Rosas visto por sus contemporáneos
Una victoria diplomática
 
 

El abandono del bloqueo por parte de Inglaterra y las declaraciones de lord Howden con respecto a los sitiados de Montevideo, revelaron que Rosas había ganado la partida contra las dos naciones más fuertes de Europa. Una de ellas, Inglaterra, renunciaba francamente a la lucha y declaraba confidencialmente al gabinete francés que el bloqueo del Plata era ilegal; la otra quedaba ejerciendo un singular protectorado sobre una ciudad reducida a sus murallas.


El prestigio de Rosas acreció como nadie lo hubiera imaginado y el patriotismo argentino se exaltó sobremanera. “Estoy absolutamente convencido —escribió a su gobierno el Encargado de Negocios de Estados Unidos Guillermo Brent— de que en ningún otro momento de la historia de estos países, se ha enardecido más el patriotismo, y se han mitigado y suprimido más las diferencias internas”.1 Alberdi, enconado enemigo del dictador, comentaba en Chile de esta manera el triunfo de la política internacional argentina en el conflicto con los anglo-franceses: “En el suelo extranjero en que resido, no como proscripto, pues he salido de mi patria según sus leyes... en el lindo país que me hospeda y tantos goces brinda al que es de fuera, sin hacer agravio a su bandera, beso con amor los colores argentinos y me siento vano al verlos más ufanos y dignos que nunca... Guarden pues, sus lágrimas los generosos llorones de nuestras desgracias; a pesar de ellas, ningún pueblo de esta parte del continente tiene derecho a tributarnos piedad; aunque opuesto a Rosas como hombre de partido, he dicho que .escribo esto con calores argentinos: Rosas no es un simple tirano a mis ojos; si en su mano hay una vara sangrienta de hierro, también veo en su cabeza la escarapela de Belgrano. No me ciega tanto el amor de partido para no conocer lo que es Rosas bajo ciertos aspectos. Sé, por ejemplo, que Simón Bolívar no ocupó tanto el mundo con su nombre como el actual gobernador de Buenos Aires; sé que el nombre de Washington es adorado en el mundo pero no más conocido que el de Rosas; sería necesario no ser argentino para desconocer la verdad de estos hechos y no envanecerse de ellos”.


Antes de un año de levantado el bloqueo (marzo de 1848), llegan al Río de la Plata nuevos comisionados anglo-franceses: los señores Gore y Gros. Estos diplomáticos traen la consigna de entenderse directamente con Oribe y el gobierno de Montevideo, como mediadores, dando la espalda al gobierno argentino. En verdad, hacen a Oribe proposiciones muy favorables. Tan favorables son esas proposiciones, que los sitiados, sorprendidos, exclaman por boca de José Mármol: “Es tomar por la mano a Oribe y conducirlo a la ciudad de Montevideo!...”2


No es de extrañar que a Oribe le sedujera la propuesta. En último término, se trataba de otorgar un armisticio, entrar... y nada más. Pero los comisionados prescindían de la Confederación en el negociado. Oribe decidió entonces consultar a Rosas.


“¿Y el gobierno argentino, su aliado?... —dijo Rosas—. ¿Y el bloqueo de los puertos argentinos por Francia?...” Lo que bastó para que el jefe sitiador invocara su alianza absteniéndose de entrar en Montevideo. Pero, como supieron también los sitiados que los dichos agentes Gore y Gros miraban ahora hacia Buenos Aires, y que traían instrucciones de levantar el bloqueo francés en los puertos argentinos (lo hicieron así en julio de 1848), viéronse en inminente desamparo. En efecto, ningún barco se dignaría entrar al puerto de Montevideo, sitiado y sin dinero, cuando tenía expedito el camino a Buenos Aires. Obtuvieron entonces los sitiados un subsidio permanente del gobierno francés (cuarenta mil pesos fuertes —o patacones— mensuales) con hipoteca de las rentas de aduana.


Inglaterra, que ya estaba resuelta a tratar con Rosas, miró el asunto con desagrado y quiso precipitar el arreglo. En consecuencia llegó a Buenos Aires, en diciembre de 1848, Mr. Henry Southern, y anunció que venía a arreglar las cosas a satisfacción de todos como nuevo ministro de S. M. B. Rosas le contestó que “al gobierno argentino no le era posible recibirlo en ese carácter sin que previamente se diera a la República satisfacción y reparaciones por las graves ofensas que le había inferido el gobierno de S. M. B. en unión con el de Francia durante la intervención”. Lo que no obstaba a que pudiera negociarse un arreglo sobre las bases presentadas en nombre de los gobiernos británico y francés por el comisionado Tomás Samuel Hood en 1846. En el mismo mes en que llegó Southern a Buenos Aires, Palmerston había pedido a Howden su parecer sobre las relaciones entre Gran Bretaña y la Argentina. El lord, como veremos por su respuesta, consideraba de urgencia la entrada de Oribe en Montevideo, al parecer por recelos de que los franceses, ya dueños de la aduana, y para afianzar mejor el subsidio votado por la Asamblea Nacional de París, pretendieran establecerse definitivamente en el Uruguay. La contestación de Howden, que considero inédita, dice así:


Diciembre de 1848. “Considero como absolutamente necesario para la terminación del presente estado de cosas, que Oribe entre en Montevideo. Quizás, aunque pesado e inepto como es, puede que lo haya hecho ya. Entonces yo ofrecería a Rosas el llano reconocimiento de sus derechos sobre el río Paraná y la mitad que corresponde a Inglaterra del valor de la flota capturada, acompañando esta propuesta con la más formal declaración de que es una concesión al mismo tiempo que un ultimátun. La inviolabilidad del río Paraná es asunto tan importante para Rosas que, posiblemente acepte todo esto como un finiquito de cuentas con Inglaterra. Pero, si no fuera así, y rechazara la propuesta diplomática, entonces, en salvaguardia de nuestra dignidad, yo daría los pasaportes al señor Moreno; después ajustaría mi conducta a las circunstancias.


“Suspendidas las relaciones, ni qué decir que es absolutamente necesario no dar a Rosas ningún motivo para molestar a los comerciantes y residentes ingleses de aquel territorio, y como él funda una especie de bárbaro puntillo de honor en la protección que ofrece a los extranjeros como individuos, me inclino a pensar que, con poco cuidado que se ponga, las personas estarán ciertamente seguras y sus intereses no sufrirán, quizás, mucho daño”.


Howden.3



Con esto, no es de extrañar que, apenas recibida por Southern la propuesta de Rosas fuera enviada a Inglaterra y aprobada sin modificaciones por el parlamento (mayo de 1849). Para esta fecha, el comandante Le Predour, con poderes del gobierno francés había adelantado también sus gestiones de paz en Buenos Aires, aunque estaba en evidente retraso con respecto a Southern. En efecto, si bien comunicó a Francia las bases presentadas por Rosas, y en mayo de 1849 consiguió un armisticio entre Oribe y el gobierno de Montevideo (y hasta levantó el bloqueo de los puertos de Oribe) mantuvo sin embargo las fuerzas de Martín García y continuó pagando a los sitiados el subsidio francés. ¿Por qué Francia dilataba el arreglo de la cuestión del Plata y no cumplía lo prometido a Gran Bretaña?... El gobierno inglés veía venir una situación incómoda que al fin se produjo, pero no tal como Inglaterra la presumía, sino como resultado de otros manejos internacionales que provocarían la caída de don Juan Manuel.


El tratado definitivo de la Confederación con Inglaterra, o sea la Convención Arana-Southern, se firmó el 24 de noviembre de 1849. El gobierno inglés se obligaba “a evacuar la isla de Martín García, a devolver buques de guerra argentinos y a .saludar el pabellón de la Confederación Argentina con veintiún tiros de cañón”. Rosas se obligaba a retirar las divisiones auxiliares argentinas “cuando el gobierno francés desarme a la legión extranjera y a todos los demás extranjeros que se hallen con las armas y formen la guarnición de la ciudad de Montevideo, evacúe el territorio de las dos repúblicas del Plata, abandone su posición hostil y celebre un tratado de paz”. Por el artículo 4, el gobierno de S. M. B. reconocía “ser la navegación del río Paraná una navegación interior de la Confederación Argentina y sujeta solamente a sus leyes y reglamentos, lo mismo que la del río Uruguay en común con el Estado Oriental”. El artículo 6 establece que, habiendo declarado el gobierno argentino “que celebraría la convención siempre que su aliado el señor presidente de la República Oriental del Uruguay general Oribe estuviese de acuerdo con ella, se había obtenido el avenimiento de su referido aliado”. Apenas se tuvo conocimiento en Río de Janeiro de la firma del tratado, el barón de Jacuhy invadió con fuerzas brasileñas el territorio oriental. Rosas protestó y las fuerzas de Oribe se trabaron en lucha con el invasor. Murmurábase ya con mucho fundamento que el gobernador de Entre Ríos, general Justo José de Urquiza, tenía parte en esta nueva conflagración. El general Guido, ministro argentino en Brasil presentó un memorial al gobierno del Imperio, en que se le hacían cargos por su intervención en el Paraguay, cuya independencia había reconocido, y por las incursiones de tropas brasileñas en el Estado Oriental.


En agosto de 1850, el gobierno argentino celebró su tratado con Francia (Arana-Le Predour) muy semejante al firmado con Inglaterra: Se reconoció “ser la navegación del río Paraná una navegación interior de la Confederación Argentina, lo mismo que la del río Uruguay en común con el Estado Oriental”. Se comprometía el gobierno de Francia a saludar el pabellón argentino con veintiún tiros de cañón, pero se advierten en el tratado ciertas reticencias, reveladoras de propósitos ocultos por parte de Francia. Este tratado, de agosto de 1850, quedó sujeto a la ratificación del gobierno francés, pero, así como la convención Arana-Southern, firmada en noviembre de 1849, se ratificó en diciembre de ese mismo año por el gobierno inglés, la Convención Arana-Le Predour, firmada en agosto de 1850, estaba destinada a no ser objeto de ninguna ratificación. Por otra parte, los hombres de Montevideo, ante la posibilidad de la cesación del subsidio francés como consecuencia de la reciente convención, autorizaron a Andrés Lamas para gestionar del Brasil en obsequio de Montevideo, un socorro en dinero (Tratada Lamas-Evangelisto de Souza, septiembre de 1850). A esto se siguió como veremos la ruptura de relaciones de la Confederación Argentina con el Brasil y el pronunciamiento de Urquiza.


El dictador en estos últimos tres años, después de levantado el bloqueo inglés y ganada la batalla de Vences en Corrientes (noviembre 1847)4 no había tenido, en rigor, enemigos internos y la cuestión internacional quedó reducida al terreno diplomático. Sin embargo, en este período, precisamente, se puso de manifiesto, quizás más que nunca, lo atrabiliario y bronco de su carácter y la inclemencia y crueldad de sus sentimientos. En 1848, haciendo alarde de justicia implacable y como para desafiar a la opinión, cometió uno de los hechos más tiránicos e injustificables de su vida, que reivindicó siempre por suyo, exclusivamente suyo: hizo fusilar a Camila O'Gorman, joven de familia conocida de la ciudad, que había fugado de su hogar con Wladislao Gutiérrez, cura del Socorro. También el cura pagó con la vida su liviandad. “Esta ejecución bárbara —dice Saldías— que no se excusa, ni con los esfuerzos que hicieron los diarios unitarios para provocarla, ni con nada, sublevó contra Rosas la indignación de sus amigos y parciales, quienes vieron en ella el principio de lo arbitrario atroz en una época en que los antiguos enemigos estaban tranquilos en sus hogares y en que el país entraba indudablemente en las vías normales y conducentes a su organización”. Aunque no creo, como Saldías, “que el país entraba en las vías normales y conducentes a su organización”, porque Rosas, con su palabra y con sus actos, se encargó siempre de demostrar lo contrario, lo cierto es que esos pocos años de paz habían bastado para hacer de Buenos Aires un centro populoso y con todos los atributos de una ciudad civilizada. Lo dice Sarmiento: “Rosas, infatigable para persistir en su política que es la tenacidad, ha arrojado al agente sardo; no quiere recibir al ministro inglés y pide satisfacción por todo. ¿Es un animal? ¿Es un bárbaro? ¿Es un charlatán? Escoja usted. En Buenos Aires hay progreso social, se desarrolla singularmente el gusto por la elegancia, el lujo y las apariencias artísticas de la vida civilizada: movimiento literario hay también; hay buena y decente juventud; hay, en fin, motivo grande de esperanza futura para cuando se pongan en acción los buenos, los morales elementos que tiene indudablemente aquella sociedad.5


Pero Rosas se había dado trazas para que esa ciudad sintiera de continuo su implacable despotismo, y él se encargaba de dar pasto a sus enemigos para que le exhibieran como un Calígula o como un Nerón, ya se tratara de hechos tan graves como el de Camila O'Gorman, o caprichos como el de que todo el mundo se encerrara en sus casas mientras las tropas hacían ejercicios militares en la ciudad. Se le temía, tanto afuera como en el interior de su casa. “Los oficiales de su secretaría —dice Saldías que conoció a varios empleados de Rosas— llegaron a ser verdaderas máquinas de servicio... De encima de una mesa enorme, atestada de legajos, cuentas de todas las reparticiones, diarios, borradores de notas, correspondencia oficial, estado de tropas, etc., etc., había que levantar y entregarle inmediatamente el papel o dato que pedía a medias palabras. Por ejemplo, escribiendo o corrigiendo para La Gaceta Mercantil, ordenaba de súbito a uno de sus escribientes:


“Déme, señor...”


El escribiente aludido estiraba el brazo y le presentaba uno o más números de ese diario, que decían relación con el artículo que tenía entre manos. En otro momento examinaba un legajo de cuentas y preguntaba:


—”¿Cuántos, señor?...” El oficial requerido avanzaba un paso tomaba otro legajo, contaba rápidamente y respondía: “Tanto, señor...”, esto es, el cuántum de las cuentas pagadas en el mismo tiempo y de la misma procedencia de las que revisaba. Otras ocasiones se interrumpía en la redacción de una nota y preguntaba:


—”¿Y qué me dijo, señor?...”


El oficial le hacía la relación de todo cuanto le había dicho la persona a quien la nota se refería, de lo cual estaba impuesto porque debía anotar lo que el gobernador dijese o le dijeren por asuntos del servicio, siempre en presencia de un oficial.


Así, las conferencias privadas o semioficiales con altos funcionarios, ministros extranjeros o personajes de distinción, las celebraba paseándose con ellos en su sala de recibo, yendo él en medio, a su derecha el visitante y a su izquierda uno de los escribientes, con los brazos echados atrás y papel y lápiz para anotar el resumen de la conversación. Cuando al llegar a los extremos de la sala, el visitante daba vuelta perdiendo el orden de formación, el gobernador le hacía dar una conversión a la izquierda siguiendo él el movimiento y terminándolo el oficial que giraba militarmente sobre sus talones. Tal era el ceremonial, recordado cuantas veces se omitía la conversión. Ya se comprende que no era posible que los oficiales padeciesen distracción u olvido en las horas de servicio... “6


En cuanto al trabajo diario de Rosas, don Antonino Reyes, jefe de secretaría y su hombre de confianza, dice en su Memoria inédita citada fragmentariamente por Saldías:



Cómo trabajaba Rosas


El tiempo corrido desde que entré al servicio del general Rosas, y muy cerca de su persona, me da derecho a juzgar al hombre... No tenía hora señalada para su despacho; cuando se acababa el día, se dejaba el trabajo y se despachaban los expedientes: generalmente la noche se pasaba en el trabajo. Se llamaban del Ministerio cuatro o seis escribientes cuando estábamos muy apurados. A estos escribientes se les despachaba a las cuatro de la tarde y se les daba a cada uno cinco pesos para ir a comer a la fonda; a los de la oficina nada: éstos comían, si no había trabajo, en la mesa general de la familia y si había qué hacer no se movían. A mí jamás me mandaba a comer, y cuando iba, al momento me llamaba para que hiciese el trabajo que correspondía a los demás. Se comprende el motivo: era que, como él quedaba trabajando, no podía estar solo, pues tenía que hacer copiar lo que escribía. El domingo o día de fiesta, era lo mismo que el día de trabajo. Generalmente dejaba el trabajo a la madrugada, a veces a las ocho o nueve de la mañana, y lo retomaba a las tres o cuatro de la tarde. Inmediatamente que se despertaba y abría la puerta de su despacho y dormitorio, si aún yo no había llegado me mandaba llamar y ya empezaba el trabajo...


Tengo la convicción de que nunca usó en beneficio propio de los dineros del Estado durante su gobierno. Era celoso defensor de los caudales públicos y no permitía que los encargados de la distribución de dineros rindieran cuentas dudosas. Sólo había descanso cuando el general iba a Palermo y nos dejaba en la ciudad y muchas veces al marcharse nos dejaba trabajo. No había que separarse mucho porque solía llamar de Palermo por algún trabajo urgente. Sabido es que entonces iba a Palermo a respirar después de un largo encierro y allí sólo recibía con gusto a determinadas personas. Allí no estaba el gobernador, allí era simplemente el ciudadano, era la casa particular donde el servicio y lo que se consumía, era costeado por don Juan Manuel, para lo cual prevenía lo necesario el corredor don Pablo Santillán y era todo pagado con su dinero particular. En estos paseos no molestaba, como él decía, a ningún edecán ni ayudante: llevaba uno o dos ordenanzas y el servicio particular. He oído muchas veces que salía disfrazado. No es cierto; no salía sino de particular, embozado en su capa sin que nadie lo acompañara; algunas veces lo acompañaba yo: sus salidas eran a lo del doctor Tomás de Anchorena. Otras veces iba solo, daba una vuelta y volvía después de una hora. La puerta quedaba apretada, sin pasador, y yo en la pieza siguiente”.


Antonino Reyes 7



En 1848, Rosas pasaba temporadas en Palermo y trabajaba allí tanto como en su casa de la ciudad. En febrero de ese año concurrió más de una vez a la quinta el joven norteamericano Samuel Green Arnold, de Providence (Rhode Island), que más tarde fue gobernador de este Estado. Arnold, bien recomendado, obtuvo de Rosas pasaporte para Chile y se puso en viaje a Mendoza en el mes de marzo. Escribió un Diario de Viaje que, después de permanecer inédito por más de un siglo, ha sido traducido al castellano y publicado por la Editorial Emecé.8 En su primera visita a la quinta de Palermo, Green Arnold fue recibido por la hija del Dictador, que le hizo conocer el parque y el famoso barco, arrastrado hasta la quinta por un huracán, y que fue convertido por Rosas en salón de fiestas.


En la segunda visita, como Arnold se mostrara muy deseoso de ver al dictador, le indujo Manuelita a que lo hiciera oculto tras un pilar de la galería. Arnold lo vio así, trabajando en su escritorio “con su gorra blanca puesta y su amplia chaqueta”. Le pareció “arrugado, con la boca hundida y muy corpulento”, pero “las facciones iguales a las de sus retratos”.


En su tercera y última visita, el norteamericano pudo ver los interiores de Palermo, aposentos, etc., y cuando se había sentado con otros visitantes en la galería, apareció Rosas... Esa inclinación del dictador a las bromas groseras y a los sarcasmos, se ejerció aquel día sobre su propia hija, en forma chocante.



En las galerías de la quinta (1848)


A la una, nos dirigimos Graham y yo a Palermo. Doña Manuelita nos recibió con afabilidad y, al decirle el objeto de nuestra visita, se ausentó un rato para repetírselo a su padre. Al volver dijo que el gobernador nos enviaba sus saludos, que haría cualquier cosa que yo deseara y quería verme personalmente. Dimos entonces una vuelta. Nos mostró algunos cuartos de la casa; el suyo está amueblado en estilo inglés y como los nuestros, con una cama alta de caoba a cuatro columnas; las almohadas y las toallas son de hilo fino, con un borde de una puntilla de una yarda de ancho, hecha a mano, especialidad de este país o más bien del Paraguay. La palangana es de plata, parece una sopera. En el cuarto se veían muchas labores y artículos de adorno de buen gusto; entre ellos, la pantalla de una lámpara de porcelana blanca con una pintura (transparente igual a la de tía Eha); sobre el piso una buena alfombra, cosa rara aquí; el cuarto es chico. El del padre es vecino, tiene una pequeña cama de campaña y está amueblado con sencillez; ambos dan a la galería de atrás. Cuenta ella que su padre hace una sola comida por día y a horas irregulares, entre las diez de la noche y las tres o cuatro de la mañana; a menudo ella se queda levantada toda la noche escribiendo para él. Anoche no se acostó hasta las cinco de la mañana. Ahora también está muy ocupado. Tiene su caballo ensillado todas las tardes y se lo hace traer a la puerta, salga o no salga. Nos sentamos en los sillones de la galería hasta las tres, en que apareció el gobernador. Nos saludó y nosotros respondimos quitándonos el sombrero y estrechándole la mano; él me puso el sombrero y todos nos sentamos. él usaba la gorra blanca de visera (igual a una que yo tuve) que había llevado en otra oportunidad, una chaqueta azul con cordones rojos, chaleco punzó, pantalones azules, calzado atado hasta la punta del pie y la divisa de costumbre en el ojal; no tenía pelo en la cara salvo que hoy no se había afeitado; parecía completamente un sencillo estanciero. Mandó llamar a uno de sus jóvenes subalternos, que habla francés, para que sirviera de intérprete, y luego empezó a bromear como sabe hacerlo cuando descansa de sus pesadas tareas. Pero, en sus chistes, estuvo muy grosero y vulgar.


—Esta es mi mujer —me dijo señalando a Manuelita—. Tengo que alimentarla y vestirla y eso es todo; no puedo tener con ella los placeres del matrimonio; dice que es hija mía pero yo no sé por qué; cuando estuve casado, teníamos con nosotros en la casa a un gallego y puede ser que él la engendrara. Se la doy a usted, señor, para que sea su mujer y podrá tener con ella, no solamente los inconvenientes sino también las satisfacciones del matrimonio.


—Pero, señor... —le dije— quizás la dama no quiera aceptarme; es conveniente obtener primero su consentimiento.


—Eso nada me importa —dijo él—. Yo se la doy y ella será su mujer.


Así continuó durante un rato. La pobre Manuelita se ruborizó ante la grosería de su padre y se disculpó diciéndome:


—Mi padre trabaja mucho y cuando ve alguna visita es como una criatura, como en este caso...


El volvió entonces al asunto que me interesaba y dijo que si lo prefería, podía tener a Pavón o a otro chasque extraordinario que dentro de algunos días él mandaría al interior y que todavía sería mejor para mí. Le contesté que, como yo iría en coche, sería estorbar a este correo y que mejor era que llevara a Pavón. Aceptó y me ofreció un pasaporte en su propio nombre, lo que facilitaría mi marcha y confirmaría a los funcionarios en el camino de que yo no era un viajero común que podría causar daños (Esto me será de gran utilidad con el gobierno y en el camino).


Estuvo muy cortés en todo y habló en serio. Luego se puso otra vez a bromear. Estaba el aire fresco. Doña Manuelita sintió frió y se cambió de asiento alejándose de mi lado.


—Yo sabía que a ella no le agradaría su proyecto, gobernador, de casarla conmigo —dije yo, y, al decirlo, ella se acercó a mi otra vez.


Rosas se rió y añadió:


—No es hija mía, si no, no sentiría el frío; yo nunca siento frió ni calor. Cuando era joven trabajé afuera; mire mis manos... —dijo mostrándomelas— (perdió la falange del tercer dedo de la mano derecha apretado en una puerta cuando era una criatura)9 pero mi cuerpo es blanco como se lo mostraré. —Se desabrochó entonces el chaleco y dos camisas distintas... (no es de extrañar que no sintiera frío) y me mostró el pecho. Es de pecho fuerte, de piel clara y velludo.


Me ofrecí a llevarle cualquier cosa para los países adonde voy. Dijo que no tenía nada que mandar, que si veía al gobernador Castolin le dijera que tenía una alta opinión de él o que sentía afecto por él, pero que no se lo dijese sino lo veía personalmente. Después de una hora de entrevista, un criado vino por segunda vez a anunciar la cena. La había anunciado a las tres, cuando apareció el gobernador, pero Manuelita envió al criado con órdenes evidentes de buscar más comida pues a las cuatro y media nos sentamos para una gran cena que, cuando estuvo totalmente terminada, empezó de nuevo la rutina de costumbre con una serie de carbonadas, guisados y estofados al infinito. Una vuelta completa de platos nacionales hasta que Graham y yo no pudimos comer más. Doña Manuelita se sentó entre nosotros dos e hicimos muchas bromas sobre nuestro casamiento, ella dudando si yo permanecería fiel cuando llegara a Chile y yo esperando que la próxima vez que ella se casara, pudiese elegir por sí misma... El salón comedor da sobre la galería lateral; es una hermosa habitación, con una larga mesa tendida para veinte o más personas. Siempre es así, en efecto; tiene la casa abierta, aunque hoy cenaron nada más que dos o tres personas además de nosotros No teníamos intención de quedarnos, pero nos retuvieron a propósito hasta la hora de la cena; luego otras dos horas para buscar más comida y no era cosa de retirarnos sin comer; además, teníamos apetito. Pedí a doña Manuelita el autógrafo del gobernador porque es un gobernador y el de ella porque “reina en los corazones de las gentes” y, al despedirme, le insistí en el derecho que, como mujer mía, me escribiera una carta autógrafa. Después de la cena, doña Manueliti y yo caminamos por la galería hasta que llegaron convidada yo fumé con el joven que sirvió de intérprete entre el gobernador y yo, y con muy buenos deseos de parte de doña M. no retiramos a las seis y media, después de cerca de cinco hora de entrevista con ella y una media con el gobernador, uní buena cena, habiendo obtenido todo lo que fui a buscar mucho más, como dijo Graham; en realidad, di un golpe decidido y “tuve una suerte endemoniada”...


Samuel Green Arnold.



Hemos dicho que Rosas, después de levantado el bloqueo por los ingleses, y cuando todo se anunciaba propicio para él, puso de manifiesto en diversas oportunidades, como en el fusilamiento de Camila O'Gorman, sus impulsos tiránicos y crueles, pero debe decirse también que entonces permitió la vuelta de muchos emigrados políticos al país, que libró de la confiscada cantidad de bienes de esos mismos enemigos, que siguió defendiendo la soberanía del país (como en el casa de la ocupación de Magallanes por la república de Chile), y que trató de dar bases legales a las relaciones de la Iglesia con el Estado. Son muy ilustrativas a este respecto las referencias de Sarmiento en su biografía del doctor Dalmacio Vélez Sársfield, con datos del mismo biografiado. “El doctor Vélez —dice Sarmiento— ha suministrado en conversaciones con sus amigos, datos que tienen el interés de la novedad y la extrañeza de la forma”. Esos datos sobre el desembargo de bienes y la consulta al futuro autor del Código Civil Argentino, son los siguientes:



Los desembargos de bienes y una consulta al doctor Velez Sársfield (1848)


Rosas hacía tiempo había levantado la confiscación de los bienes de los salvajes unitarios, mediante solicitud para obtenerlo, sucediendo muchas veces encontrarse más ricos con los ganados reproducidos, gracias a un juez de paz benévolo o amigo, que tenía cuidados los bienes confiscados. Hemos dicho que Rosas inventaba candida o maliciosamente un gobierno. Creó un sistema de pedir el desembargo de los bienes, que para explicación de lo que al doctor Vélez concierne, necesitamos recordar. Esparcida la voz de que se desembargaban los bienes solicitándolo, las familias por centenares acudían a Palermo a la caída de la tarde, a pie, pues habría sido muestra de orgullo ir en coche.


La imposibilidad de mantenerse en pie toda la noche, y la incongruencia de imaginarse siquiera que se les ofreciese asiento, hizo que cada una se proveyese de alfombra, con lo que podían estar sentadas, como es el uso de las damas españolas en la iglesia, tomado de los árabes. El patio y galpones de Palermo 10 era una mancha negra de señoras agrupadas, conversando en voz baja para matar el tiempo. La cruel experiencia de algunos días les enseñó que podrían morirse de sed, pues soldado ni sirviente se daba por entendido cuando le pedían un poco de agua. Cada familia llevaba consigo una botella del referido líquido, a que se añadían bizcochos u otras ligeras colaciones. Entre las once y las doce de la noche, nunca antes, salía un edecán, y con voz estentórea gritaba desde la puerta del palacio: ¡Fulano de tal!... Su familia acudía al llamado y se le entregaba, proveída “como se pide”, la solicitud de desembargo. A veces dos eran llamadas, rara vez tres en una noche, con lo que se dispersaba la concurrencia, debiendo volver al día siguiente, pues se notó luego que, si un solicitante era llamado y no respondía, no se le entregaba una solicitud después, y quedaba postergada indefinidamente. Meses y meses duró la romería, sin alterarse en un ápice el ceremonial, habiendo muchas familias, muchísimas, que asistieron meses sin faltar una sola noche.


De este enojoso formulario fue exceptuado el doctor Vélez cuando solicitó entrar en la .posesión y goce de lo que de sus bienes se conservaba, si bien las calculadas demoras le hicieron esperar largo tiempo, hasta que un día fue llamado y Manuelita puso en sus manos, despachada favorablemente, su solicitud, acompañando la entrega con tales muestras de deferencia y afecto, que debieron sorprender al solicitante; pero que los hechos posteriores confirmaron, no debiendo como lo exigían las circunstancias, negarse a la exigencia amigable que se le hacía, de dejarse ver en Palermo algunas veces.


Esta circunstancia dio lugar entonces, y más tarde, a malevolentes críticas. ..


Refiriéndose a estos cargos, el doctor Vélez ha suministrado en conversaciones con sus amigos, los siguientes datos que tienen el interés de la novedad y extrañeza de la forma. Llamado poco después a Palermo, Manuelita le anunció que Tatita necesitaba tener una conferencia con él, señalándole día. Es de imaginarse la sorpresa primero, la ansiedad después, hasta llegado el día indicado. ¿Qué será?... ¿Que no será?... Vuelto a Palermo, la conversación fue como siempre familiar y sobre materias indiferentes. A eso de las once, un ligero movimiento de una puerta llamó la atención a Manuelita, que se levantó, entró hacia adentro y volvió a salir, diciéndole: “Tatita lo aguarda: entre por esa puerta.”


Palpitándole el corazón de sobresalto, llegó hasta donde divisaba, bajo el corredor, la figura de Rosas, de pie, con su sabanilla o poncho colorado y sombrero de paja de grandes alas, que era su traje habitual en Palermo. Después de los saludos de uso. Rosas principió un monólogo sobre su gobierno o su situación, interrumpido tan solo, juntando las manos elevándolas al cielo, e inclinando la cabeza devotamente, por esta observación: Porque la Divina Providencia que tan visiblemente me protege hace o quiere, etc. (según el caso)... Y siguiendo el panegírico de su gobierno, a cada período venía el estribillo: Porque la Divina Providencia que visiblemente me protege... con el mismo acompañamiento de levantar ambas manos al cielo e inclinar devotamente la cabeza. Habló una hora, sin que hubiese ocasión de contestar ni asentir a lo que decía, pasando de un asunto a otro, inconexo, por digresiones, a merced de las palabras finales ¡Una vieja bachillera diciendo inepcias de hacer quedarse dormido! ¡He aquí el terrible tirano que puso miedo a las potencias europeas! ¡La mazorca era la encarnación visible de la Divina Providencia!


Y todo esto, parados ambos, gesticulando el uno, serenado ya el otro por el desprecio y el ridículo de penetrar en el sancta sanctorum del absoluto terrorista, para ver la última expresión de la estupidez humana. ¡Y tanta sangre derramada y tantos que han muerto, sosteniéndolo!


Al fin, ocurriósele hablar del asunto que motivaba el llamado. Era para consultarle sobre cierto embarazo que el Nuncio Apostólico ponía a una terna que para nombramiento de Obispo, elevaba Rosas a Su Santidad. Informado del caso, el doctor en Teología le contestó que era errado el procedimiento; que las iglesias americanas no presentaban terna al Papa, sino que sus gobiernos, creado vicario el de España aun antes de la erección de todas ellas, proveían por su propio derecho a la colación de todos los oficios y presentados los Obispos al Papa para la concesión del palio.


Desatóse entonces Rosas en improperios contra su ministro, acusándolo de ignorante, lamentándose de no tener quién lo ayudase; y como rogase a Vélez que le hiciese un borrador de la nota que debía pasarse al Nuncio, reclamando este derecho, el doctor se negó a ello, ofreciéndole, en cambio, escribir un tratado en que estuviesen expuestos los principios del derecho canónico americano en relación con el Estado y la práctica secular establecida, con lo que terminó la conferencia.


Este es el origen del tratado del Derecho Público y Eclesiástico en relación con el Estado, que corre impreso, y la única compilación razonada que se ha hecho en América de nuestro derecho canónico en cuanto al patronato y nombramiento de funcionarios eclesiásticos.


Domingo F. Sarmiento.11



Una visión de Palermo, desde fuera, nos da el escritor francés Xavier Marmier en su libro Lettres sur l'Amérique que ha sido traducido al castellano por el autor de este libro en la parte relativa al Río de la Plata con el nombre de Buenos Aires y Montevideo en 1850.



La quinta de Rosas en 1850


A media legua de Buenos Aires está la quinta de Palermo que Rosas hizo construir para retirarse allí durante el verano y gozar de sus sombras idílicas. Rosas ha hecho de Palermo, desde hace algún tiempo, el arcanum habitual de sus altas combinaciones políticas, una especie de Versalles o de Saint-James del Río de la Plata. El camino que comunica a Palermo con la ciudad, sería en cualquier parte considerado como un excelente camino. En efecto: se halla apisonado como un sendero de parque inglés y alumbrado por la noche con dos líneas de reverberos, como una avenida de los Campos Elíseos.


A mitad de camino, en dirección a su palacio, existe un campamento de caballería permanente. Y dícese que la quinta de Rosas no tiene centinelas ni guardias. La verdad es que puede uno llegar a ella sin encontrar una bayoneta y aun pasearse por ella sin dificultad.


La casa es construcción de vastas proporciones, con varios patios como las casas españolas, y galerías o arcadas a la manera de las mezquitas turcas. Está rodeada por un jardín en que se han hecho grandes gastos porque se formó sobre un terreno pantanoso. Hay en medio un canal, donde Rosas pasa largas horas meciéndose sobre una chalupa bajo las copas tupidas de los sauces. En un extremo puede verse una barca, arrojada por un vendaval, desde el río agitado, y que fue recogida como resto de naufragio. El casco del navío asegurado con cables y postes, ha sido convertido en salón. Manuelita suele recibir allí a sus visitas y ofrecer bailes.


Al ver el sitio desagradable en que está la quinta de Palermo, la naturaleza ingrata del terreno, afirmado con tanta dificultad, lo difícil de su cultivo, se pregunta uno las razones que ha podido tener este hábil presidente, que no hace nada sin su razón, para escoger este sitio y no la risueña loma que a escasa distancia domina el panorama de la ciudad y de la rada de Buenos Aires. A esta cuestión, los aduladores de Rosas responden, con voz melancólica, que existe en esos terrenos una modesta casita donde en otras épocas habitó el padre del dictador.


Rosas no pudo abandonarla y, llevado de su afecto filial, se dispuso a embellecerla. Otros, que pretenden estar mejor informados, dicen que la casa perteneció a su querida esposa, su incomparable Encarnación. Estas dos historias son muy conmovedoras, pero, tienen el gran defecto de ser completamente falsas. Todo el mundo sabe que Rosas fue un mal hijo. Para los que conocen la vida intima de Rosas, es evidente que Palermo no ha sido consagrado a ningún recuerdo piadoso. Esta dificultosa fundación no puede atribuirse sino a una de sus tantas rarezas de carácter, o al deseo de tener, como Luis XIV, su dispendioso Marly.


Xavier Marmier.12



Algo del ambiente que reinaba en Palermo y de la irritación o despecho con que servían al dictador ciertas personas que aparecían oficialmente como sus adictos, trascienden de este pequeño relato de Antonino Reyes en su libro Vindicación y memorias ya citado.



Un extraño visitante en Palermo


No recuerdo ahora la fecha exacta, en que tuvo lugar lo ocurrido con el señor Somellera, padre del doctor don Andrés; pero sería fácil saberlo por la fecha de la Memoria sobre el Paraguay que dicho señor escribió y dedicó a Rosas, y que fue publicada en la Gaceta Mercantil de 1849 o 1850. Lo que sí puedo asegurar es: que el referido caballero pidió al gobernador una suma de dinero por medio de una carta y que con tal motivo fue llamado a Palermo.


Ese mismo día había sido llamado yo también, por razón del servicio; y cuando llegué, encontré paseándose por los corredores de aquel edificio al señor Somellera. Un rato había transcurrido cuando se me llamó al despacho de Su Excelencia, y al entrar encontré al señor gobernador entregando al escribiente D. Luis Fontana un dinero, y diciéndole:


—Entregue usted ese dinero al señor Somellera y que le firme el recibo que usted lleva hecho. Y dirigiéndose a mí, agregó:


—Y usted vaya también y presencie la entrega que haga el señor.


Fontana y yo salimos a cumplir el mandato que recibimos: Entramos en la sala que servía de oficina. Fontana puso el dinero sobre una mesa (como treinta mil pesos moneda corriente), salió al corredor y llamó al señor Somellera.


Sentado frente al dinero, le dijo:


—Sírvase contar.


— ¿Para qué? —interrogó el señor Somellera.


—Porque Su Excelencia me ordena que le entregue a usted este dinero contándolo antes.


Entonces lo tomó el señor Somellera, lo contó, y cuando terminó la operación, interrogó a Fontana:


—Este dinero ¿es para mí?...


—Sí señor —le contestó.


Acto continuo lo guardó en su bolsillo y se disponía a retirarse, cuando Fontana le presentó el recibo que llevaba preparado, y le dijo:


—Es necesario que usted me firme esta constancia de la entrega.


El señor Somellera se resistió, empleando palabras duras, que seguramente iban a producir un conflicto. Me apresuré a intervenir en el acto, observándole, en los mejores términos, que el señor Fontana tenía que acreditar a Su Excelencia la entrega de la suma que acababa de recibir, y que el recibo no tenía otro objeto.


El señor Somellera, mirándome con fuerza, tomó la pluma y firmó. En seguida me tomó del brazo y me llevó al costado sur del edificio. Allí se encontraba el muro del salón que servía de capilla y en cuya parte de entrada había asientos a un lado y otro. Ni una palabra en el trayecto. Al llegar a ese lugar, que se encontraba completamente solo, el señor Somellera se detuvo y me dijo con voz natural, pero alterada:


— ¿Es usted porteño?


—Sí, señor —le contesté.


Y luego, aumentando en indignación, agregó:


— ¿Y no le hierve a usted la sangre al tener que servir a este malvado, ignorante y brutal?


Le pedí que se calmase, que no sabía con quién estaba hablando, que esos desahogos no se tenían con alma viviente.


Me contestó que no, que le bastaba saber que yo era porteño; que había padecido .mucho y todo por causa del malvado que gobernaba.


Le volví a pedir que guardase sus rencores, porque en aquel sitio y momento no me parecía que era justo el manifestarlos.


Con mis observaciones, procuraba darle a entender que mal cuadraban las quejas y los insultos contra un hombre del cual acababa de recibir una suma de dinero, atendiendo el pedido que le había hecho.


Al separarnos, el señor Somellera me exhortó a que conservase mi dignidad y no me corrompiese en aquel foco de inmundicias.


Puede comprenderse cuál sería el estado de mi espíritu, si se toma en cuenta que esa conversación, ese desahogo imprudente tenía lugar nada menos que a la puerta de una sala donde con frecuencia se paseaba Rosas, sea para descansar o para meditar sobre algún asunto. ¿Habría oído algo?... ¿Habría entrado allí?... En medio de estas dudas me encontraba, cuando Su Excelencia me llamó para despacharme.


Entré a la pieza donde escribía y, como se encontrase escribiendo, esperé. En un extremo había una mesita y allí se encontraba ocupado Fontana, copiando un borrador.


Cuando el señor gobernador dejó la pluma, se puso a andar paseando varias veces delante de mí, con aire pensativo. De pronto se detuvo y me preguntó:


— ¿Trajo los papeles?


—Sí señor —le contesté.


Y luego continuó con una mirada investigadora:


—Es verdad, hoy le mandé a usted que fuese con el señor (Fontana) y presenciara la entrega del dinero que mandé al señor Somellera y hasta ahora nada me ha dicho y ni sé si el hombre quedó agradecido o me maldijo (textual), puesto que usted quedó hablando con él, según me dijo Fontana.


Me quedé aterrado, sin saber qué decir ante una pregunta hecha con disgusto y que más parecía tendiente a confirmarse en una cosa sabida por el señor gobernador. Vacilé, miré a Fontana para ver si me hacía alguna seña, lo cual no conseguí, porque continuaba éste escribiendo con la cabeza inclinada; pronuncié algunas palabras cortadas, representándoseme la escena ocurrida con el señor Somellera, no quedándome casi duda que Rosas había oído toda la conversación; pues suponía que había estado paseándose en la sala a cuya puerta ocurrió lo ya referido.


Yo sabía muy bien que el gobernador no permitía que se le engañase, pues consideraba que era una burla el no decirle la verdad. ¿Qué había de decirle en mi situación?... Si le engañaba, era yo hombre perdido; si le decía la verdad... ¿qué sucedería a aquel pobre hombre que en momentos de recibir un beneficio se expresaba del modo que lo había hecho?... Confieso que, involuntariamente y sin saber lo que hacía, contesté como un idiota:


— ¡Ah! sí señor, ya no recordaba, quedó el señor Somellera sumamente agradecido y se fue muy contento. ..


— ¡Acabáramos!... —me dijo el gobernador—, como usted no me había dicho nada...


Yo también respiré entonces y me repuse de mi aturdimiento.


Poco rato después me despachó.


Antonino Reyes.13



Si Palermo representaba el aspecto más civilizado y amable de don Juan Manuel, Santos Lugares con sus famosas prisiones —allí fue fusilada Camila O'Gorman—, su campamento de indios y sus cuarteles, era una expresión más áspera y torva de la dictadura. Xavier Marmier lo ha descripto así en su citado libro.



Santos Lugares (1850)


En Santos Lugares hay otra población india. Se cuentan allí más de mil ochocientos individuos establecidos en chozas de barro cubiertas de juncos... Son indios escapados de las tribus salvajes que Rosas espantó con sus amenazas o subyugó con sus promesas, trayéndolos a esta trampa donde no pueden soñar en evadirse y menos en rebelarse. Viven estos indios en la más abyecta condición. Sustraídos a su existencia nómade y sujetos al poder a que han sido confiados, arrastran una especie de vida animal sin aliento y sin fuerza... Ningún ser compasivo se ocupa de aclararles la mente o de mejorar su estado material. únicamente las mujeres, más firmes y resignadas, han conservado algunos hábitos de trabajo: tejen cinturones y ponchos sobre una trama cuyos hilos juntan lentamente con la mano, uno tras otro, de la misma manera que las mujeres árabes fabrican, después de muchos días de paciente labor, las alfombras y los albornoces. Los hombres no hacen nada. Rosas les facilita su ración de carne de potro y a ellos les basta con esa recompensa. No piensan crearse otro recurso cultivando el suelo que rodea sus chozas. Si venden algunas labores hechas por sus mujeres, es para emplear el precio en la satisfacción de brutales instintos. En una de esas cabañas compré por cien pesos (treinta y tres francos) una frazada de lana que había llevado seis meses de trabajo a una pobre india. El oficial que me acompañaba y que arregló el precio de la compra, me dijo al salir: “Los cien pesos que usted ha pagado van a convertirse esta misma noche en vasos de caña...”


Hacia cada lado del sitio que ocupan los indios, se extienden las alas del campo formado por Rosas, hace diez años, sobre un espacio de dos leguas y que encierra unos cinco mil hombres divididos en tres divisiones: infantería, caballería y artillería mandadas por tres coroneles y un general.


El soldado vive una vida casi tan miserable como su vecino el indio. El Estado le da un uniforme por año, es decir una blusa, chiripá y calzoncillo de tela. En cuanto a la camisa y el calzado, no se les proporciona. También les acuerda el Estado una ración de carne por la mañana y veinte pesos por mes (unos seis francos y medio). Tampoco se les da leña ni pan. El soldado se construye un rancho con barro y algunas ramas de árboles. Sin cumplir las prescripciones de la iglesia, lleva consigo una mujer complaciente que comparte su pobreza y a su vez gana algunos pesos ocupándose de lavar y arreglar la ropa blanca de los jefes de la legión.


Un teniente dispone de un alojamiento construido más o menos como el del soldado, pero más grande y alhajado con dos o tres sillas. Tiene una ración de carne como el soldado y gana ciento cuarenta pesos por mes.


Entramos a recorrer las líneas de ranchos de los soldados, dispuestas, como tiendas de carnicero, con trozos de la carne del día suspendidos a cada puerta. Buscamos una posada para descansar y tomar el almuerzo, pero tal cosa no existe en esta ciudad guerrera de cinco mil hombres. No hay más que una estrecha y sucia pulpería ocupada por aquellos guerreros felices que pueden pagar al contado, o tomar a crédito un vaso de caña. A falta de una cama o siquiera de una silla, nos sentamos a la sombra de un árbol para componer nuestra égloga como los pastores de Virgilio. Uno de los compañeros recuerda que conoce a un coronel. Este alto funcionario nos recibe con solícita cortesía. Uno de los ayudantes conduce nuestros caballos a pastar. Otro nos abre la puerta del salón de recepciones. ¡Y qué salón!... El suelo desnudo, las paredes blanqueadas con cal, a un lado un banco, al otro dos sillas, en el medio una mesa de pino. Por ventura traemos nosotros pan y vino y algunas provisiones. Hemos tenido esa precaución. Sólo nos faltaban los utensilios para almorzar. Después de registrar mucho en un armario, la mujer del coronel, ayudada por dos sirvientas, ha terminado por descubrir algunos tenedores arrumbados, dos o tres cuchillos, cinco vasos de diferentes dimensiones. Y al ver el gusto con que esta buena mujer bebía en la misma copa que su marido y agotaba nuestra caja de sardinas, me pareció que de mucho tiempo atrás no hacía una comida tan refinada.


Los jefes del campamento de Santos Lugares desempeñan una doble misión que obliga a Rosas a tratarlos con miramientos particulares. Por lo pronto, tienen a su cuidado, según lo hemos dicho, la numerosa tribu de indios, y estos deben de sentirse tentados muy a menudo por volver a las belicosas aventuras de su vida salvaje. Por otra parte, esos jefes guardan también un puesto mucho más importante; el edificio principal de la política de Rosas, que es la prisión de Santos Lugares. Una denuncia innoble, una palabra, un gesto del dictador, pueden hacer que el argentino sospechoso sea conducido a esa prisión y confundido con ladrones y asesinos, o conde nado a fabricar ladrillos para el gobierno o para los oficiales de Rosas. Una vez que ha pasado este Puente de los Suspiran nada se sabe ya de él, y se encuentra como el ruso desgraciado a quien la Kibitka conduce a Siberia, lo separa del mundo entero y lo priva de toda comunicación con sus amigos. No tiene derecho a ninguna reclamación ni abogado alguno puede tomar su defensa. Ha sido encerrado allí por la voluntad de Rosas, y no saldrá de allí, sino por la voluntad, en un día de clemencia, en una hora de capricho del legislador todo poderoso. El extranjero no tiene acceso a esta espantosa guarida, y sólo puede contemplar desde alguna distancia sus altos espesos muros. Lo que allí pasa, sólo puede saberse por rumores sombríos o por sordas revelaciones. Pero lo que sí se sabe es que hay encerrados en ese recinto cientos de buenos ciudadanos que no han violado ningún artículo del código comercial o criminal, y que no han sido juzgados por ningún tribunal de justicia; hombres de quienes la policía ha llegado hasta olvidar el crimen de que se les acusó, y que seguirán encerrados hasta que el amo benigno, un día que escuche pronunciar el nombre al acaso, ordene que sean libertados, sin ninguna forma de proceso, así como fue ordenada su prisión.


Xavier Marmier.14