La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
3. Por Rosario y San Lorenzo
 
 
Sumario: Caza abundante. — La caballería enemiga bajando los cañones. — Lucha contra la artillería volante 1. — El campamento del general Mansilla. — Arribo inesperado. — Informe de un fugitivo. — La punta de Rosario. — La posición de San Lorenzo. — Paisanos temerarios. La descarga mortal. — Efectos de una granada. — El cohete a la Congrčve. — Anuncio de pampero. — Una nube de langosta. — El viento. Una prueba de su fuerza. — Peligro para las embarcaciones pequeñas. — Alteración en el barómetro


Febrero 10. Martes. Había quedado resuelto en la noche anterior que el Firebrand y nosotros seguiríamos camino en la mañana siguiente, pero algunos ligeros desperfectos de las máquinas en el referido barco fueron causa de que no estuviera en condiciones de salir con la corbeta, y lo hizo una hora después. Le llevábamos, pues, unas siete millas de ventaja. Navegábamos casi siempre sobre la izquierda o sea por el lado de la barranca y esta margen es muy variable, porque de pronto aparecen costas arenosas en declive hacia el río, como de veinte a treinta pies de alto. En estas costas o bajadas pacían tropas muy grandes de vacas y caballos. De vez en vez pasábamos frente a alguna estancia con aspecto de un pobre galpón. En el campo se levantaban pequeñas arboledas. También veíamos a menudo y muy cerca bandadas de patos silvestres y otros pájaros, y por primera vez descubrimos el carpincho o cerdo de agua. Estos animales, vistos a quince o veinte metros, no se mostraban nada temerosos. No hay para qué describir la carnicería producida desde la caja de las ruedas del vapor y desde el portalón por los rifles y escopetas de los oficiales. La cacería que llevamos a cabo de este modo sirvió para aumentar en gran proporción nuestros víveres.

La belleza del panorama en este lugar seducía por la novedad y el cambio constante que el movimiento hacía surgir ante los ojos. Eran las nueve y media cuando dimos con una curva hacia el este y la pasamos rápidamente mientras sucedíanse nuevos paisajes. Por último descubrimos un cuerpo de caballería enemiga moviéndose lentamente hacia el borde de una barranca baja y arenosa por donde debíamos pasar a distancia de unas cuatrocientas o quinientas yardas, según lo advertimos en seguida. Apenas examinada la fuerza con los catalejos, observamos que estaban bajando cañones a la parte inferior de la barranca, donde ya se habían levantado algunas fortificaciones. Acercándonos más, echamos de ver que la posición había sido admirablemente elegida; en verdad, nada podía percibirse bien, como no fueran las bocas de los cañones que sobresalían para abrir fuego contra nosotros en el momento de ponernos a su vista. La corbeta había sido preparada para la acción, y en pocos momentos estuvo lista, pero era muy difícil prever si a nuestro paso harían o no oposición y teníamos órdenes de no hacer fuego hasta que fuéramos atacados.

De ahí que estuviéramos perdiendo la ventaja que nos daban nuestros cañones y granadas porque nosotros teníamos a los enemigos al alcance de nuestras armas, y ellos no. Con todo, nos manteníamos apuntando con los cañones a medida que íbamos acercándonos y en el momento preciso en que nos poníamos a la altura del primer cañón enemigo, una humareda blanca en el mismo cañón anunció el comienzo del combate. El tiro no había llegado a nosotros cuando ya fue contestado por los cañones de 32, haciéndose general la contienda. Las baterías enemigas componíanse de cuatro cañones de 9, desde las cuales mantenían un vigoroso y bien dirigido fuego, y como no funcionaban en ese momento en el barco todos los cañones de una banda, por lo repentino de la acción, solo pudimos contestar con dos. Los enemigos empezaron con gran eficacia y el primer tiro casi atravesó la chimenea del vapor produciendo un ruido estruendoso. Muy luego el pescante de ancla delantero fue partido en dos y destrozado; el proyectil reventó y varios de sus fragmentos hirieron a cinco hombres. Al mismo tiempo el oficial Mr. Dillon, que estaba inspeccionando la granada en la caja de la rueda, fue derribado por un tiro que cortó la cuerda en que se apoyaba estando de espaldas. Sufrimos algunos pocos daños más, aunque fueron varios los tiros que alcanzaron al buque produciendo una avería en la rueda y en el ataire del polvorín 2.

No ha de suponerse que durante este tiempo la Alecto se mantuvo ociosa, pero era tan poco lo que podía verse como blanco, para apuntar, y variaba tanto a cada momento, que no fue mucho el daño que pudimos hacer como respuesta a la agresión. Un pobre soldado de caballería que se mantenía de pie, por bravata, fue visto por un oficial cuando recibía un tiro entre la rodilla y la cadera y naturalmente quedó cortado en dos. Como pasábamos con bastante rapidez frente a la posición enemiga, el encargado de nuestro cañón giratorio, excelente tirador, no teniendo a la vista ningún otro blanco, tiró contra una tropa de caballos. La bala cayó a una distancia de mil doscientas o mil cuatrocientas yardas de distancia en el centro mismo de la tropa, que huyó despavorida dejando tres animales que se retorcían en el suelo. En este pequeño encuentro usamos los cohetes por primera vez y produjeron a bordo gran asombro porque había solamente una persona, el artillero Mr. Hamm, que había visto tirar con ellos, o sabía lo que eran. Por no seguir el dictamen de Mr. Hamm, fueron mal disparados y resultaron de poca utilidad, pero quizá esto mismo fue de provecho porque sirvió para que se pusiera más atención, lo que redundó en una mayor eficacia de gran beneficio para nosotros.

El ruido extraordinario y el fragor tremendo con que eran arrojados, y el humo que producían estos proyectiles, llamó la atención de todos a bordo e hizo tal efecto sobre el intérprete contratado en Montevideo, que bajó corriendo a las máquinas diciendo que el buque estaba por hacerse pedazos, al parecer. Pero los maquinistas lo sacaron en seguida pinchándolo con la punta de un machete y tuvo que soportar sobre cubierta, de pie, toda la refriega.

Casi inmediatamente después estuvimos fuera del alcance de las balas, habiendo pasado exactamente veinticinco minutos bajo el fuego. Fue algo extraordinario que no nos causaran daño mayor, porque tiraban desde una posición bien defendida y, dado lo pequeño de sus cañones, podían volver a cargar con mucha más rapidez que nosotros; a veces tres y cuatro veces mientras cargábamos una vez, aparte la ventaja de tener como blanco toda una especie de granero o cobertizo, que tal parecía este barco de vapor, de color negro. Algo más arriba pasamos como a una milla del campamento del general Mansilla y a todos nos halagaba mucho la esperanza de poderlo incendiar 3. Pero esto no se hizo, y seguimos. Al pasar por el campamento, las baterías de abajo abrieron fuego contra el Firebrand, así que se puso a su alcance, sin que supiéramos nosotros en aquel momento con qué resultado. Desde ese punto nos fue siguiendo por la costa una partida de caballería a paso de ataque. Iban por la costa en línea recta cuando era baja, y donde había algún obstáculo se apartaban al galope hacia la tierra adentro y volvían después a observar nuestros movimientos. Estos hombres cambiaban invariablemente de caballo cuando el caso lo requería, para lo cual enlazaban al primero que encontraban, y seguían camino muy naturalmente. Cuando al llegar la noche echábamos el ancla, ellos se detenían y vivaqueaban, acomodándose lo mejor que podían frente a nosotros, siempre listos para seguir su marcha otra vez al romper el día. Poco antes de anochecer anclamos frente a las barrancas de Rosario, pero fuera de su alcance y a unas doce millas abajo de la ciudad de este nombre. A las diez se oyó el grito de alarma que dieron los vigías, y era que al parecer se aproximaban unos barcos. Los centinelas con sus bayonetas caladas estuvieron listos en seguida y dispuestos a repeler cualquier agresión. Por último, se acercó al buque una canoa pequeñísima con un hombre dentro. Comprobó ser un francés que, temeroso de ser asesinado, huía dejando cuanto poseía en el mundo para buscar refugio entre nosotros.

Interrogado sobre los movimientos del enemigo, dijo que una partida de caballería estaba en las barrancas de San Lorenzo, varias leguas arriba, para hostilizarnos en cuanto pudieran. También dijo que había llegado a Rosario un chasque en las primeras horas de la tarde para informar a las autoridades que pasaríamos remontando el río; que los militares estacionados allí [en Rosario] estaban ansiosos por hundirnos, pero que los habitantes, si pudieran, no permitirían que se tirara un tiro desde la ciudad, porque tenían miedo de que el pueblo fuera cañoneado así a quemarropa, y en consecuencia, creía que no habríamos de encontrar oposición. Manifestó asimismo que, según noticias corrientes, los cañones que habían hecho fuego en el Tonelero estaban siendo transportados ron mucha diligencia por tierra a San Lorenzo. Se decía que la posición natural de estas barrancas era tan sólida que nada podría resistir al fuego que se hiciera desde ellas. No es que nos asustara todo esto, pero sentíamos gran inquietud por ver 1as posiciones que despertaban un interés tan general. Además, el arrastrar cañones por una distancia de sesenta millas de campo rústico, por favorable que sea el suelo, es cosa siempre muy ardua y esto lo sabe cualquier persona versada en las dificultades del transporte terrestre, aun en los países más civilizados y de buenos caminos, lo que hacía desconfiar de su realización. De todos modos, para la Alecto era preferible tratar de pasar, si lo podía, antes de que llegaran los cañones.

Febrero 11. Miércoles. Al amanecer, las ruedas se pusieron en movimiento y el buque prosiguió su marcha con rapidez, aguas arriba. A medida que iba avanzando, el canal más hondo estrechábase mucho y nos obligaba a navegar muy sobre la costa, hacia la izquierda, o sea del lado de Rosario, y tan cerca de la tierra, que hubiera sido peligroso exponerse a un tiro de pistola disparado desde la orilla.

Ya en aquella sazón nos iba ganando una confianza benévola, y la caballería enemiga, observadora, seguía siempre sin perdernos de vista, también con la mayor confianza y nonchalance, sonriendo y haciendo muecas cuando veían las señales burlescas de nuestros oficiales cada vez que los oficiales de ellos daban la espalda. Sin duda estaban ya muy seguros de nuestra pasividad. Los marineros les habían puesto nombres a los más sobresalientes de estos jinetes, con quienes, así como en las largas jornadas del cochero en Pickwick, habían tomado familiar confianza y mantenían afectuoso trato sin cambiar una sola palabra.

A eso de las siete y media a. m. la corbeta hizo un giro de babor tan cerca de la costa, que hubiera sido fácil saltar desde la caja de la rueda a la tierra enemiga, y en seguida descubrimos el pueblo de Rosario.

Esta visión de una ciudad extranjera fue muy interesante, sobre todo porque ella apareció súbitamente a nuestros ojos de manera impensada y a distancia muy próxima. Pero todas las miradas se concentraron luego en algo muy novedoso que se hacía notar con un fuerte griterío y gran agitación del agua a la parte de proa, y que resultó ser, después de examinado, la población femenina de la ciudad que se solazaba con el usual baño diario, en birthday suits 4. Nuestra súbita llegada fue causa de que se agruparan todas las bañistas y aumentaran, si era posible, sus chillidos y sus chapoteos y chanzas. El grupo estaba formado por mujeres de todos colores, desde el blanco más puro hasta el negro azabache. Los gritos de hilaridad que partieron de la corbeta fueron pronto sofocados y la gente corrió al alcázar, a prepararse, porque un gran cuerpo de caballería estaba formándose en la playa, muy cerca de la dirección que llevábamos. Todos los hombres disponibles fueron armados con fusiles y puestos a cubierto en cuanto lo permitían las deficientes amuradas del buque. Sobrevino un momento de ansiedad al pasar frente a aquella fuerza tan próxima que podía estar ocultando alguna poderosa batería. Pero mientras seguimos avanzando todo se mantuvo quieto y en silencio, salvo los encargados de los cañones que mandaban: “Apunten a la izquierda”, y los gruesos cuellos de los cañones de 32 apuntaban hacia el centro de la masa enemiga con doble carga de metralla. En estos momentos, la caballería de observación fue relevada por otra partida que se colocó en su lugar. Esta última era, sin duda, más belicosa que la primera. En aquellos alrededores las islas cambian de aspecto con frecuencia y no son inundables como otras más bajas; en algunas partes son más altas que el río a cualquier altura en que este último se halle. Hay islas que se suceden en distancia de varias millas y entonces el canal va próximo a la línea de las barrancas, terminada con la que lleva el nombre de Barranca de San Lorenzo.

Poco más arriba de Rosario el canal era de unas mil quinientas yardas de ancho, y continuaba así hasta una media milla de San Lorenzo; allí hay una isla que sobresale de las otras, y él río se estrecha hasta tener de anchura unas mil yardas. Como éste era el último punto del territorio argentino 5 y el que Rosas suponía más favorable para la ofensiva, se había hecho gran esfuerzo para hostilizar y destruir, si era posible, el convoy con las escuadras. Los preparativos, sin embargo, no habían sido hechos todavía. Apenas había sido reunida una horda de paisanos para ejecutar las órdenes que Rosas pudiera tener a bien impartir a sus generales.

Como las instrucciones de no hacer fuego si no tiraban contra el buque, estaban todavía en vigor, la gente apenas podía contenerse de apretar los percutores, porque iban todos con las armas cuidadosamente preparadas. Pero la orden fue observada estrictamente, hasta que algunos de los paisanos, más intrépidos que otros, tuvieron la ocurrencia de esconderse tras de unas matas con sus fusiles de largos caños pegados al suelo, e hicieron fuego contra la caja de la rueda. Lo que fue al instante contestado con una descarga de rifles, fusiles y cañones que mató a uno de los alucinados campesinos y dispersó a los otros, hacia el interior en un momento. Luego se volvieron a reunir como a unas mil yardas adentro, y todavía tiraban contra los mástiles y la chimenea del buque, porque el casco se ocultaba a sus ojos. Fueron, sin embargo, rápidamente dispersados una segunda vez por una granada disparada con carga reducida desde el mástil, por un oficial que se valió para el caso de un anteojo de larga vista. Por suerte, la granada cayó en medio de ellos, dispersándolos otra vez en todas direcciones. Una profunda zanja fue ahora el motivo de que no volvieran, porque los obligaba a caminar cierta distancia para llegar nuevamente al borde de la barranca. Antes de que pudieran hacer todo ese rodeo, la Alecto llegó frente a una nueva partida, la que estaba de guardia en San Lorenzo, que, ignorando las hostilidades de sus hermanos de armas, o indiferente a ellas, permanecía con descuido y aire de jactancia en el mismo borde de la barraca, teniendo atrás un rancho o casa de campo. Más atrás había otra fuerza bastante numerosa de reserva, mezclada con tropas de ganado y caballadas. En estas circunstancias fueron colocados (en el buque) cañones de 24, cohetes de 12 libras, y como se había confiado el manejo a mister Hamm, el artillero, todos subieron a observar el resultado. Por último, empezó la contienda, y después de algunos segundos de intenso ruido de fuego de reculada 6, el cohete se disparó con su común e irresistible violencia; abrió un claro en el borde de la barranca, como de cinco pies; dividió en dos la guardia de caballería; atravesó como ígnea flecha la casa, que convirtió en una llamarada, y prosiguió su destructiva carrera entre el pacífico ganado detrás de la casa. Para valernos de una frase náutica, esto fue un verdadero “puazo” para la caballería. Siguiendo algunas millas más, todavía estábamos recorriendo la costa argentina.

Esta escaramuza produjo gran efecto en los hombres de la Alecto, porque experimentaron la ventaja enorme de su artillería, tan bien dirigida; y la forma en que fue manejada no sólo acreditó habilidad, sino que también infundió gran confianza en las propias fuerzas. Si bien el buque había estado únicamente tres meses en servicio activo, se mostraba ya en muy buenas condiciones de combate. Algo de su buen crédito podía ser atribuido a la práctica de la mayoría de sus hombres en los diversos navíos en que habían prestado servicios. Pero el mayor elogio lo merecen los oficiales educados a bordo del Excellent.

A las once a. m. llegamos al extremo sur de la barranca de San Lorenzo y descubrimos la boca del río Carcarañá, desde donde se suceden una serie de islas hasta la ciudad de Santa Fe. Por la tarde, mientras navegábamos lentamente por la costa opuesta (Entre Ríos), algunos jinetes vinieron hasta la orilla y dieron voces dirigidas a nosotros. Como teníamos órdenes de acoger y llevar en el buque a todos los desertores, nos acercamos hasta ponernos a unas veinte yardas, pero cada uno en su sitio, para el caso de una celada. Como después de habérseles hablado en español, supimos que no deseaban venir a bordo, dimos vapor nuevamente y seguimos. Por fortuna para ellos, no eran inclinados a la perfidia, porque había bastante plomo y hierro que les apuntaba y la hubieran pasado mal.

El barómetro había estado subiendo durante todo el día v el calor era excesivo. En la cámara de los cañones, con todo abierto, con el viento que corría por la cámara y con la claraboya levantada, el termómetro marcaba 97 grados (Fahrenheit). La sequedad del aire reseca el cabello y la piel y es causa de cierta languidez semejante a la que produce el siroco en el Mediterráneo. El horizonte, hacia el SO., aparecía cargado de nubes opacas y plomizas. Era evidente que se aproximaba un pampero. Hasta los pájaros, las bestias y los insectos parecían advertirlo y se mostraban agitados. Para las cuatro, el viento poco a poco cesó y las nubes fueron amontonándose hasta adquirir un aspecto tempestuoso. Reinaba la más profunda calma y sólo se oía el ruido incesante de las paletas de las ruedas en el agua y las voces de los pilotos. Uno de ellos dijo que a una milla más arriba existía un lugar conocido y muy apropiado para echar el ancla, por lo que continuamos la marcha.

De pronto prorrumpió en una exclamación y señaló con la mano hacia el norte. Percibimos en seguida una nube, aparentemente de humo, que se acercaba con rapidez, y para gran sorpresa nuestra, en pocos minutos más nos envolvió completamente: se trataba de una manga de langostas. Estimar el número de esas langostas hubiera sido de todo punto imposible, porque estuvieron por espacio de una hora dando continuamente contra el barco, como una pesada caída de nieve. Este enjambre que pasaba sobre nosotros era pequeño. La parte principal de la manga venía volando a considerable distancia y aparecía infinitamente más compacta y espesa que la porción que teníamos encima. El piloto sacudió la cabeza y dijo:

—En cuanto pase toda esa manga hay que ponerse al reparo de la tormenta.

Siguiendo sus consejos, siempre muy atinados en el río Paraná, nos pusimos en excelente posición entre dos islas. A las seis, las nubes eran tan espesas en todo el contorno, que si bien faltaba más de una hora para ponerse el sol, reinaba la más lúgubre oscuridad. Diez minutos después comenzó a soplar un viento ligero del sudoeste, las nubes fueron agitadas con violencia en una especie de movimiento rotatorio y en seguida el pampero descargó su furia tremenda, acompañado por vividos relámpagos y truenos que aturdían. La lluvia caía como un verdadero diluvio, casi en forma horizontal, con fuerza tan grande que se hacía imposible recibirla de frente. Las nubes, asimismo, eran impelidas con furiosa velocidad, y tan pegadas a la tierra, que, por algún tiempo, reinó profunda oscuridad y ésta se hacía más imponente por el furor de los truenos y los relámpagos. La tormenta fue, sin duda alguna, y con mucho, la más fuerte que yo había visto en parte alguna del mundo. Cuando hubo pasado el primer estallido, levanté con alguna dificultad un pañuelo de seda nuevo, extendido, y con ambas manos, y en seguida fue roto y reducido a pedazos por el viento, quedándome apenas un trozo pequeño en cada mano. Esto pasó a la vista de varios oficiales; de lo contrario no hubiera mencionado el detalle. Por espacio de una hora, hasta que pasó la parte peor del pampero, no se veía nada más allá del buque, y en lo que respecta a la visión, aquél estaba lo mismo que a mil millas de distancia, en el mar, cuando en verdad se hallaba a ciento cincuenta yardas a barlovento de la isla. Estas tormentas parecen ser muy semejantes a las turbonadas africanas o tornados, y son muy peligrosas para los barcos pequeños. Por momentos me pareció que soplaba tan fuerte como los huracanes de la India oriental, que conozco por experiencia. Todas estas convulsiones anuncian su llegada, no sólo por señales meteorológicas, sino también por una gran alteración del mercurio en el barómetro. La conmoción eléctrica, sin embargo, se hace notar más en los pamperos que en ninguna de las tormentas que me ha sido dado observar. Les he prestado particular atención, por haber leído con gran interés la teoría del general Reid sobre las tormentas y por haber verificado varias veces que mis propias deducciones en el Atlántico estaban de acuerdo con las del general. En este caso no pude hallar prueba alguna con respecto a los tifones, pero después he podido observar con frecuencia, que los más violentos pamperos eran anunciados generalmente por un viento fuerte que provenía de la dirección opuesta, o sea del nordeste.

La conversación de la noche giró, naturalmente, en torno a los sucesos del día, y era cosa divertida oír los juicios diversos sobre las diferentes órdenes dadas, así como el sentimiento predominante en nuestro grupo. Había quienes se sentían cordialmente disgustados con el río; otros muy complacidos con él, y también quienes personalmente parecían haber olvidado todas las cosas ocurridas. Una corta recapitulación demostrará que se había dado la oportunidad de observar y aprender para el que quisiera aprovechar esas lecciones.

Primero, la incertidumbre, la inquietud, al pasar frente a la inmóvil caballería de Rosario. Segundo, la refriega con la caballería en las barrancas de San Lorenzo. Tercero, la maravillosa manga de langostas, y por último, la conmoción terrible de la naturaleza con el pampero arrollador.