La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
6. Una noche en tierra firme
 
 
Sumario: Arreglo de las maletas de correspondencia. — Extensión de Bella Vista. — Cabalgaduras inservibles. — Eficacia de la plata. — Silueta del chasque. — La escolta. — Diversión de los lugareños. — Montoneros Blancos. — Una idea afortunada. — Aspecto del campo. — Lagunas. — Aves acuáticas. — Cómo se nos recibe para pasar la noche. — La cena. — Las muchachas. — Escena deleitable. — Reunión heterogénea. — Unas risotadas diabólicas. — El golpe en la sombra. — Un coro horripilante.


Al rayar el día ordenamos la correspondencia. Fue asegurada en dos grandes sacos de cuero bien cosidos uno con otro por el maestro de velas, de modo que pudieran colocarse sobre el lomo de un caballo. En cuanto a mí, arreglé varias cosas necesarias en un pequeño saco de tela. Iba equipado también con una escopeta de dos caños y un par de pistolas largas de grueso calibre.

Después de un copioso y sustancial almuerzo fuimos en el bote del Fanny hasta el pueblo de Bella Vista que se componía de tres cobertizos 1 y de una guardia militar; pero no pudimos desembarcar hasta pasadas las nueve por la fuerza extrema de la corriente. Una vez en tierra, encontramos al mismo comandante quien expuso que, si bien había mandado muy temprano a traer los caballos, éstos no habían llegado todavía. Permanecimos allí un buen rato sentados sobre las maletas de la correspondencia, fumando cigarros. Por último, aparecieron algunos animales de mezquina apariencia para llevarnos solamente hasta los corrales más próximos, distantes una milla, donde podríamos hacernos de mejores caballos.

Trasladados allí, vino otra demora más molesta y en nada necesaria; pero por experiencia anterior sabíamos que era absurda pretensión querer apresurar a un español, y así nos vimos compelidos a poner buena cara. A eso de las tres p. m. llegaron unos doce caballos. Eran, en verdad, muy pobres animales. Así que estuvimos listos, surgió otra gran dificultad. El gobierno había procurado caballos, guías y escolta pero no había pensado en las sillas de montar, y el caballo que me habían destinado estaba en pelo y con un lazo al pescuezo. La plata 2, tan eficaz y tan infalible, dio en seguida como resultado un recao o silla de campo y riendas que nos vimos obligados a pagar a disgusto. Esto no me agradó nada porque la compra se hacía a cuenta del gobierno y el objeto no valía la cuarta parte de lo que me vi obligado a pagar por él. Pero mi consigna era: “Adelante y sin demora” y no deseaba otra cosa que cumplirla porque bien advertía que era la única manera de salir bien. Todo quedó pronto arreglado; las maletas fueron bien aseguradas sobre uno de los caballos. Un gaucho o postillón montó sobre otro caballo para llevar consigo al de la maleta, y para tal fin, una larga correa de cuero que este último llevaba al pescuezo, fue atada a la cola de la cabalgadura. Detrás del de la maleta, marché yo, cubierta la cabeza con un sombrero de paja y vistiendo una chaqueta de cazador; en el recado llevaba las pistolas bien dispuestas. El postillón conducía mi escopeta de dos caños cargada con balas pero sin fulminante, de manera que nada tenía que temer de él. Cada vez que lo creí necesario durante el viaje, le pedí la escopeta, puse en ella los fulminantes y quedé así preparado para cualquier eventualidad. A cada lado y un poco atrás, cabalgaban los dos hombres que tenía yo a manera de guías y que me servían de escolta. Como me había parecido innecesario llevar otros hombres, elegí al hijo del comandante como guía y al sargento de la guardia como escolta. Ambos eran muchachos fuertes y listos y me respondieron muy bien, mostrándose como hombres cabales y muy diestros en el desempeño de su trabajo.

Toda la gentecilla de la aldea se reunió para ver la partida de este magnífico chasque de la Reina de Inglaterra para el presidente de Corrientes (sic). Cuando trate de montar, todos reventaban de risa, al ver que no podía introducir la punta de la bota en el estribo campero, de tal fabricación, que apenas cabía el dedo gordo del pie. Esto se remedió pronto con lonjas de cuero atadas al estribo, de suerte que pudieran entrar las tres pulgadas de la bota y resistieran al peso de la pierna. Con esto, antes de terminar el viaje, tenía los pies hinchados por la presión de las lonjas y los tuve hinchados por dos meses. Emprendimos, por fin, la marcha, pero los caballos eran muy inferiores: habían sido mandados poco tiempo antes desde el ejército de Paz y este último se los había quitado al general Urquiza. Acababan de soportar la fatiga de una marcha forzada de varios cientos de millas y no es de sorprender si digo que apenas podíamos exigirles otro paso más allá del tranco ordinario.

Quizás sea ésta la ocasión de recordar una precaución que tomé y la que, según creo, no solamente me habilitó para cumplir el viaje con mayor comodidad, sino también con mayor celeridad de la que podría esperarse de una persona falta de condiciones como estaba yo después de tan larga permanencia a bordo de un buque. No puedo, así, dejar de recomendarla a cualquiera que se vea precisado a desempeñarse con alguna premura en circunstancias parecidas a las mías. Cuando en un principio me puse en marcha, las correas de cuero que hacían de estribos se aflojaron tanto que casi no me sostenían las piernas y la fatiga no tardó en producirse. Me acortaron entonces los estribos de modo que entraron otros músculos en juego y, andando camino, el resultado fue que, cuando llegué a Corrientes, los tales estribos de cuero se habían acortado al extremo de tener apenas el largo de los que hubiera usado en Inglaterra siguiendo perros ligeros en el campo v formando parte de una partida de caza.

Dos horas largas y penosas pusimos para llegar a la primera posta o estancia, que era, por cierto, el rancho más pobre que pueda imaginarse. Y como este aspecto de pobreza era común a todas las postas del camino, debe decirse que los propietarios eran ricos en tierras y en ganado vacuno y caballar. Encontramos en el camino algunos venados v avestruces que se cuidaron tan poco de nosotros como lo hubiera hecho una majada de ovejas en Inglaterra. Al llegar a la posta, Martínez exhibió el documento del gobierno para la entrega de los caballos y en seguida un muchachito desnudo saltó sobre uno de esos caballos que se ven siempre atados a un poste del corral y salió galopando en busca de los animales. Habría pasado media hora cuando una gran nube de polvo anunció a la distancia un grupo de caballos; poco después llegaron al galope cincuenta o sesenta de ellos y entraron en el corral. Mis hombres revolearon sus lazos y tomaron con rapidez a los que habían elegido. Hecho esto reanudaron la jornada. Los caballos eran, con mucho, más vivos, y superiores a los que habíamos dejado, pero, aún así, no de lo mejor.

A unas dos leguas de esta posta, mientras seguíamos invariablemente el camino, Martínez y el sargento empezaron a preparar sus armas, al parecer algo perturbados, y me hicieron senas para que tomara mi escopeta de dos caños. Poco más adelante, apresuraron la marcha y, señalando seriamente hacia un punto donde yo creía ver un pequeño grupo de caballos, gritaron: ¡Montoneros! ¡Montoneros! ¡Blancos! ¡Blancos!...3. Y por señas me decían que corriera. Antes de hacer lo que me indicaban, observé bien el objeto señalado y advertí que los hombres se mantenían muy quietos y que la senda seguida por nosotros pasaba a menos de media milla del lugar en que estaban reunidos. Me pareció, sin duda alguna, que lo más prudente era seguir adelante con resolución, reservando los caballos y preparándonos a recibir a los montoneros como se merecían. Mis dos hombres se pusieron, uno a cada lado del caballo portador de la maleta-correo y seguimos despacio, sin apurarnos, hasta que llegamos frente a los bandidos, que nos observaban con gran atención, sin perdernos movimiento. Martínez me dijo después, valiéndose de un intérprete, que los bandidos andaban con los caballos cansados y que no les había gustado el caño de la escopeta que yo llevaba al hombro, porque ellos no tenían más que lanzas. Yo no podía huir ante la presencia de seis u ocho bandoleros, abandonando mi correspondencia. Y me sentí muy satisfecho, después, cuando pude comprobar la eficacia que habían tenido mis armas.

Como pude advertir que el viaje sería muy largo y severo para el estado en que me hallaba, decidí valerme de todos los medios a mi alcance para evitar cualquier retardo, aunque hubiera de quedar extenuado. Pensando en este particular, me vino a las mientes una idea que al punto adopté y que tuvo excelente resultado. Había notado que yo despertaba no poco interés en las mujeres, y a menudo, al hallarme agobiado por el calor y la sed, me daban las únicas naranjas maduras de los árboles y deliciosos limones cuando podían hacerlo. Por eso, observé la siguiente táctica: al encontrarme con niños (y a la verdad éstos abundaban en todas partes) sentábame a la sombra, y trataba de atraer a los más despiertos y audaces y hacía lo posible por ganarme su confianza. Una vez alcanzado este objeto, y mientras la madre me seguía con los ojos, vigilante, sacaba yo una caja de fósforos Lucifer e invitaba al pequeño a encender uno de ellos. Esto producía gran efecto porque en estos países se considera gentileza muy apreciada y poco común la de procurar a otra persona fuego en pocos momentos. Y mi demostración provocaba siempre la maravilla y el aplauso de las señoras que llamaban entonces con animadas voces la atención de los maridos. El resultado era que, ya ensillados todos los caballos y esperándonos, el mío era con frecuencia cambiado por otro mejor y las más veces de mejor paso.

El campo que recorrimos ese día era llano con leves ondulaciones. En algunos sitios había depresiones del terreno que se llenaban de agua formando lagunas de distinta profundidad. Y estas lagunas estaban literalmente atestadas de aves acuáticas de toda especie. Es indudable que estos depósitos están destinados por la naturaleza a proveer de agua a los animales de tierra adentro; y cuando ella falta por efecto de una prolongada sequía, los caballos y otros cuadrúpedos se ven obligados a salir hasta la orilla del río, y en el atropello general que se produce para llegar al agua, mueren los animales en gran número. Hubiéramos podido cazar tantas aves como para llenar una carreta en este día, pero empleábamos las fuerzas en otras cosas.

Ya al caer la tarde se acabó el campo abierto v entramos en un paraje arbolado, de aspecto más pintoresco y hermoso y mucho más poblado de ganado vacuno, caballos y ovejas. Se entraba el sol cuando llegamos a la estancia donde debíamos cambiar las cabalgaduras. Estaba esta estancia sobre una pequeña altura del terreno y en torno a ella serpeaba un arroyo poco profundo y con muchos peces que lo animaban. Como era difícil procurarse caballos después de anochecido, y más difícil todavía encontrar un camino entre esta llanura inmensa, sin sendas, en plena noche, acordamos quedarnos allí hasta el día siguiente para salir una hora antes de amanecer. Al apearnos, era de ver la cortesía ceremoniosa de los señores semidesnudos que nos brindaban hospedaje. En seguida dieron órdenes para preparar la cena con lo mejor que tenían y no tardó mucho ésta en hallarse lista. Toda la cocina se hizo en presencia nuestra. Consistió en carne asada o más bien socarrada cerca de las brasas de un buen fuego, y espetada en una estaca común que hundieron en el suelo frente a nosotros. También nos fue ofrecida una calabaza llena de naranjas deliciosas cortadas de un árbol en un cercado o patio. Mientras se preparó aquella cena primitiva, desensillamos los caballos dejando amontonadas las prendas de montar, las maletas, escopetas, pistolas, lomillos, riendas, etc. Luego, sacando los cuchillos, nos pusimos en cuclillas rodeando el alimento y empezamos a comer.

Durante la cena, las mujeres de la familia estuvieron observándonos de intento y divirtiéndose a costa nuestra. Dos de ellas eran muy bonitas pero estaban vestidas de cierta manera característica en la región. Llevan una sola prenda de vestir, suelta, escotada v corta. Podría describírsela diciendo que es una combinación de falda y delantal. Tenían los brillantes y negros cabellos arreglados con gusto y se acostaban de vez en cuando en una hamaca bastante alta, junto a nosotros; y aun cuando mantenían ocultos los pies, aparecían, con su piel rosada y clara, muy atrayentes. Sus facciones reculares demostraban con evidencia su origen europeo, y a despecho del color, ofrecían gran diferencia con la fisonomía de los indios guaraníes que andaban en buen número por ahí.

A las nueve, una vez que hube arreglado mis cosas, tan cómodamente como lo permitían las circunstancias, poniendo la maleta como almohada y las armas de fuego cargadas, junto a mí, traté de arreglarme para dormir, pero la extraña posición en que estaba me tenía inquieto y no podía conciliar el sueño. Encendí entonces un cigarro y me puse a observar aquella escena primitiva y exótica, iluminada por una luna hermosísima, todavía más brillante por la luz que irradiaban las numerosas luciérnagas volando como lamparillas errátiles sobre el follaje de un naranjo cercano. Estaban allí, unos durmiendo, otros rebulléndose, los mimados y los numerosos animales domésticos de la familia: perros, ovejas, potrillos, gamos, chivos, terneros, gallinas, patos, niños, y un gato montes de regular tamaño; y al parecer congregábanse todos llenos de confianza y simpatía. En el naranjo próximo se albergaban algunas cotorras que habían adquirido por imitación la facultad de emitir diversos gritos de animales y también de personas. Aquel clamoreo bastante absurdo, y los saltos y zapatetas de los integrantes de la reunión, para mí única en su género, eran por demás extraños. A ratos entraba todo en un profundo silencio apenas interrumpido por el zumbido de los insectos o de algún saurio y de pronto, cuando alguna nube ponía sombras en el claro de la luna, aparecían las luciérnagas más brillantes aún y multiplicándose en número incontable. Un aire ligero cargado de perfumes movía muy suavemente las hojas del naranjo, de las que salía un suspiro sollozante como de niño muy apesadumbrado. Esto último pareció despertar a un coro de plañideras. Los sollozos fueron repetidos por docenas de voces, al parecer de personas de todas edades, hasta que el coro se convirtió en un duelo intenso de agonía. “¡Gran Dios! ¿Qué puede significar esto?”, pensé. Al último me levanté, amartillé mis pistolas, y quedé mirando curioso en derredor mío.

Por un corto momento, continuaron los sollozos y fueron creciendo hasta parar en afligido coro. Comencé realmente a sentirme presa de tristes sentimientos, cuando, de súbito, el concierto cambió para convertirse en un coro de risas muy ruidosas y chillantes, las cuales, después de subir hasta un perfecto diapasón, cayeron como por efecto de un completo agotamiento. El origen de aquellas voces se me reveló... ¡Por fin! Eran producidas por las picaras cotorras alojadas en el naranjo. Hasta mucho después no pude ni pensar en dormir, porque estuvieron continuamente y a merced de cualquier causa dando suelta a sus chillidos de alegría o de pena, según les petaba la fantasía. Mi situación de vigilia me trajo buen cortejo de pensamientos. Y así, me puse a pensar en cómo un suelo tan fértil y productivo, un clima tan salubre y excelente, un río tan majestuoso y grande, había podido ser abandonado y puesto fuera del mundo civilizado. ¿No es acaso esto un baldón para la vieja España, que trató a sus hijos como lo hizo manteniéndolos en la ignorancia para su propio mezquino provecho? Bien mereció ella el destino que atrajo sobre sí por su manera de tratar a ésta y otras de sus colonias. Así pasé la mayor parte de la noche hasta que las mismas cotorras quedaron en silencio. Por último, estirando mi poncho sobre la cabeza, traté en toda forma de conciliar el sueño; y casi lo había logrado cuando un golpe súbito en la cabeza me hizo dar un salto y empuñar las armas. Pero no se veía otra cosa que lo ya observado en la primera parte de la noche. Después de mirar con atención alrededor de mí, me acosté otra vez, dejando mis pistolas a la, mano para hacer uso de ellas al instante. Apenas habíame acomodado esta segunda vez, el golpe se repitió, pero ahora encontrándome bien despierto, lo experimenté con mayor violencia. Arrojé el poncho que tenía sobre la cara y salté otra vez, algo asustado por este extraño asalto. Pero todo estaba quieto y tranquilo como antes.

Como me sentía muy incómodo al verme así perturbado, resolví permanecer en observación y terminar si era posible con la causa de todo aquello. De otro modo, estaba seguro de que no podría descansar. Me arreglé otra vez estirando el poncho hasta cubrirme solamente la barbilla, y de tal suerte manteníame en acecho con todos mis sentidos. Cinco minutos después empecé a creer que había soñado o que era víctima de alguna confusión. Un cuerpo muy oscuro me pasó con rapidez sobre la cara dándome como una palmada en la mejilla... Era el gato montés doméstico que saltaba y hacía cabriolas encima de mí... Pero como yo había mantenido el dedo en el gatillo de la pistola, y estaba montada, levantarla, llevarla a un lado y hacer fuego (cuando el animal andaba ya entre un montón de cueros), todo fue uno; y lo hice sin detenerme a pensar en lo que hacía. En el momento en que salió el tiro experimenté gran disgusto y me sentí avergonzado. Aquello podía traer un serio disturbio en la estancia. Por fortuna, el gato se salvó, de manera que no hubo nada que lamentar e imaginé entonces que lo mejor era simular un accidente. Claro es que todos los seres vivientes se despertaron y reinaba la mayor confusión y alarma, porque el general enemigo, Urquiza, estaba a menos de treinta millas de ahí. Los pobres estancieros creyeron, naturalmente, que se trataba de un ataque nocturno y como yo no podía hablar diez palabras en español, creí que lo mejor sería mostrar a Martínez mi pistola descargada y decirle, valiéndome de una pantomima, que todo había pasado por casualidad y que yo mismo había estado a punto de matarme. Tomada esta resolución, empecé a gritar:

¡Martínez! ¡Martínez! ¡Martínez!... ¡Mucho malo! ¡Mucho malo! 4 “¡Qué tonto soy!... Venga Martínez... Qué tonto...” Bajo esta apariencia, traté de mostrar por signos cómo había estado punto de perder la vida y cuan peligrosas eran las escopetas cortas.

Esto calmó el tumulto entre la gente, pero prorrumpieron en un odioso griterío todos los animales que, formando coro, hicieron por cierto imposible cualquier humano descanso durante el resto de la mañana. De ahí que empezáramos al punto a preparar los caballos y, cosa de una hora antes de salir el sol, prosiguiéramos lentamente nuestro viaje.