La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
5. Escalando barrancas
 
 
Sumario: Canales poco profundos. — Penalidades de la tripulación en el convoy. — Los monos. — Los indios guaraníes. — Navegación de vapor versus navegación de vela. — Una buena redada. — Precauciones contra los insectos. — Noticias sobre una batalla. — La táctica del general Paz. — Conseguimos carne para el convoy. — Tropas de ganado. — Pilares de tierra en las barrancas. — Los naranjales. — Varadura de la corbeta. — Preparativos para llevar la correspondencia por tierra. — Escalando la barranca. — El contratiempo del intérprete. — La partida de los mensajeros. — Don Oriental Martínez. — Fracaso para poner el barco a flote.


Lunes 16. Pudo verificarse que el canal tenía solamente doce pies de profundidad, con corriente cruzada en algunos lugares, y tan desigual, que se consideró más prudente amarrar el bergantín Fanny a un costado de la corbeta. Hicimos esto para evitar que la corriente, en los recodos muy cerrados, lo sacara del canal metiéndolo en el barco. En una hora de afanosa labor, atravesamos este paso y poco después descubrimos varios barcos de vela que formaban parte de un convoy salido de Montevideo más o menos cuando la Alecto fue aparejada en Woolwich. Se daba con esto una prueba bastante convincente de la enorme ventaja del vapor, sobre todo en estos ríos, porque los barcos de vela, para llegar a este punto, habían puesto tantas semanas como días había puesto la corbeta.

El cambio en el aspecto de la vegetación se acentúa y ahora se ven en la costa grupos de bambúes de gran tamaño. A mediodía pusimos en comunicación los barcos, entregamos cartas y dimos noticias de Montevideo. Esta parte del convoy estaba en muy mal estado por falta de provisiones; no habían encontrado nada fresco desde que se alejaron de Obligado y algunos de los hombres sufrían de escorbuto.

Las costas aparecían ahora bordeadas por un denso bosque tropical: hermosas enredaderas trepaban y festoneaban los árboles en fantásticas y elegantes figuras. Se veían algunos monos que hacían muecas y chillaban. Sus cabriolas grotescas divertían mucho a oficiales y marineros, sobre todo cuando alguna bala de rifle cortaba una rama del sitio en que estaban, o cuando de otra manera los inquietábamos provocando su ira. En la orilla izquierda y cuando el bosque formaba un abra, veíanse en el campo densas columnas de humo procedentes de quemazones de los pastos que hacen los indios guaraníes 1, antes de venir las lluvias que los vientos pamperos traen en esta época en gran cantidad. Estos indios forman una raza guerrera y brava, aunque también cruel y hasta feroz; nunca han sido conquistados y andan vagando en completa libertad, a partir de pocas leguas de la ciudad de Santa Fe hasta la cordillera de los Andes 2.

A eso de las cinco, el paso se hizo más estrecho por causa de las islas; en un lugar, el ancho no sobrepasaba las trescientas yardas con una corriente muy fuerte. Como el Fanny constituía una pasada carga, el remolque se puso difícil en verdad y después de luchar más de media hora, logramos rodear una punta de tierra que estrechaba el río. En seguida tuvimos a la vista varios otros barcos del convoy que, por ser más veleros o haberse varado con menos frecuencia, se habían dado maña para sobrepasar a sus compañeros. Estos barcos, estaban, si era posible, en peor estado que los primeros, y casi había cundido en ellos el hambre. No les quedaba un trozo de carne y se habían producido a bordo algunos casos de escorbuto maligno. Nos sorprendió que la tripulación no hubiera encontrado alimento en este hermoso río en que tanto abunda la vida animal. Resulta difícil explicar la desgana de los marineros para empeñarse en cacerías a que no están acostumbrados (aun tratándose de su propio beneficio), porque no lo hacen sino dirigidos por la experiencia y el empeño de sus oficiales.

Al anochecer llegamos a ponernos entre el grupo más avanzado del convoy formado por los barcos más ligeros y mejor equipados. Se mostraron por cierto muy contentos de tener noticias de Europa, pero más todavía de tener quien oyera el relato de sus penalidades y privaciones. Escuchamos éstas con gran paciencia, pero no nos apiadamos mucho, considerando que todo provenía de la carencia de ánimo e iniciativa. El buque ancló allí para pasar la noche. Algunos hombres fueron enviados a pescar y lo hicieron con más suerte que en la ocasión anterior. La redada fue excelente. Entre lo más notable de lo recogido estaba una pequeña anguila eléctrica, muy agitada, que para su tamaño daba golpes muy fuertes cuando se la tenía entre las manos. A tantas millas del mar, algunos de los peces eran semejantes a la platija de Inglaterra, al mero, al rodaballo pequeño, etc., y fueron tomados muchos otros de singular forma y tamaño.

Esta noche, los mosquitos mostráronse peor que nunca. El autor se mantenía libre de picaduras bajo su cortina transparente y bien dispuesta, salvo cuando se movía por inadvertencia en el lecho y tocaba con la rodilla su defensa: en seguida una docena de picaduras le dejaban hinchazones que duraban una semana. Al filo de la medianoche, cuando fuimos a cubierta tomó precauciones, pero sin ningún resultado: se puso botines marineros bien enaceitados, pantalones de tela fuerte, atados al tobillo con una cuerda muy ajustada; un chaquetón grueso abotonado al ruello como si fuera a desafiar un temporal; dos pañuelos de seda envueltos alrededor del cuello; otro pañuelo de seda le cubría la cabeza, atado a la barbilla, y para proteger las manos, un par de guantes fuertes. Todo esto podría sin duda resultar muy confortable en pleno invierno de Inglaterra y soportable en las noches calurosas de verano allá, pero en este clima, con el termómetro a noventa grados (Fahrenheit) resultaba una verdadera tortura. En pocos minutos, después de habernos instalado en el puente, cada prenda de vestir estaba empapada en sudor, y una sensación opresiva nos hizo arrojar algo de la envoltura, pero al quedar una parte del cuerpo al descubierto, la cubría en seguida aquella plaga volátil y zumbadora. Los oficiales que no disponían de cortinas pasaron esa noche, o bien sobre las cajas de las ruedas, o bien arriba, en las jarcias; era imposible permanecer abajo: en todos los camarotes bajo el puente había enjambres de mosquitos... tan espesos y numerosos como los átomos que pueblan los rayos del sol.

El autor se retiró a dormir muy fatigado a las cuatro de la mañana, y al levantarse descubrió que, a excepción de la cabeza, tenía todo el cuerpo cubierto de picaduras rojas inflamadas. Sabíamos, por algunos oficiales, que en Santa Fe varios marineros habían quedado postrados por las picaduras de esos insectos.

Febrero 17. Martes. Al partir tomamos a remolque los botes de varios navíos mercantes y también uno del elegante buque de guerra francés San Martín, con un oficial y tripulación. Estos botes aprovechaban que la Alecto era barco de vapor para llegar a Goya, ciudad de la provincia de Corrientes y en poder del general Paz, nuestro aliado, donde, según se esperaba, encontraríamos carne en abundancia para la tripulación hambrienta del convoy. Aunque sólo estábamos a unas veinte millas, era imposible vencer a remo la corriente, que en algunos lugares y a esta altura del río, corre a razón de cuatro nudos por hora. A eso de mediodía nos acercamos una vez más a las barrancas de Entre Ríos. A las dos anclamos a la altura de una gran estancia con mucho ganado. Estuvimos seguros de que se trataba de gente amiga, porque vinieron algunos botes, no solamente para darnos las últimas noticias de la guerra, sino para traernos buenos cuartos de carne gorda.

Aquí supimos que se había producido un choque entre las fuerzas de los generales Paz y Urquiza, y que el segundo del general Paz en el mando militar, don Juan Madariaga, que mandaba un ala del ejército, había caído prisionero. En cambio, Urquiza había perdido gran parte de sus caballadas como consecuencia de las maniobras maestras del general Paz, que, al retirarse, llevó a los caballos de su adversario, acostumbrados al suelo arenoso, hasta unos pantanos de la gran laguna Ibera. Las caballadas de Paz estaban familiarizadas con estos tremedales que pronto resultaron fatales para los caballos extraños a la región, y la caballería constituye la fuerza principal en estos ejércitos. Esta noticia fue muy agradable porque demostró que el enemigo no era dueño de las barrancas en que estábamos. De haber sido así y de haberse mostrado hostil, no hubiéramos salido indemnes sin duda.

Por la tarde, un chasque llegado de Corrientes confirmó la nueva. La carne ahora abundaba y todos los botes remolcados por nosotros volvieron a sus buques cargados hasta el borde. Nos hallábamos también frente a un campamento abandonado hacía poco tiempo por cuatro mil paraguayos que habían ido desde allí a reforzar el ejército del general Paz. Las chozas que lo formaban habían sido construidas en forma muy simple y con materiales tenidos muy a la mano; es decir, con hierbas largas y estacas. El pequeñísimo espacio ocupado por este campamento que abarcaba solamente un medio acre, no dejó de sorprendernos. Pero las costumbres del pueblo son tan simples y las necesidades tan pocas, que la escasa comodidad proporcionada a un cuerpo militar como el que había estado reunido allí no habrá sido sentida por los ocupantes.

Febrero 18. Miércoles. Con buena provisión de carne seguimos otra vez navegando con el Fanny al costado y, seguros ahora de que íbamos a la ciudad capital de la provincia, sentíamonos regocijados, sobre todo al pensar que estaríamos próximos al famoso Paraguay. Las barrancas ya no eran examinadas con el recelo de que pudieran esconder cañones, pero a veces se presentaban de tal modo que podían ser incómodas para la navegación. Inmensos rebaños de ganado se extendían hacia el interior de la costa hasta perderse de vista y hasta donde podía llegar el anteojo. Y ya no despertaban el apetito, como antes de nuestra llegada a Goya.

El aspecto de las barrancas cambió hoy considerablemente. Ya no eran escarpadas y a pique, sino cortadas por zanjones y torrenteras profundas, o formando suaves declives hasta el mismo borde del agua. En algunos trechos se habían producido desmoronamientos de tierra, dejando unas columnas o pilares muy raros de veinte, treinta y a veces hasta de cuarenta pies. Estos resaltos tan notables traen a la memoria lo que todo viajero de ferrocarril ha de haber observado en Inglaterra cuando se dejan pequeñas columnas piramidales en el suelo, en los sitios donde se hacen excavaciones; salvo que aquí, los pilares eran gigantes. Se han formulado varias teorías ingeniosas para explicar la formación de estos pilares, que sin duda no se deben a la mano del hombre.

Ahora se ven con frecuencia grandes arboledas de naranjos. Estas arboledas, de un verde oscuro, contribuyen mucho a la belleza del paisaje y se destacan con gran relieve sobre el fondo más bien descolorido de la campaña (como consecuencia de una sequía) y bajo un sol casi vertical y un cielo sin nubes. Estaba por hacer una descripción más minuciosa del río cuando un fuerte y áspero ruido nos hizo subir a todos a cubierta. Las ruedas habían estado en continuo movimiento, pero ahora, después de haberse detenido daban marcha atrás. Fue imposible evitar repetidos topetazos y frotes, como si todavía continuara el buque en marcha hacia adelante. Por desgracia, era la parte más de popa y la más hundida en el agua la que había tocado fondo, y de ahí que, al instante en que perdió la dirección que llevaba, la proa comenzara a desviarse por influjo de la rápida corriente. En este mismo momento, según lo dijeron simultáneamente tres de los sondadores, la profundidad era la siguiente: tres brazas a proa, dos a popa y dos y media bajo cada caja de las ruedas. En seguida se oyó el grito de “¡Soltar el ancla!”, dado con la esperanza de mantener la proa contra la corriente. Pero, ¡ay!, era remedio desesperado contra una corriente como ésa que aumentaba mientras la proa iba desviándose. Por eso el ancla no produjo el menor efecto y el barco siguió girando hasta formar un ángulo de 45 grados con la línea que llevaba y quedó atravesado en el río. Por un momento se mantuvo en esa posición hasta que, cediendo poco a poco a la fuerza de la corriente, cada vez mayor, fue sacudido y por último puesto sobre un banco de arena con un pie menos de agua que el de su calado y quedó ahí bastante escorado.

El pequeño bergantín Fanny, que hasta entonces no había hecho nada más que dormitar a un costado de la Alecto y dificultar el avance, fue utilizado ahora y enviado con anclas para colocarlas en los canales más indicados por los sondeos, como el único medio que podría salvarnos de la situación. Hechos todos los preparativos, fueron enganchados los aparejos y un violento esfuerzo puso los cables en tensión; pero, desgraciadamente, sin resultado, porque las anclas aflojaban. Vimos entonces con evidencia que habría de pasar algún tiempo antes de que la Alecto pudiera ser puesta nuevamente a flote. Y como el capitán Austen mostrábase ansioso por dar cumplimiento a su cometido, sin tardanza, llamó al autor de este libro y le pidió que, bajando a tierra, tratase de hablar con algunos pobladores para comunicarse con el alcalde o la autoridad más próxima y pidiera guías, caballos y acompañantes a fin de conducir la correspondencia de Su Majestad la Reina de Inglaterra para el jefe naval en Corrientes.

Esta misión, en apariencia muy sencilla, era en verdad bastante peliaguda porque, si bien sabíamos que los habitantes de esta región del país eran amigos, sin embargo, después de haber navegado tantos cientos de millas río arriba, entre demostraciones hostiles casi diarias, y entre gente dispuesta a cortarnos el pescuezo, resultaba difícil no pensar que el vecindario circundante podría también sernos igualmente hostil. Por lo que no ha de sorprenderse nadie si digo que experimentaba un sentimiento de aprensión al tener que bajar a tierra solo y desarmado. Pedí al intérprete que me siguiera y bajé luego a tierra, al pie de una alta barranca; no encontrando senda ni espacio abierto para subir, empecé a trepar por ella. Esto no era tan fácil, porque la tierra, floja y arenosa, cedía bajo los pies y resbalaba, ocurriéndome que varias escaladas difíciles perdiéronse en poco tiempo por una súbita caída. Felizmente, lo flojo y blando del terreno me libraba de todo daño. Por último, alcancé cierto sitio más difícil. Esforzándome por salvar un borde agudo, me agarré de una mata. En este momento, la Alecto me parecía estar abajo y muy cerca. La gente de a bordo se contrajo a observarme a mitad de camino, en la barranca. Podía oír perfectamente las exclamaciones: “¡Ahora sí! ¡Ya sube!... ¡Va bien!... ¡No, no puede! Va a caerse... Sí sube”... La mata poco a poco iba cediendo, y la tierra en que afirmaba el pie, se desmoronaba también. Sentí que iba a caer para diversión de muchos y desagrado de las pocas personas de juicio. El disgusto de saber que todos los ojos convergían en mí, superó a todo: caí desde una distancia de quince o veinte pies v vine a dar encima del pobre intérprete que había quedado abajo. Observé mejor el muro de tierra y hallé otro lugar más conveniente por el que trepé no sin dificultad en pocos minutos y me encontré en lo alto de la barranca desde donde me puse a mirar a la corbeta. Pasado ese momento, arrojé todo el polvo y las guijas que tenía en los zapatos y empecé a caminar tierra adentro en busca de pobladores y dando salida a mi indignación contra el infortunado intérprete que, por no haberme seguido, estaba hundido a mitad de camino en su ascenso.

A unos cientos de yardas hacia adelante, eché de ver tres jinetes hacia quienes avancé con los brazos levantados en señal de que no tenía armas y dije que deseaba comunicarme con ellos. Quedáronse muy quietos observándome de intento, pero sin duda prestos para huir. Acercándome, advertí que eran dos muchachos de origen español y un indio guaraní de hermoso aspecto. Los primeros llevaban una caricatura de calzón de mendigo irlandés 3. El último no llevaba nada encima como no fuera una gran espuela de gaucho en uno de los talones. Todos tenían el cuerpo expuesto a los rayos quemantes del sol de aquella tarde. En seguida me dirigí a ellos con un ¡Viva Patria! [sic], y mediante ademanes y gestos solícitos, expresé mi deseo de que se acercaran a la orilla. Experimenté gran dificultad para persuadirlos, porque precisamente la chimenea de la corbeta acababa de aparecer por encima de la barranca echando gran cantidad de humo negro, lo que, para estos pobres semisalvajes era suficiente motivo de terror. Con todo, y a fuerza de expresiones amistosas, luego que el humo hubo disminuido algo, logré llevarlos a la posición que deseaba, pero aun allí sentíanse tan absorbidos por la apariencia del buque de vapor (éste hacía mucho ruido golpeando el agua con las paletas como enorme monstruo en lucha) que, por un buen momento no pude hacer que atendieran al intérprete, todavía empeñado en subir la barranca. Por último pudimos exponerles cuanto deseábamos en español; el indio dijo algunas palabras a sus compañeros, excitó con su única espuela a la cabalgadura y no tardaron en salir los tres galopando como locos. Una vez que hube cumplido esta parte de mi comisión, elegí el lugar menos escarpado y más blando de la barranca y me dejé resbalar hasta donde estaba mi compañero, con bastante daño de mi vestimenta en su parte inferior. Pasado cosa de una hora, llegó un grupo de gauchos con la autoridad de la aldea más cercana y se mostraron todos muy correctos y atentos. El jefe, don Oriental Martínez 4, prometió darnos cuantos caballos quisiéramos. Al preguntarle si podríamos comprar algunos novillos, su respuesta fue dada (por medio del intérprete, se entiende) con una nobleza muy española: “No vendemos, pero hay cien a la disposición de ustedes”. Como los corrales estaban algo distantes, se nos informó que era imposible traernos caballos hasta la mañana siguiente, y por eso, después de hacer una invitación al don para visitar el barco, nos despedimos cortésmente y volvimos a la Alecto.

A pesar de todo cuanto se había trabajado, resultó imposible mover el barco; se hicieron los mayores esfuerzos durante toda la noche, ayudados por los hombres de el Fanny, pero ahí estaba todavía la corbeta, inclinada sobre un lado y la corriente escorándola en forma notable. La distancia por tierra hasta Corrientes, era, según noticias, de treinta y dos leguas, y hubiera sido imprudente gastarme en los activos trabajos de cubierta. Decidí economizar mis fuerzas y me fui tranquilamente a dormir. Fue fortuna para la rápida conducción de la correspondencia que yo tomara estas precauciones, porque nada pone a un hombre más fuera de condición, sobre todo para un largo viaje a caballo, que la vida a bordo de un barco. Y aunque el correteo sobre cubierta y el ruido que hacían los marineros en pleno trabajo me retuvo algún tiempo entre ellos, me dejé convencer por la prudencia y aproveché mi aptitud para dormir donde y cuando me viene en gana, siempre que me halle en buena salud. Y me dormí profundamente, a despecho de los ruidos de los golpes y de las sacudidas del barco al tocar con la quilla el banco de arena dura.