Rosas visto por sus contemporáneos
La investidura de un poder sin límites
 
 

EL nuevo gobierno provincial de Balcarce en Buenos Aires, se caracterizó muy pronto por una reacción contra la tendencia dictatorial, pero como estaban todavía muy cercanos el fusilamiento de Dorrego y otras medidas de Lavalle; como el poder del general Paz en el interior (1830) había amenazado poco antes con dar buena cuenta de todos los federales del litoral, la propensión conciliadora fue señalada como desvío muy peligroso de que sacarían inmediato partido los decembristas, vale decir, los corifeos del unitarismo. Descubríase también en esa tendencia un sentimiento de hostilidad hacia Rosas, a quien muchos consideraban el salvador del país en aquella grave crisis de 1828 a 1831. La política de Balcarce —decíase— haría inútiles todos los sacrificios del partido federal y quedarían sus jefes expuestos a dramas como el de Navarro.1 Así argumentaba, no solamente la llamada plebe rosista sino destacados guerreros de la independencia y respetables figuras de la sociedad porteña. Los unitarios, por su parte, desde el exterior, incitaban ahora a los gobernadores de provincia a una política de organización federal, conociendo las disparidades existentes entre los jefes del partido victorioso el año 31.


Intrigaban desde el Uruguay y desde Bolívia. Rosas, en los desiertos del Sur, estaba al corriente de cuanto pasaba y preparó desde aquellas lejanías la revolución llamada de “los restauradores” que estalló en Buenos Aires para octubre de 1833 y tuvo como consecuencia la exoneración de Balcarce por la legislatura. Quedó con esto demostrado el influjo preponderante de Rosas y fue elegido gobernador por la misma sala el general Viamonte. Pero tampoco Viamonte satisfizo al Héroe del Desierto y su corto y agitado gobierno duró hasta junio de 1834, en que se vio obligado a renunciarlo. La Sala eligió a don Juan Manuel pero sin conferirle las facultades extraordinarias y él rehusó de plano el cargo que se le ofrecía. Hubo de asumir el poder ejecutivo el presidente de la legislatura don Manuel Vicente de Maza, íntimo amigo de Rosas. A instancias de este último, el gobernador Maza resolvió interponer sus buenos oficios ante los gobernadores de Salta y Tucumán, Heredia y Latorre, trabados en guerra civil. Fue designado al efecto como negociador el general Juan Facundo Quiroga que, desde 1831, contaba entre los mejores amigos del Restaurador. Quiroga fue asesinado durante el viaje, jurisdicción de Córdoba, y el hecho causó estupor en Buenos Aires. Ese acontecimiento determinó la elección de Rosas como gobernador, por cinco años, con la suma del poder público, sin más condiciones que defender la religión católica “y la causa nacional de la federación que han proclamado todos los pueblos de la República”.


Rosas exigió que medida de tanta gravedad fuese sometida a un plebiscito, el que se efectuó con el siguiente resultado: nueve mil trescientos veinte ciudadanos por la afirmativa, nueve por la negativa. El 13 de abril de 1835, Rosas asumió el poder revestido de esa monstruosa autoridad. “He admitido —dijo— con el voto unánime de la ciudad y de la campaña, la investidura de un poder sin límites que, a pesar de su odiosidad, lo he considerado absolutamente necesario para sacar a la patria del abismo de males en que la lloramos sumergida”.


Algunas ceremonias de su segunda ascensión al poder fueron descriptas por don Juan María Gutiérrez en carta a don Pío Tedín.



El juramento (1835)


Querrá usted saber, naturalmente, algo de lo que pasa en este gran pueblo, y voy a darle gusto porque me encuentro con humor descriptivo: ignoro los secretos resortes de la política actual, y sólo puedo juzgar de las cosas por su exterior; por eso me limitaré al humilde empleo de cronista.


Empiezo: El 13 del que corre, hasta que tropiece con mayo, se recibió de gobernador con la suma del poder público, el ilustre restaurador de las leyes don Juan Manuel de Rosas, en virtud de la ley y voluntad general, como habrá visto usted en los diarios, si los ha leído antes que esta carta. Desde temprano se entapizaron con colchas de damasco, rojas y amarillas, las puertas, ventanas y balcones de la cuadra de nuestro departamento, la siguiente hasta la esquina de Beláustegui y la del Cabildo hasta la plaza: los postes estaban cubiertos de laurel y sauce, y el suelo regado de hinojo (planta desgraciada que parece no ser útil sino para ser hollada en toda procesión, ya sea diplomática o religiosa); los cívicos cubrían en dos hileras esta travesía y en la plaza hasta la fortaleza las tropas de línea.


Una calle de trofeos pintados en lienzo (a usanza de 25 de Mayo) atravesaba la plaza teniendo en su contra la Pirámide decorada; en la esquina del Cabildo estaba un arco triunfal, en cuyo centro había pintada una pira, simbolizando, según mis entendederas, el fuego de puro amor que abrigan los buenos federales hacia su libertador o padre.


Su Excelencia acompañado de los generales Pinedo y Mansilla, llegó a la una de la tarde a la puerta traviesa de la Representación Provincial con el fin de prestar el juramento. Mientras que pasaba esta ceremonia en el interior, la Sociedad Popular, compuesta como de veinticinco individuos vestidos de azul oscuro con chalecos encarnados, desataron los caballos del coche, y poniendo un cordón colorado, en lugar de los tiros, arrastraron a gran galope a S. E. hasta la fortaleza misma. Desde la azotea de la fonda de enfrente, arrojaron flores algunas damas de las muchas que allí se encontraban.


En las tres cuadras ya mencionadas, no había ventana, ni puerta, ni balcón, ni azotea, que no estuviera cubierta del bello sexo, de manera que parecían los parapetos decorados con caladas rejas de carey, merced a los peinetones. Jamás he visto una función que más despertase la atención pública; jamás he visto mayor concurrencia de gentes de todas clases. Pasó la función, sin embargo, con aquel orden que se nota siempre en todas las reuniones de este pueblo manso y bondadoso. Por lo tanto, hubo volatín 2 en la plaza; a la noche cohetes y vítores; igual cosa hubo al siguiente día; pero cuadrando ser martes santo, mandó la policía que cesacen los regocijos hasta Pascua, como realmente ha sucedido. Usted verá en las gacetas lo que era el motivo de todas las conversaciones de los primeros días, esto es, cuál sería la marcha de la nueva administración: la reforma de empleados marcha a gran prisa, y probablemente no quedará uno solo que no haya dado muestras inequívocas de su adhesión a la Santa Causa de la Federación.


Vidal (Don Mateo), Ocampo (Don Epitasio) y otros, están presos desde el 12, sin que se transpire hasta ahora los motivos; ellos han sido lomos negros o del partido de Balcarce y deben sufrir mayor persecución porque el peor de los enemigos es el doméstico.


También querrá usted saber cuál es esta Sociedad Popular de que he hecho mención poco antes. Esa sociedad, que comúnmente se llama de la Mazorca, tiene por objeto, el introducir por el flanco de la retaguardia del enemigo unitario, el sabroso fruto de que ha tomado nombre, así es que toda aquella gente que recela este fracaso, ha dado en usar el pantalón muy ajustado, disfrazando con el nombre de moda una prevención muy puesta en orden y razón. Si usted estuviese ahora aquí y exclamase como tenía de costumbre a la vista de una... (ilegible). La historia de las disensiones civiles abunda en esta época, de ascensiones raras, como la de los caballeros de la cuchara en Italia, y la de los anilleros de Madrid: la historia nos dice cuál era el objeto de éstas, la misma historia nos dirá cuál es el de la Mazorca, que hasta ahora es para mí un misterio impenetrable: su presidente se llama Salomón, abastecedor corpulento que si en algo se parece al de la Escritura, será en lo castizo y esforzado como varón...


Juan María Gutiérrez. 3



Rosas inició su segundo gobierno con medidas violentas, decidido a extender su dictadura provincial a todo el ámbito de la Confederación y para esto exigió a los gobernadores (con las palabras adecuadas a cada uno) el exterminio del partido unitario. En cuanto a la organización nacional y la distribución de las rentas de aduana, su plan está en una carta que dio a Quiroga en 1835: “Los americanos convinieron en que se formase este fondo de derechos de aduana sobre el comercio de ultramar, pero fue porque todos los estados tenían puertos exteriores; no habría sido así en caso contrario porque entonces unos serían los que pagasen y otros no... A lo que se agrega que aquel país... es en lo principal y mayor parte marítimo...” Le recuerda también a Quiroga: “usted y yo deferimos en 1831 a que los pueblos se ocupasen de sus constituciones para que después de promulgadas, entrásemos a trabajar en los cimientos de la gran carta nacional...” Ahí estaba el toque... Claro es que Rosas no quería ninguna gran carta nacional... como lo demostró después. Pero la unión nacional y la organización del país estarían subordinadas a esa fatalidad de orden geográfico, el puerto único, y a la única aduana exterior importante, la de Buenos Aires, que producía rentas superiores a las de todas las demás aduanas provinciales juntas. López y Ferré y otros hombres del litoral no pensaban lo mismo que Rosas en ese particular y buscaban con honradez y patriotismo una solución dentro de la equidad y de la ley. Que el caso no era de fácil arreglo, lo demuestra la difícil elaboración constitucional que sobrevino después de Caseros y la desunión de 1852 a 1859, y Pavón... y el 80, y lo demás... Rosas, con la aduana y el ejercicio de las relaciones exteriores, tendría poder suficiente para dominar a todos.


Los unitarios contribuyeron en gran medida a esa dominación, porque desde Bolivia, Uruguay y Chile iniciaron las conspiraciones y en forma lesiva por lo común a la integridad o al decoro del país: en Chile ofreciendo territorio para rescatar la libertad, en Bolivia uniéndose al presidente Santa Cruz, enemigo de la Confederación, en Uruguay por las hostilidades que, en unión de los opositores al presidente Oribe (amigo de Rosas), llevaron contra este gobernante legal y por las revoluciones que fraguaron en Entre Ríos.


En 1837, Rosas, autorizado por las provincias y aliado con Chile, llevó la guerra al presidente de la Confederación Perú-Boliviana, Santa Cruz, y ese mismo año surgió el conflicto con el cónsul francés Roger. Como este último conflicto fuera originado por una ley local de Buenos Aires, López, de Santa Fe, pidió el pronto arreglo de la cuestión (el bloqueo) que a todos perjudicaba, y atribuyó —con razón— la actitud de Rosas al solo afán de mantener inconstituído el país por el beneficio del puerto único y para conservar como gobernador, rentas que eran nacionales por su naturaleza en los países de organización federal. La misión del ministro Domingo Cullen a Buenos Aires fracasó, sobrevino la muerte de López, y su ministro fue fusilado arbitraria y despiadadamente por orden de Rosas una vez que éste obtuvo la aprobación de las demás provincias en sus gestiones internacionales.


La guerra formal con Francia —importa recordarlo— comenzó después, a fines de 1838, y a los franceses se unieron contra Rosas el presidente Rivera del Uruguay (que había derrocado a Oribe) y el gobernador de Corrientes, Berón de Astrada. A todos ellos agregáronse los emigrados unitarios de Montevideo y de otras partes, con el general Lavalle a la cabeza. Uno de estos emigrados de la Banda Oriental, Lamadrid, que ya conocemos, vencido por Quiroga en la Ciudadela de Tucumán en 1831, decidió, no obstante, trasladarse a Buenos Aires sin permiso, porque tenía te en la buena acogida de su compadre don Juan Manuel, a quien no veía desde aquella tarde de diciembre de 1828 en que le llevó un despacho de Lavalle, que, según Rosas dijo a don Santiago Vázquez, “parecía papelito de pulpería”... Veamos cómo da cuenta Lamadrid de su llegada y de su visita al Restaurador:



La vuelta de un emigrado (1838)


El 1° de septiembre (de 1838), a las doce del día, desembarqué con sorpresa de cuantos se encontraban en la playa y capitanía del puerto, y del mismo ayudante de ella. Seguí, a quien habiéndole manifestado que iba sin licencia, y preguntándole por la casa del señor ministro Arana para ir a presentarme me dijo: “Yo iré con usted a enseñársela, que quede su familia en mi cuarto”, y marchó conmigo.


Así que llegamos a la casa del ministro y le hube dicho quién era, y cómo iba, se sorprendió; pero habiéndole manifestado mis deseos de verme inmediatamente con el señor gobernador, me repuso que era preciso avisárselo primero; preguntó la casa en que iba a parar, le contesté que en lo de mi hermano don Mariano, que estaba a cuadra y media de la del señor gobernador, y preguntándole yo si volvería a saber el resultado, me dijo: “No sé si el señor gobernador le permite a usted verlo, él le mandará avisar con el general Corvalán”.


Con esta respuesta me despedí, y, regresando a la Capitanía del Puerto, encontramos a la familia que venía con su hermano don Ciriaco y el mío. Así que llegamos a la casa de éste, pasé al templo del colegio 4, que estaba al frente, a dar gracias a Dios por haberme restituido a mi patria y en seguida entré a ver a mi hijo que me recibió lleno de sorpresa y de gozo.


Regresado otra vez a mi casa, me encontré con varios parientes y amigos a felicitarme. A la oración fui sorprendido por dos bandas de música que sonaban en la escalera de los altos, y así que concluyó la primera pieza, salí a darles las gracias, suplicándoles me dispensaran el no poderles dar ninguna gratificación por la absoluta escasez de recursos, y los despedí.


Al poco rato de haber llegado a casa de mi hermano con la familia, había pasado mi señora a casa del señor gobernador, a verse con su hija, la señora doña Manuelita, darle las gracias por la buena acogida que había tenido nuestro hijo en su casa, y presentarle una carta mía para su señor padre, en que le manifestaba el objeto de mi venida y ofertaba nuevamente mis servicios para sostener los derechos y la libertad de mi patria. El objeto principal de haber ido mi señora fue el temor que le asistía de que se me pusiera preso; ella regresó consolada por la señorita doña Manuelita, pero sin contestación a mi carta.


Al siguiente día, pasé a casa del señor gobernador a saludar a la señorita su hija y saber el estado de salud de su señor padre, y el en que se hallaba su señora madre, que estaba enferma ya; fui muy bien recibido por la señorita, y me aseguró que las muchas atenciones de su señor padre, no le permitían dejarse ver, pero que su salud era buena; aunque no así la de su señora madre, que hacía algún tiempo ya que se hallaba gravemente enferma. Habiendo regresado a mi casa a poco rato, me encontré con varias visitas de amigos y parientes que me proporcionaron algunos auxilios pecuniarios.


Habían pasado ya nueve días de mi llegada cuando fui llamado por el señor ministro Arana, quien me dijo a nombre del señor gobernador que había hecho muy mal en venirme sin su licencia, pues desde que él no había contestado a ninguna de las cartas, debí yo considerar que no convenía mi venida, y sí permanecer en Montevideo; pero puesto que había dado ya aquel paso, me dejase estar tranquilo en mi casa y en el pueblo; agregando el ministro que recién esa noche había podido él verse con Su Excelencia. Le di las gracias y me retiré habiendo cesado desde entonces los temores de mi señora. Procuré luego buscar la subsistencia de mi familia, por medio del ejercicio de panadero que había aprendido en Montevideo, y con los pocos pesos que me habían proporcionado los amigos, hice un hornito y empecé a trabajar pan de leche, cuyo trabajo me daba apenas para el alimento diario; así corrió el tiempo y acabó el año 1838, sin haber logrado ver una sola vez al señor gobernador. Yo había tomado la costumbre de visitar todas las noches a las señoras doña Manuelita, y su señora tía, que estaba siempre con ella.


No sé si a fines de diciembre del año 1838 o a principios de enero de 1839, se apareció en mi casa el general Corvalán con un pliego del señor gobernador, rotulado para mí, como de oficio, y entregado que me fue en la puerta de mi casa, se regresó sin entrar ni esperar contestación. Abro el pliego en el zaguán de mi casa y me encuentro sorprendido con diez o doce mil pesos moneda corriente, y sin una sola letra del señor gobernador. En seguida pase a presentarlos a mi señora y después de dar gracias a Dios por este oportuno auxilio, puse una carta a] señor Rosas dándole las gracias por este beneficio y se la llevé yo mismo a su hija, la señorita doña Manuelita, para que se la entregara.


Llega después el carnaval, y pasando el último día por la casa del señor gobernador, me dice el centinela que se había marchado a su quinta de Palermo con sus dos hijos. En el momento fui a una caballeriza, y tomando un caballo, pasé a mi casa para avisar a mi señora que me marchaba a la quinta para ver al señor Rosas, pues que en días anteriores había oído en su casa que solo cuando salía a la quinta se le podía hablar.


Marché, en efecto, y lo encontré a la sombra de los ombúes de su quinta, recostado en las faldas de su hija, sobre un banco de madera en que estaba ella sentada; y con uno de los locos que siempre le acompañan, a su lado. Así que él me vio bajar se enderezó y, dándome su mano, me saludó con el mayor cariño y preguntó por su comadre; en seguida pidió mate, y después de haberme convidado con algunos y tomado él también, me dijo: “Vamos compadre a tomar un asado a la sombra de los sauces...”, y marchamos con su hijo don Juan, la señora de éste, doña Manuelita, su hija, y dos locos, a uno de los cuales llamaba él. El señor gobernador.


Habiendo llegado a los sauces que están a los fondos de la quinta, y sobre la costa del río, se presentó luego una gran alfombra para que se sentaran las señoritas, un hermoso costillar de vaca asado en un gran asador de fierro, que se clavó en el pasto, un cajón de burdeos y no se qué otros platos. El señor gobernador, mandó desensillar su caballo, y recostado sobre su apero, empezamos el almuerzo diciendo algunas jocosidades a los locos y brindándoles con vino.


Después de empezado el almuerzo, llegó el coronel don Ramón Maza, con una joven prima suya, y después de haber concluido (Rosas) pidió a su hijo don Juan que mandara traer el bote para dar un paseo por el río, y al momento fue presentado un hermoso bote, todo pintado de color punzó, en hombros de dos indios pampas, únicos sirvientes y escolta que allí había, fuera de las criadas de la casa. Al momento fue echado al agua y después de haber entrado el señor gobernador, y sus dos hijos, la primera de éstos, yo y los locos, se desnudaron don Juan Rosas y el coronel Maza y metidos al agua en camisa empezaron a empujar el bote por entre los juncos hasta que, dándoles ya el agua al pecho, saltaron los dos al bote y trataron de colocar una vela que había dentro; lo cual les fue imposible a causa del fresco viento que soplaba, y tomando ambos los remos echaron a andar río arriba y con las lanchas cañoneras francesas a la vista; así que llegamos al arroyo de Maldonado, entramos por él y saltamos a tierra a las inmediaciones de un pequeño puente donde estaba esperando un capitán Calderón que cuida los caballos del señor gobernador y con el de la silla de Su Excelencia, de tiro. Al momento se hizo fuego y se calentó agua para mate, habiendo mandado desensillar su caballo mientras tanto el señor gobernador, recostándose a sestear sobre su montura. Ya se ponía el sol mientras tomamos algunos mates, cuando se presentó una galera y un coche en busca de la comitiva, y el señor gobernador mandó que subiera la familia, y dirigiéndose a mí, me dijo: “Suba usted también compadre, que su caballo está en la quinta”.


Acomodados todos los de la comitiva en el coche y la galera, marchamos a la quinta de Palermo, quedando sólo el señor Rosas recostado en su apero, el capitán teniendo de la rienda su caballo y el bote atado dentro del riachuelo o arroyo.


Como no había visto en la quinta desde mi llegada por la mañana, tropa alguna que sirviera de escolta, ni hubiera observado allí en aquel bosque de malezas y sauces hombre alguno, no dejé de estar cuidadoso desde que llegamos a la quinta, cerrada ya a la oración, por las noticias que se decían en Montevideo, de que no salía jamás sino rodeado de su escolta por temor de ser asesinado. Eran las nueve de la noche y el señor gobernador no aparecía, y como yo había quedado con mi señora en volver temprano, me inquietaba el cuidado en que ésta estaría, por mi demora, cuando en estas circunstancias se presenta a caballo el coronel Maza y llama a su prima para llevarla en ancas al pueblo. Entonces para no perder esta proporción de ir acompañado, pues no conocía el camino, le dije a Maza: “Tenga usted la bondad de esperarme y nos iremos juntos, pues yo no soy práctico del camino”, y dirigiéndome a la señora doña Manuelita le supliqué me hiciera el gusto de disculparme con mi compadre el señor gobernador por mi marcha sin despedirme, porque su comadre debía estar cuidadosa por haberle yo asegurado que volvería temprano. La señorita me contestó que perdiera cuidado, que ella se lo prevendría a su padre, y mandó que me ensillasen el caballo.


Así que trajeron mi caballo ensillado, monté y marchamos con Maza que me esperaba montado y con su prima en ancas. Serían las diez de la noche cuando llegué a mi casa y encontré a mi familia llena de terror por mi tardanza; me desmonté, y al desensillar el caballo, me encuentro con una testera punzó de plumas en el freno, y una colera del mismo color en la cola de mi caballo lo cual no había notado hasta aquel momento por la oscuridad de la noche, y enseñándola a mi señora le dije: “Esto probablemente ha sido puesto por disposición de mi compadre y no habrá más remedio que usarlo”.


Al siguiente día fue preciso hacer una diligencia a caballo, y me vi precisado a poner la divisa con que había sido investido en la quinta, so pena de caer en desagrado de mi compadre, si no lo usaba. Todos los amigos que me vieron en la calle con aquellas insignias no dejaron de fijarse en mi; y creo que desde aquel momento ya entraron muchos en desconfianza, haciéndome la injusticia de creerme vendido; lo que a la verdad confieso que me chocó en extremo, pues había presenciado ya algunos hechos escandalosos de la sociedad de la mazorca, como el poner moños pegados con alquitrán a varias señoritas; cortar algunas barbas a cuchillo a varios jóvenes decentes en los cafés, y otros hechos por este estilo que merecían el festejo en la tertulia de la hija del señor gobernador.


Gregorio Ardoz de Lamadrid.5



Para principios de 1839, cuando tuvo lugar la escena de Palermo descripta por Lamadrid, ya la guerra contra Rosas estaba en pleno desarrollo. Lamadrid pudo observar desde los fondos de la quinta de Palermo los buques bloqueadores. Los mismos franceses se habían apoderado de la isla de Martín García y, aliados de Rivera, dominaban en la Banda Oriental. Lavalle había tenido sus escrúpulos antes de entrar en la alianza. A un amigo suyo le escribía: “¿No le dice nada al corazón de usted la presencia de Francia?... Creo, estoy seguro, de que ella no abriga intención alguna sobre nuestro territorio y nuestra independencia. Pero, el gobierno de Rosas, sea lo que fuere, es nacional y yo tengo la ambición de regresar a mi país con honor”... Sin embargo, tres meses después, escribía a Rivera: “Me pongo, con la emigración, a las órdenes de usted...”


En momentos en que los ejércitos de la Confederación iban a entrar en la lucha. Rosas recibió la buena nueva de la victoria decisiva de Yungay, obtenida por el ejército chileno en el Perú, contra el presidente de la Confederación Perú-Boliviana, Santa Cruz. Como la Confederación Argentina estaba aliada con Chile en esa guerra, la victoria de Yungay fue celebrada en la quinta de Palermo. La descripción que publicamos se debe a la pluma de Enrique Lafuente, “empleado de confianza” de la secretaría de Rosas y al mismo tiempo enemigo del dictador, que escribía en clave secreta a Félix Frías, emigrado argentino residente en Montevideo.



Regocijos por la victoria de Yungay (Perú, abril, 1839)


El tirano ha tenido quince días en su quinta de felicitaciones por la destrucción de Santa Cruz. Toda la gente de su círculo ha ido a dárselas. He visto también allí a Lamadrid, a Soler, a Lavalleja, y Oribe por supuesto...


Algunas cosas notables en estas escenas en que he tenido la ocasión de ser espectador:


El dictador no es zonzo: conoce lo que lo aborrece el pueblo, lo teme y está siempre echando una mirada a él, para robarlo y ultrajarlo, y otra a la retirada. Tiene todo el día y toda la noche el caballo ensillado a la puerta de su despacho; no exagero, hay un hombre indio que no se ocupa sino en estarlo mirando junto a él. Estos caballos son unos parejeros famosos, seguros de manos, ligeros como el viento y, dicen los que lo conocen, que pueden correr sin cansarse una legua a todo correr. Rosas, desde que se levanta hasta que se acuesta, anda con espuelas, chicote en la mano, sombrero y poncho, listo siempre para montar. Se me representaba un hombre que está asesinando a otro por robarlo, que a cada instante dará vuelta al menor ruido, seguirá con las víctimas lo que vea que no hay nadie y así...


Con la comida a un lado, voy a continuar esta interrumpida carta. Es el único tiempo que tengo mío, hacen días, el de comer y el de dormir.


Los locos Eusebio, Padre Biguá (como le llaman) y Gómez de Castro, no están sino a la expectativa de los ratos que dedique el viejo a sus diversiones, porque saben que son necesarios y que tienen el deber de no ausentarse.


Cuando fueron los generales Rolón y Pinedo con sus músicas y oficialidad a felicitarlo, estos generalísimos se sentaron en el patio que era la sala de recibo, a la derecha de Rosas, y a la izquierda estaba el mulato Eusebio. La turbamulta rodeaba esta escena para admirar, aplaudir y adular. ¿Quién le parece a usted que era el actor principal, el protagonista, el que promoviera conversación? ¿Rosas? ¿Los generales? No amigo: era el mulato, que allí jugaba el rol de gobernador; y esto no es metafórico, que este tratamiento lo tenía muy de veras. Figúrese usted qué disparates no hablaría, qué groserías, qué sandeces, capaces de dar tedio a cualquiera. Aquellos personajes se reían en grande, aplaudían de todos modos sus barbaridades y la turba era el eco de estas risotadas y de estas zapalladas. La salsa de esta sociedad eran los buscapiés que le ataban en el pescuezo, en el trasero, etc., y la melodiosa música de un soldado llamado el chileno, que paya, con lo cual robaba la admiración y el buen humor de todos.


De rato en rato algún negro, que se había emborrachado, gritaba vivas y mueras a su antojo, y todos hacían coro...


A eso de las doce de la noche, a la mesa. Aquí la oficialidad. Los soldados y algunos gauchos intrusos al patio, en el suelo no más, donde devoraban la carne con cuero y se emborrachaban.


Nueva escena. Los mismos actores. Los generales a la testera de la mesa. Rosas en seguida. A un lado el loco, sentado, por supuesto, y sombrero puesto lo mismo que Rosas. Siempre el loco promueve la sociedad. Ya cuando el horizonte estaba un poco cargado, empezó Rosas a llamar a votación a aquella asamblea, sobre si concedía la palabra al loco, por cuantos minutos, y últimamente, sobre si habría o no de beber el loco en medio minuto, un vasito de vino como de medio frasco.


La asamblea a pesar de que para votar observaba a Rosas si se paraba o no para seguirlo, esta vez la mayor parte no lo siguió, compadeciéndose del infeliz mulato que ya estaba borracho y reventaría con semejante dosis. Rosas da por ganada la votación, no estándolo, y doña Gregoria Ezcurra, y Rolón, dijeron que no estaba ganada. Se volvió a votar y poco a poco se aumentaba el número en favor de Rosas, pero al fin, sin atender a nada, y después de haber reprendido a la Goyita, se lo hizo tomar. Con el último trago empezó a despedirlo, allí no más, y Rosas y los generales a hacer farsa de esto, diciendo: ¡qué hipo le ha dado a Su Excelencia! y otras barbaridades...


Se puso también a votación si iría su excelencia, el mulato Eusebio, a m... o no... Cuando este protagonista, borracho ya, se insolentaba demasiado, sacaba Rosas la caja de rapé y se la daba para que por respeto al retrato de doña Encarnación, se contuviera; después ponía el retrato en la testera de la mesa, parado, para que toda la concurrencia lo viese.


El vino ha sido tan abundante, que, después de emborracharse todos, cada soldado llevaba una botella en la mano y entraba así por la ciudad la tropa federal restauradora... Todo esto se repetía diariamente con la variación de las personas que venían a felicitar.


Durante este período de tiempo, ha hecho muchas gracias 6. Los solicitantes estaban en la expectativa de cuándo salía al patio, para hablarle; lo hacían, y en lo general se les concedía sus gracias. Algunas rameras han ido haciendo de pobres a pedirle limosna y les ha dado de cien a doscientos pesos. Vi salir llorando una señora con expediente, que venía a pedir justicia, me dijo, y como gracia, que se pusiera al despacho para que se decretase con arreglo a ella: no lo consiguió. Esto demandaba tiempo.


Una cosa particular en esto. Muchos soldados desertores de Quesada fueron a pedirle a Rosas la gracia de que se les pasase a otro regimiento: que más bien querían morir fusilados que continuar con aquel tigre. Parece que conociera el anonadamiento a que va reduciéndose su poder por su política justa y enérgica, como él dice. Ha puesto en libertad no sólo a los presos que él decía por causas políticas, sino también a otros por causas criminales, aquí y en la campaña. Individuos que se estaban procesando en ésta, por robos calificados y asesinatos, ¡por “gracia” puestos en libertad! Todo, hasta la equidad, la entiende al revés este bárbaro.


No me extenderé sobre otros pormenores que ahora recuerdo porque no son de importancia. Tal vez con la precipitación con que escribo ésta, se me olviden algunos que lo sean.


En lo general está muy manso el tigre, con sus inmediatos dependientes. Pero a veces se pone con la luna a trabajar, y entonces, ¡pobre el que no se humille más que una culebra!...


El día antes que fuese yo a un llamado a la quinta, me cuentan sus escribientes numerarios que les hecho una ronca que los dejó yertos. Llegó hasta decirles que los había de hacer degollar, palabra que otra vez fue repetida en La Gaceta por su eco público, hablando de los unitarios, y que siempre está en la boca de sus satélites, principalmente de Mariano Maza y Salomón.


Esto es muy reservado. Solo las cuatro paredes de su trono lo oyeron. Cuidado amigo, no me resulte compromiso. Puede publicarse dándole con su brillante final, el colorido que debe tener: pero el modo como se ha sabido siempre debe mencionarse adulterándolo, por supuesto, con arte, de modo que aparezca verosímil. Por ejemplo, este degüello y lo mismo otras cosas, podrían suponerse sabidas por uno de los suplicantes que estaba junto a la ventana de su cuarto.


En otro momento de mal humor, después de haber estado jugando con Eusebio, lo hizo poner en el cepo de campaña en una noche fría, a la intemperie; por empeños de Manuelita lo soltó. De esto se ha conversado en la sociedad.


Del coronel Ramos hace confianzas de importancia. Entre éste y Ramiro se turna el capitaneamiento de la guardia de diez a doce hombres que tiene en su casa de noche. Son estos sus sirvientes; están muy bien armados: bien pagados. A Rodríguez le ha dicho enojado que no vaya por allí más, hasta que él lo llame, porque junto a sus ventanas del lado de la calle, decía a otro, que era muy justa la causa de los franceses, pero que el pueblo estaba muy pobre, y el tirano lo oyó.


Cuando se enoja, los echa a sus edecanes al c... y a la p... que los parió, pero esto, que cualquiera se lo supondrá, no es bueno que vea la luz pública por la dificultad de saberse de otro modo que estando a su lado. Así hay otras cosas de que no se puede hablar: tengo en mi poder el comprobante de un rasgo de tiranía doméstica, más no se lo puedo revelar sin compromiso. .. Cuando llegue la ocasión lo verá todo el mundo.


El sábado santo me hallé en la quinta de Palermo, en donde Rosas desplegó su genio y carácter gauchesco. Hizo quemar un Judas que representaba a Santa Cruz, montado en una mula. En las asentaderas tenía el indecente rótulo: Se me han salido las almorranas.


Lo hizo quemar antes de oraciones porque quería venirse temprano a la ciudad, huyendo de las músicas que iban allá esa noche. El loco Eusebio, montado a caballo, proclamó de orden de Rosas, al Judas. Rosas estaba con un par de bolas en la cintura: se las saca, se las tira al loco y casi lo mata de un bolazo, habiendo errado el tiro al caballo. ¿Qué le importaban estos peligros de sus juguetes? él lo que quería era divertirse... Se puso después al cohetero Santa María, a tirarle algunos cohetes voladores, de cerca, que si le aciertan, lo traspasan. Lo mismo hicieron con Gómez de Castro. éste, a pie, se puso a proclamar también de orden de Rosas. El cohete por delante y un muchacho por detrás por pocas no lo sacrificaron al singular gusto del bruto Rosas. Habían presenciado esta escena algunos oficiales orientales y algunos suplicantes. No hay pues peligro en publicarla, si le parece, porque no sabrán a quien atribuir aquel conocimiento. Otras diversiones que hubieron la noche anterior, no fueron presenciadas por más que los de la casa. Las silenciaré por eso. Pero a la tarde hubo una reunión en el patio, debajo de unos ombúes, en que el gaucho Rosas, haciendo el papel de protagonista, dijo cosas que no quiero pasar en silencio.


“Que nosotros éramos demócratas o federales (que para él todo es lo mismo) desde los españoles. Que si no, se viera cómo el pueblo elegía los jueces, estos no tenían sueldos del gobierno. Que este sistema de los españoles, no era con el objeto de proporcionar nuestra conveniencia, sino con el de tener un sistema variado en la América, pues en Bolivia, Perú y Chile, había aristocracia; con el objeto de tenerlos divididos, e imposibilitar así levantasen el grito de la libertad. Que el sistema de unidad era la aristocracia misma. Así es que la unidad estaba establecida en Chile. Pero que para sostenerla, era necesario dinero, que no tenían los unitarios. Si no que dijera (se dirigía a la reunión) Lamadrid, que estaba a su derecha, ¿qué le habían dado por los grandes servicios que les había hecho?... Lamadrid agachaba la cabeza, nada decía…


Hablando del triunfo sobre Santa Cruz, decía (Rosas) que la guerra que debieron hacerle los chilenos, era de escaramuzas y robos; que él, si hubiera conseguido hacer internar el ejército en el Perú y Bolivia, habría ordenado que huyeran siempre de presentar acción y robasen a donde pisasen, sacándose “hasta las imágenes de los templos” por estar allí mal colocadas, y se las mandaran para colocarlas bien.


Dirigiendo una mirada astuta a Montevideo, decía: que Lavalleja no tuvo razón de hacerle la guerra al presidente Rivera; si violaba la Constitución, ahí estaban las cámaras, para cuidar del derecho de petición.


Explicaba todo esto a su modo, y con la tendencia de hacer ver que un pueblo no debe nunca tomar las armas contra su gobierno sin resolución de la Legislatura. Que por esa razón, tampoco Rivera había tenido razón contra Oribe, y Lavalleja hizo entonces muy bien en ir contra aquél.


Es tal el miedo que tiene el tirano, que cualquiera que pasaba cerca de la quinta era examinado por alguno de la casa que nunca falta en sus alrededores: de dónde venía, a dónde iba, etc... Delante de mí, se hizo este examen a un inglés, y el inglés contestó que si ¿era prohibido hacer camino por allí?... y le contestaron que no, pero que mejor era que no lo hiciera.


Respecto a la decantada sabiduría de Rosas, he observado que su administración, ni redactar una nota sabe. Para acusar recibo por ejemplo, transcribe toda la nota, cuyo recibo se avisa, traiga o no disparates, lo cual es muy común principalmente las de campaña, y dice después lo que quiere a veces en dos palabras. De suerte que para decir dos palabras, es preciso toda esta obra antes.


Esta administración es rutinera sin igual, tanto para la redacción, como para las ideas, han de desempolvar cuanto archivo hay, siempre que recuerden que ha habido anteriormente asuntos de la naturaleza del que tienen entre manos. Bien ha dicho usted en el diario en que escribía, que era la lucha de lo pasado, sobre el presente, etc., de “la autoridad sobre la razón”, diré ahora yo, siguiendo su idea.


Enrique Lafuente.7



En este mismo mes de abril de 1839, llegó a Buenos Aires, procedente de la cárcel de Lujan, el general José María Paz, prisionero de guerra desde 1831. El general Paz había estado preso en Santa Fe, donde se casó con una sobrina que, acompañando a su madre, hermana del prisionero, concurrió un día a la cárcel para visitar a su infortunado tío. López dio alojamiento allí mismo a los recién casados. Después, siempre acompañado de su mujer, el general Paz pasó a la prisión de Lujan, y de aquí a Buenos Aires, donde Rosas le dio la ciudad por cárcel, habiéndose comprometido el prisionero a no tomar las armas contra él. Pasado poco tiempo. Rosas lo hizo inscribir en la Plana Mayor del ejército y le pagó sueldos atrasados, atención que Paz agradeció por carta y con varias visitas a la hija del gobernador. En la noche del 3 de abril de 1840, alzó el vuelo y fue a posarse en la fragata francesa Alcmene que con otras varias estaban bloqueando a la ciudad. De allí pasó a la Banda Oriental.



En casa del dictador (1839)


Desde que llegué a Buenos Aires (1839) conocí el peligro de mi situación y no fue mi vida sino una continua inquietud. Poco más o menos, era así la de todos.


En el acto de llegar, me presenté al jefe de policía, quien me recibió con frialdad, pero sin desatención. Luego se me indicó que debía, por la forma, presentarme en casa de Rosas, que si no lo hacía, extrañaría este requisito, y ya se sabe lo que en tal gobierno importaba una omisión cualquiera. Además, mi cualidad de militar, en cuya clase es sabido que el preso que obtiene libertad se presenta al jefe, daba más colorido a esa exigencia. Yo tenía también un motivo para creer que estas indicaciones no partían del señor Elizalde, que me las hacía, sino que traían su origen del ministro Arana, cuya señora es hermana de la del señor Elizalde.


Elegí, pues, una noche, a los tres o cuatro días de haber llegado, y, acompañado del hijo mayor del señor Elizalde, fui a casa de Rosas. Es imponderable el silencio y lobreguez de aquella calle; eran raras las personas que pasaban por ella, y he conocido muchas que hacían grandes rodeos para evitarla, cuando alguna urgencia los llamaba en esa dirección. ¿Qué diré de la casa?... No había guardia, no había aparato militar alguno; un zaguán alumbrado con un farol y un hombre que desempeña las funciones de portero; un gran patio sombrío y desierto en que reinaba el más profundo silencio, es lo único que vi. Todas las puertas que caían a él estaban cerradas, a excepción de una en que se divisaba una débil luz; a ella nos dirigimos, y habiendo llegado, vimos dos hombres sentados delante de una gran mesa rodeada de sillas que le daban el aspecto de un comedor muy común. Esos dos hombres eran el edecán Corvalán y el capitán del puerto, coronel don Francisco Crespo.


Cuando hube dicho que venía a hacerme presente a Su Excelencia, me contestó el primero que no podía verse al señor gobernador, y cuando el joven Elizalde le dijo quién era yo, Corvalán, sin moverse de su silla, ni mudar de postura, me insinuó que no era preciso que me hubiese incomodado en ir, pero que lo haría saber al ilustre Restaurador.


Me retiré bajo el peso de las más desagradables impresiones; por un lado celebraba haber salido de aquel disgustante paso, que se me había pintado como indispensable, y que, sin duda, lo era, a pesar de lo que me dijo Corvalán; pero el sepulcral aspecto del edificio, su lobreguez, la certidumbre de que allí se alojaba un sangriento tirano, el terror de que parecía que participaban hasta las paredes, producía sensaciones inexplicables, para los que no han estado en Buenos Aires o en el Paraguay en la época del doctor Francia. En seguida fui a casa del señor Arana, quien me recibió muy atentamente y a quien dije la grosera acogida que me había hecho Corvalán, a quien trató de disculpar con la vejez.


No pasaron dos días sin que se me trasmitiese por conducto de la señora de Elizalde, a quien se lo había referido su hermana, la esposa del señor Arana, que la señorita doña Manuelita Rosas había reñido mucho a Corvalán porque no le había anunciado mi visita, pues aunque su tatita no pudiera recibirme por sus ocupaciones, ella hubiera tenido gusto en conocerme. He aquí a mi mentor, el señor Elizalde, que declara que aquella indicación equivalía a una muy clara invitación para que yo fuese otra vez de visita a casa de Rosas, so pena, si rehusaba a ella de... de... de todo, porque todo puede acarrearnos el simple desagrado de un hombre dotado de un poder monstruoso, y que usa de él del modo que sabemos.


Me seria imposible significar la repugnancia que sentía para hacer este segundo cumplido, del que no saldría tan brevemente como del primero. Habrían pasado ocho días de mi llegada, cuando, a la una de la tarde, me presenté en casa de Rosas, y, a pesar de la hora, el silencio y la soledad de la calle y de la casa, era la misma. Tan sólo había en el patio una puerta abierta, que era de la misma pieza en que noches antes había encontrado a Corvalán; allí encontré a alguno que no sé si era edecán, a quien me anuncié, y mientras él partió, quedé dando largos paseos por el patio, que duraron cerca de media hora.


Al patio caían varias ventanas, pero perfectamente cubiertas con persianas, que no permitían ver cosa alguna interior; era seguro que Rosas, que nunca me había visto, como yo no le he visto a él hasta ahora, querría conocerme, y que al efecto me estaría observando de la parte interior de las persianas; yo, que no dudaba de ello, traté de aparentar la más cumplida indiferencia, y, paseándome con negligencia, jugueteaba con mis guantes que tenía asidos con una mano. Cuando después de hecha mi visita me retiré, y advirtió el señor Elizalde que mis guantes eran de un color verde oscuro, me significó la inconveniencia de su color y el peligro que había corrido; mas, como ya hubiese pasado, hubimos de tranquilizarnos, proponiéndome no hacer otra prueba.


Al fin se abrió la puerta del salón, al que salió la señorita doña Manuelita y dos señoras más, de las cuales una era tía y la otra abuela; me recibió con atención y aun me manifestó benevolencia, pero sin hablar, por supuesto, una palabra, ni de mis sufrimientos pasados ni de las cosas públicas presentes. La conversación rodó sobre objetos indiferentes y nada hubo de que pudiese resentirse la más refinada delicadeza.


José M. Paz.8



Durante los primeros meses de la lucha. Rosas pudo contar en su favor dos hechos de armas afortunados: la batalla de Pago Largo, en Corrientes (Pascual Echagüe contra Berón de Astrada) y el combate de La Trinchera, en Córdoba (Manuel López contra revolucionarios de Santa Fe). Rivera, en buques de la escuadra francesa, recorría el río Paraná, anunciando la inminente victoria y el muy próximo desembarco de fuerzas francesas. Entretanto, una conspiración tramada en Buenos Aires, revolución casi de palacio, amenazaba terminar con la vida del dictador. El coronel Ramón Maza, hombre de confianza de Rosas, era el encargado de asesinarle, y don Manuel Vicente, padre del coronel y presidente de la Legislatura, estaba en el secreto. Todo fue descubierto por una delación: Ramón fue preso y fusilado. Don Manuel Vicente asesinado en el recinto de la legislatura por miembros de la Sociedad Popular Restauradora, más conocida por La Mazorca (junio de 1839). Pero el movimiento había cundido también entre algunos estancieros del sur de Buenos Aires que se levantaron en octubre de ese mismo año y fueron derrotados en la batalla de Chascomús. Como en Pago Largo, después de esta lucha, hubo degollina cumplida por los rosistas, y los fugitivos se embarcaron en barcos franceses que les esperaban en la costa atlántica de la provincia de Buenos Aires.


Paralelamente, el general Lavalle, primero en Entre Ríos, luego en Corrientes, había perdido su tiempo en una campaña desordenada, al grito de ¡Viva el sistema republicano representativo federal!... Y se mostraba, al parecer, tan ávido de sangre y de venganza como sus mismos enemigos, porque el 8 de diciembre de 1839, escribió a Ferré: “Espero que usted estará tan bueno de salud como yo para hacer degollar al ejército de Máscara (Juan Pablo López), todo entero...” (Memoria de Ferré, pág. 519).


Y llegó así el año 1840... Con la victoria de Pago Largo, con el castigo de la conspiración de Maza, con el triunfo de Chascomús, Rosas había obtenido muy serias ventajas sobre sus enemigos. En este mismo año, un ejército formado por Lavalle en la ya referida región, se embarcó en la costa entrerriana y, conducido por la escuadra francesa, fue a tomar tierra en la orilla opuesta, San Pedro (provincia de Buenos Aires). El ejército se puso en marcha sin tardanza, desde San Pedro a Buenos Aires, seguro su jefe de que el almirante francés Baudin llegaría con tres mil infantes prometidos para tomar la ciudad; avanzó hasta Merlo donde le esperaba el ejército de Rosas, pero, en vista de que los franceses no se dejaban sentir en ninguna parte, decidió Lavalle retroceder hacia Santa Fe. El ejército unitario tomó esta ciudad, donde Lavalle hizo imprimir un periódico llamado El Libertador que llevaba este acápite: ¡Viva la Federación! ¡Muera Rosas!... Pero muy poco pudo permanecer en Santa Fe, porque se acercaba desde el sur el ejército rosista mandado por Oribe, ex presidente legal del Uruguay (derrocado por Rivera) y a quien don Juan Manuel seguía tratando como a legítimo mandatario. A la noticia de la proximidad de Oribe, se largó Lavalle con sus tropas a Córdoba, pero alcanzado en Quebracho Herrado sufrió allí una tremenda derrota (noviembre 1840).


A esto se agregó una desconcertante noticia: los franceses habían tratado con Rosas y dos comisionados —francés uno de ellos— venían a proponer a Lavalle el abandono de la lucha y el retiro a Europa, en condiciones ventajosas. En efecto, el gobierno de Francia, que de ninguna manera deseaba comprometerse por la causa unitaria ni se interesaba ahora gran cosa por la suerte de sus súbditos en Buenos Aires, había cambiado de política: “El gobierno no mandará —decía uno de sus ministros— ninguna expedición y se interesa muy poco por los asuntos de Buenos Aires y de los franceses comprometidos allí, pues no está obligado a proteger a los franceses que se van al extranjero”. Todavía más: “Francia no ha considerado aliados suyos ni a la República Oriental, ni a las tropas del general Lavalle; solamente ha visto en ellas auxiliares traídos por acontecimientos imprevistos...”9 Y Lavalle había exigido poco antes, un millón de francos a Buchet de Martigny para gastos de guerra...


No es de extrañar, entonces, que llegara al Río de la Plata el Almirante Barón ángel René de Mackau, revestido de carácter diplomático, e hiciera proposiciones de paz. Era todo lo que quería Rosas. Se acordó fácilmente la cesación de la guerra, la derogación de la ley que había traído el conflicto y la indemnización a los pocos franceses que se creían perjudicados. “Los ciudadanos franceses en el territorio argentino —dice el tratado— y los ciudadanos argentinos en el de Francia, serán considerados en ambos territorios, en sus personas y en sus propiedades, como lo son o lo podrán ser los súbditos y ciudadanos de todas y cada una de las demás naciones, aun la más favorecida”. Y todos contentos... Rosas, en verdad, no había hecho hincapié en la ley misma que provocaba el conflicto sino en que el asunto fuera materia de un tratado diplomático, y eso lo consiguió. Y sus adictos proclamaron el hecho como un gran triunfo del Restaurador de las Leyes. Los franceses —al parecer— no recibieron mala impresión del gobernador. En los apuntes sobre los asuntos del Plata, firmados por Un officier de la Flotte publicados en la Revue des Mondes, que algunos atribuyen al mismo barón de Mackau y otros al oficial Page, se lee: “Rosas es gaucho entre los gauchos; pero ante un extranjero distinguido que quiere conquistar, el gaucho desaparece, su lenguaje se depura, su voz acaricia, sus ojos se dulcifican, su mirada atenta y llena de inteligencia, cautiva...” Lo que no está muy en concordancia con el retrato que un distinguido argentino, enemigo implacable de Rosas en 1840, su amigo hasta 1835, don Domingo de Oro, nos dejó en un folleto publicado en Chile: El tirano de los pueblos argentinos (1840).



El tirano


La naturaleza .concedió a don Juan Manuel de Rosas una constitución robusta. Su ejercicio de ganadero y labrador la desenvolvió completamente y la habilitó por más de un respecto para desempeñar el tremendo papel que representa. Su semblante, en el círculo de hombres de su confianza, o cuyas simpatías le interesa conquistar, es agradable, y cuando se le habla, hay en su rostro una expresión de atención y seriedad que halaga; pero en el trato común con otros hombres, manifiesta cierta tosquedad de maneras y descompostura de lenguaje que concuerda con cierto aire de taciturnidad que parece en él característico. En estos casos, rara vez mira a la persona con quien habla, y si lo hace, con intervalos, con movimientos rápidos de su vista, es para ver el efecto de sus palabras. Por lo demás, ninguna señal revela jamás contra su voluntad los afectos de su alma y nadie al mirarlo sospechará cuánta es la bastardía de las pasiones brutales que fermentan en su pecho. Pero aunque tiene el disimulo que se atribuye a Tiberio, el miedo .en el momento de peligro pone descolorido su semblante, que es encendido, sin que carezca del valor necesario para arrostrar aquél, cuando es indispensable o muy urgente. Es verdad que entonces sus facultades se perturban y cae en cierto estado de entorpecimiento mental o casi estupidez. Rosas es frugal y parco en alto grado, y lo era antes, de que el temor de un envenenamiento viniese a atormentarlo como sucede hoy. Es pensador, reflexivo y laborioso como pocos. No tiene ideas religiosas ni morales; y todas las facultades de su alma están subordinadas a la ambición de mando absoluto y a la pasión de la venganza, las dos cualidades dominantes de su carácter. En la historia del Nuevo Mundo hasta nuestros días, no se encuentra el nombre de un tirano tan reflexivamente atroz y cruel como Rosas. La actividad febril con que trabaja, degenera en una extravagancia loca y feroz en sus momentos de descanso y distracción, y en estos, accesos mantea a los locos que tiene siempre en su compañía...


Domingo de Oro.



El general Lavalle no podía aceptar lo propuesto por los comisionados después del tratado Mackau, porque desde tiempo atrás, en plena alianza con los franceses, tenía comprometidos a gobernadores del interior, para formar una liga contra Rosas, la “Liga del Norte”, y ya esos gobernadores habían dado manifiestos desde abril y mayo de 1840. Andaba en ello el general Lamadrid que, enviado por Rosas —como amigo suyo— con fuerzas al interior, había “dado vuelta el poncho”, quedándose con las fuerzas y el dinero de su compadre.


De manera que Lavalle tenía el terreno bien preparado y muy mal hubiera procedido con sus amigos yéndose a Francia para gozar de las ventajas que se le ofrecían. Rehusó, pues, el ofrecimiento y se replegó a Córdoba, dispuesto a ponerse al frente de la Liga.


Pero el ejército de Oribe estaba bien equipado y se distinguía por una rígida disciplina. Lavalle y Lamadrid establecieron en un principio su cuartel general en Catamarca y desplegaron una división a Cuyo para derrocar a los gobernadores resistas. El general Acha, jefe de esta división, afortunado en un comienzo, tuvo que rendirse en San Juan. Lamadrid fue completamente derrotado por Pacheco en Mendoza (septiembre), y en el mismo mes. Oribe derrotó nuevamente a Lavalle en el combate de Famaillá. Triunfante el ejército rosista, avanzó hacia el norte sin mayor resistencia e hizo terribles y crueles escarmientos: decapitación de Avellaneda, de Cubas y muchos otros; espantoso desastre en que Lavalle no mostró grandes cualidades de militar y Oribe se reveló hábil organizador e implacable y atroz en el castigo. En retirada hacia Bolivia, Lavalle murió en Jujuy, en la madrugada del 9 de octubre de 1841, no de muerte heroica, sino al abrir una puerta desde el interior de la casa en que dormía, para espiar a cierta partida enemiga que hizo una descarga contra el edificio.


Así terminó esta campaña, iniciada en 1839. De los aliados de entonces quedaba sólo el presidente Rivera en el litoral, buscando la paz con Rosas. Los emigrados argentinos en Montevideo, poco después de firmado el tratado Mackau, echaron mano del atentado personal y estuvieron a punto de matar a la hija de Rosas, según nos informa ella misma en el siguiente relato escrito para Adolfo Saldías en el destierro.



El atentado de la maquina infernal. (1841)


En la noche del 25 de marzo de 1841, aniversario del cumpleaños de mi finada madre, estando rodeada de algunas personas que me visitaban en memoria del día, entró monsieur Bazin, primer edecán del señor Almirante Dupotet, y, entregándome una caja como una tercia de vara de tamaña, me dijo acababa de recibirla de Montevideo con una carta del cónsul general de Portugal, el señor Acevedo Leite, en la que le pedía ponerla en mis propias manos para que yo lo hiciera del mismo modo en las de mi padre; y que dicha caja encerraba una medalla de diploma que la “Sociedad de Anticuarios” de Copenhague, le dedicaba.


Después de tomar dicha caja en mis manos pedí, no recuerdo a cuál de los amigos que allí estaban, ponerla sobre la mesa redonda, que entonces se usaba en medio de la sala. Lo efectuó y allí quedó la caja toda la noche estando la mesa en constante movimiento, pues, a medida que los visitantes aumentaban, esta se retiraba para dar lugar a formar el círculo social. Al siguiente día llevé a mi padre la caja, repitiéndole las palabras de monsieur Bazin. Mi padre la miró y me dijo ponerla sobre una de las cómodas que había en su aposento donde él estaba escribiendo ese día. Lo hice, y después de pasados dos días, me dijo que la abriese y le hiciese saber su contenido. Esto fue el 28 de marzo, tres días después de haberla yo recibido.


La llevé a mi dormitorio, y, sentada en una silla al lado de la ventana, llamé a una joven amiga mía, Telésfora Sánchez, que entonces me acompañaba; para que me ayudase a descoser los forros. El primero, no recuerdo de qué material era, pero sí que el segundo era de cachemira blanca, con las costuras ribeteadas de un cordón de seda colorada. Bajo este forro, sobre la tapa de la caja, estaban varios papeles, que no leí por estar escritos en un idioma desconocido para mí, pero me parecieron ser títulos o diplomas. Con éstos estaba la llave de la caja, atada con una cintita colorada. Puse a un lado los forros y papeles, y al abrir la caja con la llave, saltó la tapa de un modo tan violento, haciendo tan fuerte ruido, que Telésfora y yo dimos un grito.


Al mirar la máquina, yo no tuve la más mínima idea de lo que era, pues teniéndola en las faldas la miraba de frente, pero Telésfora, que estaba sentada en la ventana y la miraba de lado, me dijo: “Manuelita, fíjate parecen cañones los tubos que la forman”.


Hice lo que ella me indicaba y ni aun asimismo me inspiró la más mínima sospecha que tenía en mis manos tan cruel, tan infernal proyecto del que, si la Divina Providencia no me hubiera salvado, habríamos sido víctimas con mi amiga Telésfora, y también mi mucama Rosa Pintos, que en esos momentos se ocupaba de acomodar algo en el cuarto. Al tratar de cerrar la caja, no pude conseguirlo; en balde apretaba dos grandes gonces que habían saltado en los lados de ella, lo que después supe ser los gatillos de la máquina que por haberse descompuesto, no produjeron el infernal intento.


Esa misma mañana la llevé a mi padre, y él, al mirar la máquina comprendió en el momento la terrible realidad. Guardó silencio un momento, y después, mostrándosela al primer escribiente de Secretaría, don Pedro R. Rodríguez, que acababa de entrar, le dijo: “Es esta una máquina infernal enviada por mis enemigos para matarme, pero Dios es justo. Vaya usted inmediatamente a llamar al señor ministro Arana”.


No tardó en llegar dicho señor, quien, doblemente aterrado al saber hubiese sido yo la víctima de tan espantosa trama, tanto mi padre como él me abrazaron y besaron tiernamente, felicitándome por la protección que el Todopoderoso me había dispensado, y al decirme mi padre: “Hija mía, demos fervientes gracias al Divino Ser que con tanta bondad nos ha salvado con su suprema protección”, mi llanto sin desprenderme de sus brazos, no le permitió continuar.


Esto tenía lugar, como he dicho antes, el 23 de marzo, y así que mi padre y el doctor Arana, ministro de Relaciones Exteriores, conferenciaron, decidieron imponer, sin pérdida de tiempo al señor almirante Dupotet, de lo que pasaba. Este señor almirante, indignado al saber que se hubiesen valido de su edecán monsieur Bazin como agente de una trama tan infame, despachó a éste, esa misma mañana, en un vapor a Montevideo para tomar informe del señor Acevedo Leite, si tenía algún conocimiento de la carta, habiéndosele engañado. El señor Leite, tan ofendido como debía serlo, se vino sin demora con monsieur Bazin a Buenos Aires para dar la satisfacción debida de su inocencia, la máquina, sin moverla de la caja, se llevó inmediatamente a casa del señor ministro Arana, donde estuvo algún tiempo expuesta al examen del público.


Siendo el 30 de marzo el día del cumpleaños de mi finado padre y el 29 se destinó a consultas de ministros del gobierno y de los agentes extranjeros —fue aquel día en el que se declaró al público lo que pasaba; así fue que todos los cuerpos diplomáticos y militares que iban a casa para cumplimentar a mi padre, como los particulares, impuestos de la infamia que se les refería, pasaban a ver la máquina a lo del señor Arana... Los oficiales franceses descargaron algunos de los cañones en el jardín del señor ministro Arana, y la carga era tan terrible, que los cañones reventaban.


Manuela Rosas de Terrero.10