Rosas visto por sus contemporáneos
La unión nacional y el desengaño de un desterrado
 
 

Se ha dicho ya que, desde 1857, año de la condena de Rosas, hasta 1861, el año de Pavón, la suerte de aquél estuvo ligada a las alternativas de la política en el Río de la Plata. Y don Juan Manuel tuvo sobrados motivos para esperar que el destino le fuera favorable, si bien, acaso, confió demasiado en el empuje de su propio vencedor... Y decimos que tenía motivos para ser optimista, porque el general Urquiza hizo reproducir en los diarios de la Confederación la protesta de Rosas (provocada por la condena) y además le escribió que él y sus amigos estaban dispuestos a auxiliarlo “con una suma sino temieran ofender su susceptibilidad”. Rosas, a su vez, había pedido a Urquiza que el gobierno nacional hiciera una declaración de nulidad a propósito de su condena por no ser de la competencia de una provincia el resolver sobre su desempeño al frente de la Confederación. Urquiza no debió de encontrar .el pedido fuera de razón porque respondió que lo había puesto a consideración del vicepresidente en ejercicio. Después le informó que estaba dispuesto a llevar la guerra contra Buenos Aires. “Considerando que usted, en su patriotismo —le decía— gozará en ello, tengo el gusto de participarle que estoy dispuesto a emplear todos los medios de que la Confederación puede ser capaz para dispersar ese círculo perverso que, apoderado del gobierno de la provincia de Buenos Aires, la ha hecho teatro de toda violencia, de todo desorden, de toda persecución y se mantiene como un foco corrompido de perturbaciones para el resto de la República y las vecinas”. También le reiteró sus deseos de que fuera restituido a su rango, a sus goces y a su patria.1


Por eso, el acuerdo consecuente a la batalla de Cepeda (1859) y más tarde la derrota de Urquiza en Pavón causaron en Rosas profundo desengaño. En 1857, su hija Manuela y Máximo Terrero se habían ido definitivamente a Londres y él quedaba en mayor soledad, en “la prisión de su pensamiento”, como solía repetir en sus cartas. En 1858, prometiéndose, acaso, la noticia del triunfo de Urquiza sobre los hombres que le habían condenado, arrendó muy cerca de Southampton una casa de campo —antigua construcción— y unas cincuenta hectáreas con algunos pocos animales de cuya explotación pensaba sacar provecho suficiente para vivir. Y, sin abandonar su casa de la ciudad, alternaba sus tareas rurales con la vida sosegada de Rockstone House. Desde un principio, Rosas sintió el atractivo de la campiña inglesa y ahora podía tenerse por señor de un pequeño dominio...


El campo le producía auténtica emoción, rara, sin duda, en un temperamento duro y frío como el suyo, nada inclinado a lo sentimental. Pero no se explican de otra manera ciertas expresiones reveladoras de una sensibilidad no muy vulgar. A poco de estar en Southampton, escribió: “Hay en este condado una floresta completamente desierta. Tiene como diez leguas de longitud y como ocho de ancho. Abundan en ella los ciervos, liebres y pájaros y toda clase de caza. Sus campos, arroyos, pastos y árboles, son deliciosos. Allí, en esas inalterables soledades y en ese no interrumpido silencio, encuentro mis únicas distracciones, como que mi vida es completamente privada. Y porque a esta clase de retiro se reducen todas mis aspiraciones, elegí para mi retiro este lugar donde admirablemente se encuentra ese campo público”.2


En su finca sentía revivir Rosas sus lejanos días de estanciero, e iba siempre puesto con sus prendas criollas que nunca quiso abandonar. La casa habitación estaba muy cerca del camino, y como la encontrara bastante derruida, hízola techar con paja y le dio en algo la apariencia de una estanzuela criolla. Con el arriendo y la vida cara de Inglaterra, el dinero se escurría de más en más. Así las cosas, la noticia de Cepeda llevó a su retiro una gran esperanza. Ese mismo año, con el tratado del 11 de noviembre, sufrió Rosas su primera decepción... El mal no podía venir solo y el general O'Brien, guerrero de la independencia, enzarzado después en las querellas políticas del Río de la Plata y enemigo de Rosas (había estado privado de su libertad por el Dictador) hizo circular en 1859 una carta pública impresa, dirigida al corregidor de Southampton con el título de “Un Nerón vivo en Inglaterra”, donde con tono de conjuro y exorcismo, se decía: “Que cuando se pasee por las calles, sus honrados gobernadores y generosos y nobles ciudadanos, sus puras, tiernas y compasivas mujeres, huyan de su contacto como huirían de un leproso. Que la quinta de Rockstone, la casa que habita, sea señalada como la guarida de una bestia feroz y se conozca en adelante, no con su presente nombre, sino con el título de la Casa Sangrienta...” 3


Los años que siguieron y marcaron la decadencia política de Urquiza hasta Pavón, y el advenimiento de Mitre, acabaron con las esperanzas de Juan Manuel. En 1862 hizo su testamento y se mostró como nunca deprimido, negándose a ver a las personas más allegadas y queridas como eran su hija Manuela y su yerno Máximo Terrero. La vejez y la pobreza se le venían ahora muy encima. En los diez años corridos desde su destierro, se había podido mantener en Southampton con cierta dignidad señoril. Tenía caballos y coche, casa en la ciudad y en la campaña. Se le miraba con respeto. Era invitado a paseos y cacerías. En una de las cartas de esta época (1854) dice: “En este mes de octubre, más que en otros del año, voy obligado por caballeros aficionados, a las carreras, a la caza del zorro y a otras diversiones, a no faltarles. Gustan verme correr, de mis bromas sobre el caballo y demás de esas afamadas correrías...” Lord Palmerston, primer ministro inglés, le trataba con aprecio y distinción y —aunque con poca frecuencia— también le visitaba, retribuía sus obsequios y le escribía a su casa de Rockstone House bajo el rótulo de “His Excelency The General Rosas”. Ignacio Fotheringham, natural de Southampton, que de joven se embarcó para Buenos Aires con ambiciones de hacerse estanciero y vino a dar en militar y llegó a general de la Nación Argentina con honrosa foja de servicios, nos cuenta en su libro de memorias:



Dos grandes sillones rojos...


Los señores Juan Nepomuceno Terrero e hijos (la firma social del año 1864) poseían varias estancias con muchas leguas de campo flor. ¡Qué espléndidas fincas! Hoy habrán pasado a manos ajenas, tal vez a dueños extranjeros.


“Los Cerrillos”, la antigua guarida de don Juan Manuel, era el establecimiento principal: llena de recuerdos de ese hombre misterioso que, a pesar de tanto historiador, hoy nadie conoce bien y yo menos que nadie. Allá en mi tierra, en mi pueblo [Southampton] lo creíamos un general español desterrado por asuntos de alta política. Un hermoso tipo, de aspecto varonil y enérgico. Vivía en The Crescent, frente a la casa de familia de Lawe, muy amiga nuestra. Una gran mansión de aspecto serio, silencioso y triste. Nada de ruidos. Más tarde me han referido muchas anécdotas a su respecto.


Al venirme, su “Doña Manuela” me regaló una hermosa trazada, grande, abrigada, con un letrero central en bordado rojo: Federación o Muerte. Independencia. Rosas. Viva Manuelita. La conservé por mucho tiempo. Pero, resuelto a decir la verdad, aunque con vergüenza, confieso que la cambié en Paso de la Patria 4 por tableta mendocina... Más pudo el hambre que el venerado recuerdo.


Tirano, déspota, sanguinario... No lo niego pero no lo afirmo. La misma pobreza en que vivía, demostraba, por lo menos, que era hombre honrado. Y un hombre honrado no puede ser un hombre perverso...


Años después, en 1885, me encontré en Southampton con mi mujer y dos hijos mayores, Inés y Roberto, de once y diez años, respectivamente. El primero que me vino a visitar al Hotel Radley, fue Mr. Mount, nuestro antiguo capellán, el viejo sacerdote que me bautizó y me bendijo al venirme, agregando: “Que tus ovejas, Ignacio, cubran las montañas del nuevo mundo...”


Nunca pudo suponer el final dramático de mi tentativa de estanciero ni que mis ovejas desaparecerían substituidas por... una espada. Vino, pues, y nos invitó a comer. Fuimos. Sobre la chimenea de su modesto comedor había una hermosa talladura de flores en marfil, bajo gran fanal de cristal.


—Qué hermoso —dije.


—Ah, si —contestó—, me la regaló el general Rosas... Y yo:


—Un tirano sanguinario y criminal y...


—Cállese, cállese... —replicó— No hable usted así del mejor hombre que haya yo conocido: caritativo, bondadoso, lleno de todas las virtudes cristianas.


Pues, ¿en qué quedamos?... Todavía está uno por saber qué es la historia. “Cobarde, tú dormías”... le dice Mármol en su tremenda oda...


Y conozco otro cuento al caso... Todos mis cuentos son fidedignos y garantidos. En plena batalla de Caseros, el éxito era aun dudoso. Rosas, hablando con un jefe principal: “Mire, mire, esa caballería que avanza allá por la izquierda nos va a j...” (¡Perdón por la mala letra!). En ese momento pasa un bizarro soldado de caballería, gorra de manga, lanza, lazo y boleadoras. “Párese amigo...” dice Rosas. Bajóse el centauro, “Traiga las boleadoras. (Las midió con los brazos abiertos).


Un poco cortas —dijo—, A caballo y dispare” —le gritó al soldado. De un brinco en la silla y a todo escape... Pero no hubo escape, pues con la habilidad suma sorprendente de que estaba dotado “el primer jinete”, el “primer gaucho argentino”, revoleando las boleadoras las lanzó con mano certera por encima del cráneo del jinete y boleando el caballo de las manos, lo hizo rodar; pero el paisano, sonriéndose, salió de pie, las riendas empuñadas... “Por lo menos —dijo Rosas— todavía tengo el pulso bueno”.


Y a mí me parece que ningún “cobarde” haría tal hazaña. Afuera de Southampton, en Shirley, tenía Rosas un pequeño farm o estancia. Cuatro vacas, algunas ovejas, pocos caballos: Los Cerrillos en miniatura, como para recordar, acaso, a la patria. En su salón, allá en la casa The Crescent, tenía dos grandes sillones rojos; él ocupaba uno, el mismo siempre, y a la visita que intentaba sentarse en el otro, la detenía con un...: “Dispense, no se siente en ese sillón, pues espero al general Urquiza...”


En las carreras o cacerías del zorro, en Inglaterra, montaba en soberbios caballos que le prestaba lord Palmerston. Una vez rodó y salió corriendo... Asombro general. En otra ocasión enlazó un ciervo por las astas. Otra vez asombro. Nunca, jamás, iba a la iglesia, la única iglesia católica que había en Southampton, y, sin embargo, el viejo cura lo calificaba de “hombre lo más bueno”. Habrá que escribir sin pasión la historia de Rosas.


Ignacio H. Fotheringham.5



Pero aquellos años de Southampton, en que llegó a ver Rosas su muy cuantiosa fortuna muy al alcance de la mano y como un hecho su rehabilitación, habían pasado... Fue acogiéndose poco a poco a su chacra y en 1864 abandonó definitivamente su casa de la ciudad. Los cien mil pesos fuertes que recibió en 1852, se habían consumido, sin otras entradas, en más de diez años. Ahora se trataba de pagar el arriendo de Burgess Farm con el producto de la granja y atender a sus gastos personales. Y eso era de difícil realización. Entonces escribió al general Urquiza: “Continuando privado de mis propiedades por tan largo tiempo, me encuentro ya precisamente obligado a salir de esta casa, a dejarlo todo, pagar algo de lo que debo y reducirme a vivir en la miseria. Y en tal estado, si Vuestra Excelencia puede hacer algo en mi favor, es llegado el tiempo en que yo puedo admitir las generosas ofertas 6 de Vuestra Excelencia para sacarme o aliviarme en tan amarga y difícil situación... No poco me cuesta molestar a Vuestra Excelencia con pedido de tal naturaleza, pero mi caso, tan claro y notorio, me impone llamar en mi auxilio por asistencia, pues creo que debo, hasta a mi patria, no perdonar medio alguno permitido a un hombre de mi clase para no parecer ante el extranjero en estado de indigencia, quien nada hizo para merecerla. ¿Y a quién primero que a Vuestra Excelencia debo hacer conocer esta triste realidad y desengaño de la gratitud de los pueblos?... ¿A quién primero y ante todo acudir por mi remedio?...” Y Urquiza, con generosidad le contestó: “Grande y buen amigo: Conmovido por su deplorable situación, y consecuente a la petición de usted, me es satisfactorio contestarle que, de perfecto acuerdo en todas sus partes con lo que me expone en la precitada que contesto, dispongo que anualmente se le pasen a usted £ (1.000 libras esterlinas) mientras me halle en posición de hacerlo así. El primer giro lo haré en todo el próximo abril”.


Es verdad que el primer giro llegó muy tarde y los demás no llegaron nunca, pero eso no anula éste y otros rasgos de nobleza del vencedor de Caseros. Y eran muchos, aun entre los mismos enemigos políticos, quienes tenían por notoria injusticia la confiscación de los bienes de Rosas. Mitre y Tejedor, por ejemplo, se habían opuesto a la confiscación en la legislatura de Buenos Aires, Juan Bautista Alberdi escribió a Rosas en 1864: “El ejemplo de moderación y dignidad que usted está dando a nuestra América, despedazada por la anarquía, es para mí una prueba de que le esperan días más felices que los actuales. Yo se los deseo de corazón, mi distinguido señor general”. A Manuela Rosas, le dice Alberdi que su padre está dando lecciones a los generales americanos “que la demagogia echa a las playas europeas, llenos de plata y ávidos de placeres”. Estima Alberdi que “Rosas lleva una vida digna y se mantiene en una reserva llena de decoro y de honor”. Pero esos “días felices” que Alberdi le auguraba no habrían de llegar jamás y el anciano de Burgess Farm tuvo que sufrir muchas miserias y humillaciones.


Rosas, trabajando en su chacra (1864) provocaba en su hija Manuela estas expresiones:



En la chacra (1864)


Mi querido Tatita vino a verme en abril último, pero mi Máximo, que es quien lo visita con frecuencia, me asegura que continúa tan fuerte y activo como siempre. Ahora, y después de algún tiempo, sólo se ocupa de una chacra donde tiene sementeras y algunas vacas lecheras, siendo hoy el producto de esa miseria con su trabajo personal, los únicos medios de subsistencia con que cuenta. ¿Qué le parece a usted la vida, amigo y amigos míos? ¡El general Rosas reducido a vivir del trabajo de sus manos, pasados ya los setenta años de edad, víctima de la expoliación más cruel y de las ofensas incesantes con que lo persiguen sus enemigos y permite su país, por quien todo lo sacrificó! Al fin de doce años, los pocos recursos con que contó, y esos debidos a un acaso providencial, tocaron su término. Por supuesto que si Tatita hubiera necesitado todavía justificación, su corona de gloria está completa. Arrojado de su Patria, sometido sin murmurar a su destino, fiel a sus principios sin faltar un ápice de respetar la autoridad, sea quien sea quien la represente, privado de su legítima fortuna, injuriado sin cesar y entretanto viviendo en la necesidad, es para mí, los suyos, sus fieles amigos y el País, el espectáculo más grande y notable en la historia de los hombres que han figurado a su altura.


Manuela Rosas de Terrero.7



En ese mismo año fue a Europa —por Estados Unidos—, don Nicolás Calvo, distinguido argentino, director entonces del periódico La Reforma Pacífica que se había fundado en Buenos Aires después de Caseros para defender la política federal de Urquiza y para combatir el separatismo porteño. Después de Pavón, el periódico inició su “segunda época” y se publicó en Montevideo. Don Nicolás Calvo envió correspondencias a ese periódico desde Río de Janeiro y desde Nueva York. Se embarcó luego para Inglaterra con destino a Southampton. Antes de llegar a esta ciudad ya tenía decidido visitar a don Juan Manuel, y así lo hizo, según nos informa en la correspondencia techada el 8 de noviembre de 1864.



El coloso caído (1864)


En el vapor oímos asegurar al capitán Woolward que el general Rosas vivía de su trabajo personal vendiendo leche a mitad del precio general.


Nunca habíamos conocido al señor Rosas ni oído su voz, ni examinado su fisonomía, sino en los retratos, y sentíamos tanta mayor curiosidad de conocer personalmente al hombre que durante veinte años había mandado autocráticamente la República, cuanto que, la más ridicula patraña que se haya podido inventar en política, nos había imputado durante diez años de lucha por la nacionalidad federal argentina, connivencias con el general Rosas, a quien no conocíamos, y tendencias a restaurar su época, toda personal, y que otras veces hemos juzgado con imparcialidad.


Tomamos un carruaje y fuimos a ver al coloso caído. El aspecto de su residencia es pobre. Vimos tres ranchos de paja, un perro negro y un muchacho inglés que nos dijo hallarse el general en el campo y que iba a avisarle.


Se abrió poco después la puerta del frente de uno de los ranchos, techo de paja, y se nos hizo entrar en una pieza amueblada con una mesa de caoba, un sofá y cuatro sillas forradas de percal, presentando todo el aspecto de la mediocridad más marcada, por no decir de la miseria.


Vino el señor Rosas y nos recibió con extrema cortesía, disculpándose por haberse hecho esperar porque estaba trabajando en el campo para alcanzar a pagar el arriendo anual de cinco libras esterlinas por acre que era lo que costaba aquella farm. El general Rosas tiene setenta y un años, está fuerte y lozano, dice que duerme bajo un corredor que nos mostró; que está pobre, que salvó muchos papeles pero no dinero porque él aprecia más su honor que todo; que esos papeles están perfectamente organizados; que han de publicarse después de su muerte y que han de juzgarlo entonces; que tiene mucho escrito sobre diversos ramos de los conocimientos humanos: sobre la ley natural, la ciencia médica y otras; mostrando en todo una tranquila filosofía que realmente llama la atención del que le observa, como nosotros lo hacíamos, con el deseo de conocer al hombre.


Rosas habla de nuestro país con templanza: cree que se le ha hecho injusticia y asegura que la confiscación no ha entrado jamás en sus principios. Habló del Presidente Mitre sin encono, pero lo que nos llamó la atención más, fue que hablase del general Urquiza con tan subido elogio, diciendo que le debía muchos agradecimientos por las ofertas que le había hecho. Observamos que se había hecho circular la voz de que Urquiza le había enviado cincuenta mil patacones; y que le pasaba cinco mil pesos anuales, a lo que contestó no haberlos recibido.


El general Urquiza, en su correspondencia con el general Rosas trata a éste último de grande y buen amigo. El señor Rosas en el curso de la conversación animada que le es peculiar, dijo que él asumía la responsabilidad de todos sus actos, que a nadie tenía que culpar. Que había leído el importante papel que escribíamos (La Reforma) y que aun cuando habíamos juzgado su gobierno muy duramente, él respetaba las opiniones ajenas, porque la opinión no es razón, y que, el haberle publicado la cláusula del testamento del general San Martín mandándole su espada, que allí tenía, nos conquistó su reconocimiento, pero que, al publicarla, habíamos suprimido la palabra sabiduría.


Parece el señor Rosas entregado enteramente a su trabajo de campo, recibe muy pocas visitas porque dice que su posición de fortuna no se lo permite y no paga visitas porque ellas le ocasionarían gastos. A lord Palmerston, lo visita cada año una vez.


Agregó que conservaba su lazo, bolas y demás arreos argentinos de campo sin los cuales no ensillaba nunca; que una magnífica yegua, que nos mostró, la había domado él mismo; que el mate no lo ha podido dejar y que él podría hacer adoptar entre la gente de campo en Inglaterra, la yerba paraguaya en vez de té, porque era más saludable.


Estos detalles puramente personales, sólo tienen interés para los pueblos que durante veinte años han obedecido la voz de este hombre o luchado para derrocar su sistema.


Juzgar a Rosas y su sistema no es nuestro trabajo del momento. Antes lo hemos hecho: nos limitamos solamente a referir lo que hemos visto en el hombre que tan gran figura ha hecho en el Río de la Plata.


Debíamos partir para Londres incesantemente (sic): acortamos la visita.


Southampton, 8 de noviembre de 1864.


Nicolás Calvo 8



Y mientras el chacarero de Burgess Farm despacha su diaria tarea y sobrelleva su pesada carga, la patria lejana sigue su marcha por caminos arduos y embarazosos.


Mitre que ha sucedido a Derqui por derecho de la victoria (y porque sus condiciones personales lo hacen acreedor a ese cargo) logra la unión nacional definitiva sin desgarramientos de orden político interno, como Urquiza, ni procedimientos de bárbara opresión como Rosas. No fue su política de pura conciliación, ni mucho menos, porque las campañas del general Paunero en el interior, después de Pavón, están señaladas por hechos injustificables, y el asesinato del general Peñaloza (desaprobado por Mitre y aplaudido hasta el frenesí por Sarmiento) será siempre un baldón para sus autores y para quienes cantaron loas por ello. Las crueldades de Ambrosio Sandes, el uruguayo, en aquellas campañas, repugnan a cualquiera conciencia honrada, como las palabras de Sarmiento: “Si Sandes mata gente cállense la boca...”9 Pero, con todo, no es ya la ferocidad de veinte años atrás, y la unión se realiza.


La apertura del puerto único, levantados los bloqueos, ha permitido la entrada de capitales y llega el progreso rodeado de una especie de culto, y ya un tanto divorciado de la moral, que se dispone a cumplir transformaciones inesperadas, halagadoras por lo común.


La aduana de Buenos Aires se convierte en aduana nacional con arreglo a lo establecido por la constitución y Mitre hace lo posible por que el territorio provincial sea federal también, para tener —como Urquiza— una sólida base política de gobierno, pero triunfa el sentimiento autonomista porteño y el presidente no procede como Rivadavia el año 26, antes bien respeta lo dispuesto por la Legislatura provincial y queda como huésped en la ciudad del puerto único, frente al gobernador, hasta que el tiempo y la cordura de los hombres den una solución al problema de la capital.


Así las cosas, sobreviene la guerra del Paraguay.


Ya consolidada la presidencia de Mitre, Rosas hizo a un lado toda veleidad de retorno al país y nadie creyó en la devolución de sus bienes. “Sigo pobre, muy verdaderamente pobre, escribía; trabajando en el campo todo cuanto puedo y sin omitir esfuerzo alguno para tener algo que comer, unos pocos ranchos en que vivir y en que tener a mi lado mis numerosos e importantísimos papeles que son mi único consuelo en la adversidad de mis penosas circunstancias. En 1865, Manuela Rosas visita a su padre en su retiro de Burgess Farm y en carta a uno de sus amigos registra las impresiones de los días pasados en la chacra.



Bajo el techo de paja (1865)


Tus citadas de julio las recibí en casa de Tatita donde estuve acompañándolo tres semanas; así, pues, fueron leídas bajo el pobre techo empajado, único albergue que queda hoy al hombre notable que le habita y a quien los vaivenes de la vida y la injusticia atroz de sus compatriotas, reducen hoy a tener que trabajar sin descanso para obtener su subsistencia. Bien comprenderás cuál habrá sido su contento y el nuestro al vernos reunidos, así fue que, aun a pesar de la estrechez de sus ranchos, todos nos creíamos en un palacio, gozando de los mayores confortes.


¡Pobre Tatita! Con los ojos llenos de lágrimas me dijo varias veces la satisfacción que sentía al verme tan contenta en su pobre morada, y te aseguro. Pepita, que realmente lo he sido, salvo algunos momentos de triste consideración al presenciar la necesidad penosa de trabajar sin descanso a que le ha reducido su infortunio. Sus nietos le distraían de tal modo que, después que le dejamos, dice la sirvienta que no hablaba sino de ellos festejando sus travesuras y sobre todo las ocurrencias de Rodrigo, que es idéntico a él en lo bromista. Por supuesto que los niños no se conforman con la venida de la chacra, como que allí tenían rienda suelta y todo el día cabalgaban sin descanso en un pobre petiso que tiene Tatita, que no dudo se habrá considerado feliz de verse libre de tales amos, pues de veras no le daban alivio al pobre animal. También yo monté a caballo y te aseguro que Tatita gozaba tanto al verme sobre su caballo, que yo creo me encontraba hasta joven y liviana.


Manuela Rosas de Terrero.10



Y al año siguiente, 1866, es visitado Rosas en su chacra por el magistrado chileno Ramón Guerrero, que escribió al punto sus impresiones y las envió a un diario de Chile de donde las transcribió al parecer, El Nacionalista de Corrientes. El artículo fue reproducido por Zinny, en su Historia de los Gobernadores de las Provincias Argentinas, t. I, p. 222.



Diga usted a sus paisanos que ha visto a Rosas... (1866)


A la villa de Portwood, situada a tres millas del puerto de Southampton me dirijí acompañado del cura católico. Después de cruzar un enlodado potrero, llegué a una pequeña casa, o más bien dicho un rancho. Envié con una criada al dueño de ella una tarjeta, en la cual indicaba mi edad, acompañándola con una halagüeña recomendación de mi compañero cura. Mientras se me traía la contestación, me puse a examinar el exterior de la casa; y observé que estaba blanqueada, con un jardín al frente; a la izquierda una puerta de maderos horizontales, y a la derecha había un callejón de carcas por el cual entraban las mulas a un corral.


Luego volvió la criada y nos abrió la puerta de la izquierda, diciéndonos que podíamos entrar. Atravesamos varias piezas, y si en ellas algo llamaba la atención, era la sencillez y la limpieza. Llegamos al dormitorio en donde se veían armarios llenos de libros, papeles repartidos por toda la mesa, varios paquetes y maletas que contenían documentos, según supe después: una ancha cama, tres sillas, una jaula con un loro, una chimenea con un reloj encima y varios otros objetos insignificantes. Yo estaba viendo el título de algunas obras, cuando sentí pasos; al instante entró un hombre, a cuya presencia temblé; era alto, robusto, ágil, muy encorvado (presentando sólo setenta y dos años, habiendo nacido el 30 de marzo de 1792), de frente espaciosa, completamente calvo, nariz algo pronunciada, labios algo echados hacia adelante, sin patillas ni bigote y parecía que no se había afeitado en cinco o seis días. Estaba con un poncho de lana argentino, con cinturón de gaucho de las pampas, espuelas de plata con grandes rodelas y con zapatos muy ordinarios.


Una vez que entró en la pieza, se quitó el poncho y lo colocó sobre la cama, quedando en mangas de camisa, con un chaleco de pieles y un pañuelo que le servía de corbata. Así se verá al hombre, a quien llaman el Salvaje de las Pampas, y que él se titula “Su Excelencia el Capitán general don Juan Manuel Ortiz de Rosas”. Este hombre extraordinario vive completamente aislado, jamás permite que se le vea, ni aun su hija doña Manuela Rosas, que sólo puede visitarlo una vez al año; y desconoce el idioma inglés, que no lo ha aprendido en trece años de residencia en Inglaterra.


Si un americano logra turbar su retiro, le comunica (como lo hizo conmigo) sus íntimos sentimientos, se engolfa en sus desgracias, echa en cara a las repúblicas sudamericanas sus ingratitudes, y recordando su dominación sobre el Plata, se le comprime el corazón, las lágrimas se ven rodar por sus mejillas y continúa hablando con voz alterada, como yo mismo lo presencié.


Creo que las primeras palabras que me dijo, imitando a Mario, fueron estas:


—Diga usted a sus paisanos los sudamericanos que ha visto a Rosas...


Habiendo preguntado por su salud, me contestó sonriendo:


—No la cambio por la de un mozo de veinticinco años, y diga usted al general Blanco que el hombre que se anonada por la edad, ofende la ley divina, que hace igual la vida del anciano y la del joven.


A una pregunta que le hice, dijo: Que de los americanos, el último que había logrado ver, fue un señor Caro (Calvo), y de los chilenos un joven Cobo, cuyo nombre no recordaba. Yo le indiqué a Vicuña Mackenna, y en el acto me contestó: “No, ese es mi enemigo; con quince minutos de conversación no se puede escribir sobre la vida de un hombre, y más cuando ésta encierra ciertas vicisitudes, pero yo le perdono su precipitación. Eyzaguirre solicitó verme y hubieron (hubo) algunos inconvenientes que lo impidieron”.


Al hablar de sus ocupaciones diarias, se lamentó de su pobreza y añadió que trabajaba con tesón, levantándose a las siete de la mañana para montar a caballo y recorrer su pequeña hijuela, regresaba a las doce a comer, y a la una volvía a su trabajo hasta las cinco de la tarde, que fue la hora de mi visita. Después de cenar se hace dar friegas en las piernas y luego se pone a escribir con lápiz, que tiene una gran cantidad muy bien arreglados y cortados por su criada, a fin de no perder tiempo. Su letra es muy clara y, puede decirse, elegante. A los setenta y dos años de edad no tiene necesidad de anteojos y su vista es superior.


Las obras que ha escrito en trece años son: 1ª Vindicación del gobierno de don Juan Manuel de Rosas, obra que, aunque completamente concluida, no la publica por falta de fondos; la 2ª se titula: Ley Pública; la 3ª Religión del hombre, sobre cuyo tema mantiene una larga correspondencia con un distinguido americano; la 4ª: La Ciencia Médica, ramo, que, me dijo, estaba muy descuidado por los modernos, que sólo se ocupaban en inventar cañones rayados y buques blindados. Aunque puede decirse que las tres últimas obras están ya concluidas, sigue arreglando datos a medida que se le presentan.


A más del americano, antes citado, me dijo Rosas que el único amigo que había tenido ha sido lord Palmerston, por cuyo órgano el gobierno inglés le ofreció una pensión, lo que rechazó por considerarse apto para trabajar; y por indigno mendigar el pan en país extraño. Agregó:


—Este acto siempre le agradeceré, y más teniendo presente el abandono en que me han dejado las repúblicas americanas, estas ingratas por cuya unión trabajé tanto, unión que habría impedido los actos cometidos por España 11, que no es sola en sus empresas, y unión que habría evitado la situación en que se encuentra el Paraguay. Así es, continuó (dándome el título de paisano), cómo se han desatendido mis proyectos, que han sido los de un hombre que delira por la libertad americana. Yo me presentaba delante de mi ejército, y, reinando el más profundo silencio, exclamaba: “¡Viva la independencia americana!” Después daba el grito: “¡Viva la República del Plata!”


—Me había distraído... —continuó Rosas—, dejemos aquellas ingratas repúblicas; volvamos a lord Palmerston, por cuya muerte dirigí una carta de pésame a lady Palmerston. Voy a leer a usted el borrador...


Esta carta me llamó la atención, porque estaba concebida en términos muy religiosos. Principiaba Rosas excusándose por haberla retardado, y luego recordaba a lady Palmerston las sabias leyes de Dios, que disponen, decía, tanto de la vida del anciano, como de la del joven, y esperaba que, reconociendo la igualdad del destino, se habría sentido fortalecida volviendo sus ojos a la eternidad. A lord Palmerston consideraba como al hombre más eminente de los tiempos modernos, así es que, en su carta de pésame, dice: “Las cartas autógrafas que poseo de vuestro marido serán la mayor gloria que legue a mis hijos. ¡Yo, sin fortuna, sin amigos y sin patria, algo habré hecho para merecer la amistad de tan grande hombre! él ha sido la única persona que se ha levantado para contestar a mis calumniadores”.


Durante la lectura me dijo: “Todo esto viene al caso; tomó un paquete de cartas con el rótulo “Lord Palmerston”, diciéndome que eran autógrafos del hombre que apreciaba con sinceridad. El año pasado —prosiguió— me mandó de regalo dos liebres y cuatro faisanes, como usted va a verlo...” Tomó un cencerrón, que agitó con fuerza y luego apareció una sirvienta a la que le dirigió esta pregunta:


— ¿Qué me sed (said) 12 year pasado lord Viscount Palmerston...?


La criada, que era avanzada en edad, contestó en inglés:


—Dos liebres y dos pares de faisanes —y al oír dos:


—No —dijo—, fueron cuatro... Entonces yo le expliqué la palabra par, con lo cual la mandó salir. Llega a tal punto el amor de aquel personaje a las costumbres de su juventud, que desprecia la comodidad de una campanilla, y prefiere usar un instrumento de algunas libras de peso.


Una vez concluida la carta de pésame, no recuerdo con qué motivo sacó su testamento y me leyó las primeras cláusulas. Dándose el título de capitán general, consigna en la primera que, estaba en su sano juicio, que no había sido violentado, y que anulaba sus testamentos anteriores. En la segunda, que nombraba de albacea a lord Viscount Palmerston, y en caso de imposibilidad o muerte, a la persona que desempeñase el ministerio de relaciones exteriores. Se tija en este último a causa de la nacionalidad de sus nietos, que son herederos nacidos en Inglaterra.


En otra de sus cláusulas ordenaba que su cuerpo fuese sepultado en la iglesia católica de Southampton, debiendo ser su tumba modesta y muy bien cercada, y hace responsable al gobierno inglés, si permite que su cuerpo fuese trasladado de allí. (Tal vez recordaba que hay individuos en su patria que han deseado aventar en las Pampas las cenizas de su cráneo). Pide que a su lado se coloquen los restos de su compañera doña Encarnación, y los de su hija, si el gobierno argentino accede a la súplica que para el caso le haga su albacea.


Estando hojeando el testamento, yo divisé una hoja de guarismos, y le pregunté a cuánto ascendían sus bienes... ¡Ah!... —exclamó—, cuatro veces ha sido confiscada mi fortuna, la que no se puede tasar. Baste decir a usted, que el gobierno de Buenos Aires tomó trescientas mil cabezas de ganado, para repartirlas en el ejército. Mis nietos, ingleses como son, puede ser que consigan una cuarta vez desconfisquen mis bienes.”


“Dejando a un lado el testamento —prosiguió— si, al abandonar la República del Plata, no saqué bienes, traje conmigo estos documentos mil veces más valiosos —y, dirigiéndose a una maleta, la abrió y principió a sacar unos paquetes, de los muchos que allí había, muy bien acondicionados, y me dijo—:


Ayer solamente había concluido de arreglar estos papeles, a fin de mandarlos a Londres a una casa de seguros. No vayan, por casualidad, a quemarse, si permanecen aquí... “Pasóme un paquete, que tenía este rótulo: “Correspondencia del gobierno del Plata con el Santo Padre”; y otro: “Notas cambiadas entre el gobierno de don Juan Manuel de Rosas y el gobierno inglés”. Después de colocarlos en su lugar, continuó:


“Aquí vivo rodeado de las obras más escogidas”, y me invitó a que inspeccionara sus armarios. Entre otras obras, ví la Ley natural, de Puffendorff, las Leyes del Plata, y en francés Rosas y las Repúblicas del Plata, no recuerdo el nombre del autor.


“¡Ah! —Continuó—, mi paisano; en algo debía tenerme la Inglaterra cuando solicitó de mí, interpusiera mi influencia con los gobiernos de Chile y el Perú, acerca de los bienes de (Santa) Cruz. Yo también siempre he querido a la Inglaterra y creo que es la única nación con quien deben estrechar sus relaciones las repúblicas sudamericanas y tener confianza en ella. Cuando se me arrojó del Plata, los comodoros de Inglaterra y Estados Unidos me ofrecieron sus buques, y aunque fueron éstos los primeros en hacerlo, no acepté, ni entré en explicaciones por la premura del tiempo, sino que me embarqué en un buque inglés...”


En este estado de la conversación, miré mi reloj, y vi que la visita había durado desde las cinco y diez minutos hasta las seis y veinte minutos. Resolví, a mi pesar, despedirme, atendiendo a la crítica situación de mi compañero, que no comprendía una palabra de español Al ver Rosas nuestro ademán de irnos, nos dijo: “Esperen, que voy a hacerles poner el carro, para que los deje en la estación... —y, haciendo otra vez uso del cencerro, ordenó a la sirvienta que avisase cuando estuviese listo.


Al despedirme, tomó la vela y nos alumbró la escalera, y aquí me apretó fuertemente la mano.


Así dejé al hombre que más impresión ha hecho en mi; al hombre cuyos hechos pasados le representan como la fiera que más daño ha hecho al mundo de Colón; al hombre, que, según muchos de sus conciudadanos, ha eclipsado los crímenes de Nerón, al que ahora yace, como él dice, abandonado de sus amigos, sin patria y sin fortuna, llamando la atención por su caridad, su constancia, y por el sacrificio que se ha impuesto, que algunos atribuyen que lo hace para purgar sus delitos. Aunque sea debilidad, yo no aborrezco el tan temido nombre de Rosas y simpatizo con su desgracia actual.


Yo le rogué que me diera el borrador de la carta de pésame a lady Palmerston, y consintió en ello; pero al sacar mi cartera para guardarlo, como arrepentido, me dijo: “No, nadie ha obtenido esto de Rosas...” Volví a insistir, y fue inútil mi empeño.


Mi introductor cura, me habló después muy bien de ese personaje, pintándomelo como un hombre muy católico, caritativo y generoso. Para atestiguármelo, me contó que, estando los bancos de la iglesia en muy mal estado, los hizo cambiar, colocando unos muy cómodos, habiendo además construido una galería sumamente valiosa. También me dijo que poseía una hijuela que tendría ochocientas áreas, con una magnífica casa que le llamaban castillo; pero que la había abandonado para habitar el rancho en que yo lo visité, construido por él mismo, con techo de cicuta y paja.


Lo último que vi de Rosas fue lo que él llama carro: era una especie de carretón sin toldo, donde sólo podía ir una persona y el tirador. En él mandaba buscar sus provisiones, y en caso de necesidad lo usa para ir él mismo a la ciudad.


Ramón Guerrero.



Cuando el chileno publicó su entrevista, Josefa Gómez, amiga de Rosas, le hizo llegar un ejemplar del periódico. Rosas formuló serios reparos al artículo, entre otros que mal podía ignorar el inglés, cuando desde años atrás se comunicaba con sus peones de Burgess Farm, y con ese motivo trazó esta especie de autorretrato que le muestra tal como era tísicamente en 1866: tiene setenta y tres años:



Pintado por sí mismo (1866)


No estoy encorvado. Estoy más derecho, mucho más delgado y más ágil que cuando usted me vio la última vez. No me cambio por el hombre más fuerte para el trabajo y hago aquí, sobre el caballo, lo que no pueden hacer ni aun los mozos. Tiro el lazo y las bolas como cuando hice la campaña a los desiertos del Sur en los años 33 y 34. No estoy completamente calvo, ni aún calvo. Me falta un poco de pelo al frente. Las patillas que uso —del todo blancas— son las mismas, casi, con que vine el 52. Eso de las barbas como de cinco o seis días, es cierto, pues por economía solamente me afeito cada ocho días. Y por la misma necesidad de economizar lo posible, no fumo, ni tomo vino ni licor de ninguna clase. Ni tomo rapé ni algo de entretenimiento. Mi comida es la más pobre en todo. Las espuelas que siempre tengo puestas no son muy grandes... Son moderadas y del preciso tamaño para que puedan serme útiles. Nunca uso zapatos. Lo que siempre he usado y uso son botas. No es cierto que me titule S. E. el Capitán General... No me nombro de otro modo sino Juan Manuel de Rosas y López. Cierto es que dije que no recibía visitas ni las hacia, por no tener recursos ni tiempo para ello, que el lord Palmerston me visitaba y yo lo visitaba también una vez por año.


Juan Manuel de Rosas.