La escuadra Anglo-francesa en el Paraná
7. Un "chasque importante"
 
 
Sumario: Un abra muy fértil. — El árbol grande. — Hospedadores benévolos. — La riqueza que alterna con la pobreza extrema. — Calor opresivo. — Mísero estado de los caballos. — Carpiteal. — Despacho de una carga de yerba. — Un espejismo. — Penalidades. — El agua. — Alivio instantáneo. — Bondad femenina. — Electricidad molesta en la atmósfera. — El cambio repentino. Ciénagas desagradables. — El cruce del río. — La náutica a ochocientas millas del mar. — Niños jinetes. — Sensación que produce el chasque en Corrientes. — Cactos extraños. — Importancia del ganado y su número. — Regocijo de las autoridades por la llegada del chasque.


Febrero 20. Viernes. Al venir el día apresuramos el paso y pudimos advertir que los caballos eran de condición mucho mejor, voluntarios y hasta deseosos de marchar. Media hora después de la salida del sol llegamos a una estancia situada ventajosamente en el claro de un bosque espeso que la rodeaba. En las partes más bajas se levantaban algunos de los árboles más grandes que yo había visto en Sudamérica. Por el medio de esta abra, corría un arroyuelo de seis a ocho pies de ancho, de agua tan clara como el cristal. Los peces de este arroyo eran visibles en gran número, atrevidos, audaces, y tan mansos y voraces como las carpas doradas que hay en los jardines de Hampton Court. Un árbol de copa muy amplia daba sombra a la estancia con uno de sus lados y con el otro, de enorme ramaje, cubría el arroyuelo y abarcaba gran espacio de terreno. Las raíces, extendiéndose a ras de tierra, y la sombra, proporcionaban asiento y lugar de descanso en horas de la siesta a toda la gente de la estancia y también a los animales.

Al bajarnos para cambiar caballos, la señora de la casa, muy amable y con extremosa curiosidad por ver al “chasque importante”, dejó el lecho y vino hacia nosotros sin cambiar su vestido de cama, en verdad muy reducido. Entonces tomó una calabaza 1 y con mucha ceremonia la llenó de leche de una de sus hermosas vacas. Esto me causó placer y me hizo mucho bien. Me habían dicho que estos estancieros eran ricos y orgullosos de su riqueza y sentí curiosidad por saber si eran también codiciosos de dinero. Haciendo entonces una ceremoniosa inclinación, ofrecí a la señora un chelín nuevecito y brillante que fue rechazado. Hice entonces otra inclinación y ofrecí un peso plata que rechazó también. Un doblón corrió la misma suerte. Entonces, saqué de mi bolsa una galleta marinera para beber mi calabaza de leche. Me pareció que al observar la galleta, a mi buena hospedadora le brillaban los ojos de modo singular y pensé que tenía yo en la mano algo digno de ser aceptado por ella. No me equivoqué. Con evidente gratitud, tomó mi sencillo presente y se retiró a sus habitaciones. Tuve curiosidad de saber por qué rechazaba el oro y aceptaba cosas tan sin valor como la ofrecida últimamente, y la seguí. La encontré dándole de comer la galleta a un niño de aspecto enfermizo. Me dijo, haciéndose entender a su manera y tan claramente como si hablara, que éste era el verdadero alimento que necesitaba para la criatura, dado que tenía que cambiarle de régimen y no disponía de otra cosa sólida que de la carne. Por donde se ve que aquí, lo mismo que en cualquier parte del mundo, el afecto maternal es el supremo sentimiento. Como podrá pensarse, le dejé toda mi provisión de galleta y me sentí satisfecho de que pudiera utilizarse tan ventajosamente, si bien las galletas valían poco. Averiguando, pude saber que en efecto, la familia que me hospedaba era rica en ganado y en rebaños, aunque éstos, por efecto de las guerras brutales y los disturbios, se han desvalorizado mucho, y porque el comercio y las comunicaciones con los países civilizados están paralizados con la guerra en el Paraná. Los rebaños en esta región se multiplican a razón de un medio por año (por lo menos) y sería curioso observar de aquí a diez años, en caso de que la paz y la seguridad fueran restauradas, los cambios que se llevarían a cabo, comparada esta indigencia de hoy con la enorme riqueza que se producirá cuando la fortuna ganadera sea vendible.

El dueño de la estancia me señaló con gran orgullo y satisfacción las numerosas tropas que poblaban su campo en todas direcciones; y para dar prueba de su buena voluntad nos facilitó cinco de sus mejores caballos a fin de que prosiguiéramos el viaje. La escena en su conjunto era deleitosa y atrayente sobre toda ponderación. Lo único que ofendía la vista en este pequeño paraíso, era la vivienda humana, no sólo por su aspecto mezquino sino también por otras causas.

Renovado el ánimo con el excelente almuerzo de leche fresca y galleta, nos pusimos en marcha otra vez, después de hacer cuanto pude por convencer a Martínez de que nos despacháramos pronto porque ahora ya no había razón para estar en retardo, dado que teníamos excelentes caballos y estábamos en condiciones de seguir con rapidez. Había decidido yo llegar a Corrientes, de ser posible esa misma noche y compensar de tal manera el retardo del día anterior causado por los malos caballos. Martínez y el sargento me entendieron muy bien, pero movieron la cabeza a uno y otro lado e hicieron un ademán para darme a entender que no podría mantener el paso y me sentiría fatigado antes de llegar a Corrientes. Lo cierto es que salimos al galope por esos campos a buena marcha y llegamos al corral próximo en cosa de una hora. Montamos otra vez en excelentes caballos y como el terreno era llano y limpio, galopamos tendido con buena disposición.

En las últimas veinte millas habíamos ido aproximándonos a una curva que hace el río y cuando cambiamos caballos otra vez, una ancha faja blanca que fulgía bajo el sol, como plata fundida, podía verse a distancia de algunas millas, y revelaba claramente el curso del Paraná. Todo el espacio interpuesto entre el río y nosotros, estaba por entero cubierto de pisadas y huellas que denunciaban a los miles de cabezas de ganado que pastaban en esas fertilísimas llanuras. Por esos momentos, el sol se había levantado lo bastante como para producir intenso calor, agravado en mucho por la falta de viento; además, las patas de los caballos, al galopar, levantaban nubes de polvo y era evidente que se preparaba un viento pampero. Pasamos en aquellas circunstancias dos postas más y la opresión de la atmósfera y el calor seco empezaron a producirme una sed muy fuerte, y sensación de fiebre, aunque mis vestidos estaban empapados de sudor. Los caballos también, aunque de buena condición, estaban muy agobiados antes de haber cumplido la mitad del camino. Entretanto, el sol se levantaba cada vez más aplastante y el calor iba en aumento. Pasamos por otra posta, pero ya con alguna dificultad, tanto para los animales como para nosotros, porque aquéllos necesitaban ser espoleados para mantener la marcha.

Al último, cubiertos de espuma y polvo, llegamos a la aldea de Carpiteal 2. Aquí se hacía necesario conseguir nuevo pasaporte para los hombres que venían conmigo y nos vimos obligados a ir hasta la casa del alcalde a solicitar permiso para seguir el camino. Se produjo con esto una larga e innecesaria parada porque el alcalde estaba muy ocupado despachando una arria de caballos destinada a llevar yerba del Paraguay hasta el ejército del general Paz, cuyos cuarteles estaban a unas nueve millas de ahí. Todavía después de que esta tropa se alejó al galope, sufrimos otra demora porque resulta imposible para todo aquel que tiene sangre española en sus venas, despachar un asunto cualquiera sin formalidades inútiles. Agotada ya mi paciencia, el viejo alcalde inició el visado del pasaporte. La inquietud y la irritación iban sobreponiéndose a mi razón porque tardaron casi tres cuartos de hora para escribir una línea. A la una proseguimos la marcha; el sol caía casi verticalmente sobre nosotros. No se sentía un soplo de aire y un espejismo caliginoso cubría toda la superficie del suelo hasta una altura de doce o catorce pies. Me parecía que los rayos del sol me asaban materialmente el cerebro, crecía la opresión según avanzábamos y después de haber andado cosa de dos leguas, una horrible sensación de ahogo se apoderó de mí; mi vista decaía; apenas si conservaba fuerza para mantenerme a caballo y sentía la boca, la lengua y la garganta como de pergamino reseco. La última legua para llegar a la posta, la hicimos con los caballos casi tan agobiados como nosotros. Al detenernos para cambiarlos, demoré en apearme algunos instantes para ordenar mis pensamientos, que a la sazón andaban algo perdidos. Miré en torno de mí y pude percibir con gran contento que estaba a la orilla de una corriente de agua clara como el cristal, y que se deslizaba a una velocidad de tres nudos por hora. Era un arroyo ancho, así como el Támesis en el puente de Londres, que corría hacia el Paraná, a ochocientas millas del mar. La sola vista del agua bastó para reanimarme. Me incliné y hundí la cabeza en ella con extremo placer; me despojé de la ropa y la puse, con las armas, el recado y las maletas en la canoa que estaba ahí esperando, desentendiéndome por una vez de la carga que llevaba, pero di a Martínez orden estricta de que fuera sentado sobre las maletas. Entonces me arrojé de cabeza al río sin preguntar nada y sin cuidarme de que todos los yacarés de la tierra y todos los diablos estuvieran o no en la corriente.

Como en medio del arroyo había un pequeño banco de arena descansé allí a mi placer y esperé hasta que la canoa se acercó. Otra vez me zambullí en el agua y después la canoa me llevó a remolque hasta la orilla opuesta del arroyo. A unas cien yardas de la costa estaba una estancia donde debíamos procurarnos caballos de refresco y a la que, después de haberme vestido, me acompañó una mujer entrada en años con modales muy hospitalarios.

Sería imposible dar una idea cabal de la maravillosa frescura experimentada como consecuencia del baño. Me sentía perfectamente renovado y con la sensación de ser otro hombre. Apenas hube entrado en la estancia, la buena mujer me presentó un mate, ofreciéndomelo con extrema bondad. Por cierto que lo acepté y lo bebí, aunque con disgusto porque era amargo. Después me ofreció huevos pasados por agua que al momento estuvieron listos. Hallé alguna dificultad para comerlos porque no disponía de otra cosa que de mi cuchillo. Mis acompañantes los sorbieron no sólo con mayor corrección sino con más rapidez que yo, probando así que la vida poco civilizada tiene también sus ventajas. Después de este refrigerio, partimos con excelentes caballos y con ánimo alegre, pero la pesantez del aire aumentó de tal modo, que cuando estábamos a cosa de una milla de la posta próxima los caballos se declararon vencidos totalmente y encontramos gran dificultad para hacerlos avanzar, aunque fuera al paso. Para aliviar a mi pobre bestia me bajé y caminé a su lado, lo que sorprendió mucho a los dos hombres, que no podían comprender cómo podía tomarse en consideración el sufrimiento de un animal. Cuando pudimos cambiar las cabalgaduras, seguimos a buen galope, y a mitad de camino de la posta próxima empezaron a mirarme mis acompañantes una y otra vez como para verificar si mostraba o no signos de cansancio. En realidad, comenzaba a sentir algo raro, pero no iba a mostrarlo ante ellos, y cuando vi que seguían cambiándose miradas expresivas como para decirse: “Bueno, va no da más...”, di con la punta de las riendas a mi caballo en la paleta y grité: “¡Vamos! ¡Vamos!...”, lo que puso a mis compañeros en éxtasis por la alegría que les produjo, y todos apuramos el paso como si nos fuera en ello la vida.

El camino en distancia de dos leguas a esta posta, lo hicimos sobre una seca, polvorienta y agostada llanura, donde el miraje, o reverberación o bruma o como se llame 3, era tan espeso, que las maletas en el caballo carguero parecían temblar en la atmósfera vibrante. Yo quedé convencido de que debía de tratarse de algún extraordinario desarreglo relacionado con la electricidad porque el efecto se acompañaba de un olor casi sulfuroso 4. Por fortuna, al terminar estas dos leguas, el suelo llano cambió y después de un corto descenso entramos en un terreno pantanoso y desagradable. Aunque sentimos cierto alivio por el cambio repentino efectuado desde un terreno seco y lleno de polvo a otro en que había que chapalear agua y barro, asimismo no nos satisfizo nada porque las nubes descendían de manera muy alarmante. Martínez dijo, además, que faltaban dos leguas igualmente pantanosas y que había por ahí mucho tigre. Los caballos estaban casi exhaustos y avanzaban con dificultad entre el barro y los pozos. Entonces ordené hacer alto; tomé la escopeta de doble caño; le puse el fulminante, naturalmente, y dejé a los caballos tomar un trago de los charcos barrosos en que el agua quedaba casi perdida entre los nenúfares. Esto reconfortó mucho a las pobres bestias, y pocos minutos después seguimos andando y pasamos entre fangales y ciénagas, como podíamos, a veces entre bandadas de patos que se levantaban con gran bullicio y confusión. Cuando el suelo no estaba tan barroso, algún venado grande se levantaba también con un brinco y en pocos saltos desaparecía como lo hacen solamente algunos animales silvestres asustados. Los caballos tropezaban mucho, sobre todo el que llevaba las pesadas maletas. A veces se hundían hasta la barriga en el barro o en el agua. Las pobres bestias casi no podían más; y el sargento, en uno de los peores momentos, se apeó, gritó al caballo para animarlo y lo pinchó; esto último, aunque cruel, era necesario porque si el pampero, siempre amenazante, se desencadenaba, nos hubiéramos visto irremediablemente perdidos: el diluvio que acompaña siempre a estas tormentas hubiera convertido aquellos pantanos que formaban un ángulo de la laguna Ibera en un verdadero lago. Finalmente, a pesar de los pinchazos, la pobre bestia metió la pata en un pozo, trató de zafarse, dio algunos tropezones desesperados y se hundió en el fango, quedando allí agotada y sin poder moverse. En seguida pasé las maletas al caballo del postillón, y nos preparamos a seguir la marcha, pero me detuve sorprendido cuando vi a Martínez que desmontaba y, sacando su largo y agudo cuchillo, caminaba en dirección al pobre animal que seguía inmóvil en el barro, las narices abiertas, respirando con dificultad a una pulgada del agua. Iba a matar al caballo.

—¡Martínez! ¡Martínez! ¡Odioso! ¡Cobarde! ¡Tunante!... ¿Qué va usted a hacer?... ¡Deténgase!

Martínez se detuvo y me miró con asombro, pasando la aguda y filosa hoja del cuchillo por los dedos, con ese gusto que solamente el gaucho experimenta cuando se dispone a una degollina.

—¡No muerte! ¡No muerte! ¡Español sanguinario! Déle al pobre animal la oportunidad de salvar la vida...5.

Aunque Martínez no sabia una palabra de inglés, interpretó en seguida lo que yo quería decirle, sobre todo que, para dar fuerza a mis palabras, le había apuntado a la cabeza con mi escopeta de dos caños, y todos los españoles de aquí, con quienes había tenido trato, sentían horror extremo por esas armas.

Antes de una hora de angustioso trabajo, pudimos salir de este horrible lugar. Una media milla más adelante vinimos a dar a un río rápido y profundo de unas doscientas yardas de ancho, y como la posta próxima estaba a más de una milla de la costa opuesta, hubimos de cruzarlo con los caballos y con todo. El único medio que encontramos para atravesar este río, fue el tronco de un árbol ligeramente excavado, una especie de conato de canoa con una pala pequeña. Sentí curiosidad por explicarme cómo se arreglarían para que este trozo de madera pudiera mantenerse a flote y cruzar el río sin que se lo llevara la corriente. Encendí un cigarro para observar cómo procedían mis dos activos e inteligentes servidores y, en realidad, para tomar una lección de estos dos gauchos ineducados. Empezaron por desensillar todos los caballos y por poner los recados y la maleta dentro de la canoa; trajeron luego los cinco caballos y los pusieron, tres de un lado de la canoa, al abrigo del viento; luego pusieron los otros dos del lado del viento, todos con sendos lazos al pescuezo. A una invitación de los hombres, entré en la canoa y me senté sobre las maletas, quedándome ahí muy quieto. Los caballos fueron obligados a entrar más en el agua y en el momento en que ya no pisaron fondo, empezaron a remolcarnos a buena velocidad; con los diversos lazos, los hombres tiraban o aflojaban desde diferentes partes del bote y así dirigían lo mismo que con un timón. Al llegar a tierra v desembarcar, ensillamos de nuevo los caballos y seguimos andando. En pocos minutos más llegamos a la última posta.

En cuanto la gente supo que se trataba de un chasque del gobierno, hubo gran revuelo. Un muchachito de siete años más o menos fue subido en un caballo oscuro, grande y fuerte, de su padre, y enviado con mucha prisa a traer los caballos de refresco; era una criatura tan pequeña que me parecía imposible pudiera tenerse sobre el lomo del animal; pero cuál no sería mi asombro cuando vi que en el momento en que partía, la madre lo hizo volver y le dio para que llevara en brazos otro pequeñín que no tendría un año. El jinete no se opuso; colocó al risueño diablillo delante y al través, taloneó su caballo y allá se fueron los dos al galope tendido, y los dos tan desnudos como vinieron al mundo. A los pocos minutos volvieron ambos en triunfo trayendo por delante una tropa como de cien caballos. El niño más pequeñito reventaba de gozo.

Como ésta era la última posta de Corrientes, llevamos contemplados los caballos hasta que estuvimos a una legua de la estancia, y entonces, levantando las cabezas con aire de importancia, nos pusimos a buen galope haciendo trepidar el suelo. Según nos acercábamos a la ciudad, bien advertíamos que íbamos despertando mayor expectativa. Las avanzadas de caballería venían hacia nosotros, no sabiendo cómo y por qué llegábamos a paso tan precipitado. Cuando estaban cerca, Martínez decía en alta voz algo en español de lo que yo apenas comprendía las palabras Inglaterra y chasque. La noticia corría como pólvora encendida, y la población, lo mismo que la soldadesca, reuníase y se nos ponía por delante preguntando seriamente qué podría significar la llegada de un chasque de Inglaterra.

La mayor parte de mi jornada en este día fue cumplida sobre una loma poco elevada cubierta de altas hierbas que el calor del verano había secado mucho en algunos trechos. En donde el suelo se mostraba ondulado o cerca de los ríos, veíanse siempre árboles en profusión, y en las llanuras bajas el suelo parecía fértil. Con frecuencia, entre los campos de hierbas secas, recreaban la vista las verbenas rojas y casi no había estancia que no tuviera su huerta de naranjos cubiertos entonces de frutos que maduraban.

Dicen en Corrientes que, debido a la gran distancia del mar en que se encuentra esta ciudad, su clima puede equipararse al del trópico en la orilla del océano y que casi todos los productos tropicales crecen muy bien allí lo mismo que los de Europa. En confirmación de lo afirmado, pude observar varias plantas de la familia de los cactos que yo había considerado hasta entonces como propias de las regiones tropicales. Una en especial llamó a tal extremo mi atención, que, a despecho de la prisa que llevaba, me dejé vencer de la curiosidad y detuve el caballo por un momento para examinar esta planta gigante. El cacto en cuestión crecía cerca de las márgenes de un pequeño arroyo: su tronco era de unas dieciocho pulgadas de diámetro, por lo menos, y “se levantaba a una altura de veinte pies antes de abrir sus ramas; varios vástagos, cosa de una docena, crecían por lo menos a treinta pies más arriba. Estos tallos se inclinaban hacia un árbol grande pegado a ellos y parecían pedirle apoyo y protección.

El ganado, que tanto abunda en estas campañas, en cantidad enorme, es para la gente que no vive en la ciudad, ni más ni menos que los renos para los lapones. Como poseen un suelo que producirá casi todo, pero una vez cultivado, no tienen literalmente otra cosa que carne aunque el río abunda en peces y los bosques en caza. Sin embargo, la carne de vaca es lo único que les preocupa y la consumen con una prodigalidad y un derroche desmedido; la consecuencia es un sobrante enorme de cueros que, puedo asegurar, están ahora tendidos o pudriéndose a millones. Esta decadencia y esta destrucción de una mercancía tan provechosa, ha de continuar hasta que el río pueda ser abierto.

Ahora quiero mencionar unos pocos de los usos a que he visto aplicados los referidos cueros. Las hamacas en que la gente duerme, son de cuero cortado a manera de los cortes de un rompecabezas, que después se extienden como una red o malla y que resulta una cama limpia, fresca y cómoda. La leche que se saca de las vacas se recibe y se guarda en unos aparatos de cuero hechos con estacas, de la forma de un gran cubo o tonel pequeño, con cabida para diez y seis a veinte galones. Las casas, lo mismo que las carretas, están cubiertas con cueros. Los caños por donde corre el agua de los tejados y azoteas son de cuero. Los noques para curtir pieles son de cuero estirado, como los cubos para leche ya mencionados y tienen adentro otros cueros sometidos al proceso del curtido. En todo lo que tenga relación con los arreos del caballo, se emplea el cuero. Las vigas y los sostenes en las casas están siempre atados con lonjas de cuero. Las puertas y las ventanas, y a veces hasta las paredes, están formados por cueros unidos unos con otros; en resumen, casi todo lo que allí se ve es de cuero.

Si miramos hacia adelante en el tiempo y consideramos el momento en que estos países se encuentren abiertos a la empresa y a la perseverancia de la raza anglosajona, cuando las enormes posibilidades de esta región se hagan efectivas mediante los capitales que entrarán, como es natural, por el camino que descubran los empresarios, entonces ha de verse con asombro la fortuna prodigiosa que harán esas empresas y la riqueza ilimitada que ha de caer como al golpe de una varita mágica sobre estas tierras. Están ahora comparativamente en la miseria, pero cuando llegue el tiempo a que me he referido, serán real y magníficamente ricas. ¿No es una suerte singular la que les espera?...

Cuando cambiábamos caballos, la gente se mantenía apartada de mis armas de fuego pero examinaba el candado de mi saco de viaje con gran atención y curiosidad. No se mostraron nunca impertinentes, sino siempre corteses al extremo.

Tuve que manejarme con alguna dificultad para que me condujeran en debida forma a presencia del presidente [sic] don Juan Madariaga, a fin de poder así hallar el camino hasta donde estaba mi jefe, Sir Charles Hotham, a quien debía hacer entrega de la correspondencia que se me había encomendado. Debo confesar que no me disgustaba la idea de apearme y de refrescarme con un baño antes de gozar la hospitalidad de Sir Charles Hotham. Llegué exactamente a las cinco de la tarde, habiendo cabalgado más de ochenta millas desde el amanecer, y con asombro de mí mismo, sin ninguna fatiga. Quiero decir que me hallaba muy bien dispuesto y en condiciones de cabalgar de vuelta al día siguiente.

Cuando abrimos la maleta de la correspondencia, se comprobó que las cartas y comunicaciones hallábanse en estado lamentable. Algunos papeles, arrugados y rotos al extremo, apenas si podían leerse. Como el trabajo de descifrarlos se llevó a cabo después de cenar y estuvo a cargo de Sir Charles Hotham, que lo hizo con gran interés, yo me senté en un banquillo y no tardé en quedarme dormido, con lo que, en determinado momento, resbalé y caí al suelo donde quedé roncando malgrč toda la disciplina y la etiqueta que debía guardar en presencia de aquel jefe y de algunos miembros del gobierno correntino venidos para escuchar noticias. Cuando me enderecé, poco después, no podía, por nada, recordar dónde me encontraba; las más extrañas fantasías cruzaban por mi cerebro y precipitadamente me puse a buscar las pistolas. La gente sonreía viendo mis movimientos desordenados e incoherentes y me dijeron que íbamos a tomar un poco de té.

Como Sir Charles y los oficiales de allí, no habían recibido el menor aviso de Inglaterra desde hacía tres meses, puede fácilmente imaginarse que casi todo lo que yo contaba era verdadera novedad para ellos y mostrábanse ávidos por oírme. Dijéronme que los correntinos estaban muy halagados y complacidos por la llegada del chasque de Inglaterra, sobre todo porque yo traía cartas de sesenta y ocho días atrás desde nuestro país, cuando lo común era que las cartas de Montevideo pusieran para llegar un tiempo mayor. Sentíanse asombrados por la rapidez y mostraban gran placer por la próxima llegada de la Alecto, que, por disposición de nuestro jefe, ahora debía remontar el río.

Después de dar todas las noticias que tenía en la memoria (y es asombroso cuan pocas se pueden recordar en casos tales y cómo, gradualmente, van saliendo en la conversación) me sentí muy satisfecho de poder tumbarme en la cama, donde está de más decirlo, dormí como un tronco.