativas de la enfermedad y ponía a su servicio los elementos científicos de Buenos Aires, más aptos en cada caso.


En ligeras mejorías, Ibarra agradece a Rosas y a sus amigos Dr. Eduardo Lahitte y don Saturnino San Miguel, que hacen consultas con los médicos porteños. En una comunicación poco conocida, un año antes de morir, el 28 de Junio de 1850, testimonia su agradecimiento a Rosas: “Creo asimismo comunicar a Usted que favorecido de la Divina Providencia y de la buena y eficaz asistencia de los médicos que me atienden, me hallo en estado de un grande alivio, y me persuado con la más lisonjera esperanza, de que con el método que han tenido a bien dictar los facultativos de la consulta, obtendré todo resultado favorable para mi completa mejoría y cuando no, obre la Alta Providencia, como más convenga a sus eternos decretos” 14.


Al recibir esta carta. Rosas la hizo publicar en “La Gaceta Mercantil” como índice de la importancia oficial que daba al estado de salud del Gobernador de Santiago. Con ella agregaba un “Informe sobre el estado de salud del Señor General Don Felipe Ibarra después de haber recibido la consulta de los médicos de Buenos Aires convocados por el ilustre General Rosas15. Lo había enviado el Dr. Bruland el 19 de Julio de 1850, con el detalle de la enfermedad que hizo necesaria la consulta. Su texto fue elevado directamente por D. Saturnino San Migual al Dr. Santiago Lepper, médico personal de Rosas, quien seguía desde Buenos Aires las alternativas del paciente 16.


Este informe científico, constituye por su minuciosidad, el mejor documento sobre la salud de Ibarra, y enumera la sintomatología completa del mal, en avance desde un año antes de su muerte. Por ser el único testimonio científico de este carácter, ignorado por la historia y la mayoría de los estudiosos, lo reproducimos en nuestro Apéndice Documental, seguros de aportar una página nueva sobre el verdadero estado físico de Ibarra.


El Dr. Bruland se instaló en Santiago, durante el largo año que duró este proceso. Asistió a Ibarra, acompañado de sus colegas Arias y Barcena.


Ya al fin de sus días, don Juan Felipe está postrado y físicamente pasa períodos enteros sin conocimiento. Acaba de cumplir 64 años el 1° de Mayo de 1851 y ha pasado la fecha, inválido en un sillón, pues el dolor le impide moverse y ni siquiera recostarse. Así ve llegar el invierno soleado de su tierra, buscando entre los recuerdos alivio al presente. Hasta que vino Julio, con las frías y secas de la estación, pero ahora Ibarra como un fantasma doliente y lánguido, avivado algún chispazo que le traen las inquietudes de su pueblo.


Tiene a su lado como Secretario, a uno de sus sobrinos, el joven Manuel Taboada, en quien se vislumbra una fuerte vocación política. Pero también su falta de escrúpulos, pues entabla una lucha sorda por disputarle los favores oficiales a Mauro Carranza, el otro sobrino de Ibarra, de mayor actuación pública.


Ante la angustia de sus fieles amigos ensaya una sonrisa engañadora y, ante los temores futuros sobre la Patria y su Provincia, vuelve a ser el Caudillo celoso y nato de la causa federal. Nada sabe de los sucesos del Litoral ni del Pronunciamiento de Urquiza. Recién en estos momentos se apresta a comunicárselos su cuñado, el Gobernador Saravia, de Salta, pero la noticia llegará a Santiago, después que Ibarra ya ha muerto 17.


Y entonces, cuando los padecimientos finales vinieron en busca del ser físico, pudo trasponer los umbrales del destino, recorriendo en ese fugaz segundo que media entre lo real y la eternidad, toda su trayectoria humana. Estaba sereno y calmo, aquel hombre que había realizado la personalidad autonómica santiagueña, y defendiera mañosamente los lindes de sus contornos geográficos y sentimentales, con obstinado empecinamiento. Estaba ahora sereno, el antiguo voluntario de Borges, como si otra vez, tuviera que enfrentarse con las cargas enemigas en Huaqui o Salta...


Veinte días antes de su muerte, ha hecho testamento, protestando “vivir y morir como católico y fiel cristiano”. Se encomendó a la intercesión de la Virgen de las Mercedes con cuyo hábito pidió ser amortajado y que se le diera sepultura en el templo que él mandara construir para la misma Virgen. Solicitaba la asistencia de las comunidades religiosas de Santo Domingo y San Francisco, y rogaba “a Dios de todas veras, la remisión que espero de mis pecados”, y “me perdone todas mis culpas” 18.


En el postrer instante, recostado en un sillón de brazos de su dormitorio, la hinchazón del cuerpo y la fatiga, le impiden acostarse y ni siquiera dormir y anticipan su cercano fin. Pide entonces la santa unción y en la madrugada del 15 de Julio de 1851, se confiesa con fray Miguel López. Luego, le fue traído bajo palio el Viático por los Padres López, Achával y Gallo, sus constantes amigos 19. La vida se le escapaba en un galope lerdo de sus pulsaciones, sobreviniendo quizás un anasarca cardíaco y, poco después de las 10 de la mañana, expiró impetrando la bendición de la imagen de sus devociones. Tenía la confianza del Pastor, que cree a salvo sus mesnadas, y con el consuelo de la fe acogedora, descargaría un remordimiento menos de su espíritu...


La mañana se pobló de roncos tañidos y las campanas de La Merced, doblaron gemebundas, para anunciar al pueblo aquel tránsito definitivo. Vinieron sus fieles Capitanes a montar la última guardia junto al Jefe, y la inspiración del cantor se volcó en décimas enternecidas. Desde entonces, corrió la nueva por los campos y los bosques, y junto a la noticia corrió la copla, cantada y renovada en cien tenidas, por las voces payadorescas de la tradición.


José Enrique Ordóñez, el Zunko Viejo, Capitán de las Milicias de Vinará, también, él, de legendaria fama como soldado fiel y cantor inigualado, dio forma versificada al dolor popular. El trovero que ha sido llamado justamente “el Gabino Ezeiza mediterráneo por la atracción de su arte y la amplitud de su fama” 20, recogió el dolor de aquellos instantes, como que era el mejor vate santiagueño, y dejó su verso para templarlo quejosamente en las bordonas nativas:


“Ya murió el Gobernador


señor Juan Felipe Ibarra,


quedamos los santiagueños


pidiendo al mundo posada.


El día quince de Julio


se cubrió el pueblo de luto


de ver al Jefe difunto


envuelto en ceniza y humo.


La esfera queda de luto


de ver el dolor tan fuerte


porque nos quitó la muerte


la planta de mejor fruto.


Fue la columna más fuerte


de la Confederación.


Nuestro Ibarra se perdió


porque nos quitó la muerte.