Rosas visto por sus contemporáneos
El país desmembrado y la expectativa de un proscripto
 
 

EL ex-dictador, que se había embarcado con su hija y algunos allegados en el buque Centaur de S.M.B., pasó con ellos a la nave de guerra inglesa Conflict con destino a Southampton. El ministro Gore le dijo al despedirse: “Felicito a Vuestra Excelencia por no haber querido admitir otro pabellón y preferido las islas británicas para vivir. Procure Vuestra Excelencia conocer y aconsejarse de lord Palmerston”.1


El viaje fue azaroso porque reventó una caldera del vapor causando la muerte de dos marineros y larga retardación en la travesía. El capitán de la nave, con buen acuerdo, no abordó en Río de Janeiro pero se detuvo en la rada de Bahía, donde no permitió a los viajeros bajar a tierra. Un sastre de la ciudad subió a la nave y proveyó a don Juan Manuel de la ropa necesaria para el desembarco en su punto de destino.2 El 23 de abril, llegó el Conflict a Plymouth, donde las autoridades militares saludaron a Rosas con una salva de cañón, lo que provocó una interpelación en el Parlamento. Los desterrados estuvieron por algunos días en un hotel de la ciudad, hasta que, resueltos a instalarse en Southampton, se marcharon con ese destino en el mes de mayo. Algunos familiares de Rosas, que salieron tras él desde Buenos Aires, adelantáronse a su llegada por el retardo del Conflict y le esperaban en Inglaterra. Entre ellos se contaba Máximo Terrero, novio de Manuela Rosas desde largo tiempo atrás. Manuela tenía treinta y seis años y no se había casado porque don Juan Manuel, sin razón alguna (como no fuera su egoísmo), no lo consentía. Pero esta vez, y a favor de la adversidad que cayó sobre todos, Terrero y Manuela se casaron en la iglesia católica de Southampton el 23 de octubre de 1852. Parece que la desposada fue a vivir en una casita de campo en los alrededores de la ciudad con su marido. Don Juan Manuel, que no asistió al casamiento ni quiso vivir con su hija, permaneció casi un año en el hotel hasta que alquiló su casa de Rockstone House.


¿Qué había pasado entretanto, en Buenos Aires?... Urquiza, después de Caseros, nombró gobernador provisorio a don Vicente López y Planes, federal y viejo rosista, juez durante la dictadura y autor de versos al Restaurador y a su hija, muy aplaudidos en su época. Pues don Vicente López dispuso, en seguida, instigado por su ministro Valentín Alsina (unitario del tiempo de Rivadavia) confiscar los bienes de su amigo el Restaurador, con gran disgusto de Urquiza.


Y no es de extrañar que viera éste último con malos ojos la confiscación de los bienes de Rosas. Pero hubo de someterse al espíritu vindicativo de quienes muy pronto iban a expulsarlo de Buenos Aires. La confiscación de los bienes de Rosas fue decretada pocos días después de Caseros y la noticia llegó a Inglaterra por Máximo Terrero. Uno de los primeros visitantes de Rosas en Southampton, fue Lucio V. Mansilla, su sobrino, que partió para Europa con su padre el general, y vio al dictador en el círculo de familia de aquella ciudad inglesa. Según Mansilla, Rosas estuvo bromista con él y comentó aquellos siete platos de arroz con leche con que su sobrino hizo penitencia en Palermo, una noche de diciembre de 1851.



Tío y sobrino en Southampton (1852)


Viniendo de Lisboa a Francia, mi buen viejo quiso visitar a Manuelita y nos fuimos a Southampton.


Allí estaban alojados en la misma casa, una modesta quintita de los alrededores: Rosas, Manuelita, Juan Rosas, mi primo, Mercedes Fuentes, su mujer, Juan Manuel, mi sobrino, Máximo Terrero y un negrito al cual ya mi tío le decía, por ironía, Mister...


Por supuesto que si el cambio de hemisferio y de situación era como una transición entre el día y la noche, otra cosa eran los sentimientos y las manías. Mi tío conservaba su chaleco colorado y Manuelita su moño… Mi padre, que era muy amigo de Manuelita, que la quería en extremo, como la quiero yo, por sus virtudes, le observó que aquel parche colorado no estaba bien… Pero ella, cuyo amor filial no tenía límites, contestóle que no se lo sacaría hasta que no se lo mandaran.


Un día almorzábamos todos juntos: mi tío era sobrio, concluyó primero que los demás y se levantó, yéndose. Manuelita, ganosa de echar un párrafo con mi padre, me dijo: “Acaba ligero, hijito, y anda, entretenelo a tatita...”


Yo me apuré, concluí, salí y me fui en busca de mi tío, que estaba sentado en el sofá de una salita, con vista al jardín, y me arrellené en una poltrona. Mi tío y yo permanecimos un instante en silencio. Yo lo miraba de rabo de ojo. Creía que él no me veía. ¡Me había estado viendo!... Confusamente, porque yo no tenía entonces sino como intuiciones de reflexión, los pensamientos que me dominaban en aquel momento, al contemplar el coloso derribado, podrían sintetizarse exclamando ahora: sic transit gloria mundi... (Así transa don Raimundo... como decía el otro).


De repente miróme mi tío y me dijo:


— ¿En qué piensa, sobrino?


—En nada, señor...


—No, no es cierto, estaba pensando en algo.


—No señor; ¡si no pensaba en nada!...


—Bueno, si no pensaba en nada cuando le hablé, ahora está pensando, ya.


— ¡Si no pensaba en nada, mi tío!...


—Si adivino... ¿me va a decir la verdad?... Me fascinaba esa mirada, que leía en el fondo de mi conciencia, y, maquinalmente, porque habría querido seguir negando, contesté: “Sí”.


—Bueno —repuso él—, ¿a que estaba pensando en aquellos platitos de arroz con leche, que le hice comer en Palermo, pocos días antes de que el “loco” (el loco era Urquiza) llegara, a Buenos Aires?...


Y no me dio tiempo para contestarle, porque prosiguió:


—A que, cuando llegó a su casa, a deshoras, su padre (e hizo con el pulgar y la mano cerrada una indicación hacia el comedor) le dijo a Agustinita: ¿No te digo que tu hermano está loco?...


No pude negar, queriendo: estaba bajo la influencia del magnetismo de la verdad, y contesté, sonriéndome:


—Es cierto.


Mi tío se echó a reír burlescamente. Aquella visión clara, aquel conocimiento perfecto de las personas y de las cosas, es una de las impresiones más trascendentales de mi vida; y debo confesarlo aquí, no teniendo estas páginas más que un objeto: iluminar con un rayo de luz más, la figura de un hombre tan amado como execrado; sin esa impresión yo no habría conocido, como creo conocerla, la misteriosa y extraña personalidad de Rosas.


Lucio V. Mansilla.3



Urquiza decide convocar a un congreso para dar al país la constitución que ha prometido. Pero los “unitarios” de Buenos Aires le preguntan:


— ¿Y cómo ha de preparar Vuestra Excelencia ese congreso?...


—Voy a reunir a los gobernadores en San Nicolás.


—Pero esos gobernadores —le replican— son los gobernadores del tirano que hemos derrocado... Han sido sus seides y los cómplices de sus crueldades...


—Y... ¿qué ha de hacerse?... —dice Urquiza.


— ¡Acabar primero con ellos!... —le contestan.4 Urquiza, que ha sido hasta poco tiempo atrás camarada de los gobernadores rosistas, entre los que tiene algunos compadres, advierte la encrucijada que se le presenta: con esos gobernadores podrá desarrollar una política, tener el concurso que necesita para dar el estatuto constitucional que ha prometido y ser presidente de la nueva Confederación. Sin ellos, los hombres de Buenos Aires habrán de confinarlo a su provincia y quién sabe si allí mismo no logran arrancarle el poder... Y reúne a los gobernadores en San Nicolás. Firman el acuerdo que asegura la reunión del congreso y él sale nombrado Director provisorio de la Confederación y encargado de sus relaciones exteriores (31 de mayo de 1852). Pero en la legislatura de Buenos Aires desautorizan al gobernador Vicente López, por haber firmado tal acuerdo y dan por sentado, poniendo a contribución toda la ciencia jurídica, que el Acuerdo de San Nicolás es la más grande herejía constitucional conocida y que todo cuanto se construya sobre él será de insanable nulidad.


Y el vencedor de Rosas, que ha creído proceder por lo fino, se encrespa esta vez, disuelve la legislatura por la fuerza y acaba por nombrarse a sí mismo gobernador. La medida de Urquiza era, por lo menos, violenta, y no estaba muy en consonancia con los principios que había proclamado... El 7 de agosto, teniendo en cuenta “que la confiscación política es considerada contraria a los principios de justicia, a las leyes sancionadas por la provincia y a las que han sido adoptadas por todas las naciones civilizadas”, decretó: “Todos los bienes pertenecientes al ex-gobernador de la provincia de Buenos Aires general Juan Manuel de Rosas, serán entregados, en el estado en que hoy se encuentran, a su apoderado don Juan N. Terrero”.


Como el congreso a que se ha convocado con arreglo a lo dispuesto en San Nicolás, ya está próximo a reunirse en Santa Fe, emprende viaje para esta última ciudad y deja en Buenos Aires a su lugarteniente Galán, con escasas fuerzas porque brasileños y uruguayos se han restituido a sus países. A poco de retirado Urquiza, estalla una revolución, la del 11 de septiembre, y el lugarteniente Galán tiene que huir para buscar amparo cerca de su jefe. Queda así vencido el vencedor de Caseros y expulsado para siempre de Buenos Aires, a la que había librado de don Juan Manuel... La legislatura porteña, renegando de Urquiza y del congreso de Santa Fe, expidió su proclama que se iniciaba con estas palabras: “La provincia de Buenos Aires se presenta ante el mundo y sus hermanas en la actitud guerrera y decidida que asumió el 25 de mayo de 1810”...5 El general José María Paz salió con tropas hacia el interior para disolver el congreso, como en 1829 después del fusilamiento de Dorrego, pero se vio detenido esta vez en el Arroyo del Medio y pudo advertir que nadie creía en el nuevo 25 de mayo. Con este fracaso y otros semejantes, el gobierno local decidió convertir a la provincia de Buenos Aires en Estado libre e independiente... Pero no habían contado con la campaña de la provincia. De ahí que, a fines de 1852, el coronel Hilario Lagos levantara fácilmente la campaña y pusiera riguroso sitio a la ciudad de Buenos Aires, en solidaridad con la política nacional de Urquiza y con el congreso constituyente de Santa Fe. Urquiza viene con fuerzas desde aquella provincia para fortalecer el sitio y establece el bloqueo con una escuadra mandada por el extranjero John Halted Cohe. Todo anuncia la caída de la plaza sitiada, pero el gobierno del nuevo Estado hace una emisión de papel moneda y el comercio (que ha sufrido quebrantos) facilita metálico para ofrecerlo al jefe bloqueador. El ministro, general José María Paz (el de la Tablada y Oncativo), previo entendimiento con Cohe, le entrega personalmente la bolsa (26.000 onzas de oro) con que el gobierno y comercio de Buenos Aires han decidido la transacción. El yanqui embolsica sus onzas, se va con sus barcos; las tropas de Lagos se dispersan, Urquiza se vuelve a Santa Fe (antes garantiza a ingleses y franceses la apertura de los ríos) y la República queda partida en dos. En ese clima de violencia no podía ser olvidado don Juan Manuel. Urquiza había ordenado la devolución de sus bienes en agosto, pero con la revolución del 11 de septiembre, los bienes quedaron otra vez sujetos a la confiscación.


A fines de 1852 (noviembre), visitan a Rosas en Southampton, los jóvenes Nicolás y Juan Anchorena, quienes le felicitan por el decreto de Urquiza que deja sin efecto la confiscación de sus bienes (no tienen todavía noticias de la revolución de septiembre). Rosas está resentido con los Anchorena porque —según lo dirá pocos años después— habían sido ingratos para con él. Como resultado de la entrevista, los Anchorena escriben una carta que dice así:



Los hermanos Anchorena y don Juan Manuel (1852)


Este hombre siempre el mismo; aquí verá que sigue con su mónita este hombre y por lo que he inferido, no ha perdido las esperanzas de volver a esa, que es cuanto se puede ver...


Este hombre no pierde sus manías de decir que lo hacía todo y que a pesar del modo inconsiderado con que se despidió de esa a un hombre honrado como él, tendrá el gusto de prestar sus servicios a la patria si fuese llamado otra vez, pues su vida no ha estado sino consagrada al servicio del hombre.


El general Urquiza [según él] no tiene capacidad política, como no la han tenido los salvajes unitarios y aquél no tiene otro remedio que desembargar sus propiedades, pues estaba, el hacerlo, en los intereses de dicho general. Felicitamos a don Juan Manuel de su parte y él contestó que estaba muy agradecido a las atenciones y servicios de usted. En esta última vez, ha estado más juicioso que en la otra. No se habló de política; solamente dijo que no sabia si estaba contento con el desembargo de sus propiedades, porque su resolución estaba ya formada de ocuparse de zanjeador o de algún otro trabajo.


El 1° del presente estuvimos a visitar a don Juan Manuel y encontramos verificadas las nupcias tan esperadas... Ese día estaba don Máximo Terrero, y Manuela nos dio parte de haberse casado, lo que ya hacia algunos días que nosotros sabíamos... Esta me encargó afectuosos recuerdos para usted... Al mismo tiempo de despedirnos, nos dijo [Rosas] que tenía que hablar con nosotros y nos llevó a una pieza aparte... Entre las cosas que nos dijo don Juan Manuel era que la niña no le había hablado con franqueza, porque le había prometido que no se había de casar; que el cariño que le tenía a don Máximo Terrero era el de un hermano; y que él había girado todos sus intereses en ese sentido; y que le había perjudicado mucho, que le había hecho un mal grande y que si él había hecho el sacrificio de no casarse, había sido por ella; que él debía hacer doce años que debía haberse casado.


Al tiempo de despedirnos, nos dijo que tenía que hablar con nosotros y nos llevó a una pieza aparte. Nos dijo como quien dice nada (porque siempre con la misma manía) que todas las cartas que tuviese usted concernientes a él, lo mismo en poder de la testamentería las que hubiese de él, las quemase; que él ya había quemado todas las cartas concernientes a usted y que él después le mandaría los apuntes de los animales que han entrado en su tropa de ganado.


Cuando nos íbamos a despedir nos dijo que tenía que decirnos dos o tres palabras en su cuarto. Al efecto, entramos en el cuarto y nos dijo: “Saben ustedes las ocupaciones de mis últimos meses de gobierno, así que no pude mandarle a don Nicolás la relación de los animales que entraban en las tropas de ganado; pero díganle que ahora se las he de mandar —continuó—: Saben ustedes que cuando yo era joven, solamente había estado en el campo y no me fijaba en los términos en que iban las cartas...”


Todas estas cartas [sigue Anchorena] de la campaña del Desierto y otros papeles posteriores, están entre los papeles de mi tío Tomás, y suplica a usted sean quemados, como también algunos pocos que usted pueda tener: pues él dice que ha quemado todos los papeles que existían de usted y de mi tío Tomás. En fin, esa correspondencia de mi tío Tomás con don Juan Manuel, quiere éste que desaparezca para borrar de este modo los hombres dignos que ha tenido nuestro país; para decir, después, que el país no ha tenido más hombre que él, y si ha sido sanguinario alguna vez, es porque así lo han aconsejado o impelido a obrar así.


Nicolás y Juan Anchorena.6



Poco después de esta entrevista, que debió de ser en el hotel Windsor de Southampton (o en la casa de campo a que hace referencia Mansilla) Rosas alquiló casa en la ciudad (1853) donde estuvo instalado hasta 1864. Era conocida la casa con el nombre de Rockstone House y estaba en The Crescent, algún barrio o paraje de la ciudad. Según el general Fotheringham era una “gran mansión de aspecto serio, silencioso y triste”. Allí fue a visitarlo el célebre poeta español (nacido en Buenos Aires) Ventura de la Vega, cuya madre había tenido vinculación con la familia de don Juan Manuel. La visita fue referida en una carta de Vega a su mujer, que figura en las Cartas íntimas del escritor, publicadas hace ya muchos años.7



Rockstone House (1853)


Londres, jueves 21 de julio (de 1853). El día que llegue ésta a Madrid, será, según mi cálculo, el mismo en que llegues tú a Bilbao; pero hasta que de allí me escribas, Manuela mía, seguiré enviando mis cartas a casa. Si hoy han recibido en París carta tuya la guardarán allí, porque yo escribí ayer que lo hicieran así, en atención a que mañana me marcho y ya no llegaría a mis manos: esta es, pues, la última que te escribo desde Londres, del cual me despido hoy... sabe Dios hasta cuándo; hasta que venga contigo. No te rías, que eso tiene que suceder. Ahora voy a contarte lo que hice ayer.


Has de saber que a las once de la mañana, después de haber almorzado, me dirigí a la estación del camino de hierro, y tomé billete de ida y vuelta para Southampton, puerto de mar que está a veintiocho leguas de Londres. A las once salí de aquí y a la una y cuarto estaba en Southampton; me bajé del coche y me encaminé, por señas que me habían dado, a la casa que habita allí el general Rosas. Me recibió una criada inglesa, la cual pasó recado de que un sujeto de Buenos Aires deseaba ver al general: salió un negrito y me dijo que su amo estaba en cama y no podía recibir. Entonces le dije que pasase recado a doña Manuelita, y volvió a salir conduciéndome a una sala donde me dijo que aguardase.


La sala estaba elegantemente adornada: sobre la chimenea había un retrato, de miniatura y del tamaño del que yo tengo en mi despacho; sobre un velador que estaba en medio vi varias cajas, las que fui abriendo, y una era el retrato de Manuelita y otra el de su marido, pues no sé si sabes que en Inglaterra se ha casado con un antiguo novio que tenía en Buenos Aires, llamado Máximo Terrero, joven de quien hacían muchos elogios. A un lado había un piano abierto, y un papel de música que reparé era la Canción del Pirata, de Espronceda, puesta en música creo que por Salas. A poco rato de esperar sentí pasos, se abrió la puerta, y se presentó una señora que, por el retrato que había visto, conocí era Manuelita. Venía vestida de mañana, con una bata o peinador blanco y una cinta bordada de encarnado al cuello. Yo la saludé y ella se quedó parada mirándome como si quisiera reconocerme.


— ¿Es usted de Buenos Aires?


—Sí señora —le contesté—, soy Ventura de la Vega.


No puedes figurarte la impresión que le hizo; se acercó a mí y me dio la mano, diciéndome:


— ¡Dios mío, cómo se parece usted en la cara a su madre! ¿Y qué sorpresa tan agradable es ésta que usted nos da? ¿Cómo se halla usted aquí?


Yo le dije que hacía este viaje a Southampton tan sólo por verlos, porque no me hubiera perdonado, estando a dos horas de distancia de ellos, haber dejado de ir a conocerlos y darles las gracias por las distinciones que les ha merecido mi madre.


—Tampoco yo le hubiera perdonado a usted —me dijo— el que nos hubiera privado de conocer a un argentino que hace tanto honor a su patria, etc., etc.


Y ya te puedes figurar lo que añadiría en elogios. Llamó a su marido y me lo presentó: es un joven alto, delgado, moreno, con gran patilla, bigote y perilla negros como el azabache, muy simpático y de mucho talento. Ella es alta, muy alta, morena, pelo negro, ojos pardos muy expresivos, boca y nariz pequeñas; se da un aire en la cara de Teodora Lamadríd 8, y se le parece también en el metal de la voz. No es gruesa pero tampoco puede decirse que es muy delgada; tiene muy bonito cuerpo, y un aire de lo más distinguido y elegante que se pueda ver. Su conversación es tranca, pero muy fina y con golpes de talento que dejan parado.


Después de hablar mucho, como puedes figurarte, de Buenos Aires, y de los acontecimientos de aquel país, de mi madre, de mi hermano, etc., fue al cuarto de su padre, y vino a decirme que en cuanto había sabido que era yo, quería verme, y que le perdonase que me recibiera en la cama. Me levanté para ir allá; pero antes de salir de la sala, se acercó Manuelita a una bandeja con vino generoso y bizcochos que había hecho traer, y llenando tres copas, nos dio una a cada uno, y me dijo:


—Antes de bajar, vamos a brindar por la salud de su mamá de usted.


Me enterneció aquel recuerdo porque aunque algunas veces me hago ilusión de que he de volverla a ver... ¡Sabe Dios si será! Bajamos por una escalera interior a un cuartito pequeño donde había una mesa con muchos papeles, y a un lado una cama de caoba, en la cual estaba Rosas. Tenía por colcha un poncho americano; él estaba incorporado, en mangas de camisa, y tenía puesto un chaleco de pana azul, de solapa, y abrochado de arriba abajo. Con decirte que es idéntico al retrato, te lo he dicho todo.


—Venga acá —me dijo—, que no sabe cuanto gusto tengo en conocerlo. —Y me abrió los brazos y me dio dos abrazos muy apretados, diciéndome: —Ha de saber que tenía pensado ir a Madrid, sólo por verle.


Me senté en una silla a su lado, Manuelita se sentó sobre la cama y empezó de nuevo nuestra conversación de Buenos Aires. Rosas es el carácter más original, más raro, más sorprendente que te puedas imaginar. No sé si para cortar cuando le parece alguna conversación, o para disimular su pensamiento, o para desconcertar al que le habla, te encuentras en que pasa repentinamente del tono más elevado, del discurso más serio, a una chapaldita de lo más vulgar, a la cual siguen otra y otra, entre muchas carcajadas, y de allí a un rato vuelve insensiblemente a entrar en el tono serio y entonces dice, hablando de política, cosas admirables. Decían que sólo tenía talento natural y que era poco culto; no es cierto. Es un hombre instruidísimo y me lo probó con las citas que hacía en su conversación; conoce muy bien nuestra literatura y sabe de memoria muchos versos de los poetas clásicos españoles.


Con él me estuve hasta las seis y media, en que me levanté para marcharme, porque el convoy salía a las siete; él mandó que arrimaran su coche, y en él me fui al camino de hierro, acompañado del marido de Manuelita. Al despedirme de Rosas me dio un abrazo, y cuando ya me marchaba, me llamó y me dijo, dándome otro: “Este por su madre”. Manuelita me acompañó hasta el portal, y me ofreció que pronto irían a hacerme una visita a Madrid.


A las siete salí de Southampton, y a las nueve y cuarto estaba en Londres. Es decir, he andado cincuenta y seis leguas en cuatro y media horas. Ahora voy a salir a la embajada a despedirme de Istúriz y a que me visen el pasaporte; a las ocho de la noche iré al camino de hierro y mañana a las ocho de la mañana estaré en París. Y a tí, niña mía, ¿que tal te ha ido en el viaje? ¿Cómo estáis alojados? Cuéntamelo todo; dime si los niños se han aburrido mucho en el camino y si los dos chiquitos han llegado sin novedad. Mucho deseo recibir carta tuya de ese punto, porque una vez pasado el camino ya no tengo cuidado, porque ahí hará una temperatura fresca y sana. Aquí, como te he dicho, no conozco que estemos en mediados de julio; ayer, volviendo de Southampton, hasta tenía frío; y por supuesto sigo con mi chambra de lana, con mi pantalón de pana y con mi manta en la cama. Adiós, Manuela mía; Dios quiera que hayas hecho un viaje feliz, que mi M. se robustezca con los baños, y que P. no tenga novedad. Si, como espero, nos volvemos a ver juntos y buenos, ¡cómo os entretendré contándoos tantas cosas como he visto! Adiós.


Ventura de la Vega.



En ese mismo año fue a llamar a la puerta de Rockstone House el escritor chileno Vicente Pérez Rosales, autor (más tarde) de un delicioso libro titulado Recuerdos del Pasado.9 De este libro entresacamos su entrevista con Rosas, que no hemos visto nunca ni transcripta ni citada, y algunas reflexiones que la preceden:



Fruta de horca (1853)


De lo expuesto se desprende: 1º Que dos partidos que se aborrecían entre sí lucharon por el predominio de sus ideas; 2º Que Dorrego, gobernador legal de Buenos Aires y jefe del partido federal, fue derrocado del poder por tropas insurrectas mandadas por el general Lavalle, jefe entonces del partido unitario; 3º Que Dorrego, vencido y hecho prisionero, fue fusilado por Lavalle, sin proceso alguno; y 4º: Que a consecuencia de este bárbaro atentado, quedó de hecho proclamada la ley del talión.


Ahora bien, se pregunta: dado que fuesen ciertos cuantos horrores se atribuyen a Rosas, lo que dista bastante de la verdad, ¿por qué no han de ser copartícipes de ellos los que, sin ningún antecedente que autorizase el acto de asesinar sin causa previa, los promovieron? Si, como se asegura. Rosas mataba, complaciéndose en el tormento de cuantos enemigos caían en su poder (lo que también es inexacto) ¿qué hubieran hecho los unitarios con Rosas, si éste hubiese caído en sus manos?


Cuando se llega a inhumanos extremos, a los sangrientos horrores de una guerra a muerte, ninguna de las dos fieras que se despedazan entre sí tiene derecho para achacar a la otra responsabilidad de la sangre que se derrama, a menos que una de las dos, por actos incalificables, haya obligado a la otra a echar mano de represalias, y en este acto el partido unitario debería enmudecer.


Además, ¿cómo no suspender el juicio, antes de emitir un fallo definitivo, sobre los actos de un hombre a quien no se le ha oído aún; actos que, para atribuírselos a Rosas han sido rebuscados en el corazón de los tigres, y que representados en pinturas, se ve en ellos a un hombre estrujando con sus propias manos en una copa, la sangre de un corazón humano, para bebérsela en seguida?... La misma exageración o enormidad impone a la prudencia el deber de detener su fallo antes de estar mejor informada. Lo que hay de cierto y muy averiguado, entre otras muchas cosas que omito, es que Rosas supo muy mal escoger sus amigos; pues, aquellos a quien este hombre extraordinario dispensó más cariño y más confianza, fueron después sus más encarnizados detractores, y los ejemplos los hemos tenido en Chile; pues, cuando publicaban la fama y la prensa con descaro que las hijas del general Lavalle, atadas a un poste, con los párpados cortados por orden de Rosas, sufrían con los rayos del sol sobre sus indefensas retinas, los tormentos que la más bárbara y extraviada mente pudo inventar, esas hermosas víctimas del tirano, bailaban regocijándose en las tertulias del alegre Santiago. Yo, que desde el principio sabía todo esto, y que había disfrutado varias veces en Buenos Aires de la misma seguridad que se disfrutaba en nuestra capital, movido por la curiosidad pregunté a la señora de Mandeville, matrona respetable y respetada de la alta sociedad bonaerense, en cuya casa se me dispensaba la más cordial y franca hospitalidad, si después de la salida de Rosas quedaban aún en la ciudad algunos miembros de su familia, porque deseaba conocerles, y por toda contestación mandó un recado a... parienta inmediata del dictador, diciéndole que la esperaba.


No tardó en llegar a la casa, con los atavíos de la más sencilla elegancia, una de las más hermosas mujeres que he tratado en el curso de mi vida. Juventud, atractivos, franqueza, educación y fino trato, adornaban a ese ser privilegiado, la cual, oyéndome decir que deseaba saludar al señor don Juan Manuel, a mi paso por Southampton, tuvo la bondad de entregarme una tarjeta suya, en cuyo respaldo escribió con lápiz una sola palabra. Tuve después ocasión de ver dos veces en el teatro a esta señora, y la de observar los cordiales saludos que le dirigían los concurrentes desde sus palcos.


Hablando algunos días después en Montevideo con el señor Mendeville, comerciante acreditado de aquella importante plaza, me indicó la posibilidad de echarnos pronto al bolsillo algunos pesos fuertes, si yo me resolvía a escribir un folleto sobre Rosas, y a mandarle diez mil ejemplares. Aseguraba se venderían, en el acto y a muy buen precio, con tal que el escrito contuviese un examen analítico-moral del corazón del ex dictador, sus actuales tendencias y el fundamento de sus futuras esperanzas de volver a ejercer el poder en Buenos Aires. “No descuide usted —me decía— los movimientos de su fisonomía; repare usted si los actos de benéfica humanidad le son indiferentes o le entristecen; sígalo usted al teatro cuando se representen dramas horribles o tragedias, y apunte con minucioso esmero el carácter que asume su rostro en los momentos de las catástrofes; exprese, como usted sabe hacerlo, cómo en esos momentos le brillan los ojos de alegría, y cómo las demostraciones de duelo por el crimen consumado sólo le merecen desprecio.


Pareciéronme un sí es no es apasionadas las instrucciones que me daba aquel honrado comerciante del pintoresco Montevideo, y mucho más me lo parecieron después, cuando mostrándole yo aquellas mentadas “Tablas de Sangre”, que los enemigos de Rosas lanzaron como un brulote por toda la América para atestiguar los crímenes que se atribuían a ese mandatario, y cuestionándole sobre ellas, reparé que pasaba como por sobre brasas encendidas al llegar a muchos hechos que, sin dárselo yo a entender, me constaba que eran falsos.


Llegando, después de un viaje feliz, a Southampton, pregunté al dueño de mi posada si sabía dónde vivía Rosas; y con su respuesta afirmativa, si sabía en qué se ocupaba, o qué hacía en aquella ciudad, y me respondió estas textuales palabras:


—Esa fruta de horca, sólo se ocupa en hacer mal, y si no mata gente aquí, como mataba en Buenos Aires, es porque en Inglaterra, del asesinato a la horca no hay más que un paso...


Espantado con semejante juicio, quise profundizar algo el cimiento sobre que se apoyaba, y no tardé en descubrir que ni de vista conocía a Rosas, y que si llegaba a saber que existía un Buenos Aires en América, era más por la línea de vapores que entre Southampton y aquella plaza navegaba, que por sus conocimientos geográficos. Los fundamentos de su inconsciente fallo no traían más calificado origen, que el que dejaban en su memoria las hablillas más o menos apasionadas de los argentinos que de paso se alojaban, como yo, en su posada.


Se comprende que, cuanto se decía de Rosas debía interesar vivamente mi curiosidad; así fue que en cuanto instalé mis trebejos en mi alojamiento y di una vuelta para recorrer la ciudad, que vi con gusto por segunda vez, me dirigí a casa de Rosas. Vivía éste en el segundo cuarto de una modesta casa de cinco pisos, altura muy común de los edificios de aquel pueblo. Llamé, y habiendo entregado al portero que acudió al llamado, muchacho que por el color de la tez me pareció americano, una tarjeta mía, no tardé en oír la voz entera de un hombre que parecía acostumbrado a mandar, que ordenaba se me franquase la entrada.


Un instante después se adelantó a recibirme el mismo Rosas. Era éste entonces un hombre como de sesenta y dos años de edad, de estatura más que mediana y de robusta complexión. Lucía su rostro sobre una tez blanca y sanguínea, dos hermosos ojos azules, una nariz aguileña, y un par de labios aunque finos, perfectamente diseñados.


Nada encontré en su traje que llamase mi atención; vestía como viste un honrado y modesto inglés de mediana fortuna. Ni vi en él chiripá, ni tampoco el grueso pantalón con vivos lacres, ni mucho menos el chaleco de lana colorado y la divisa que afectaba lucir en Buenos Aires, ya en las revistas o ya en los campos de batalla, como me aseguraron en América que encontraría al ex dictador vestido aquí.


Recibióme con afectuosa cortesía, sin olvidar aquella prudente reserva, forzosa compañera del hombre de mundo cuando trata por primera vez a un desconocido; mas ésta duró poco, pues no hizo más que recibir la tarjeta de su parienta y leer lo que en el respaldo de ella iba escrito, cuando levantándose de su asiento, me tendió con efusión los brazos, apellidándome paisano.


Seis días estuve en Southampton, y en esos seis días tuve ocasión, uno de almorzar con él y los cinco restantes acompañarle a tomar mate, bebida sin azúcar, que parecía serle favorita. Noté en mis conversaciones con este hombre excepcional, que se había apoderado de su ánimo cierta manía de creer que era imposible que los argentinos pudiesen vivir en paz bajo otro sistema de gobierno que el absoluto; que él era el hombre indispensable para contener los desbordes de las pasiones tan propias de esos locos a quienes tanto seguía queriendo, sin saber por qué, y que era también imposible que el escaso juicio que aun se complacía en reconocerles, no les obligase a llamarle de un instante a otro. Por cada vapor que llegaba esperaba este llamado, y por cada vapor sufría decepciones su creencia, pero esas decepciones, más le inspiraban lástima que cólera, pues, según él decía, más perdían ellos en no llamarle que él permaneciendo donde estaba.


Hablaba con calor sobre la enormidad de los crímenes que se le atribuían, y recuerdo que, paseándose con exaltación, la víspera del día en que debí proseguir mi viaje, me cogió de la mano y llevándome a una pieza atestada de cajones abiertos y de sacos de legajos y papeles, me dijo:


— ¿Ve usted todo esto, paisano? Pues aquí tiene el archivo privado de mi gobierno; aquí puede usted encontrar no sólo documentos que justifican mis actos, sino también muchos de aquellos que acreditan la desleal conducta de mis enemigos, ingratos unos y malos casi todos. Ya vendrá el día en que todos estos documentos vean la luz pública y de ello me ocupo ahora —agregó, señalándome con la mano la multitud de papeles borrajeados que tenía sobre su escritorio...


—Todo lo comprendo, paisano —agregó con despecho-, porque conozco las aspiraciones de los chasqueados; pero lo que no comprendo, lo que nunca he podido comprender, es que los chilenos, sin oírme siquiera, hayan amuchado el número de mis enemigos, cuando el solo examen de la conducta que ha observado en Chile esa tropa de baguales (dispénseme la expresión) que se refugiaron en aquella república, sobraba para conocer la calidad de los testigos que deponían contra mí.


Preguntado por qué no había promovido en Chile la creación de un diario encargado de rectificar las calumnias de sus detractores, me contestó:


—Porque los primeros pasos que di en este sentido fueron desgraciados... Promoví en la ciudad de Valparaíso la creación de un diario, de cuya redacción se encargó un señor Espejo... (don Juan Nepomuceno recuerdo que era su nombre) pero no surtió efecto esta medida, porque los diarios de ese país estaban todos en poder de argentinos. Hice ir entonces a su tierra a un joven cuya familia me debía servicios y que hasta entonces me había dado a entender que era un ardiente partidario mío, y en cuanto no más se encontró en Chile, influenciado por su padre, me volvió la espalda; y también, señor don Vicente, hablemos claro: no hice más diligencias porque cometí la chambonada de presumir más de lo que debía de la penetración de los chilenos para deducir de las mismas exorbitaciones que se contaban de mí, y de la conducta de mis detractores, la poca fe que sus relatos merecían...


Vicente Pérez Rosales.



Para este año de 1853, Rosas tenía ya pocas esperanzas de salvar sus bienes, y, como después del decreto de Urquiza sobre confiscaciones, sólo había podido vender una estancia por cien mil pesos fuertes y algunos bienes muebles, las circunstancias le aconsejaban moderación en sus gastos. Sin embargo, estos años no fueron de aprieto y mucho menos de penuria.


Entretanto Urquiza en Santa Fe logra llevar a término la obra de la constitución que, en el conjunto de aquel espectáculo nada edificante, pone una nota de dignidad y patriotismo. Es deplorable que las primeras palabras del preámbulo constitucional no fueran expresión fiel de la verdad. Porque indudablemente no eran los representantes del pueblo argentino, como en términos de derecho público y en todo país civilizado puede entenderse esa expresión, quienes dictaban y sancionaban aquel código, sino los representantes de trece gobernadores rosistas (hasta el Acuerdo de San Nicolás) y urquicistas después, o, con más propiedad, eran los representantes del caudillo que en aquellos momentos tenía imperio suficiente sobre aquellos gobernadores.


Urquiza, después de dictada la constitución, se conformó con ser presidente de una confederación sin Buenos Aires, con capital en Paraná, y firmó un tratado con el Estado de Buenos Aires, como si fuera ajeno al país que había jurado la constitución. Y cargó con la deuda de los cuatrocientos mil patacones (con el seis por ciento de interés) que le había dado el Emperador del Brasil para derrocar a Rosas. Tenía un congreso en Paraná, pero Buenos Aires tenía las rentas de su puerto y Urquiza no estaba en condiciones de organizar, por falta de fondos, el Estado federal que había fundado. Los puertos interiores, aun con la apertura de los ríos (asegurada por el Brasil y por los otros países que ansiaban por llegar al Paraguay) de nada le servían. La deuda con el emperador, no podía pagarla, ni siquiera sus intereses, y entonces el prestamista ofreció más patacones que fueron aceptados, y la deuda se convirtió en setecientos mil pesos tuertes “con las mismas garantías inherentes al primer empréstito” (!!) Y en seguida como era de esperarse vinieron tratados de extradición de esclavos con el Brasil, inexplicables en un país republicano, y en abierta pugna con el espíritu y la letra de su propia y flamante constitución; y tratados de límites... (estos últimos, ¡por ventura!, no fueron ratificados por el congreso de Paraná). Y convenios con Francia, Inglaterra y Cerdeña, por los que el gobierno se obliga a pagar todas las sumas debidas a súbditos de esas naciones... “por las reclamaciones que hayan sido presentadas a, o antes del 1º de enero de 1860”... “El gobierno se obliga a pagar el interés de esta deuda a razón de 6 % al año a partir del 1° de octubre de 1858”... Y se consuma la entrega de las aduanas de la Confederación en arriendo al banquero Buchental, que viene del Brasil.10


Así las cosas, que alguien hubiera cohonestado por la necesidad de defenderse del nuevo Estado de Buenos Aires, las autoridades de este último harán lo imposible por hundir al caudillo de Entre Ríos y a las provincias que le responden. El odio a Urquiza —a quien se pone de par con Rosas— intensifica de rechazo el odio al dictador proscripto, y en 1857 se instaura en Buenos Aires el proceso contra don Juan Manuel cuya sentencia lo condena a la pena ordinaria de muerte con calidad de aleve, entendiéndose que la indemnización de los daños y perjuicios se ha de cumplir con otros bienes que posea y que no hayan sido comprendidos en la ley de confiscación.


Rosas reacciona esta vez y escribe su defensa para hacerla conocer en el extranjero. Y se va de Southampton a Londres para hacerla imprimir. En Londres se encuentra con Juan Bautista Alberdi, diplomático de la Confederación Argentina, presidida por Urquiza.



En Londres (1857)


Londres, 18 de octubre de 1857. Anoche conocí a Rosas... Consentí en encontrarme con él en casa de Mr. Dickson, por sus actuales circunstancias. Procesado sin discernimiento ni derecho, quise protestar en cierto modo contra eso, tratándole. Su actitud respetuosa a la nación y a su gobierno nacional, me han hecho menos receloso hacia él. Hablaba en inglés con las damas cuando yo entré. El señor Dickson nos presentó, y me dio la mano con palabras corteses. Poco después me habló aparte, sentándonos en sillas puestas por él ambas. Me encargó de asegurar al general Urquiza la verdad de lo que me decía como a su representante en estas cortes: Que estaba intensamente reconocido por su conducta recta y justa hacia él; que si algo poseía hoy para vivir, a él se lo debía. Me renovó a mí sus palabras de respeto y sumisión al gobierno nacional.


Al verle le hallé más viejo que lo creía y se lo dije. Me observó que no era para menos, pues tenía sesenta y cuatro años.


Al ver su figura toda, le hallé menos culpable a él que a Buenos Aires por su dominación, porque es la de uno de esos locos y medianos hombres en que abunda Buenos Aires, deliberados, audaces para la acción y poco juiciosos. Buenos Aires es el que pierde de concepto a los ojos del que ve a Rosas de cerca. ¿Cómo ha podido este hombre dominar ese pueblo a tanto extremo?... es lo que uno se repite dentro de sí al conocerle. Habló mucho. Habla inglés, mal, pero sin detenerse, con facilidad. Es jovial y atento en sociedad. Después de la mesa, cuando se alejaron las señoras, habló mucho de política; casi siempre se dirigió a mí, y varias veces vino a mi lado. Me llamaba “señor ministro” y a veces “paisano”; otras por mi nombre.


Acababa de leer, él, todo lo que trajo el vapor de antes de ayer sobre su proceso. No por eso estaba menos jovial y alegre.


—Me llaman por edictos —decía— pues, ¿estoy loco para ir a entregarme para que me maten?...


Niega a Buenos Aires el derecho de juzgarlo. Repite, como de memoria, las palabras de su protesta.


Dice que el gobierno, la autoridad soberana o superior, a que en ella alude, es el gobierno de la Nación o Confederación; no el de Buenos Aires. Le oí que Anchorena era el exclusivo autor y partidario del aislamiento de Buenos Aires como ciudad escéptica.


Se quejó de Anchorena: le calificó de ingrato. Recordó que al acercarse Urquiza a Buenos Aires, Anchorena le dijo a él (a Rosas), que si triunfaba Urquiza, “no le quedaba más medio que agarrarse de los faldones de la casaca de Urquiza y correr su suerte aunque fuese al infierno”; y que en seguida lo abandonó.


Recordó que toda su fortuna la había hecho bajo su influencia.


Habla con moderación y respeto de todos sus adversarios, incluso de Alsina. Recordó que el que ordenó (sic) la ejecución de los de San Nicolás, está legalizado por Maza. él no niega el hecho de esa ejecución: lo califica de hecho político de la guerra civil de esa época.


Habló mucho de caballos, de perros, de sus simpatías por la vida inglesa, de su pobreza actual, de sus economías, de su caballo y de los caballos ingleses. No es ordinario. Está bien en sociedad. Tiene la fácil y suelta expedición de un hombre acostumbrado a ver desde alto el mundo. Y, sin embargo, no es fanfarrón ni arrogante, tal vez por eso mismo, como sucede con los lores de Inglaterra, las más suaves y amables gentes de este país.


Su fisonomía no es mala. Se parece poco a sus retratos. La cabeza es chica y la frente, echada atrás, es bien formada, más bien que alta. Los ojos son chicos. Está cano. No tenía bigotes, ni patillas. No estaba bien vestido; no tenía ropa en Londres. Ha venido por quince días a imprimir y publicar su protesta.


Me dijo que no había sacado plata de Buenos Aires, pero, sí, todos sus papeles históricos, en cuya autoridad descansaba. él dice que guarda sus opiniones, sin perjuicio de su respeto por la autoridad de su nación.


Recordó que él no había echado a Rivadavia, ni hubiera rehusado recibirlo. Fue bajo Viamonte, según dijo, el destierro de aquél.


Después de Balcarce, ningún porteño, en Europa, me ha tratado mejor que Rosas, anoche, como a representante de la Confederación Argentina.


Juan Bautista Alberdi.11



Las cosas habían llegado a tal punto que, el año de la condena contra don Juan Manuel (y por razones que nada tenían por cierto, que ver con la condena), Urquiza empezó a organizarse militarmente para la campaña que habría de culminar con la victoria que obtuvo en los campos de Cepeda contra Mitre (1859). Esta victoria le permitió llegar hasta las puertas de Buenos Aires. Pero le faltó decisión en el momento final y firmó un tratado en que llevaba todas las de perder. Consiguió la renuncia del gobernador Alsina, y creyó haber obtenido con eso cuanto podía desearse en aquellos momentos en bien del país. El Estado de Buenos Aires se declaraba parte integrante de la Confederación, pero no como consecuencia inmediata y natural de la victoria (así debió ser, y así debió decirse por poca perspicacia que hubiera tenido el vencedor) sino condicionalmente, previo examen de la constitución de Santa Fe y reservándose tácita y muy hábilmente el derecho a la retractación. Pocos meses después Mitre era ya gobernador de Buenos Aires y el partido antirrosista y antiurquicista que ahora se llamaba Liberal, lograba, por medio de una convención nacional la reforma de la constitución del 53, y provocaba revoluciones en algunas provincias del interior, en abierta hostilidad contra el gobierno de la Confederación, que, con reservas, había reconocido... Y tantos progresos hizo el partido liberal que, antes de dos años de la batalla de Cepeda, Mitre, gobernador de Buenos Aires, tomaba su desquite contra Urquiza en la batalla de Pavón... Urquiza fue reducido a su provincia; Mitre puso en ejecución lo que había deseado hacer su partido en 1852, es decir, derrocar por la fuerza las situaciones provinciales resistas o urquicistas que se habían mantenido en el poder (menos la de Entre Ríos…) y realizó su programa con mayor fortuna que sus antecesores.


Y para volver (nosotros) al desterrado de Southampton, diremos que Pavón terminó con la última ilusión de don Juan Manuel en punto a la devolución de sus bienes, que esperaba —y con razón— del general Urquiza.


Poco antes de la campaña de Pavón, el general Mitre recibió de Benjamín Vicuña Mackenna, eminente historiador de Chile, copia de una carta escrita por un peruano, Salustio Cobo, que había entrevistado a Rosas en Southampton en 1857. Mitre se apresuró a publicarla porque, en verdad, Rosas no sale de ella nada favorecido.



En un hotel de Southampton (1860)


Sr. Don Benjamín Vicuña Mackenna. París, Agosto 14 de 1860. Mi querido amigo: Paseándome por el zaguán del hotel, [en Southampton] hacía mi composición de lugar cuando el portero, llamándome la atención hacia una figura de hombre, que, por su inmovilidad y adhesión a la esquina de enfrente parecía un bajo relieve de la muralla, me dijo: “¡ése es el general Rosas!...” Los avispados muchachos de las escuelas que andaban por allí, gozando de su asueto del domingo, se dirigían también unos a otros la citada frase del portero y agregaban señalando el tren de paseo que teníamos a la puerta: “¡Esos son sus caballos!”


Estas mismas frases eran repetidas por todos los transeúntes; mi curiosidad no las desperdiciaba, pues servían como para familiarizarme anticipadamente con el objeto que luego iba a tocar. Estaba yo como el niño que, obligado a entrar en un cuarto a obscuras, hace alto a la puerta y se conforta y se anima con oir hablar por las vecindades. Un paso más y me hallo en plenas tinieblas.


Rosas estaba delante de mí.


—No esperaba yo respuesta tan elocuente de parte de Vuestra Excelencia —díjele por saludo.


—No, nada de eso,... yo vivo aquí de cualquier modo—contestóme.


El desprendimiento casi nativo de las etiquetas del poder, se veía marcado en el tono con que Rosas profirió esta excusa; la indolencia acomodaticia del huaso, en los modales, que la acompañaron, la presteza del que quiere despacharse de un asunto trivial, en el movimiento que hizo al quitarse el sombrero.


— ¿Qué tal lo pasa. Vuestra Excelencia con la vida de Inglaterra?


—Bien, paisano. A mí me va bien en todas partes, y particularmente con éstos de por acá a quienes conozco mucho. ¡Treinta años en que no he hecho otra cosa que estudiar al hombre! ¡Y me precio de conocerlo!... Así es que ahora estoy escribiendo tres obras, de las que me permitirá que le dé noticia.


—Nada me sería más agradable que enterarme de las meditaciones de Vuestra Excelencia.


—Son tres obras y otras que llamo apuntes varios sobre la época de mi gobierno, para lo cual tengo tres cuartos llenos de papeles.


—Interesantísimo seria que esos apuntes llegasen a América y yo quisiera que fuesen a poder de los escritores de Chile.


Me acordé en el acto del autor del Ostracismo de los Carreras y futuro comentador de las tristezas de O'Higgins.


—A cualquier parte, menos a Chile —respondióme— ¡Dios me libre! ¡Chile! ¡Chile! Me ha dejado abandonado en mi desgracia. Son unos ingratos todos los gobiernos de América, después que yo la he elevado tanto en el concepto de las naciones europeas. Esos gobiernos han permitido que se me confisquen mis bienes, “cuando yo no he confiscado los de nadie”. ¡Represalias! —dicen—. Yo lo único que decreté fue embargos temporales para mientras los emigrados se mantenían en estado de rebelión contra el gobierno. ¡Que yo he robado! ¡Falso, paisano! Ahí tengo los documentos de todo lo que se ha gastado en mi tiempo, casi todos ellos han sido otorgados por los mismos que están gritando contra mí en Buenos Aires.


Día llegará en que yo les pruebe que me acusan a mí por las sumas que ellos, y sólo ellos, han recibido. Mío propio y no de nadie es lo que me confiscan. Con la amistad que lord Palmerston me dispensa, bien podría yo, haciéndome súbdito inglés, imponer el respeto de mis derechos. No lo hago por consideraciones que creo deber al pabellón y al gobierno de mi patria, como quiera que se titule. Y como iba a decir a usted, tres son las obras que me ocupo en escribir: la Una es sobre la “ley pública”.


—Sírvase Vuestra Excelencia explicarme que es lo que apellida “ley pública”...


De la explicación llena de discordancias y de digresiones (aun estas mismas incoherentes) que me hizo Rosas, vine a colegir que se propone escribir un libro de “derecho público”, a cuya doctrina suscriban documentalmente todas las naciones, en precaución de la divergencia de opiniones que complican la expedición de los negocios y que le han quemado las pestañas al laborioso jefe de la cancillería de Palermo.


Distingue la ley pública de la ley individual (derecho civil) y se propone modificarla principalmente en la parte de derecho testamentario, cuyos principios, a juicio del ex-gobernador, debieran ser dictados, antes que por los deberes del estado civil, por la libre espontaneidad de los afectos. Tratando de esta materia y no sé si con la mira de hacer referencia a la ley pública o la ley individual (porque en una conversación con Rosas es imposible saber de lo que está hablando), agregó, como quien murmura para sí:


—Eso que llaman “derechos del hombre” no engendra sino la tiranía... Ni sé cómo pasó a hablarme —puesto que lo oía sin interrumpirle— de su predominio sobre los labradores ingleses.


Ningún inglés saca tanto del trabajo de los peones como yo de los míos... ¿Por qué?... Porque me ven que yo mismo cojo la azada para darles el ejemplo. Y vea estas manos, paisano, tóquelas... (¡Me pareció que iba a ser lastimado por las uñas del tigre!)


— ¿Cómo le parece a usted que paso yo todo el día? Así...dispénseme. Se quitó la levita y quedó en mangas de camisa.


— ¿Por qué mis tropas andaban tan listas y me eran tan fieles? Tres gritos se daban antes de empezar un ataque.


Buscó en su memoria las frases que ya tenía en la boca a todo abrir...


—Era el primero: “¡Viva la Independencia Americana!”... Yo tuve que hacer un esfuerzo para no parapetarme detrás de la silla en que me hallaba sentado, cuando vi a Rosas empinarse para remedar el diapasón sostenido de su histórico primer grito: y que penetrarme de toda la realidad del momento para no creer que veía un machete en aquellos brazos echados al aire y casi desnudos. ¡Aquí del mentor de Achiras y de su Telémaco! Quiroga estaba tras ese fantasma, aparecido en un pestañear de mis ojos, dentro del fantasma debían hervir las furias evocadas de la mazorca. ¡Mi reino por un caballo parecía que dijera Rosas en esa transfiguración obrada por su fantasía. Los devotos de cierta incurable de nuestro hospicio habrían de buena gana llamado al exorcista! (Alusión a una pretendida endemoniada). Como expelido el demonio por un cordonazo a traición. Rosas se calmó, se puso la levita, tomó asiento y omitió los otros dos gritos prometidos... Se fue el caudillo gobernante, quedó otra vez el gaucho...


—Mi segunda obra es sobre la religión del hombre. Yo soy católico, en la religión apostólica romana, y no por ninguna otra razón sino porque mis padres lo han sido; y así opino que todas las religiones deben respetarse.


Al llegar a este punto de sus literarios trabajos. Rosas me refirió una anécdota de familia, ordenada a demostrar que es imprudente asustar a un enfermo con la presencia de los sacramentos. Y con tal motivo se lamentó de la inseguridad y mal gobierno de la medicina, pasando a hacer mención de su tercera obra, que versa sobre la ciencia médica. Ya bastaba de divagar y era preciso que me pusiese al corriente de sus actuales circunstancias domésticas. . .


— ¿Y qué es de la vida de la señorita Manuelita?...


—Me ha faltado; me ha dado un pesar; se ha casado.


—Siento entonces haber traído el hecho a la memoria de Vuestra Excelencia. Se servirá excusarme.


—No, nada de eso, estamos en la mejor armonía. “Máximo, le dije yo, dos condiciones pongo: la primera, que yo no asistiré a los desposorios; la segunda, que Manuelita no seguirá viviendo en mi casa”. Y es así que están en Londres, de donde me escriben todas las semanas. No sé qué le dio a Manuelita por irse a casar a los treinta y seis años, después que me había prometido no hacerlo, y hasta ahora lo había estado cumpliendo tan bien, por encima de mil dificultades. ¡Me ha dejado abandonado, solo mi alma! Y lo peor es que a ella también le han confiscado sus bienes propios. ¡Semejante rigor con una niña que no ha hecho otra cosa que labrarse el aprecio de todos y ser el encanto de los extranjeros! Muy mal estoy con los gabinetes de América. Ahora las potencias europeas están haciendo con ellos lo que se les antoja. No era así en mi época. ¡Ah! ¡Ah!...


—Todo podrán decir de mí, pero nunca dirán: a don Juan Manuel de Rosas le faltó energía. ¡Hasta el último la tuve, paisano! Gobernar treinta años...12 quién ¿quién hace eso? ¿Por qué gritan contra mí? ¿Qué he hecho yo? Todo el bien que le he podido hacer a mi patria. ¿Qué hago?... estar resignado en mi desgracia y nada más. Yo no fumo, yo no bebo, yo no almuerzo, yo no como. Todo lo que tomo es una cenita a las diez de la noche, y para eso me la cocino yo con mis manos. ¿Puede darse mayor retiro y mayor prescindencia de todo? Yo podría disponer que la prensa de Inglaterra y de Francia tomasen mi defensa; no lo quiero, y así se lo he dicho a lord Palmerston. Después de mis días se sabrá todo. He hecho mi testamento. A lord Palmerston lo dejo por albacea y el encargo que guarde mis restos unidos a los de mi esposa en el panteón de Southampton, oponiéndose absolutamente a que los extraiga el gobierno argentino, pues por allá los injuriarían.


Al despedirme, le rogué que me permitiese corresponder a su visita. Me dio su negativa en lo mucho que me preconizó la inviolabilidad de su doméstico retiro y en la eficaz oferta que me hizo de volver repetidas veces a mi hotel, durante los días que yo hubiese de permanecer en Southampton.


No obstante, me creí obligado a ir tras de sus pasos a depositar mi tarjeta en el buzón de su vestíbulo.


Aquí tienes lo que me ha pasado con Rosas.


Tú, mejor que yo mismo, quizás deduzcas de esta entrevista, mirada a la distancia, un juicio aproximativo sobre Rosas.


Puede que, adonde no alcanza el rumor de las palabras, llegue más claro su sentido.


De mí no sé decir, sino que aquel hombre desapareció de mi vista, con la visión de un sueño, o el reflejo de un celaje.


¡Es tan incomprensible y tan indefinido!... Tú, que tienes las prácticas de las cosas históricas de América, ayúdame desde Lima a conocerlo.


Salustio Cobo.13