La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
1. La misión
 
 
Sumario: Misión encomendada a la corbeta Alecto. — Actividad en los arsenales. — La agitación de la partida. — Verificación de los compases. — Los negros del Eclair. — Rápido avance de la corbeta. — Cambio de clima. — Velocidad del barco al navegar con velas. — Notable ventilación del navío en los trópicos. — Confirmamos la existencia de un “vigía” (escollo) según viejos mapas españoles. — Perdemos el viento del NE. — A vapor en la zona de las calmas y del tiempo variable. — Informe sobre una batalla en el Paraná. — Llegada al río de la Plata. — Montevideo. — Escasez de provisiones en la ciudad. — La corbeta se apresta para remontar por la fuerza el Paraná. — Atrocidades del general Oribe. — Prevemos algunas aventuras en el río. — Bárbaro proceder con un traficante italiano. — Contratamos un intérprete. — Aguas arriba en el río de la Plata. — Llegada a Buenos Aires. — Bloqueo del puerto. — Dificultades de la navegación en Martín García. — Precauciones contra cualquier sorpresa.


La corbeta de vapor Alecto, de S. M., fue confiada al teniente de navío Austen el 10 de noviembre de 1845. Desde 1839 había sido utilizada como paquebote en el Mediterráneo y luego se la destinó a los apostaderos de las Indias occidentales, a cuyo fin fue completamente reparada. Muy poco después de haber izado su gallardete, llegaron noticias de la expedición proyectada para forzar la navegación del Paraná, y en seguida cambió su destino anterior por este último, para el cual se adaptaba muy bien, visto su poco calado. Diéronse órdenes para ponerla en condiciones con la mayor celeridad. Un equipo de obreros del arsenal tomó a su cargo el trabajo de convertirla, de paquebote que era, en buque de guerra, El armamento consistía en tres cañones de treinta y dos, uno giratorio en la proa, y dos más, uno a cada costado del navío, cercano a la caja de las ruedas, hacia popa. Asimismo tenía plataformas para cohetes, dos para tierra y dos para ]a guerra naval, con sus elementos completos.

El miércoles 3 de diciembre de 1845 fue sacada del astillero de Woolwich y navegó a vapor río abajo. Todas las tripulaciones en servicio en Woolwich habían estado ocupadas en transportar a bordo de la corbeta cordajes, provisiones, velas, y cantidad de pertrechos y aparejos; es decir, todo aquello que un barco de vapor puede almacenar en forma que resulta incomprensible para quien no está iniciado en la materia. Tan atareados anduvieron los hombres del arsenal, que algunos se mostraron despachurrados a morir, mientras afianzaban las paletas de las ruedas; varios bancos de carpintero fueron dejados sobre el puente y hasta en los camarotes. También los hombres de las otras embarcaciones abandonaron aprisa las vergas de la corbeta, en que estaban amarrando las velas. Si a esto se agregan las parihuelas de carbón de piedra llevadas por los puentes, y que los marineros no sólo eran extraños para los oficiales sino que llegaban agobiados por la pena y por el alcohol, después de las despedidas, se comprenderá que todo aquello creaba gran confusión, porque nada puede compararse con el espectáculo de un navío despachado con prisa semejante, y a medio equipar, con una tripulación recién reclutada.

El sábado, después de una detención en Greenhithe para verificar las brújulas, la Alecto ancló en Spithead, donde oportunamente se llenaron con buen personal las plazas vacantes y se cargaron algunos cohetes más. Una vez recibidos los dos meses de adelanto, como es costumbre, el buque recibió órdenes de dirigirse a Plymouth, para completar su carga de carbón, y como debía prestar toda la utilidad posible —según instrucciones—, gran parte de los Kroomen 1 que habían pertenecido al infortunado Eclair, fueron recibidos a bordo para hacer el viaje a Plymouth, donde esperarían el primer barco con destino a la costa de áfrica.

Así fue que en la tarde del 10, la Alecto se puso en marcha para dicho puerto, al que llegó en el día siguiente. Apenas estuvo allí, los pobres Kroomen, medio ateridos por el frío, fueron trasladados al navío inglés Queen, y la Alecto siguió hasta Hamoaze para proveerse de carbón, remolcando, por razones de servicio, la verga mayor del buque Albion.

El día 13 a la madrugada, con la presión necesaria de vapor, la Alecto se hizo a la mar, y con el empuje de las máquinas y ayudada por la baja marea no tardó en decir adiós a las costas de Inglaterra. Por varios días el tiempo se mantuvo tranquilo y placentero. Con ánimo alegre pasábamos uno y otro barco, de los del comercio exterior, dejándolos atrás, como si estuvieran anclados. Era un placer contemplar la inagotable energía de nuestras máquinas. La disminución rápida de la latitud y el aumento de la longitud, que comprobábamos diariamente, a mediodía, revelaban con evidencia ese poder. Gradualmente, según íbamos aproximándonos a la isla de Madera, los días se alargaban v amenguaba el frío. El jueves por la noche la Alecto pasó cerca de un gran navío inglés, el President, que se había dado a la vela días antes que saliéramos nosotros. El viernes por la mañana avistamos la isla, y a las dos p. m. anclamos en la rada de Funchal. Faltaban pocas horas para que se cumplieran seis días completos de viaje. La mejor de las fragatas de servicio, si hubiera salido de Plymouth en el momento en que lo hizo la Alecto, no hubiera podido, con los mismos vientos, encontrarse a trescientas millas de la tierra que dejó. La provisión de carbón y agua se inició en seguida y terminó el 21 a mediodía 2. Otra vez lista y con la presión necesaria, la Alecto prosiguió su largo y solitario viaje. A pocas horas de haber dejado la rada, se levantó un fuerte viento del NE. Con ello, las máquinas fueron detenidas, las paletas bajas desmontadas y se apagaron los fuegos. Las grandes máquinas cesaron en su incansable esfuerzo y el buen navío, con todas sus alas desplegadas al viento favorable, siguió alegremente su camino. Resultó que a vela navegaba mejor que cuanto nos habían predicho los más entusiastas, y solamente con los aparejos de un paquebote. Durante todo el tiempo que anduvo con sus velas al viento, superó en velocidad a todos los barcos que encontró, para sorpresa de cuantos íbamos a bordo.

Según nos acercábamos al Ecuador, la temperatura poníase cada vez más calurosa, pero gracias al notable procedimiento con que el barco había sido ventilado, nadie sintió la más ligera incomodidad. La verdad es que los más experimentados dijeron que nunca habían sentido menos el calor del trópico. Se pudo observar que al cruzar el sitio exacto donde está marcado uno de los viejos vigías (escollos), el agua estaba algo más clara que de ordinario, con mar agitado, lo que, en cierta medida, viene a corroborar a los antiguos navegantes españoles.

El domingo 4 de enero, cuando estábamos en latitud 3° 40' N. y longitud 28° 16' O., las velas empezaron a golpear perezosamente contra los mástiles. Entonces púsose otra vez en juego el gigantesco poder escondido en el seno del navío y pronto la corbeta, con sus velas ahora bien plegadas, avanzó de nuevo a buena velocidad hacia su punto de destino. El 9 de enero, como la fuerza del vapor ya había logrado impeler al navio por cientos de millas entre las zonas calmas y variables de esta parte del globo, fueron detenidas las máquinas, levantadas las ruedas, y una vez más la Alecto siguió a carrera tendida sobre el hemisferio sur. Pocos días después, a alguna distancia de las costas del Brasil, pudimos ponernos al habla con un barco inglés que nos dio al pasar una versión pobre y mutilada de la batalla de Obligado. Esto despertó en todos nosotros grandes deseos de llegar al sitio de las operaciones. El lunes 26, como la sonda dio veintiséis brazas, se hicieron en seguida los preparativos para poner las máquinas en función, y en la mañana siguiente ya las ruedas estaban en movimiento. Exactamente, a la hora en que lo esperábamos, según nuestros cronómetros, descubrimos la costa del río de la Plata a la altura de Maldonado y en las primeras horas de la tarde anclamos en la rada de Montevideo.

Aunque toda la gente de a bordo sabía muy bien que la guerra con Rosas continuaba, nos sorprendió que la poderosa fuerza de Montevideo no hubiera ganado una sola pulgada sobre el campo enemigo fuera de las líneas sitiadoras; y como en las comarcas vecinas no estaban aún al tanto de las necesidades de la ciudad sitiada y de los medios de pago del erario inglés, los artículos alimenticios se hallaban muy caros y escasos y la carne de caballo se vendía al peso en el mercado. Y esto era el suplicio de Tántalo, porque, fuera de la línea de defensa, veíanse inmensas tropas de ganado paciendo muy tranquilas y casi a tiro de fusil. Pudimos comprobar que, desde que el convoy había forzado el paso de Obligado, quedando las baterías totalmente desmanteladas, es decir unas seis semanas atrás, nada cierto se sabía de los buques, porque la única información procedía de un periódico de Rosas publicado en Buenos Aires, el British Packet, donde se hablaba de una ruda batida que habían dado las tropas rosistas en San Lorenzo. Pero, naturalmente, ésta era historia fabricada, y por experiencia que ya teníamos, la consideramos falsa. Con todo, sentíamos alguna inquietud por la suerte del convoy.

Felizmente, las circunstancias favorables del viaje nos habían permitido ahorrar bastante carbón y la corbeta estuvo, con unas pocas horas más, en condiciones de completar el poco combustible que le faltaba y lista para partir en la mañana siguiente. Asimismo, como los documentos no estaban todavía preparados, tuvimos oportunidad de hacer por ahí algunas observaciones. Las escaramuzas tan frecuentes; morían algunos hombres y otros eran heridos, mientras Oribe se divertía en quemar, o en destruir de cualquier otra manera, las casas o quintas que quedaban dentro de las líneas el sitio. Este salvajismo no tenía ninguna ventaja práctica, y no se explicaba, como no fuera por el prurito de destrucción que ha echo tan famoso a este siniestro general. Ninguna persona razonable podrá reconocer a Oribe otra cualidad que la ferocidad puramente animal, pues no otra cosa podría llevarlo a mantener el sitio e modo semejante, si se tiene en cuenta que destruía las mismas personas y los mismos lugares que se empeñaba en gobernar como presidente 3.

Febrero 2. Lunes. Recibimos cien balas de cañón extra, para nosotros. Como esto significaba va darnos una función, la gente del barco se sintió muy complacida y surgió entonces la expectativa sobre aquel río casi desconocido que debíamos remontar. Esta expectativa se agrandaba con los maravillosos relatos que nos hacían los baquianos o pilotos.

Febrero 3. Martes. Llegaron por fin las órdenes esperadas y todos anduvimos ocupados en acopiar provisiones y otros elementos para nuestros buques del Paraná. Por la tarde, el suscripto, hallándose en tierra, recibió orden de examinar una partida de pan y tuvo la oportunidad de conversar con un italiano que acababa de llegar en un barco abierto, de unas veinte toneladas, desde el río Uruguay. Contó aquel hombre que, hallándose a unas cien millas arriba de Buenos Aires, una noche, sin prever las consecuencias, amarró su barco a la orilla del río. Poco antes de amanecer, una partida enemiga, o sea de blancos, como les llaman, lo sorprendió, le saqueó el barco robándole cuantos objetos portátiles y de valor llevaba con él, y no satisfechos con el botín, lo pusieron de espaldas con los brazos y piernas abiertos y lo estaquearon sobre el puente de su barco con unos largos clavos, dejándolo con el rostro expuesto al sol abrasador que habría de torturarlo a morir, cuando saliera por la mañana. Por fortuna, dos hombres de su tripulación habían estado durmiendo bajo los árboles, ahí cerca, y debido a esa circunstancia, pudieron esconderse y eludir a los enemigos. Cuando ya éstos se habían retirado, los dos hombres saltaron al barco, y habiendo cortado las ataduras, empujaron al agua la embarcación y pudieron escapar; otros dos tripulantes, descubiertos por los blancos, fueron asesinados. Muestran tal refinamiento de crueldad, que el modo más común de tratar a un prisionero es el siguiente: lo estaquean en el suelo y allí lo dejan para que lo tueste el sol (como ya se dijo) y se deleitan viéndolo sufrir; otras veces les colocan sobre el cuerpo un cuero húmedo, y clavan este último en el suelo firmemente. A medida que el sol va secando el cuero, éste se encoge y el pobre miserable se siente oprimido y casi aplastado contra el suelo hasta que los ojos les salen de las órbitas. Pero otro método más antiguo y común consiste en coser a la víctima estrechamente dentro de un cuero recién sacado al animal. y en dejar que, al estrecharse el cuero, esta horrible mortaja la apriete y la torture hasta matarla.

Tuve la suerte de encontrar un viejo amigo, el teniente Miller, R. N., quien me obsequió generosamente un mapa del río Paraná. Con esta adquisición, estuve después en condiciones de anotar diariamente la distancia que hacíamos, con bastante exactitud. Mediante el mapa, podía uno formarse idea del enorme y extraordinario poder de la corriente y de sus efectos. Antes de las cuatro quedó todo preparado y las provisiones y cargas bien estibadas, tanto para el servicio nuestro como para los varios matalotajes de los navíos que esperábamos encontrar. Algunos oficiales pensaron que podía ser de utilidad un intérprete y contratamos a un joven inglés para que sirviera como tal. A las cinco y media se dio la señal de levar anclas y como el barco estaba listo para partir y el ancla pendiente, aquél estuvo pronto en movimiento y fue llevado por las máquinas a buena marcha en medio de una calma chicha, remontando el Plata hacia el Paraná. Todos íbamos en general ansiosos y llenos de buenos presagios sobre cuanto veíamos por delante en aquella comarca agreste y solitaria. Toda la noche estuvimos remontando el río. La superficie presentábase lisa y pulida como un espejo. Al romper el día muchos ojos curiosos escudriñaban el horizonte, pero todavía la tierra no era visible: algunos, menos experimentados que otros, dábanse a pensar que todo aquel río era una ilusión.

A eso de las once descubrióse una costa baja desde la serviola, y al mismo tiempo, hacia proa, una embarcación con la que pudimos comunicarnos a mediodía. Resultó ser el navío inglés Satellite. Después de cambiar algunos informes, las ruedas fueron puestas otra vez en movimiento y dimos rumbo a Buenos Aires. A las tres p. m. la Alecto se puso al costado de nuestro bergantín Racer, que estaba bloqueando el puerto. Acababan de llegar algunos botes del mismo buque trayendo una presa capturada en la noche anterior. Después de dejar con dicho buque un bote que la Alecto había traído a remolque desde Montevideo, pusimos rumbo directamente a Colonia, atravesando el río. Llegamos allí antes de anochecer y entramos en comunicación con el buque inglés Melampus, estacionado desde algún tiempo atrás en ese lugar como auxilio de la fuerza que estaba bloqueando a la ciudad. Encontramos a la guarnición de la Colonia estrechamente sitiada por los blancos, que no permitían a ningún habitante mostrarse fuera de los muros sin grave riesgo.

Entregados los despachos, tratamos de avanzar hasta la boca del Paraná, pero la noche estaba muy oscura y como teníamos solamente un pie de agua bajo la quilla, creímos prudente echar el ancla, lo que se hizo en seguida, dando escape al vapor y cubriendo el fuego para economizar combustible. En la navegación del río (que hicimos después) comprobamos que era mucho más económico cubrir el fuego, porque de este modo la gran caldera se conserva con calor toda la noche y al romper el día se obtiene vapor en pocos minutos. La Alecto se acercaba ya a la parte del río donde podrían esperarse hostilidades, y de ahí que los cañones fueran cargados cuidadosamente, tomándose todas las precauciones para repeler un ataque.

Febrero 5. Jueves. Levamos el ancla de madrugada y muy despacio se trató de buscar paso por un intrincado canal. Varias veces la corbeta tropezó con bancos de arena, pero salvábamos el inconveniente dando marcha atrás con las máquinas. A mediodía estuvimos frente a Martín García, isla tomada recientemente a las fuerzas de Rosas. Estaba ahí estacionado uno de los buques, el llamado 25 de Mayo, tomado también al enemigo. La Alecto, luego de comunicarse con él, siguió su marcha, aunque muy lenta. Al último, como el estrecho canal se ponía mejor, aumentamos algo la velocidad, pero de pronto dimos contra un obstáculo: el barco se detuvo de golpe, y mientras disponíamos el ancla por la popa, el viento se puso afortunadamente de proa. Entonces, con todas las velas redondas, con un fuerte tirón en la amarra de popa y con toda la fuerza de las máquinas en marcha atrás, la corbeta retrocedió otra vez para quedar en aguas hondas.

Todos los marineros estaban fatigados por el intenso trabajo y exhaustos con el horrible calor, por lo que resolvimos anclar durante la noche. Echaron el ancla de cuatro brazas y toda la gente de a bordo sintióse muy satisfecha de tomar aquel descanso. Y como nos habían dicho los pilotos que al día siguiente habríamos de vernos en una de las bocas estrechas del río, donde podría producirse un ataque del osado enemigo, adoptáronse las siguientes precauciones para prevenir cualquier hostilidad: A las ocho p. m., cuando formó la guardia, consistente solamente en doce hombres por la escasez de tripulación, el oficial pasó revista e inspeccionó las armas que fueron cargadas y preparadas para la ocasión. El maquinista de guardia informó que el fuego estaba cubierto con ceniza y todo listo para dar vapor en el momento necesario. Hecho lo cual, fueron colocados vigías en los lugares más altos y el resto de la tripulación permaneció abajo con el arma al brazo. A medianoche y a las cuatro a. m. se renovaron las guardias; a las cinco, o poco más tarde, al venir el día, levaron el ancla y la Alecto se puso en marcha para caminar toda la jornada, salvo las detenciones que pudieran producirse por varaduras.