Rosas visto por sus contemporáneos
El comandante de milicias
 
 

Si hemos de atender, cronológicamente, a las primeras referencias que sobre don Juan Manuel de Rosas han llegado hasta nosotros y fueron escritas por contemporáneos suyos que estuvieron a su lado y escucharon su voz en diversos lances de su vida pública o en circunstancias de su vida privada, habrá que acudir a las Memorias del general Gregorio Aráoz de Lamadrid que conoció a Rosas en 1820, año de su iniciación en la política argentina.


Era entonces Rosas —como lo fue después— estanciero y comandante general de milicias de la provincia de Buenos Aires, y como se había producido un conflicto con Santa Fe, el gobernador interino Manuel Dorrego, que estaba para salir a campaña, le nombró comandante del primer regimiento, división del Sur. El regimiento de Rosas (Los Colorados del Monte, por el color de su uniforme) era muy de notar —según todos convienen— por su organización y disciplina. La campaña contra el gobierno enemigo duró dos meses (agosto-septiembre) y en su primera faz resultó favorable a Dorrego, que invadió Santa Fe; pero obligado a retroceder por una inesperada reacción contraria, sufrió tremendo desastre en la batalla del Gamonal. Rosas, Martín Rodríguez, Lamadrid y algunos otros habían vuelto a Buenos Aires antes de terminada la campaña y no es superfino decir que Dorrego, gobernador interino vencido en el Gamonal, se vio desplazado por Martín Rodríguez cuando la legislatura hubo de elegir el gobernador efectivo de la provincia.


Las noticias de Lamadrid, que escribió sus Memorias mucho después, en los postreros años de la dictadura de Rosas, no son desfavorables para su compañero de armas del año 20. De lamentar es que vayan muy esparcidas en el capítulo respectivo de sus Memorias y no se avengan para una presentación conjunta y ordenada. Lo cierto es que Lamadrid desde el primer momento y según propia confesión, “tomó afición a este joven al verlo tan diligente y resuelto” porque saliendo con él del despacho de Dorrego, y al decirle que se hacía menester un baquiano... “No necesita usted de baquiano —le contestó Rosas—, yo me basto para conducirlo y soy mejor que cuantos puedan darle”. Lo llama Lamadrid “el patriota y activo Juan Manuel de Rosas”. En él confió desde que empezaron a organizar las fuerzas para la marcha y cuenta que “llegados a una estancia donde le dijo el práctico y diligente Rosas que podían parar ya sin riesgo, dispuso que se aprestara la carne necesaria y nos pasamos tomando mate...” Y al dar noticia de toda la campaña y del ataque a San Nicolás, habla de Rosas en tono de amistosa confianza. Ya en Buenos Aires, después de haber abandonado el ejército de Dorrego antes de Gamonal, y cuando preparaba su elección por la legislatura. Rodríguez hace llamar a Lamadrid.


“Martín Rodríguez me llamó a su casa —dice el memorialista— y saliendo con él a caballo por el puente de Barracas y habiendo caminado alguna distancia, nos encontramos con el comandante Juan Manuel de Rosas que nos esperaba tendido en el suelo y con su caballo de la rienda; nos bajamos también y nos tendimos igualmente a su lado, y fue entonces que supe el objeto de aquella salida. Iba el señor Rodríguez conmigo porque así lo había exigido el comandante Rosas para obtener de éste la promesa de que trabajaría para que la campaña diese su voto al general Rodríguez para gobernador, o para que lo dieran los diputados de ella en la Junta...”


Ya Martín Rodríguez en el poder, elegido por la Legislatura como consecuencia de la derrota de Dorrego, algunos partidarios del vencido en el Gamonal e integrantes de otras fracciones políticas, levantáronse en armas contra el nuevo gobernador, tomaron la Legislatura y ocuparon militarmente casi toda la ciudad. Rodríguez parecía perdido cuando apareció Rosas con sus Colorados del Monte, más de mil hombres, “perfectamente montados, equipados y sostenidos a su costa”, entró en la ciudad y desalojó de sus cantones a todos los revolucionarios. Esta acción militar de Rosas fue muy aplaudida no sólo por sus contemporáneos sino que lo ha sido años después por todos los cronistas de aquellos sucesos. Miguel Zañartu, agente chileno en Buenos Aires desde años atrás, escribió al doctor Tomás Godoy Cruz en 1820 con hipérbole desmesurada: “El denuedo, bizarría y coraje del batallón de Rosas haría honor a las tropas mismas de Napoleón...” Menester es no olvidar que si Rodríguez debió a Rosas el gobierno, ministro de Rodríguez fue don Bernardino Rivadavia, autor de tantas y tan mentadas reformas en el orden provincial, de 1821 a 1824.


Disgustado al parecer Rosas con Rodríguez porque no quiso atender a la solución inmediata de muy serios problemas rurales y prefirió concentrar en la ciudad toda su atención de gobernante, pidió su separación absoluta del servicio y volvió a sus estancias, no sin acompañar antes a Rodríguez en una expedición contra los indios del Sur, hasta la Sierra de la Ventana. El general Lamadrid incluye en sus Memorias una semblanza de Rosas que ha de corresponder a este momento de su vida por cuanto alude a sucesos de la referida expedición. Como hay en la semblanza toques de viva realidad y no pocos detalles sugestivos, la transcribimos como la primera en el tiempo de las muchas que habrán de justificar el título de este libro:



En el año 20


Desde sus primeros años ya Rosas empezó a desplegar su carácter dominador y perseverante, en sus mismos establecimientos de campo, pero cubierto de la hipócrita capa del respeto a la propiedad y elevándolo al más alto extremo, y era tan rígido en el cumplimiento de sus mandatos, que tenía arreglado, por punto general, en todos sus establecimientos de campo, que sus órdenes debían ser irrevocablemente cumplidas aun contra él mismo, si las quebrantaba. Todas sus órdenes eran bárbaras y crueles y para que sus domésticos o dependientes supieran hasta qué punto quería que fuesen obligatorias, empezó por hacerlas ejecutar en sí mismo de un modo singular. Había establecido por punto general que nadie saliera al campo sin su lazo a los tientos y las boleadoras a la cintura; que todos los sábados al retirarse del trabajo, todos sus sirvientes o peores depositaran sus cuchillos en poder del capataz de cada uno de sus establecimientos para evitar las desgracias que son consiguientes en los días festivos entre nuestros paisanos del campo (ojala el sistema de Rosas se observara en todas nuestras ciudades, en esta parte); que nadie pudiera apartar ganado suyo o caballos cuando se hubiesen interpolado en las haciendas de los vecinos, sin obtener antes su venia, o pedir al propietario que parara su rodeo para apartar los animales que del suyo se habían entreverado; que nadie corriera avestruces en campo ajeno, ni cazara nutrias, y por consiguiente en el suyo, sin su permiso.


Todos estos mandatos eran, por descontado, muy laudables y merecieron la aprobación de todos los hacendados, y mucho más desde que vieron la rigidez con que estas sus órdenes eran observadas aun contra él mismo si no las cumplía. Las penas por las infracciones eran: dos horas de cepo del pescuezo, a todo el que se le encontrara con cuchillo el día festivo y cincuenta azotes a pantalón quitado al que saliera sin su lazo al campo o corriera avestruces, etc... Pues él sufrió ambas penas, lo primero para enseñar a todos los suyos hasta dónde llevaba el cumplimiento de sus mandatos. En su primera falta por el lazo no quiso el capataz, que era esclavo suyo, aplicar a su amo los cincuenta azotes, sin embargo de haberse él mismo desnudado, bajándose los pantalones y tendídose en el campo y en presencia de todos sus peones para que cumpliera con su deber. El criado tuvo reparo en azotar a su amo y se resistió a cumplir en él la orden. ¡Pues le costó cien azotes bien pegados!


No contento Rosas con esto hizo muy luego como que se olvidaba y se salió una mañana al campo con los peones sin poner su lazo a los tientos. El capataz, que ya había probado cuánto gustaba su amo de ser obedecido, le advirtió al instante y, mandándolo apear del caballo, quitarse los pantalones y tenderse, se los aplicó con toda fuerza a los cincuenta azotes. Rosas los sufrió sin hacer un gesto y regaló después a su capataz y criado por haber llenado su deber. Igual experimento sufrió en el cepo del pescuezo por haber salido con cuchillo bien oculto. No se crea que esto es supuesto: me lo aseguraron sus mismos dependientes, ponderándome el orden que se observaba en todos sus establecimientos de campo.


Pues a pesar de todo este rigor con que se hacía obedecer, era él el hacendado que más peones tenía, porque les pagaba bien y tenía con ellos en los ratos de ocio, sus jugarretas torpes y groseras con que los divertía; y apadrinaba, además, a todos los facinerosos que ganaban sus estancias y nadie los sacaba de ellas. Este fue el modo con que Rosas empezó a formarse una reputación, y después del suceso del 5 de octubre, era ya en toda la campaña del sur, muy particularmente, más obedecida una orden suya que la del mismo gobierno.


Era tan torpe en sus juegos, que en la campaña que hicimos juntos a la Sierra de la Ventana yo le he visto practicar con un capitán de mi cuerpo, casado con una prima suya y de apellido Soler, lo siguiente y por dos veces: íbamos en marcha y por lo general se venía Rosas casi siempre a mi lado; lo he visto sacar repentinamente su lazo, echárselo al cuello al referido capitán, su primo, y correr, bajándolo por supuesto del caballo y arrastrándolo como media cuadra y riéndose a carcajadas.


Yo confieso que andaba receloso de él por estos sus juegos torpes, todas las veces que iba a sus establecimientos o que andábamos juntos, pero por fortuna me respetó siempre y jamás me dio broma alguna.


Gregorio Aráoz de Lamadrid.1



A despecho del comentario que la conducta de Rosas en sus estancias provocó en Lamadrid, cabe decir que la amistad contraída entre ellos el año 20 no sufrió gran desmedro porque habiendo ambos dejado el servicio activo, Lamadrid se instaló en la Guardia del Monte, a pocas leguas de Buenos Aires, y dio a su amigo una señalada muestra de aprecio al hacerlo padrino del segundo de sus hijos. “El 17 de septiembre de 1822 —dice Lamadrid en sus Memorias— nació mi segundo hijo a quien puse por nombre Francisco Ciriaco, y del cual fueron sus padrinos el coronel Juan Manuel Rosas y su señora, pues habíamos cultivado una amistad sincera desde que le conocí a mi llegada el año 1820…”A fines de 1824 —agrega Lamadrid—, habiendo cumplido el señor gobernador Martín Rodríguez el término de su mando, y dejado la provincia en el mejor estado de tranquilidad y adelanto, gracias al señor Bernardino Rivadavia, que se había encargado del ministerio de gobierno... (a fines de 1821), le sucedió en el gobierno el general Juan Gregorio de Las Heras...”


En efecto, fue así; y el nombramiento del general Las Heras se recibió con simpatía por todos los demás gobiernos provinciales que estimaban sus prendas de carácter y sus preclaros servicios a la causa de la independencia. Como no existía un gobierno central (después de la caída del Directorio en 1820) y las provincias habían dado pruebas reiteradas de su aspiración a la unión nacional (aunque mediaban disentimientos en punto a forma de gobierno), se reunió el congreso constituyente en Buenos Aires a fines de 1824. Ya en funciones (1825) produjese la guerra con el Brasil por la usurpación de la Banda Oriental (provincia argentina) que hacía de tiempo atrás el imperio vecino, sin prestar oídos a justas reclamaciones. El motivo inmediato fue la invasión de los 33 orientales al dicho territorio y la victoria de Sarandí, a lo que se agregó la reunión del congreso regional de La Florida que proclamó a la Banda Oriental parte integrante de las Provincias Unidas. Los gobiernos del interior respondieron dignamente al llamado del general Las Heras a quien el congreso nacional encargó la dirección de la guerra con los atributos de un poder ejecutivo nacional provisorio, entretanto se dictaba la constitución. Las provincias conservarían sus autonomías, reservándose también el derecho de revisar la constitución que se proyectaba. Y como había en aquel momento confianza recíproca y la guerra era parte a consolidar la autoridad nacional; como el pueblo argentino había demostrado en el movimiento de independencia excepcionales condiciones guerreras, era de esperarse del nuevo gobierno de Buenos Aires, ejercido por el general Las Heras, y de la buena disposición de las provincias, resultados favorables para la integridad y la dignidad del país en la guerra que se iniciaba.


Por desdicha no fue así; la situación interna y externa del país cambió bruscamente en pocos meses con lo que don Vicente Fidel López llamó “la aventura presidencial del señor Rivadavia”... Este personaje llegó al país, de vuelta de Europa, en octubre de 1825 y el congreso en forma precipitada e inexplicable dejó de hecho sin efecto su ley fundamental que aseguraba la tranquilidad interior, eligió presidente, y no interino, al señor Rivadavia, quien mediante leyes dictadas con precipitación para llevar a término su política, desalojó al general Las Heras del gobierno de Buenos Aires, abolió la autonomía provincial, se apoderó del Banco de la Provincia, declaró todas las minas del país argentino propiedad nacional (formaba parte Rivadavia de una compañía minera que había fundado en Londres con capitales ingleses) y como fin y remate de la aventura, fue sancionada la Constitución unitaria contra la voluntad expresa de las provincias.


Cualquiera sea el modo de apreciar estos sucesos, parece discreto pensar que los comienzos de una guerra internacional en que se juega la integridad de un territorio y la dignidad de un país no son los más oportunos y en sazón para precipitar medidas de carácter interno y de objetivos económicos, sobre todo cuando están llamadas a provocar irremediablemente el desorden político. La acción guerrera internacional se debilitó como consecuencia de una creciente oposición a las medidas sancionadas. Tan airada se dejó sentir esa oposición, más en Buenos Aires (como consecuencia de un tratado de paz firmado en Brasil por don Manuel José García) que “la aventura presidencial” fracasó y se siguió la renuncia del señor Rivadavia.


Todo pasó en poco más de un año, pero la sacudida fue tan intensa, que por un largo período sus consecuencias dejáronse sentir en el proceso histórico del Río de la Plata. Durante poco tiempo (1827) ejerció la presidencia interina don Vicente López y Planes, pero al solo efecto de restaurar las instituciones provinciales de Buenos Aires y atender a problemas urgentes de la campaña en la misma provincia. Para este último fin don Vicente López y Planes nombró Comandante general de las milicias existentes en la campaña de Buenos Aires a don Juan Manuel de Rosas. Ya Las Heras le había comisionado en 1825 para hacer la paz con los indios del Sur y defender de posibles ataques de los brasileños el puerto de Patagones. Pudo ser por estos años (la exacta ubicación cronológica no hace al caso) cuando ocurrió en la estancia del Pino un episodio que cuenta el general Lucio V. Mansilla en su libro Entre-Nos y que le fue relatado —según él asegura— por don Mariano Miró. Es un episodio de suyo intrascendente, pero muy significativo para el conocimiento de la persona de don Juan Manuel y lo que representaba en aquel ambiente dilatado donde su prestigio de estanciero y de hombre de mando se afianzaba y se extendía cada vez más.



El estanciero


(Cuento lo que me contó Miró)2


Estamos en la estancia “del Pino”. Mejor dicho: están tomando el fresco bajo el árbol que le da su nombre a la estancia, don Juan Manuel Rosas y su amigo el señor don Mariano Miró (el mismo que edificó el gran palacio de la plaza Lavalle, propiedad hoy día de la familia de Dorrego).


De repente (cuento lo que me contó el señor Miró) don Juan Manuel interrumpe el coloquio, tiende La vista hasta el horizonte, la fija en una nubecilla de polvo, se levanta, corre, va al palenque donde estaba atado de la rienda su caballo, prontamente lo desata, monta de salto y parte... diciéndole al señor Miró: “Dispense, amigo, ya vuelvo”.


Al trote rumbea en dirección a los polvos, galopa; los polvos parecen moverse al unísono de los movimientos de don Juan Manuel. Miró mira; nada ve. Don Juan Manuel apura su flete que es de superior calidad; los polvos se apuran también. Don Juan Manuel vuela; los polvos huyen, envolviendo a un jinete que arrastra algo. Don Juan Manuel con su ojo experto, ayudado por la malicia gauchesca, tuvo la visión de lo que era la nubecilla de polvo aquella, que le había hecho interrumpir la conversación. “Un cuatrero”, se dijo, y no titubeó.


En efecto, un gaucho había pasado cerca de una majada y sin detenerse había enlazado un capón y lo arrastraba, robándolo. El gaucho vio desprenderse un jinete de las casas. Lo reconoció, se apuró. Don Juan Manuel se dijo: “Caray...” De ahí la escena... Don Juan Manuel castiga su caballo. El gaucho entonces suelta el capón con lazo y todo, comprendiendo que a pesar de la delantera que llevaba, no podía escaparse por bien montado que fuera, si no largaba la presa.


Aquí ya están casi encima el uno del otro.


El gaucho mira para atrás y rebenquea su pingo (a medida que don Juan Manuel apura el suyo) y corta el campo en diversas direcciones con la esperanza de que se le aplaste el caballo a don Juan Manuel.


Entran ambos en un viscacheral. Primero, el gaucho; después, don Juan Manuel; pero el obstáculo hace que don Juan Manuel pueda acercársele al gaucho. Rueda éste; el caballo lo tapa. Rueda don Juan Manuel; sale parado con la rienda en la mano izquierda y con la derecha lo alcanza al gaucho, lo toma de una oreja, lo levanta y le dice:


—Vea, paisano, para ser buen cuatrero es necesario ser buen gaucho y tener buen pingo...


Y, montando, hace que el gaucho monte en ancas de su caballo, y se lo lleva, dejándolo a pie, por decirlo así; porque la rodada había sido tan feroz que el caballo del gaucho no se podía mover. La fuerza respeta a la fuerza; el cuatrero estaba dominado y no podía ocurrírsele en ancas del caballo de don Juan Manuel, sino admirarlo, y de la admiración al miedo no hay más que un paso. Don Juan Manuel volvió a las casas con su gaucho, sin que Miró por más que mirara, hubiera visto cosa alguna discernible...


—Apéese, amigo —le dijo al gaucho, y en seguida se apeó él, llamando a un negrito que tenía.


El negrito vino. Rosas le habló al oído, y dirigiéndose enseguida al gaucho, le dijo:


—Vaya con ese hombre, amigo.


Luego volvió con el señor Miró, y sin decir una palabra respecto de lo que acababa de suceder, lo invitó a tomar el hilo de la conversación interrumpida, diciéndole:


—Bueno, usted decía...


Salieron al rato a dar una vuelta, por una especie de jardín, y el señor Miró vio a un hombre en cuatro estacas. Notado por don Juan Manuel, le dijo sonriéndose.


—Es el paisano ése...


Siguieron andando, conversando... La puesta del sol se acercaba; el señor Miró sintió unos como palos aplicados en cosa blanda, algo parecido al ruido que produce un colchón enjuto, sacudido por una varilla, y miró en esa dirección. Don Juan Manuel le dijo entonces, volviéndose a sonreír, haciendo con la mano derecha ese movimiento de un lado a otro con la palma para arriba, que no dejaba duda:


—Es el paisano ése...


Un momento después se presentó el negrito y dirigiéndose a su patrón, le dijo:


—Ya está, mi amo.


— ¿Cuántos?


—Cincuenta, señor.


—Bueno, amigo don Mariano, vamos a comer...


El sol se perdía en el horizonte iluminado por un resplandor rojizo, y habría sido menester ser casi adivino para sospechar que aquel hombre, que se hacía justicia por su propia mano, sería en un porvenir no muy lejano, señor de vidas, famas y haciendas, y que en esa obra de predominio serían sus principales instrumentos algunos de los mismos azotados por él. Don Juan Manuel le habló al oído otra vez al negrito, que partió, y tras de él, muy lentamente, haciendo algunos rodeos, ambos huéspedes.


Llegan a las casas y entran en la pieza que servía de comedor. Ya era oscuro. En el centro había una mesita con mantel limpio de lienzo y tres cubiertos, todo bien pulido. El señor Miró pensó: “¿quién será el otro?...”


No preguntó nada. Se sentaron, y cuando don Juan Manuel empezaba a servir el caldo de una sopera de hoja de lata, le dijo al negrito que había vuelto ya:


—Tráigalo, amigo—. Miró no entendió. A los pocos instantes entraba, todo entumido, el gaucho de la rodada.


—Siéntese, paisano —le dijo don Juan Manuel, endilgándole la otra silla. El gaucho hizo uno de esos movimientos que revelan cortedad; pero don Juan Manuel lo ayudó a salir del paso, repitiéndole—: Siéntese no más, paisano, siéntese y coma.


El gaucho obedeció, y entre bocado y bocado hablaron así:


— ¿Cómo se llama, amigo?


—Fulano de tal.


—Y, dígame, ¿es casado o soltero?... ¿o tiene hembra?...


—No señor —dijo sonriéndose el guaso— ¡si soy casado!


—Vea, hombre, y... ¿tiene muchos hijos?


—Cinco, señor.


—Y ¿qué tal moza es su mujer?


—A mi me parece muy regular, señor.


—Y usted ¿es pobre?


—Eh!, señor, los pobres somos pobres siempre...


—Y ¿en qué trabaja?...


—En lo que cae, señor...


—Pero también es cuatrero ¿no?...


El gaucho se puso todo colorado y contestó:


— ¡Ah!, señor, cuando uno tiene mucha familia suele andar medio apurado...


—Dígame amigo, ¿no quiere que seamos compadres? ¿No está preñada su mujer? —El gaucho no contestó. Don Juan Manuel prosiguió—: Vea, paisano; yo quiero ser padrino del primer hijo que tenga su mujer y le voy a dar unas vacas y unas ovejas, y una manada y una tropilla, y un lugar por ahí, en mi campo, y usted va a hacer un rancho, y vamos a ser socios a medias. ¿Qué le parece?...


—Como usted diga, señor.


Y don Juan Manuel, dirigiéndose al señor Miró le dijo:


—Bueno, amigo don Mariano, usted es testigo del trato, ¿eh?...


Y luego, dirigiéndose al gaucho agregó:


—Pero aquí hay que andar derecho, ¿no?...


—Sí, señor.


La comida tocaba a su término. Don Juan Manuel, dirigiéndose al negrito y mirándolo al gaucho, prosiguió:


—Vaya amigo, descanse, que se acomode este hombre en la barraca, y si está muy lastimado que le pongan salmuera. Mañana hablaremos; pero tempranito, vaya y vea si campea ese matungo, para que no pierda sus pilchas... y degüéllelo... que eso no sirve sino para el cuero, y estaquéelo bien, así como estuvo usted por zonzo y mal gaucho... —Y el paisano salió.


Y don Mariano Miró, encontrando aquella escena del terruño propia de los fueros de un señor feudal de horca y cuchilla, muy natural, muy argentina, muy americana, nada vio...


Un párrafo más, y concluyo.


El cuatrero fue compadre de don Juan Manuel, su socio, su amigo, su servidor devoto, un federal en regla. Llegó a ser rico y jefe de graduación...


Lucio V. Mansilla.