Rosas visto por sus contemporáneos
La coalición europea y el Combate de Obligado
 
 

Con la derrota de la Liga del Norte y la muerte de Lavalle, Rosas aseguraba su política en el interior y habríala asegurado en todo el país si el general Paz, fugitivo de Buenos Aires en 1840, no hubiera pasado a Corrientes y preparado un ejército, con pericia y diligencia tales, que a fines de 1841 el triunfo de Caaguazú le hizo dueño de Corrientes y de Entre Ríos. A lo que se agregó Santa Fe, por defección del gobernador Juan Pablo López a la causa de Rosas. Y el triunfo de Paz en Corrientes, fue tabla de salvación para Rivera, que en esos momentos buscaba en toda forma un arreglo con la Confederación. Paz fue elegido, por derecho de la victoria, gobernador de Entre Ríos, y pudo ver reunidos en Paraná a los delegados de la nueva Liga, formada por Corrientes, Santa Fe, Entre Ríos y Banda Oriental. Pero en Entre Ríos estaba ahora Rivera, presidente del Uruguay, y éste no se resignó a que el vencedor de Caaguazú ejerciera el mando militar de los nuevos aliados. Fuese porque Paz inspiraba pocas simpatías o porque Rivera ostentara título de presidente de un Estado, ello es que para el mes de abril (1842), el presidente del Uruguay tomó la dirección de la guerra y el vencedor de Caaguazú, decepcionado, se encaminó a Montevideo. Por esos días, Oribe, sin enemigos en el interior argentino, veníaseles encima desde Córdoba. A tiempo que Rivera se hacía cargo del ejército de Entre Ríos, Oribe llegó a Santa Fe, derrotó fácilmente a Juan Pablo López, aseguró un gobierno adicto al Restaurador (el de Pascual Echagüe) y empezó a pasar tropas al otro lado del Paraná.


Los ministros extranjeros (inglés y francés), que vivían en inquietud desde el año anterior, vieron que soplaban malos vientos para sus connacionales de Montevideo, arraigados en la ciudad desde años atrás y con serios intereses comerciales en ella. No debieron de tenerle mucha fe a Fructuoso Rivera en el orden militar aquellos ministros, porque, antes de que nada ocurriera, y a punto de llegar Oribe a Santa Fe, ofrecieron seriamente su mediación y dijeron a Rosas que la restauración de Oribe en el poder les parecía inadmisible. Rosas declaró que Rivera le había declarado la guerra, que había invadido y saqueado la provincia argentina de Entre Ríos y que el gobierno de Buenos Aires, encargado de las relaciones exteriores, no reconocía otro presidente legal que Oribe. A lo que respondieron los ministros que recurrirían a otros medios para defender los bienes de sus connacionales. La suerte estaba echada. Aquí empieza el segundo conflicto de Rosas con países europeos. Oribe cruzó su ejército a Entre Ríos y fue a encontrar al enemigo casi a orillas del río Uruguay, donde lo destrozó en la batalla de Arroyo Grande (6 de diciembre de 1842). Como en otras ocasiones, el vencedor se mostró implacable con el vencido y hubo degüellos y crueldades a mansalva.


Oribe, que hubiera podido, pasando el Uruguay, caer de súbito sobre Montevideo y tomarla, no se dio prisa en hacerlo y cuando llegó con su ejército encontró la ciudad bien fortificada. En ello había andado el general Paz y otros emigrados. De ahí que, apenas iniciado el cerco de la plaza, y cuando el almirante Brown con la escuadra de Buenos Aires daba comienzo a las operaciones de bloqueo, el comodoro inglés Purvis se opusiera con su flota, hasta inmovilizar los buques argentinos. Rosas protestó ante el ministro inglés Mandeville por ese hecho y arguyó que, estando en buenas relaciones Inglaterra con la Confederación, no era concebible un acto semejante. Pero, como consecuencia de aquella actitud del comodoro inglés, y por insinuación suya, salió en misión a Inglaterra Florencio Várela desde Montevideo, a pedir la intervención armada en el Río de la Plata.1 A Varela le siguió el brasileño conde de Abrantes, afanoso porque se diera al Brasil beligerancia en el asunto, lo que no consiguió. El gobierno inglés, por lo pronto, desaprobó la conducta del almirante Purvis, y Rosas pudo restablecer el bloqueo iniciado en el mes de febrero. Los extranjeros de la ciudad, que resultaban los más perjudicados porque disponían de capitales, formaron casi todos en el ejército de la defensa. Más de un año se prolongó esa situación y Oribe ganaba de continuo posiciones en la campaña. Cuando todo lo creían perdido los sitiados, llegó por fin la “mediación armada” anglo-francesa. Venían dos comisionados: el señor Ouseley (inglés) y el señor Deffaudis (francés). Con ellos, sendas escuadras —los primeros buques de guerra a vapor llegados al Plata— al mando de los comandantes Inglefield y Lainé (marzo 1845). A despecho y pesar de este concurso, al parecer decisivo, la situación se agravó para los enemigos de Rosas, porque Rivera fue derrotado en aquellos momentos por Urquiza en la batalla de India Muerta y toda la campaña oriental estuvo de tal modo en poder de Oribe.


Los comisionados extranjeros enfrentaron a Rosas en Buenos Aires. Exigieron el retiro de sus tropas de la Banda Oriental y el levantamiento del bloqueo. Aquél invocó nuevamente sus derechos de beligerante y la soberanía de su país sobre los ríos interiores Los almirantes Lainé e Inglefield apresaron entonces barcos argentinos en el Río de la Plata, tomaron la Colonia y Martín García (agosto-septiembre 1845) y en el mes de octubre remontaron el Paraná con intención de hacer desembarcos. Una vez en la “Vuelta de Obligado”, donde el río se estrecha y hace posible la defensa con baterías de costa, halláronlo cruzado por una larga cadena tendida sobre canoas, como símbolo de la soberanía nacional. En la orilla estaban escalonadas las baterías al mando del general Mansilla. Siete horas se defendieron los escasos cañones de Obligado contra el fuego incesante de ochenta y cinco bocas de fuego de las dos escuadras, que pasaron al fin, pero llevando en sus flancos el recuerdo de la jornada. Entretanto la provincia de Corrientes, esta vez en manos del general Paz, firmaba un tratado de alianza con el Paraguay. Pero el ejército unitario de Paz (mejor dicho, su vanguardia) fue derrotado en Laguna Limpia por Urquiza (6 de febrero de 1846).2 Los descalabros se sucedían; un desembarco inglés en la costa del Paraná fue anulado por el coronel rosista Thorne. A pocos meses del combate de Obligado (junio de 1846), el mismo general Mansilla, desde la costa de San Lorenzo, en Santa Fe (Paso del Quebracho), causó grandes pérdidas a un convoy compuesto de doce buques de guerra a vapor y noventa y cinco mercantes que descendían el Paraná con víveres para la plaza de Montevideo.


Ya para entonces se conocía en Europa el poco brillante papel de las escuadras llegadas al Plata. Palmerston había interpelado al gobierno en el Parlamento a propósito de la invasión. Los franceses eran acusados de conquistadores. Los comerciantes ingleses del Río de la Plata, que hacían pingües negocios, se preguntaban qué podía ganar Inglaterra en aquella aventura y pedían la paz. De súbito apareció en el Río de la Plata el inglés Tomás Samuel Hood, comisionado de Francia e Inglaterra para hacer proposiciones de paz a Rosas. Hood, debidamente autorizado, proponía: Desarme de todos los extranjeros de Montevideo; levantamiento del bloqueo; devolución de naves apresadas y de la isla Martín García; reconocimiento de la soberanía argentina y de su dominio exclusivo sobre el río Paraná; retiro de las fuerzas argentinas del sitio; Oribe aceptaría los resultados de una elección libre; los emigrados argentinos saldrían de Montevideo; amnistía general.


Estas proposiciones, motivo de gran revuelo, fueron aceptadas en principio por Rosas y Oribe, pero los comisionados Ouseley y Deffaudis, así como los dirigentes de Montevideo, negaron su asentimiento. En Francia, los partidarios de la intervención protestaron también y Thiers dijo en el Parlamento que el honor obligaba a cumplir compromisos con el Uruguay. Hood se embarcó para Inglaterra... Y las cosas quedaron más tranquilas, sin hostilidades de la escuadra, hasta que, en mayo de 1847, aparecieron los comisionados lord Howden (inglés) y el conde Walewski (francés). Este último era hijo de Napoleón I (con la polaca María Walewska) y más tarde fue ministro de Napoleón III. Los nuevos comisionados venían a tratar sobre las bases Hood, pero querían separar a Rosas de Oribe y ponían de lado una cláusula, para Rosas muy esencial: la exclusiva jurisdicción de la Confederación Argentina sobre los ríos interiores...


El dictador hizo de esa cláusula cuestión de principios.


El conde Walewski quiso insistir y hacer del asunto nuevo motivo para continuar la guerra; pero Howden, que tenía instrucciones de Palmerston (ahora ministro) y quería desprenderse de aliados molestos, optó por levantar el bloqueo y volverse a Inglaterra. Antes, trató de lograr un armisticio con Oribe y los sitiados de Montevideo. Oribe lo aceptó, pero no los sitiados. Entonces Howden escribió al comodoro sir Thomas Herbert, comandante de la escuadra bloqueadora: “Considerando, yo, primero, que los orientales de Montevideo no obran en este momento libremente sino coartados por una guarnición extranjera; y, segundo, que este bloqueo ha perdido enteramente su carácter primitivo de medida coercitiva contra el general Rosas, y se ha convertido en una medida de dar dinero, en parte al gobierno de Montevideo, y en parte a ciertos individuos extranjeros residentes allí, con perjuicio continuado del extenso y valioso comercio de Inglaterra, en estas aguas, os requiero por la presente, Señor, que alcéis el bloqueo de ambas márgenes del Río de la Plata y que toméis las providencias necesarias para cesar en toda ulterior intervención en estas aguas”.3


Herbert cumplió lo indicado por Howden, y lord Palmerston, jefe del gobierno de Londres, aprobó ampliamente el proceder de su comisionado; lo que no es de sorprender, puesto que Palmerston, había ya escrito a Guizot, primer ministro francés: “Lo cierto es, si bien esto debe quedar entre nosotros, que el bloqueo francés y británico del Plata ha sido ilegal desde el primer momento”.4


En los meses que permanecieron en Buenos Aires Howden y Walewski, tuvieron repetidas conferencias con Rosas; hubo fiestas en Santos Lugares, dedicadas a Howden, y animadas tertulias en Palermo. Algunas de las comunicaciones de Howden a Palmerston revelan ciertos aspectos de la personalidad de Rosas que nos interesa conocer.



La amnistía (1847)


23 de mayo de 1847. El general Rosas se refirió a la amnistía solicitada, mostrándose muy vehemente en este asunto porque alardea de la protección que ofrece a los emigrantes, a los extranjeros, y a todas las personas que se acogen a su protección. Esta circunstancia, de que se envanece, puede ser beneficiosa. Dijo que el artículo no le concernía, que estaba bien proponerlo al general Oribe, quien, por otra parte, ya lo había aceptado, pero que el gobierno argentino nada tenía que decir a Montevideo, cuyos habitantes, si vienen a esta orilla del Plata, serán tratados siempre como él ha tratado a todos los extranjeros; que el gobierno inglés sabe bien cómo trata él a los extranjeros y que su propia disposición, como su crédito, valían por mil tratados.


26 de mayo de 1847. Rosas, hablando de sí mismo, dice que él no tiene ningún tinte literario, que nunca aprendió a estudiar otra cosa que el corazón humano... La aversión por los extranjeros en este país es innata. No solamente existe una aversión tradicional, sino la desconfianza por todo lo que signifique un proyecto europeo. Creen que uno viene a esquilmarlos o a oprimirlos y están dispuestos a creer que existe en Europa una vasta organización para atentar contra la independencia americana... ...Considero que el general Rosas es, en política, tan liberal como pueden serlo sus connacionales, y al proteger a los súbditos británicos, se muestra amigo de Inglaterra hasta donde se lo permite su sangre y su nacimiento... Para terminar esta comunicación diré que no hay país en el mundo donde la diplomacia europea se encuentre más desamparada y en realidad tan sin esperanzas, como éste...


9 de Julio de 1847. Mi Lord: Confío en que Vuestra Excelencia no ha de atribuir a mera jactancia, sino a un orgullo justificado, la gran satisfacción que experimento al informarle que el general Rosas me ha comunicado —y se complace en repetirlo— que yo he obtenido, no solamente la entera confianza del gobierno, sino la buena voluntad de todas las clases sociales de este pueblo y que él estima en consecuencia como un deber especial, el velar constantemente por la seguridad de todos los súbditos británicos que se hallan en el país, sean cuales fueran las circunstancias que puedan sobrevenir en adelante y que mientras se encuentre en el poder, nadie tocará un pelo de la cabeza a los británicos, ni perjudicará en un solo peso sus propiedades. Tengo el honor, etc.


Howden.5



Alfred de Brossard, acompañante del conde Walewski en la misión de 1847, nos ha dejado de don Juan Manuel este retrato muy al vivo y del natural y no del todo desfavorable a despecho de la inquina con que le trata en el libro de que es autor y que se titula Considerations historiques et politiques sur les Repúbliques de la Plata dans leurs rapports avec la France et I'Anglaterre, París, 1850, de donde han sido traducidas las páginas siguientes:



El diplomático (1847)


A su llegada monsieur Walewski hizo a Rosas una visita de cortesía y después mantuvo con él una larga conferencia. Habiéndome tocado asistir a estas diversas entrevistas, aprovecho la oportunidad para describir al jefe del gobierno argentino tal como se presentó ante nosotros.


El general Rosas es un hombre de talla mediana, bastante grueso y dotado, según todas las apariencias, de un gran vigor muscular. Los rasgos de su fisonomía son proporcionados; tiene la tez blanca y los cabellos rubios; en nada se asemeja al tipo español. Al verlo, diríase más bien un gentilhombre normando. Hay en su expresión una extraña mezcla de astucia y de fuerza; de ordinario mantiene su gesto apacible y hasta suave, pero por momentos la contracción de los labios le da una singular expresión de dureza reflexiva.


Se expresa con mucha facilidad y como un hombre perfectamente dueño de su pensamiento, y de su palabra. Su estilo hablado es muy desigual; tan pronto se sirve de términos escogidos y hasta elegantes, como cae en la trivialidad. Es posible que entre por algo la afectación en esta manera de expresarse. Sus pláticas no son nunca categóricas, sino por el contrario, difusas y complicadas a fuerza de disgresiones y frases incidentales. Pero esta prolijidad, es, sin duda, premeditada y calculada para desconcertar al interlocutor. En efecto, se hace muy difícil seguir al general Rosas en todos los rodeos de su conversación.


Sería imposible reproducir en todos sus aspectos esta conferencia que se prolongó por espacio de cinco horas. Rosas se mostró en ella, por momentos, como un perfecto hombre de estado, y, según el caso, como un particular afable, y también infatigable dialéctico y orador vehemente y apasionado. Representó, a medida de las exigencias y con una rara perfección la cólera, la franqueza y la bonhomía. Es comprensible que, visto cara a cara, pueda seducir o engañar...


Dotado de una voluntad reflexiva y persistente, don Juan Manuel es un gobernante esencialmente absoluto; y aunque la fuerza —vale decir el principio de las gentes que carecen de principios— constituya la base de su gobierno; y a pesar de que en su política consulte sobre todo las necesidades de su posición personal, lo cierto es que gusta de pasar por hombre de razonamientos y de convicciones. Muestra gran horror por las sociedades secretas, las logias, como las llama, aunque la mazorca, fundada por él, fue una sociedad secreta que se hizo pública por los mismos excesos en que incurría. Se indigna de que puedan suponer en él la menor afinidad con los revolucionarios enemigos del orden social y, como hombre de Estado, finge en sus máximas una gran austeridad que no guarda en su vida privada. “Yo sé muy bien, dice en sus conversaciones, que el ejemplo debe venir desde arriba”.


Ha justificado hasta cierto punto sus pretensiones restableciendo el orden material en el país y en la administración; trabaja asiduamente de quince a diez y seis horas diarias en el despacho de los asuntos públicos y no deja pasar nada sin un riguroso examen. De tal manera, como él mismo lo repite, todo el peso y la responsabilidad del gobierno recae sobre él. Así puede decirse que los principales resultados de su gobierno en el interior, han sido: 1° La seguridad pública; 2° Una pasable justicia; 3° Orden (aparente al menos) en las finanzas.


Pero al par de estos resultados honorables, hay otros que lo son mucho menos y que provienen de la situación del general Rosas y de la naturaleza de su educación y de su carácter.


Llegado al gobierno por medio de la astucia, el general Rosas ha visto violentamente atacada su administración y sólo ha podido mantenerse por la fuerza. Imperioso y vengativo por educación y por temperamento, se entregó al despotismo y ha hecho menosprecio de la libertad, después de haberla invocado tanto, como esos hombres descriptos por Tácito, que proclaman la libertad para derribar el poder y una vez en el mando la emprenden contra ella. De ahí todos esos actos sanguinarios que le han dado una aureola de terror. De ahí esos favores exorbitantes que otorga a ciertos perdularios, atados a su destino por sus crímenes y sus vicios, individuos siempre listos para jugarse por él y cuya vida y bienestar es un insulto a la moral, y a la miseria públicas. De ahí, por fin, el sistema de opresión legal que hace pesar sobre todos sus enemigos y, hay que decirlo, sobre la parte más educada y esclarecida de la nación.


Hombre de campo. Rosas ha sido en efecto el jefe de la reacción del hombre del campo contra la influencia predominante de la ciudad. Imbuido de prejuicios de orgullo castellano, detesta, en masa a los extranjeros, cuyos brazos y cuyos capitales podrían enriquecer el país, y apenas si les acuerda una -mezquina hospitalidad. Agricultor por nacimiento, por educación y por tendencias, poco se le importa de la industria. Esta predilección le ha inspirado algunas buenas medidas, porque predica con el ejemplo de sus propiedades que están perfectamente administradas y cultivadas. Ha fomentado el cultivo de cereales y lo ha mejorado cargando con un pesado derecho de importación a los trigos que Buenos Aires hacía traer hasta entonces de la América del Norte. En otros respectos, ha sobrepasado el límite.


Educado en las máximas exclusivas del derecho colonial español, no comprende ni admite el comercio sino rodeado de tarifas prohibitivas y de rigores aduaneros. De ahí la estancación en el comercio y en la industria y el absoluto abandono de los objetos de utilidad material.


En contraposición a esto, el general Rosas se preocupa mucho por los medios que pueden servir a un gobierno para influir sobre el espíritu de los pueblos y acuerda gran importancia a la instrucción pública porque la instrucción pública y la religión, son medios de influencia política.


Por ese mismo motivo interviene activamente en la prensa periódica; paga diarios en Francia, Inglaterra, Portugal, Brasil y Estados Unidos y él mismo dirige sus periódicos de Buenos Aires: La Gaceta Mercantil, El Archivo Americano y el British Packet. Los artículos de estos periódicos, son escritos, dictados, o por lo menos corregidos por el mismo general Rosas y cada uno se hace con vistas a la política de Europa o América, siempre con un objetivo bien preciso, y destinado a producir un efecto determinado.


La Gaceta Mercantil, destinada especialmente al interior de la Confederación, repite diariamente la misma polémica: “Las comunicaciones son tan difíciles —dice Rosas— que de treinta números, pueden perderse veintinueve. Es necesario que el número treinta enseñe a los lectores lo que no le han enseñado los veintinueve perdidos”.


El Archivo Americano, revista redactada en tres idiomas (español, inglés y francés) por don Pedro de Angelis, está destinada a Europa en general. El British Packet, diario escrito en inglés, como su nombre lo indica, sirve de órgano al gobierno argentino para dirigirse al comercio británico.


Si don Juan Manuel comprende muy bien la acción de la prensa, conoce asimismo muy bien el poder de la disciplina militar y se ocupa con especial cuidado del ejército, que constituye uno de sus principales sostenes. Por él arruina sus propias finanzas y se mantiene en amenaza contra los países vecinos.


Rosas se siente animado por pensamientos de ambición, tiene el instinto de las grandes empresas y es demasiado sagaz y avisado para no comprender que todo gobierno, por absoluto que sea, necesita algún apoyo de la opinión pública. Su aversión por los extranjeros, su desprecio por la industria y el comercio, su predilección por la agricultura, son sentimientos de que participa toda la facción que lo apoya y sobre los cuales ha sabido fundar su crédito y su popularidad. Ha ido más lejos; se ha exhibido como campeón de la independencia americana, amenazada según él y sus parciales, por las costumbres e ideas europeas y por la ambición de los gobiernos del viejo mundo. Y este pensamiento, expresado con ardor, ha realzado singularmente su reputación, no solamente ante sus partidarios, sino ante los pueblos de más allá del Atlántico y de los Estados Unidos. Por eso sus admiradores lo saludan con el nombre de Gran Americano.


El general Rosas alimenta otra ambición muy a propósito para halagar el orgullo de su pueblo; la reconstrucción del antiguo Virreinato de Buenos Aires, que supone la reunión en un solo haz, de todas las provincias argentinas, el sometimiento del Paraguay recalcitrante y el recobro de la influencia, siquiera indirecta, sobre la Banda Oriental, como antes del tratado de 1828. Esto es, evidentemente, su programa.


Alfred de Brossard. (Trad. de J. L. B.)



Las notas confidenciales del conde Walewski al ministro Guizot, han sido extractadas por el señor Jacques Duprey en su excelente libro: Un fils de Napoleón 1er. dans le pays de La Plata sous la dictature de Juan Manuel de Rosas, etc. Montevideo, 1937, y dicen así:



Resistencia audaz (1847)


En el transcurso de esta primera entrevista, el conde observa una reserva cortés y felicita a Rosas por el orden que reina en Buenos Aires y la seguridad de que disfrutan los extranjeros. Rosas, por su parte, estudia su hombre con calculado abandono. Habla de su deseo de ver la paz restablecida, de sus trabajos, de la fatiga en que le ponen los negocios del Estado y de su deseo de ir a Europa algún día para descansar de la existencia laboriosa y agitada que le obligan a llevar los asuntos de su país; habló de sus conquistas sobre los indios; del almirante Mackau, por quien conserva los sentimientos más afectuosos..., etc. Me había esperado en la puerta de su casa y después me acompañó hasta la misma acera con muchas protestas de sinceridad.


Para no despertar inquietud en Waleswki, por la fuerza que pueda suponerle, expresa su cansancio y su deseo de abandonar el gobierno. En junio de 1845, con el barón Deffaudis, había llegado a fingirse enfermo. El Barón lo creyó, no obstante su larga experiencia diplomática, a punto de que escribió de inmediato a Guizot: La vejez comienza a pesar sobre él. Sus movimientos son pesados pero poco abatidos. Su cuerpo parece tener diez años más que su rostro... Y es que se encuentra atacado por una grave enfermedad, el mal de piedra, que le deja pocos momentos de reposo. De manera que no había razón para inquietarse por él en Europa; bastaba con un poco de paciencia...


Otro medio de seducción al que recurría con frecuencia (Rosas) era sus relatos de los tiempos en que fue gaucho y estanciero en lucha con los indios de la frontera. Lord Howden fue conquistado por esos medios, tanto como por los encantos de Manuelita y por la influencia de los capitalistas ingleses de Buenos Aires, atados a la causa del dictador. Rosas conocía el prestigio del color local sobre los viajeros de Europa y aun sobre los diplomáticos. El recuerdo para el almirante Mackau, cobra un valor muy preciso cuando se sabe que la víspera (Rosas) había sabido, por un despacho que recibió de Sarratea, su ministro en París, el papel representado por el ministro de marina francés en la designación del conde Walewski como ministro plenipotenciario de Francia en el Plata.


Pero, a juzgar por los numerosos y desdeñosos etc., etc., que esmaltan la relación de Walewski, parecería que éste no se dejó engañar. Ayudado por Brossard, juzga muy bien a Rosas y su sistema. Para juzgar rectamente al general Rosas hay que considerar la situación revolucionaria de que surgió; las costumbres sanguinarias de este país, que hacen de la crueldad, no solamente un medio de dominación muy común, sino también un medio de gobierno, y aunque rechacemos el sistema de terror implantado por el gobernador de Buenos Aires, no puede uno menos de reconocer que es un hombre de grandes concepciones (o alcances). Como todos los hombres verdaderamente hábiles, ha estado siempre dispuestos a ceder ante la necesidad, pero sabe que la audacia sin temeridad, es también habilidad. De ahí que no ceda ante la apariencia del peligro, sino ante el peligro mismo. Así se explica la audaz, resistencia que opone a la voluntad de las potencias mediadoras. Si él hubiera creído desde un principio que Francia e Inglaterra estaban dispuestas a hacerle seriamente la guerra, jamás hubiera tratado de sostener la lucha; y nada más absurdo que la resolución que le han atribuido en Europa, de retirarse al interior para hacer guerra de partidas antes de ceder, si el enemigo se le presentaba a las puertas de Buenos Aires. El general Rosas sabe muy bien que, si abandona Buenos Aires, no podría volver más, porque, habiendo desaparecido el prestigio de su fuerza, surgirían por todas partes los enemigos mas encarnizados para exterminarlo. Por eso aceptaría todas las condiciones posibles antes de correr el riesgo de ser arrojado de su capital. Hay cierta analogía entre el general Rosas y Mehemet Alí. Rosas, como el Pacha de Egipto, no es hombre de hacerse volar él mismo con un barril de pólvora...


Walewski resume con claridad en qué consiste la fuerza del Dictador: Los hombres de la campaña, los gauchos alejados del centro de acción pierden de vista los medios y no ven más que los resultados. Estos resultados son: 1° Justicia igualitaria para todos los que no son salvajes unitarios (y el general Rosas cuida muy bien de dar ese calificativo a todos sus enemigos y a todos los que quiere expoliar, para justificar la expoliación a los ojos del vulgo ignorante); 2° Una resistencia gloriosa al extranjero; 3° Un poderío que se agranda diariamente teniendo como pedestal la independencia americana.


Entre Walewski y Rosas, ambos orgullosos, tenaces, que se juzgaban sin indulgencia y sin ejercer dominio el uno sobre el otro, debían surgir conflictos y estallidos, como ocurrió en las dos entrevistas secretas, de varias horas cada una, en que se afrontaron directamente, Walewski dio cuenta a su ministro de la primera entrevista. El 12 de junio, después de seis horas de discusiones sin resultado, el conde Walewski hizo de cuerpo entero el retrato que hasta entonces se había negado a trazar para Guizot: El general Rosas es casi siempre prolijo y difuso, habla en períodos largos y se desvía con gran facilidad del tema principal para entregarse a digresiones que alargan desmesuradamente la conversación. De vez en cuando trata de obtener efectos de elocuencia en que los ademanes y la entonación de la voz resultan hábilmente calculadas para producir impresión…


El conde Walewski, en medio del informe técnico sobre la discusión de los artículos del tratado de paz, subraya algunos de los accesos de elocuencia de Rosas en que se revelan a la vez el cálculo y la espontaneidad. Lo felicita el conde por su política generosa y al mismo tiempo hábil con relación a los extranjeros. ¡No! —exclama Rosas— no he obrado por política. Lo he hecho porque el principio que dirige todos los actos de mi vida y constituye el objeto de todos mis esfuerzos, es la práctica de las virtudes cívicas y cristianas...


Walewski insinúa al Dictador que su poder es bastante fuerte para hacer aceptar por la Cámara de Representantes las bases Hood, modificadas según el deseo de los enviados extranjeros.


“¡Se equivoca usted! —corta Rosas—. Los Representantes me han aprobado hasta hoy porque he marchado siempre por la senda de la opinión pública y de los intereses del país, y si me apartara en lo más mínimo de esa vía, mi autoridad acabaría en un momento, mis decisiones no tendrían efecto, yo seria arrojado del poder y condenado a la horca”.


Después de esto, Rosas relata una conversación que tuvo M. Guizot con Sarratea, ministro argentino en París, en la que (Guizot) dijo refiriéndose a él: “La sociedad tiene que defenderse. M. Guizot —continuó Rosas— habrá querido sin duda referirse a las asociaciones secretas y a los principios demagógicos y subversivos de todo orden social que esas sociedades propagan. Pero si yo hubiera estado en lugar del Sr. Sarratea, le habría contestado que no hay en el mundo enemigo más grande de las asociaciones secretas, de la anarquía y de los anarquistas, que el general Rosas. El general Rosas quiere ante todo el orden y cree haber dado pruebas de ello”.


Conde Walewski.


(Un fils de Napoleón 1er. dans le pays de la Plata sous la dictature de Juan Manuel de Rosas. La mission du comte Colonna Walewski en Argentine et en Uruguay (1847) d'après de nombreux documents argentins, uruguayens, français et anglais, par Jacques Duprey. Montevideo. 1937). Textos traducidos por J. L. B.



Después que partieron los comisionados Howden y Walewski, en el mismo año 1847, tuvo ocasión de visitar a Rosas en Palermo el inglés William Mac Cann, comerciante que, a fines de 1845 o comienzos de 1846, había ido de Buenos Aires a Inglaterra con el fin de informar al gobierno sobre los asuntos del Plata y pedir la cesación del bloqueo por los perjuicios que ocasionaba al comercio inglés. Mac Cann era autor de un folleto titulado The present position of affairs in the River Plate, que firmó con el seudónimo de “A Merchant”.



Un viajero afortunado (1847)


Volví a Buenos Aires, después de mi primer viaje, precisamente cuando lord Howden, embajador británico, había llegado de Inglaterra para ofrecer términos de avenencia con el gobierno.


Infortunadamente su misión fracasó... y, después de una corta residencia en Buenos Aires, se fue para Río de Janeiro. A su partida, la opinión pública se hallaba muy agitada y se hacían conjeturas sobre las probables causas y consecuencias de esa actitud. En tales momentos, una sombra cualquiera se miraba como una realidad y de una cuestión insignificante se hacía una montaña. Ocurrió así que, en el debate de la Sala de Representantes, uno de los oradores habló de mi viaje como de una empresa organizada por el gobierno inglés para recoger informaciones que pudieran servir a lord Howden. Este rumor, tan infundado como ridículo, me molestó mucho y me hizo temer por la suerte de mi proyectado viaje al norte, porque es de saber que el discurso del sabio representante, apareció en La Gaceta. En suma, vine a ser mirado como una especie de espía y en tales condiciones no consideré prudente aventurarme hasta las provincias lejanas.


Estaba a punto de abandonar mi acariciado proyecto, cuando el general Rosas, sabedor del trance en que me encontraba, me invitó a visitarlo en su quinta. Como esta inesperada deferencia me abría la posibilidad de proseguir mi viaje con seguridad, acepté muy complacido la invitación.


De entonces acá, la fortuna ha vuelto la espalda a Rosas, pero esto no es razón para que yo modifique las notas que entonces escribí sobre el hombre que ha gobernado por tanto tiempo como dictador en la República Argentina. No tengo por qué acusar ni tampoco defender al general Rosas, pero desde que éste cayó del poder, siento la obligación de registrar las opiniones que entonces formé y he conservado hasta ahora, con toda conciencia, sobre su carácter y sus actos de gobernante.


Hago esto, confiadamente, porque tengo la seguridad de que los hechos que están ahora ocurriendo en la República Argentina harán nueva luz sobre el gobierno de Rosas, a quien solamente pueden juzgar aquellos que conocen el país y el pueblo que gobernó.


Cuando me presenté de visita en su residencia, encontré reunidas bajo las galerías y en los jardines, a muchas personas de ambos sexos que esperaban despachar sus asuntos. Para todo aquel que deseaba llegar hasta el general Rosas en carácter extra oficial, la hija del dictador, doña Manuelita, era el intermediario obligado. Los asuntos personales de importancia, confiscaciones de bienes, destierros y hasta condenas a muerte, se ponían en sus manos como postrer esperanza de los caídos en desgracia. Por su excelente disposición y su influencia benigna para con su padre, doña Manuelita era para Rosas, en cierto sentido, lo que la emperatriz Josefina para Napoleón.


En la casa del general Rosas se conservaban algunos resabios de usos y costumbres medievales. La comida se servía diariamente para todos los que quisieran participar de ella, fueran visitantes o personas extrañas; todos eran bienvenidos. La hija de Rosas presidía la mesa y dos o tres bufones (uno de ellos norteamericano), divertían a los huéspedes con sus chistes y agudezas. El general Rosas raramente concurría; cuando aparecía por allí, su presencia era señal de alegría y regocijo general. En esos momentos se mostraba despreocupado por las cuestiones de gobierno, pero no participaba de la mesa porque hacía una sola comida diaria. La vida de Rosas era de ininterrumpida labor; personalmente despachaba las cuestiones de Estado más nimias y no dejaba ningún asunto a la resolución de los demás si podía resolverlo por sí mismo. Pasaba de ordinario las noches sentado a su mesa de trabajo; a la madrugada hacía una ligera refacción y se retiraba a descansar. Me dijo una vez doña Manuelita que sus preocupaciones más amargas, provenían del temor de que su padre se acortara la vida por su extremosa contracción a los negocios públicos.


Desciende el general Rosas de una antigua familia española; su padre era coronel de ejército y él mismo desde temprana edad se sintió inclinado a la milicia. Su natural chocarrero e inclinado a las bromas pesadas y chascos, contribuyó a darle popularidad entre la soldadesca y su influencia personal sobre las milicias se hizo entonces muy considerable, aunque no era más que un subalterno. Como hacendado, supo ganarse las voluntades del paisanaje y aventajaba a todos los gauchos en alardes de prontitud y destreza, en domar potros salvajes y en tirar el lazo, acreditándose también como un excelente administrador de estancias. Durante toda su carrera se hizo notar siempre por sus cualidades de administrador y su arte especial para captarse las simpatías de los que lo rodeaban, hasta obtener su confianza, así como la segura obediencia de todos aquellos que servían bajo sus órdenes.


Mi primera entrevista con el general Rosas tuvo lugar en una de las avenidas de su parque, donde, a la sombra de los sauces, discurrimos por algunas horas.


Al anochecer me llevó bajo un emparrado y allí volvió sobre el interminable tema político. Vestía en esta ocasión una chaqueta de marino, pantalones azules y gorra; llevaba en la mano una larga vara torcida. Su rostro hermoso y rosado, su aspecto macizo (es de temperamento sanguíneo), le daban el aspecto de un gentilhombre de la campaña inglesa. Tiene cinco pies y tres pulgadas de estatura y cincuenta y nueve años de edad. Refiriéndose al lema que llevan todos los ciudadanos: “¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los Salvajes unitarios!”, me dijo que lo había adoptado contra el parecer de los hombres de alta posición social pero que en momentos de excitación popular había servido para economizar muchas vidas; que era un testimonio de confraternidad, y como para confirmarlo, me dio un violento abrazo. La palabra “mueran” expresaba el deseo de que los unitarios fueran destruidos como partido político de oposición al gobierno. Era verdad que muchos unitarios habían sido ejecutados, pero solamente porque veinte gotas de sangre, derramadas a tiempo, evitaban el derramamiento de veinte mil. No deseaba, dijo, ser considerado un santo, ni tampoco que se hablara mal de él, ni buscaba ninguna clase de alabanzas... .


Aludiendo a mis propósitos de viajar a través de las provincias y juzgar por mí mismo del estado del país, expresó que, todo lo que él deseaba y lo que deseaba el país entero, era que se hablara con positiva verdad; no era él hombre de secretos, hablaba a la faz del mundo, y aquí se irguió con orgullo, echó la gorra hacia atrás y levantó la frente como diciendo: “¡Yo desafío al mundo todo!...”


Volviendo a la intervención del lord Howden, Rosas se mostró asombrado de que Inglaterra hubiera olvidado a tal punto su propio interés para darse la mano con Francia en una cruzada contra la República Argentina, enajenándose las simpatías del pueblo, que siempre fueron mayores por los ingleses que por los franceses. Me hizo presente que el reconocimiento de la independencia de la República por la Gran Bretaña, quince años antes de que lo hiciera Francia, había despertado en el pueblo argentino sentimientos de gratitud hacia Inglaterra, y observó que el carácter de los ingleses era más abierto y sus costumbres más morales que las de los franceses.


Luego se extendió sobre las ventajas que ofrecía el país para la emigración de todo el excedente de población de Gran Bretaña, y habló de la inmejorable situación en que colocaba a los emigrantes el tratado de 1825, por el cual, en realidad, gozaban de mayores ventajas que los nativos.


Al referirse a la misión de Mr. Hood, advirtió que el gabinete de Londres decía “no abrigar ningún interés ni propósito egoísta”, no obstante lo cual los franceses habían omitido la palabra “egoísta” y él consideraba esto muy significativo porque Francia tenía designios ulteriores en favor de ciertos miembros de su real familia, con relación a estos países. “Todo lo que estas repúblicas necesitan —prosiguió— es intercambio comercial con alguna nación fuerte y poderosa, como Gran Bretaña, que, en recompensa de los beneficios comerciales, podría beneficiarlos con su influencia moral”.


Sólo esto querían y nada más. No deseaban nada que oliera a protectorado, ni afectara en lo más mínimo su libertad e independencia nacional, de las que eran muy celosas y no renunciarían un solo ápice.


Este sentimiento lo exteriorizó vigorosamente en su lenguaje y ademanes. Al terminar la frase, apretó el dedo pulgar de la mano derecha contra el dedo índice, como si tomara un pelo entre las uñas, y como diciendo: “No, ni tanto como esto...”


Como siguiéramos caminando por el parque, levantó la vista y observó las refacciones de albañilería que se hacían ante nosotros.


Alguien podría preguntar, me dijo, por qué se edificó esta casa en estos lugares. él la había edificado con el propósito de vencer dos grandes obstáculos; ese edificio empezó a construirse durante el bloqueo francés; como el pueblo se encontraba en gran agitación, había querido calmar los ánimos con una demostración de confianza en un porvenir seguro. Erigiendo su casa en un sitio poco favorable, quería también dar a sus conciudadanos un ejemplo de lo que podía hacerse cuando se trataba de vencer obstáculos y se tenía la voluntad de vencerlos.


Había notado mi desconfianza en punto a la seguridad personal de que podría gozar en mi proyectado viaje al norte; reconoció que era muy natural, puesto que me aprestaba a visitar regiones que los ingleses habían asolado, y donde, sin duda, existiría alguna indignación contra los extranjeros, pero me dio la seguridad de que ninguno de ellos sería insultado ni molestado, porque el gobierno había impartido órdenes estrictas a este respecto.


Refiriéndose a los representantes que miraron con desconfianza mis investigaciones, me dijo que él, en cierto sentido, se alegraba de lo ocurrido porque eso probaba que los miembros de la Sala tenían el coraje de decir lo que pensaban, siempre que no hicieran ataques de carácter personal. Se extendió en largos comentarios a este propósito refiriéndolos a las especies corrientes de que no había libertad de palabra en la Sala de Representantes. “Y por otra parte —agregó riendo— si uno o dos diputados han hablado contra usted, y los demás no lo han hecho, quiere decir que usted tiene mayoría en su favor...”


Si, con todo, yo me encontraba decidido a dar un galope a través del país, de unas mil o dos mil millas, lo cual, ni me lo aconsejaba ni me lo desaconsejaba, me ofrecía todas las facilidades que yo quisiera y con ello cumplía un acto de justicia corriente, porque había dado facilidades semejantes a otros individuos.


El trato del general Rosas era tan llano y familiar, que muy luego el visitante se sentía enteramente cómodo frente a él; la facilidad y tacto con que trataba los diversos asuntos, ganaban insensiblemente la confianza de su interlocutor. El extranjero más prevenido, después de apartarse de su presencia, sentía que las maneras de ese hombre eran espontáneas y agradables. Me relató varios episodios de su vida juvenil; me dijo que su educación había costado a sus padres unos cien pesos, porque solamente fue a la escuela por espacio de un año. Su maestro solía decirle: “Don Juan, usted no debe hacerse mala sangre por cosas de libros; aprenda a escribir con buena letra, su vida va a pasar en una estancia, no se preocupe mucho por aprender...”


La hija de Rosas, que posee grandes atractivos, dispone de muchos recursos para cautivar a sus visitantes y ganar su confianza.


En una de mis visitas a la casa, como su padre se encontraba ocupado, montó en seguida a caballo, y juntos nos echamos a galopar a través del bosque. Es una excelente amazona y me dejaba atrás con tanta frecuencia, que hasta se me hacía imposible espantarle los mosquitos del cuello y los brazos, como me lo ordenaba la cortesía. Ya anochecido, se nos reunió Rosas y continuó hablando de política hasta la media noche. Mientras nos paseábamos por los corredores del patio, doña Manuelita vino corriendo hacia su padre y, rodeándole el cuello con sus brazos, lo reconvino cariñosamente por haberla dejado sola y por quedarse hasta esas horas en el frío de la noche. Llamaron entonces a un empleado de la casa para que me hiciera compañía hasta la ciudad, y antes de que yo montara a caballo, doña Manuelita corrió a buscar una capa de su padre, insistiendo luego en que me la pusiera para abrigarme, porque amenazaba un viento pampero.


Consigno ahora esos rasgos de carácter con mucha complacencia, y sin darles más importancia de la que tienen, en la esperanza de que puedan contribuir a disipar en algo la espesa nube de prejuicios que oscurece la reputación del general Rosas y de su hija en la adversidad.6


William Mac Cann.7



No son nada raros los testimonios sobre ciertas actitudes benévolas y afables de Rosas en su comunicación diaria y personal, sobre todo tratándose de extranjeros. Don Manuel Bilbao, en su libro Tradiciones y Recuerdos de Buenos Aires 8 transcribe un relato muy atractivo, publicado, según puede colegirse por las referencias del mismo Bilbao, a fines del siglo pasado. Fue escrito por un hijo de franceses que se ocultaba bajo las iniciales N. N. No proporciona el autor del libro mayores noticias sobre la fuente bibliográfica y por eso tomamos como única garantía su afirmación, tal como lo hemos hecho con Mansilla .en el relato “Cuento lo que me contó Miró” y con Sarmiento (según lo podrá comprobar más adelante el autor) a propósito de los desembargos de bienes y de una consulta que hizo Rosas al doctor Vélez Sársfield. Son los únicos tres relatos de fuente indirecta que figuran en este libro. Dice Bilbao: “Los hermosos montes naturales (de Palermo) y los que había plantado Rosas, atraían concurrentes de la ciudad que se internaban en ellos con sus provisiones para almorzar y pasar el día como ocurre hoy, con la diferencia de que entonces el paseo era particular y hoy es público. Confirma esto una anécdota que conocemos, firmada por N. N. y publicada hace cerca de veinte años, que no sólo da una idea de lo que era el ambiente, sino que pone de relieve cómo procedía Rosas en esos casos. Dice así:



De parte de su excelencia...


El 16 de diciembre de 1843, cumpleaños de mi padre, fuimos a comer en Palermo. Ajustamos las dos carretillas más aseadas que tenía el alquilador y embaulamos en una de ellas los mejores fiambres y vinos de Valencia y Cataluña que se vendían en el país. Pero el principal regalo consistía en un canasto de duraznos precoces cuyos únicos ejemplares habíamos principiado a cosechar desde el año anterior. Arrancamos cien, hermosísimos y bien maduros; mejor dicho ciento dos, pues yo sustraje el pico para dejar la centena redonda. Los convidados eran veinticinco franceses que consiguieron escapar a la proscripción, aunque no a las sospechas de Rosas. Olvidaba decir a ustedes que mi padre también era francés. ¿Qué idea le ocurrió a aquella liebre de ir a ostentarse junto a la cueva del galgo?... Tal vez presentía adormecer su desconfianza con esas pruebas de inocencia.


Lo cierto es que, a eso de las nueve, ya habíamos descendido a la orilla del río para sentarnos sobre la hierba y debajo de unos ceibos. Mientras desbanastaban los comestibles, mi madre me dijo: “Alejo, a ver si nos traes algunas charamuscas. Si das con algún trozo de sauce seco, mejor...”


Yo me puse en camino con una celeridad que sorprendió a mi padre, que siempre me reprendía por poca diligencia. Intérneme entre los árboles, y mordisco acá, mordisco allá sobre uno de los duraznos que saqué del seno, me fui deslizando con la hierba hasta la cintura hasta que llegué a una explanada o islote formado por un arroyo, al amor de cuyas quietas aguas crecía un plantío de mimbres, confundido su flexible ramaje con el lujuriante verdor de unas jugosas cañas. En medio del islote elevábanse dos sauces gigantescos, trepando por el rugoso estribo de su tronco varias enredaderas de amarillas flores que hacían de aquel sitio, con su sombra deliciosa, un vergel solitario y ameno.


Observé a poco que las ramas se agitaban de una manera constante y regular. Orillé el arroyo y, tirándome de bruces en el suelo, columbré a un hombre que se columpiaba sobre una soga atada de uno a otro sauce. Estaba de pantalón de nankín y chaqueta azul. No le veía la cara porque me daba las espaldas. Volvía a tomar impulso, casi tocando la copa del sauce con los pies, que hacía temblar y crujir en el horcón donde tenía atado su columpio. De repente dio una voltereta como el volatinero más consumado, girando sobre la soga, y se puso de frente. Reconocí a Rosas sin banda, sin peto carmesí, sin entorchados (como lo representaban en las iglesias y en las procesiones por las calles). Rosas alegre, pero siempre incógnito e incomprensible. Era la primera vez que lo veía al natural, de cerca y en sus expansiones más íntimas. Me pareció bello y siniestro. Siniestro por su leyenda, pues fuera de la expresión dura de sus ojos no había nada repulsivo en sus facciones, cuyo principal carácter era no tener ninguno. Su boca proyectaba una línea sonrosada, y su silencio, sin hablar, parecía que hablaba. Su barba pétrea, cimentada en un cuello de toro, indicaba una voluntad tenaz y formidable. Su nariz saliente y aquilina, como la de Julio César, Napoleón y don Pedro de Castilla, parecía decir: “Póstrate a mis pies, de rodillas”. Extrañé no haberle visto pálido.


Y continuaba columpiándose como un niño. Una vez clavó en la espesura que me ocultaba, sus mansos ojos de juglar. Entonces huí. Acababa yo de llevar una brazada de leña cuando vimos llegar una cabalgata de damas y caballeros, entre ellos a Manuelita vestida de amazona. Por la izquierda, cuatro o cinco soldados de caballería arreaban sus vacas de pastoreo. Agitóse la espesura y a poco vimos aparecer a don Juan Manuel, que montó en uno de los caballos enjaezados de su guardia, desprendió el lazo que llevaba a la grupa, y tirándolo al descuido sobre el brazo, apresó una ternera por sus nacientes defensas. Otro soldado la degolló y en cinco minutos sacaron las nacientes mantas que echaron sobre unas brasas, mientras la comitiva diseminábase por entre los senderos perdidos de los bosquecillos.


Mi padre entonces escogió los cincuenta duraznos más hermosos y poniéndolos sobre una bandeja, se los mandó con mi hermano el mayor. Le vimos cruzar el trozo de pradera que servía de lecho al río en sus crecientes periódicas y a la sazón arcado por el día y cubierto de menudo césped; vímosle hablar con Rosas. Rosas le interrogaba y mi hermanito, con el gorro en la mano, indicaba con el dedo el grupo formado por nosotros, mudos y palpitantes.


— ¿Qué te preguntó?... —fue la interrogación de mi padre cuando el chico estuvo de vuelta.


—Que quiénes éramos nosotros. Al saber que ustedes eran franceses, sonrió, añadiendo en seguida: “Diles que descansen y almuercen tranquilos”.


Una hora más tarde se presentó un soldado con una manta entera de carne bien asada y chirriando todavía.


—¡De parte de Su Excelencia!... —dijo.


N. N.